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21. IRIA


―¿Dónde piensas parar?

―El cielo es el límite, nena ―afirmó arqueando una ceja.

Polo amor de Deus ―murmuré mirando por la ventanilla.

Hacía casi tres horas que habíamos salido de Madrid y sentía un incomodo hormigueo en el culo. Se me terminaría durmiendo.

Cuando había visto aparecer a Sergio en la entrada del piso me habían dado ganas de correr hacia él y abrazarlo en plan koala como había hecho anoche. Estaba deseando verlo, saber que estaba bien. El enorme moratón en el ojo derecho y el labio hinchado me impresionaron. Y quise gritar de impotencia al ver como se movía dolorido. Pero comprobar que apenas me miraba y ver la expresión de su rostro cubierto con una fría mascara de indiferencia me había provocado un buen cabreo y una enorme frustración.

Aún me duraba el enfado.

Y encima no había parado de hacerse el gracioso desde que se había subido al coche, un viejo Citroën Xsara Picasso azul marino con más kilómetros que la maleta de Willy Fog.

―¿Te has aprendido los datos del DNI?

―Hace horas.

―No seas exagerada. A ver recítemelos, señorita García.

―¿Y tú te has aprendido los tuyos?

―Yo he utilizado esa identidad otras veces. No tengo nada que aprenderme.

Solo quería que me dejara en paz. Bastante shock había supuesto para mí enterarme de que tendría que irme y desaparecer rompiendo el poco contacto que tenía con las únicas personas que me importaban de verdad ―durante, en teoría dos semanas, pero en la práctica a saber cuánto tiempo― como para pensar en que estaríamos juntos todo ese tiempo y encima tener que aguantar su odioso comportamiento.

Pero lo verdaderamente preocupante era que el hombre que conducía a mi lado de manera despreocupada me provocaba una montaña rusa emocional que ríete tú de lo de mi madre, lo de mi padre, lo de Toño, de que hubieran intentado matarme dos veces y del resto de cosas que me habían pasado en los últimos meses.

«Menuda mierda».

Lo miré un segundo. Si seguía empeñando en comportarse como un policía profesional «barra» padre comprensivo y chistoso explotaría.

―Iria, es importante. Ya te lo he explicado, en cada sitio que nos alojemos tomaran nuestros datos y se los enviarán a la policía.

―Lo sé, el registro obligatorio de viajeros, regentaba un precioso hotel rural en Lampreira ¿lo has olvidado? ―contesté con una buena dosis de sarcasmo.

Ahora suspiró como si el mundo fuera a acabarse.

―Bueno, pues si quien te busca tiene contactos en la policía gallega, lo que es muy probable, te encontraría en cuanto tu nombre saliera. Y no querrás eso, créeme.

―Te he dicho que ya lo sé ―repuse apretando los dientes.

―Mira, a mi me gusta todo esto tan poco como a ti, pero comportarse como una niña mimada y estar enfurruñada todo el rato no va a ayudarte y a mí me da dolor de cabeza.

Me retrepé en el sillón del coche deseando que la ira que iba subiendo escalones dentro de mi encontrara pronto una válvula de escape o tendría que ponerme a gritar.

―Por si quieres saberlo nos dirigimos a Murcia y llegaremos en nada. Cincuenta kilómetros como mucho ―afirmó.

―No tienes que hablar conmigo si no quieres ―le espeté.

―¿Qué coño te pasa?

―¡Nada, y todo! ―exploté y lágrimas de frustración cayeron por mis mejillas como si mis ojos fueran un par de surtidores.

―Iria... ―me reprendió a la vez que iba soltando poco a poco todo el aire de sus pulmones.

―Déjame ―susurré.

Entonces dio un volantazo y se metió en un área de servicio. Detuvo el coche en la zona de aparcamiento para camiones y apoyó la frente sobre el volante.

Giró la cabeza sin dejar de tenerla apoyada todavía en el volante y me miró un momento. Yo no podía parar de llorar y él parecía cansado y tenía pinta de que los golpes le dolían. Vi un resquicio de incomodidad y confusión en sus ojos.

Genial. Así que el subinspector listillo no tenía idea de qué hacer con alguien en mi estado de nervios y eso lo hacía sentir incomodo. Peor para él. Deus, que cabreada estaba.

―Siento mucho incomodarte ―le solté en tono sarcástico―. Y ahora si no te importa necesito estar sola un momento.

Salí del coche, y tomé una fuerte bocanada de aire. El aire era mucho más cálido que en Madrid, pero era noche cerrada y hacía fresco. Me arrebujé en mi chaqueta de punto y me alejé del coche lo suficiente para no verlo, pero sin desaparecer de su vista. Lo peor de nuestra situación era que no podíamos escapar el uno del otro. Cerré los ojos con fuerza y me limpié las lágrimas. Se había acabado el llorar.

Entonces sentí su presencia a mi espalda, pero no me volví.

―Te he dicho que necesitaba... ―empecé pero no pude acabar la frase porque sentí sus brazos rodearme desde atrás.

―Tranquila, ¿vale? Lo siento. Siento ser un capullo insensible. Imagino lo mal que lo debes de estar pasando.

―Suéltame, Sergio, carallo ―sollocé intentando zafarme.

―Venga, ayúdame Iria, esto no se me da nada bien.

―El qué, ¿consolar a otro ser humano? No es tan difícil ―le espeté con toda la ira acumulada y por cómo se encogió como si encajara un golpe pude comprender que mis palabras le afectaron.

No volvimos a pronunciar palabra. Los minutos pasaron y muy a mi pesar me fui acomodando entre sus brazos.

―Yo también lo siento ―admití al fin.

Sergio me abrazó más fuerte, suspiró junto a mi cuello y su cálido aliento me hizo estremecer de la cabeza a los pies.

―Me gustaría poder protegerte de todo, Iria. Pero resulta que no puedo. Tendrás que conformarte con que de momento te mantenga con vida ¿te vale?

―Supongo que sí ―contesté pasados unos interminables segundos en los que las piernas comenzaron a temblarme hasta hacerme pensar que no sería capaz de mantenerme en pie.

Sin mediar palabra me besó la coronilla, luego la sien, el cuello, detrás de la oreja, de nuevo la sien. Sentía sus suaves labios ardiendo cada vez que me tocaban. Yo ardía toda entera cada vez que me tocaba.

Me di la vuelta de golpe y nuestros labios y nuestras narices chocaron. Más bien nuestros cuerpos. Ay, Deus, fue un choque de trenes en toda regla. Sus manos intentaron abarcar todo mi cuerpo y las mías se deslizaron furiosas por su pelo, por su cara, su cuello, su espalda.

Cuando me quise dar cuenta nos estábamos devorando la boca como dos desesperados. Creo que hasta hubo un momento en que ambos dejamos hasta de respirar.

Hasta que Sergio me empujó con suavidad y nos separamos unos centímetros.

―No podemos hacer esto ―murmuró.

―Lo sé.

Me acarició la mejilla y sus preciosos ojos casi dorados me miraron cargados de deseo. Era una mirada oscura. Nunca antes nadie me había mirado así, ni siquiera Toño. En ese momento comprendí que él se sentía atraído por mi tanto como yo por él. Y odié sentirme tan mal y de repente tan apenada al saber que no podíamos continuar con aquello fuera lo que fuera.

Simplemente porque era imposible.

Se alejó hacia el coche haciendo eses y pasándose los dedos por el pelo y por un momento me calmó saberlo tan desesperado como yo lo estaba. Me recordó a la noche anterior. Lo había visto hacer aquello a mí alrededor cuando hablamos de Irene y me encogí. ¿Sería por eso?

―¡Joder! ―exclamó― joder, joder, joder ―añadió con genio y los puños cerrados.

Yo tenía claro que no estaba bien que aquello pasase entre nosotros, él era un miembro de las fuerzas de seguridad y mi escolta. Y yo la hija de un narcotraficante encarcelado a la que estaba obligado a proteger. Era como si él fuera de los buenos y yo de los malos. Como si fuéramos antagonistas. El Dépor y mi querido Celta. Capuletos y Montescos. Eso sin contar la diferencia de edad y todo el resto de consideraciones que nos alejaban mucho más de lo que nos acercaban. Estaba mal. Estaba mal y punto.

Pero al pensar en que él además se sentía así por estar engañando a otra, una extraña losa empezó a comprimirme el pecho y me sorprendí a mi misma reprendiéndome por haberme convertido en alguien que no era: una celosa histérica.

Cuando conseguí serenarme un poco lo seguí a distancia. Esperé que se metiera en el coche y yo lo hice poco después. Supe que iba a soltarme el mismo rollo que yo había desarrollado en mi cabeza en cuanto lo vi frotarse la cara y lo oí suspirar.

―Lo siento, me he dejado llevar y no... Son muchas horas juntos y yo soy un poco... me gustan demasiado las mujeres y el sexo. Pero no quiero que sientas que estoy tratando de aprovecharme de ti ―declaró justo antes de hacer una pausa―. Ha sido muy poco profesional por mi parte y entenderé que quieras llamar a Agustín y pedir que me sustituyan, Pero si no lo haces, puedes estar tranquila. Te prometo que no volverá a ocurrir.

Había hablado casi sin atreverse a mirarme. Ahora lo hacía fijamente y viendo que no le contestaba arrancó el coche y enfiló de nuevo hacía la carretera, la verdad era que me había dejado sin palabras y con ganas de morirme de la vergüenza.

Tras media hora más de carretera. Dimos vueltas por el centro de Murcia durante media hora. Sergio estaba más taciturno de lo normal, pero después de lo que me había soltado yo tampoco era la reina del buen humor. Llegamos a un barrio tranquilo y a una plaza con una pensión y se puso a buscar aparcamiento.

―¿Es ahí donde...?

―Eh, sí ―dijo y luego hizo una pausa en la que condujo el coche a un callejón lateral―. He pensado que de momento pararemos en pensiones, moteles y sitios tranquilos y alejados del turismo. Acuérdate de decir siempre si alguien nos pregunta que vamos de paso al funeral de mi abuelo que es mañana. Esta noche nuestro destino es Almería ¿entendido?

―Sí.

Cuando aparcó cargó con las maletas de ambos hacia la pensión y no me dejó ayudarle por mucho que lo intenté. Entre los golpes y casi cuatro horas conduciendo tenía que estar molido.

La pensión estaba en un edificio antiguo que parecía haber sido reformado. No me dio muy buena impresión, pero estaba cansada y aunque no eran ni las diez de la noche soñaba con una ducha y tumbarme un rato a ver la tele.

La recepción ocupaba toda la parte izquierda de la entrada dejando un estrecho pasillo a la derecha que desembocaba en unas escaleras y un descansillo a la izquierda sonde parecía que estaba el ascensor. Las paredes eran blancas y el suelo y la mitad de la pared estaban revestidos de un granito gris muy brillante.

El mostrador estaba todo cubierto de madera de pino así como la pared del lateral en la que había una pequeña puerta para entrar y salir del pequeño mostrador. Sobre el mostrador un ordenador y una pantalla plana de los que solo asomaban un trozo y un jarrón con un gran ramo de flores de colores un poco mustias.

Un hombre de mediana edad bastante entrado en carnes que llevaba unas pequeñas gafas de cerca colgadas de una cuerda sobre el pecho nos recibió con un alegre: «buenas noches ¿una habitación?» Sobre una camisa más abierta de lo recomendable de mangas un poco abullonadas de un gris brillante a juego con el sitio relucía una fina cadena de oro. Parecía un mafioso italiano de medio pelo. Tenía un rostro poco simétrico con una nariz regordeta y una boca estrecha. De pelo negro y grandes entradas, sus ojos eran pequeños y nos miraban con cierta malicia.

―Sí, una habitación doble, por favor ―confirmó Sergio con voz cansada.

―Les daré una con cama de matrimonio, si tengo ―afirmó con una sonrisa torcida― voy a ver.

―Sergio apoyó el brazo derecho en el mostrador e hizo un gesto de dolor.

Tenía mejor el ojo, aun así tenía un aspecto sombrío y peligroso vestido completamente de negro. Con la cara golpeada y los nudillos despellejados parecía gritar a los cuatro vientos: «sí soy un tipo peligroso y te partiré la cara como te pases».

El recepcionista le pidió el carné y estuvo un rato tecleando en el ordenador. Luego sacó varios papeles de la impresora y se los puso delante a Sergio.

―Firme aquí. La señorita no hace falta que enseñe su DNI ―afirmó haciéndole a Sergio un gesto de complicidad muy elocuente.

El muy pervertido había dado por hecho que yo era menor y que nos habríamos escapado juntos o vete a saber que más y quería evitarle a Sergio los problemas. No supe si reír o llorar. Luego nos extrañábamos cuando pasaban las cosas que pasaban. La realidad siempre supera a la ficción.

Sergio se envaró hasta que lo sujeté del brazo.

―Muchas gracias ―dije coqueta― no sabe como se lo agradecemos.

Me recorrió el cuerpo una sonrisa lasciva y se detuvo un rato en mis pechos haciéndome sentir un poco sucia. Agradecí que Sergio estuviera firmando en ese momento el registro o hubiera mandado lo de ir de incognito a la mierda y se habría liado una gorda. O tal vez no, porque desde lo de la Estación de Servicio yo era consciente que era una más para él. Y no, desde luego que no entraba en mis planes convertirme otra de sus conquistas.

―La veintisiete ―dijo dándole una llave con un gran veintisiete circular a Sergio con una sonrisa― segunda planta.

Fuimos hasta el ascensor en silencio. Solo había dos plantas. Una vez salimos recorrimos el pasillo hacia la habitación y esta vez no lo dejé cargar con mi maleta.

―Ese tío era asqueroso.

―Lo siento. No miré mucho, mañana te llevaré a un sitio mejor ―se disculpó abriendo la puerta y dejándome pasar.

―Por lo menos está limpia ―afirmé encogiéndome de hombros.

―¿Tienes hambre?

―Ahora mismo no mucha, ¿saldremos a cenar? ―pregunté recorriendo la pequeña habitación.

―Hoy no ―afirmó sacando una bolsa de papel marrón, en la que estaba escrita en letras mayúsculas a palabra rodilla, y dejándola encima de la cama.

Le pregunté con la mirada.

―Sandwiches, de uno de los mejores sitios de Madrid. He traído algunos de atún y los más asquerosos que he encontrado. Como a ti te gustan ―aseveró sonriente.

Los colores se me subieron de arriba abajo y no supe que decir.

La habitación no estaba tan mal, era rectangular, más ancha que larga con suelo de terrazo brillante y paredes pintadas de un rosa muy pálido. Frente a la puerta había una ventana y bajo esta un aparato antiguo de aire acondicionado. A la derecha una silla y un sencillo armario de melanina blanca. A la izquierda de la ventana una cama de matrimonio ―que me pareció pequeñísima― cubierta con una colcha de algodón azul y un cabecero tapizado. Contra la pared izquierda una mesa de cristal con una planta de plástico junto a la puerta del baño. Las mesillas de noche eran dos pequeñas repisas sobre la pared. Al menos había un televisor de pantalla plana

Entré en el baño y al ver la bañera tuve una idea. No era muy grande pero tenía buen fondo. Serviría. Abrí el grifo de la ducha, aparte la cortina de colorines y aproveché para enjuagar la superficie hasta que el agua empezó a salir caliente. Puse el tapón y esperé sentada en el borde a que empezara a llenarse. Luego fui a buscar en mi maleta un frasco de sales que me habían regalado y que no estaba segura de haber traído.

―¿Qué haces?

―Prepararte un baño.

―¿Un baño?

―Sí, un baño. ¿Es que nunca te has dado un baño?

―¿Yo solo?, nunca.

Puse los ojos en blanco y me alegré cuando encontré el bote de sales que andaba buscando en el fondo de mi neceser. Aunque mentiría si dijera que no me alegré también un poquito de que el Sergio bromista y fanfarrón hubiera vuelto.

―Pues hoy te lo vas a dar. Y solo ―dije haciendo hincapié en la palabra―. Mírate, no intentes disimular. Tienes que estar molido entre los golpes y tantas horas de coche.

―Estoy acostumbrado a conducir y...

Le eché una de mis miradas de «o haces lo que te digo o tendrás problemas» con los brazos en jarras y él levantó los brazos en señal de rendición.

―Está bien, está bien. Que sepas que solo lo hago por el bien de nuestra convivencia.

Le tiré el cojín que había en la cama, pero no llegué a darle.

Cuando salió del baño pasado el rato entré yo. Me quedé paralizada un segundo al verlo salir solo con una toalla rodeándole la cadera, con el pelo chorreando y algunas gotas recorriéndole los músculos y resbalando por sus perfectos abdominales. Me propuse ignorarlo y entré enseguida con mi ropa y el neceser que ya tenía preparados.

―Siento que esté todo lleno de vapor, quizás deberías esp...

―No me importa ―me apresuré a decir junto antes de cerrar la puerta con pestillo y apoyarme en ella intentando poner la mente en blanco. Ahora la sensación de sus labios en mi boca empezó a atormentarme. Deus, era una sensación tan vivida, tan real...

Pensé en darme otro baño para relajarme, pero al final me duché. Tenía hambre y estaba cansada. Deus, ojalá pudiera dormir dentro de aquel pequeño baño.

Salí de la ducha con el pelo mojado y en pijama. Me puse unos pantalones largos y la camiseta menos ajustada que tenía, no quería forzar las cosas después de lo de área de servicio.

Sergio estaba tirado sobre la cama con una pierna cruzada sobre la otra y apoyado en el cabecero sobre su almohada. Llevaba un pantalón deportivo gris y una camiseta blanca y cambiaba de canal con el ceño fruncido. Había sitio para mí a su izquierda y me estremecí solo de pensar en que íbamos a compartir cama. Que aún me persiguieran la visión que me había mostrado recién salido del baño envuelto en la escueta toalla con todos sus músculos y el bulto que se insinuaba entre las piernas y el recuerdo de sus besos no es que ayudara mucho.

―Te estaba esperando para comer.

Me limité a asentir.

Percibí como me recorría con la mirada. Disimulé. No sé por qué lo hice. Supongo que en el fondo me gustaba que me mirase así ¿y en qué momento había ocurrido eso? Cuando lo conocí me molestó mucho que lo hiciera. Ahora tenía la sensación de que le daba permiso para mirarme, al hacerlo yo para otro lado. Y eso estaba mal. Ay, Deus, ¿por qué tenía que ser todo tan complicado? Lo miré de reojo. Había detenido sus ojos en mis pechos. Fue solo durante un parpadeo. Y luego volvió a hacerlo. ¡Pero bueno! Parecía no poder dejar de mirar y eso me hizo sentir un revoltijo de emociones en mi interior. Y el dichoso nudo en el estomago. Luego apretó la mandíbula y se centró de nuevo en la tele. Suspiré aliviada.

―¿Te encuentras mejor? ―pregunté terminando de guardar las cosas en mi maleta.

―Sí, gracias, la verdad es que me ha sentado bien el baño.

―Vayaaa, ¿me estás dando la razón en algo?

Me miró con una sonrisa torcida.

―Pues sí, tengo que reconocerlo, jirafa patosa, esta vez tenías razón.

Se levantó despacio y tras coger la bolsa de los sándwiches me la lanzó y la conseguí atrapar en dos tiempos. Otra vez estaba sin reflejos. Por su culpa.

―Elige tu, creo que hay dos o tres de atún, he comprado todos los que tenían de atún, un par más de salami para mí y dos más de guarrerías, échales un vistazo pero si prefieres los de salami, no me importa.

Había comprado todos los de atún que tenían. Por mí. Para variar me sonrojé.

―No, tranquilo, es un montón de comida con uno de atún y uno de los otros supongo que me vale.

―No son muy grandes, he calculado tres por cabeza y uno a medias.

―¿En serio? No soy tan glotona.

―Tranquila, a la mayoría de los tíos nos gustan las tías con apetito.

―¿Pero tú te crees que las mujeres vivimos solo pensando en lo que los hombres...?. Olvídalo ―tercié cuando vi la mueca de sorna que se había formado en su perfecta cara.

―Cada día que pasa me resulta más fácil chincharte ―admitió.

―Me estoy empezando a dar cuenta. Ten ―dije lanzándole la bolsa, he cogido dos de momento, elige tú ahora.

Él la atrapó al aire y eso que mi lanzamiento había sido malísimo.

―¿Y la bebida? ―pregunté.

―Abajo hay una maquina ¿Qué quieres?

―¿Qué hay?

―Me ha parecido ver que había refrescos, agua y cerveza ―enumeró.

―Tráeme una cerveza ―le pedí.

―¿Segura?

―Sí, y agua también, por favor ―añadí.

―Está bien, voy a bajar. Toma ―repuso poniéndome en la mano una pistola pequeña―, este es el seguro ¿ves? ―añadió poniéndolo y quitándolo― si alguien que no sea yo entra por esa puerta dispárale sin pensártelo.

―No estarás hablando en serio.

―Totalmente. No tardaré. Cierra con llave.

Y se fue dejándome con cara de idiota. Cogí la pistola y me puse a hacer posturitas a lo femme fatale tipo partenaire de James Bond. Muy adulta. Menos mal que no me pilló porque volvió enseguida.

―Iria soy yo ―informó desde el pasillo tras llamar a la puerta.

―Pasa, prometo no dispararte ―aseguré.

―No has cerrado ―me recriminó.

―¿Bromeas? Me has dejado tu juguetito ―e hice un gesto con los dedos imitando una pistola.

Resopló pero vi que en el fondo le hacía gracia mi actitud de «paso de todo».

Comimos en silencio, cada uno en una punta. Él sentado en la silla que había junto al armario viendo la tele y yo en silla junto a la mesa que pretendía hacer de escritorio, casi de espaldas.

Debió de darse cuenta de la ligera ansiedad que me producía la situación que estaba por venir. Creo que no dejé de mirar la cama de reojo todo el rato.

―Dormiré encima de la colcha, no tienes de que preocuparte ―me garantizó usando un tono cargado de seguridad.

―Qué tontería, me fio de ti ―afirmé tras dar un buen trago a mi cerveza de lata.

―Pues no deberías ―repuso.

Su mirada era de mucha intensidad. Demasiada. Tanta que me volví a ruborizar.

―Estas muy mona cuando te pones colorada.

―Ay, déjame ya, carallo.

―Qué pena que pierdas todo el encanto en cuanto abres la boca.

Dejé que transcurrieran unos momentos porque estaba avergonzada. Siempre conseguía ponerme en ese estado mezcla de enfado, crispación y azoramiento. Lo analicé un momento intentando catalogarlo. No pude. Jamás había conocido a alguien como él. No era solo por su esplendido físico. Ya casi no veía como un problema lo de su altura. ¿No decían que las cosas buenas se guardan en frascos pequeños? Pues eso.

Pero es que además era un tío tan seguro de sí mismo..., con esa mezcla de chico malo y chico bueno creado para hacernos la vida imposible a las mujeres. Parecía de vuelta de todo y era indudable que había sufrido. Lo peor era que me daba la sensación de que no había superado del todo lo que fuera que hubiera pasado con su novia muerta. En ese momento deseé ayudarle lamiéndole las heridas. Ay, Deus y luego lamerle mucho más.

Intenté recomponerme, carallo yo no era así. Recogí los restos de los envases y la lata de cerveza y los tiré a la papelera del baño. Luego me lavé los dientes y me encaminé hacia la cama como una especie de heroína romántica que va hacia el patíbulo. Con la frente muy alta y escondiendo el tembleque de manos.

En la tele ponían una vieja peli de acción de Jason Statham sin apenas argumento. Perfecto para dormir.

Destapé la colcha de mi lado y me metí en la cama. Sergio lo hizo mucho más tarde, cuando yo estaba casi dormida, y sobre la colcha, como me había prometido, y esa fue la primera noche que nos acostamos juntos.

Muy romántico todo. Apenas nos rozamos en todo el tiempo y mira que la cama era pequeña. Fue a la vez raro y perturbador. Sin embargo había algo que me reconfortaba. Saberlo a mí lado, saber que cuidaba de mi me tranquilizaba, me hacía sentir segura. Y pensando en ello me dormí en un sueño tranquilo.

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