2. SERGIO
Cuando esa mañana sonó el agudo pitido del teléfono fijo de casa creí que la cabeza me estallaría. Alargué el brazo hacia la mesilla de noche y agarré el móvil con intención de saber la hora y por supuesto resultó que no tenía batería. Me froté los ojos, aún somnoliento. Tuve la sensación de no haber dormido mucho. Como cada noche de la semana en la que tenía turno de tarde, me había pasado un par de horas dándole al whisky hasta caer rendido.
La luz apenas se filtraba a través de las persianas, así que supuse que debía de ser temprano. Me giré con brusquedad y casi vomito por culpa del vaivén de la cama de agua. ¿Quién coño me mandaría haberme comprado una puñetera cama de agua? Lástima que el maldito colchón solo fuera práctico para follar y no para las noches de borrachera. Para eso era una autentica putada.
Me incorporé despacio y sopesé la situación. Teniendo en cuenta que en las últimas semanas las noches de borrachera superaban con creces a las de sexo desenfrenado iba a tener que ir pensando en cambiar de colchón. Me acordé de que la estructura de la cama estaba preparada para albergar tanto un colchón normal como el de agua.
De improviso me vino a la cabeza la imagen de la chica que me la vendió y cómo la estrené con ella, y no pude más que sonreír como un idiota. Fue un polvo memorable. A pesar de tener memoria fotográfica tuve que hacer un esfuerzo mental considerable para recordar su nombre, Yaiza No-sé-qué, todavía guardaba su tarjeta por ahí, una lanzaroteña de lo más fogosa que al terminar me despachó dejándome rascado y con cara de gilipollas.
Lo cierto es que fue la primera de las muchas mujeres que han pasado por esa cama. En aquel momento era yo el que las despachaba sin ninguna consideración. Se podría decir que ella fue una especie de maestra, o quizás algo más parecido a lo que llaman paciente cero en las películas de epidemias de virus mortales que terminan diezmando la población mundial. No sé muy bien si el sexo sin compromiso podría llegar a considerarse una epidemia o ni siquiera una enfermedad. Quizás en mi caso sí, ya que cuando por aquel entonces me acosté con Yaiza había tenido varias relaciones, todas monógamas, y no estaba muy acostumbrado a eso del aquí te pillo aquí te mato, y menos con una desconocida.
No le guardo rencor; Yaiza, en realidad, me abrió un mundo de posibilidades y aquel día me di cuenta de que era justo lo que necesitaba. Pero faltaría a la verdad si dijese que cuando me trató como una polla con patas no me sentó mal, es más, me sentí un poco herido en mi orgullo. Sobre todo cuando al terminar se limitó a quitárseme de encima apoyándose en mi pecho como si se tratara de un cojín, a bajarse la falda y antes de guardarse las bragas en el bolso soltarme un: «no hace falta que me llames, si tienes cualquier duda te he dejado en la mesa de la entrada las instrucciones de mantenimiento y cuidados, para ejercer el derecho de garantía es mejor que llames al fabricante. Está todo en el manual».
Así, tal cual, sin jabón.
El teléfono no dejaba de sonar y consiguió sacarme de mis pensamientos. Me levanté sin mucha prisa. La mayoría de las personas normales suelen abalanzarse contra el aparato ante tanta insistencia; es muy fácil ponerse en lo peor. No sé por qué nos gusta regodearnos en las posibilidades negativas, lo normal sería pensar que ha ocurrido algo malo a alguien a quien queremos, yo ya pasé por eso y al fin y al cabo ya no tenía a nadie por quien preocuparme.
Otra posibilidad era que me llamaran del trabajo. Esa posibilidad no terminó de convencerme porque en realidad mis jefes no podían ni verme. Me tenían por un tipo problemático que había sido desterrado y ellos eran los encargados de comerse el marrón. Yo solo me limitaba a cumplir con mis obligaciones sin pena ni gloria, así que con la misma parsimonia con la que me había levantado, fui al baño y, después de echar una buena meada, lavarme las manos y refrescarme la cara, me dirigí al salón a buscar el dichoso inalámbrico que debía estar recalentado de tanto sonar.
―¿Sí? ―contesté sin esconder mi enfado.
―Llamo de la Jefatura Central de Recursos Humanos. Es de vital importancia que hable con..., espere un momento..., sí, con el subinspector Betancourt ―afirmó una voz masculina.
La descarga de adrenalina me hizo despejarme de golpe. Por fin iban a despedirme. A la mierda con todo.
―¿Es usted? ―reiteró.
Un ramalazo de duda me hizo apartar el aparato y mirar la numeración en el visor. Era un número corporativo de los que utilizan las comisarías de Madrid que tan bien conocía y, pese a que la voz no me sonaba de nada, decidí jugármela, total si ya estaba con un pie en la calle ¿qué coño importaba una metedura de pata más?
―Dile al descerebrado de Javi que se ponga ―exigí.
―Me ha cazado, tío ―admitió tras unos segundos la misma voz ahora amortiguada. A continuación oí un coro de risas masculinas.
―Joder, Sergio, eres un aguafiestas ―afirmó mi nuevo ex mejor amigo con el que hacía meses que apenas hablaba.
―Vete a la mierda, tío, casi me lo trago ―le recriminé.
―Llevo toda la puta mañana intentando dar contigo, si me hubieras cogido el móvil a la primera no me hubiera entretenido en maquinar nada, capullo. Por cierto ahora lo tienes apagado ―dijo con sorna.
―Sí, eres muy gracioso, me lo debes de haber dejado sin batería con tanta llamadita.
―De resaca, ¿no? ―Estaba intentando provocarme, como siempre.
―Que te den ―repuse.
―Bueno, pronto se te va a acabar lo bueno. Dime que no te has estado metiendo nada más ―replicó.
―Sabes que no, ya no me van esas mierdas. Solo whisky a chorro, ¿o es que no me conoces? ―Me defendí.
―Eso espero, te van a llamar de verdad y dado tu historial no descartaría que te hicieran un análisis ―reveló.
―¿Que me van a llamar? ¿Análisis? No me jodas.
―Sí, es en serio, pero no para echarte, tranqui. No vas a tener esa suerte. Aún tienes a tu paladín dando la lata por aquí, y como durante los últimos años te has convertido en un buen perrito faldero y eres un ejemplo de obediencia, parece ser que te quieren de vuelta.
―Ahora sí que me estás jodiendo, no pienso volver, no estoy en condiciones y no... yo no... ―balbuceé.
―Que no, fiera, que no es lo que crees, que sigues castigado, te van a llamar de Seguridad Ciudadana ―me aclaró.
―¿Para qué?
―Brigada Central de Escoltas ―me informó.
En ese momento suspiré casi rendido ¿me querían como escolta? De golpe recordé cuando decidí hacer el curso de escoltas tras acceder a mi primer destino, y me maldije por ello. Me aceptaron tras una entrevista y como no tenía muy claro a que dedicarme completé el dichoso curso, que resultó un coñazo, y encima fui el primero de la maldita promoción. Sobra decir que rechacé el trabajo y continué tramitando denuncias como un capullo, hasta que conseguí entrar en los TEDAX, pero tampoco era lo mío. Así que alguien se terminó fijando en mi hoja de servicio y terminé en una de las unidades de investigación antiterrorista adjuntas a la Comisaría General de Información, donde conocí a Javi y donde tras tres años de impecable servicio la cagué estrepitosamente y me vi sancionado con el traslado a Las Palmas.
―¿Cómo llevas lo de apatrullar las calles de Las Palmas? Dicen por ahí que no te has quejado de nada, por mucho que te han puteado ―terció cambiando de tema.
―No lo sabes bien, pero me limito a hacer lo que me dicen sin discutir, ya lo sabes.
―Al menos es tu ciudad.
―Bueno, eso es cierto, pero piensa que me fui a Madrid hace dieciocho años, casi he vivido allí más tiempo que en las Palmas... ―admití.
―¿Y ya te dejan conducir? ―preguntó con sorna.
―No te pases ―volví a defenderme.
―No fui yo quien estrelló uno de los coches de la unidad contra la valla de un colegio, borracho como una cuba y de farlopa hasta las orejas, menos mal que eran las dos de la mañana si te hubieras cargado un par de niños no quiero ni pensar que hubieran hecho contigo ―me espetó.
―¿Te divierte recordármelo? ―mascullé.
―Me divierte recordar la cara del Inspector Jefe Atienza que era el que estaba de guardia aquella noche ―bromeó.
―Cuando te canses de meterte conmigo dime qué más coño sabes.
Oí un resoplido al otro lado de la línea.
―Vas a estar algo así como a prueba. No conozco todos los detalles. Supongo que te asignarán la protección de políticos pijos del PP o quien se vaya terciando, ya sabes cómo es esa mierda. Y si te portas bien, como has hecho hasta ahora, puede que te dejen volver a la unidad con nosotros. Eso es todo lo que he oído. ¿Vas a decir que sí? ―Quiso saber.
―Lo pensaré, Javi, no estoy en mi mejor momento.
―No me jodas, tío, llevas en tu peor momento demasiado tiempo. Años, en realidad. Es tu oportunidad para dejar la vida de mierda que llevas. Empezar de nuevo, ya sabes, y aquí en Madrid ―manifestó.
―Ya te he dicho que lo pensaré, no seas pelmazo.
―Olvídalo de una puta vez, tu no tuviste la culpa, la muy... se lo buscó ella solita... ―insistió.
Resoplé sin ocultar mi malestar.
―Joder, Sergio... mierda, lo siento, tío, no pretendía... ―se disculpó.
Odiaba remover el pasado, no conseguía olvidarlo, solo lo quería enterrado y muy enterrado y el capullo de Javi con su incesante cháchara siempre acababa por recordármelo.
―No tuviste la culpa. Elena... ―persistió.
―Ni se te ocurra volver a nombrarla ―lo corté.
―Joder, Sergio, han pasado cinco años. Cinco años. Te lo digo como amigo, olvídalo, pasa página, has pagado de sobra sin tener culpa de nada. Bueno lo de estrellar el puto coche puede que fuera solo culpa tuya ―me reprochó disimulando la risa.
―Es un alivio saber que tú también estás de mi parte.
―Vamos, tío, vuelve que te echamos de menos, el Juanmi se ha echado una novia ¿te imaginas? Además está buena y eso es lo peor porque lo tiene cogido por las pelotas y yo me he quedado sin mi Zape. Necesito reemplazarlo y tú eres perfecto, que ya me han llegado rumores de cómo te lo montas. Joder, ¿es verdad que te lo hiciste con una limpiadora tetona en el baño de tu comisaria? ―preguntó.
―No, en el baño lo empezamos. Lo terminamos en mi coche ¿por quién me tomas? ―Las risas de Javi se debieron oír hasta en la calle.
―¿Ves? Esa nueva faceta tuya me tiene muy esperanzado. Necesito más que nunca otro sinvergüenza que me acompañe de caza. Joder, no veo la hora de tenerte en Madrid. Qué me dices, ¿compañeros?
―Eso siempre ―afirmé.
Me reí al recordar los viejos tiempos. Mientras yo vivía con Elena y pensaba en formar una familia, Zipi y Zape —Javi el rubio y Juanmi el moreno— como los llamábamos en la unidad, se pasaban por la piedra a medio Madrid. Pese a todo, Javi y yo éramos inseparables en el trabajo, nos entendíamos con solo mirarnos y terminamos siendo íntimos y cogiéndonos cariño. Lo echaba mucho de menos.
―Vente pa Alemania, Pepe ―añadió entre más risas.
―No te prometo nada, lo pensaré ―convine.
―Está bien, pero mira que eres cabezón. Haz lo que quieras. Tu solo llámame cuando lo decidas, espera a ver que te ofrecen, ya sabes que Agustín está detrás, y medítalo bien, joder, que te echo de menos cantidad. Adiós, tío.
―Lo haré y gracias por llamar. Yo también te echo de menos, cacho cabrón.
¿Qué te parecen los personajes? ¿Y el argumento? Comenta, please. ¡Y mil gracias por leerme!
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