19. IRIA
Al final había terminado por hacerle caso a Sergio y a eso de las dos de la madrugada me había bebido más de media botella de whisky a palo seco, como si fuera una puñetera medicina que tuviese que tragar. Tenía razón en todo, odiaba tener que admitirlo, pero resultaba que Sergio ―que era el tío con menos empatía de todos los que había conocido en mi vida― parecía comprender como me sentía. Estaba clarísimo que lo habían engañado, pero debió de ser algo gordo o no habría terminado así, me daba la sensación de que a pesar de que había transcurrido mucho tiempo aún no lo había superado.
Cuando comprendí que no iba a poder olvidar con tanta facilidad lo que me había pasado, y que por mucho que salir y acostarme con alguien me elevara unos puntos la autoestima, pero al final solo me haría sentir peor, salí de mi cuarto, cogí la botella ante el gesto de incredulidad de Raúl y me encerré en mi cuarto.
El pobre se había tirado horas pendiente de mí al otro lado de la puerta. Hasta que tuve que salir borracha como una cuba a decirle que me dejase en paz con mi dolor. «Con mi dolor». Ahora sí que seguro que pensaba que era imbécil.
Seguí remoloneando en la cama. No entraba en mis planes levantarme temprano. No conseguía recordar cómo habían terminado mis periplos con la botella, lo último que recordaba era a Raúl suplicándome que no cerrara la puerta por dentro. Pero no sé que hice ni cuando me dormí y por si fuera poco en mitad de todo el follón me habían empeorado las molestias de la regla, con la que llevaba unos días.
La puerta se abrió sacándome de dudas, parecía que le había hecho caso a Raúl después de todo. El pobre, conociéndolo tenía que haberlo pasado fatal por mi culpa. Le debía una disculpa de las buenas, pero entonces me acordé de que esa noche no vendría. Me había dicho que tenía el finde libre. Tendría que pedirle a alguno de mis guardianes que le mandara un mensaje en mi nombre.
Olga entró y se tapó la nariz con gesto de asco. Estaba exagerando, pero me cubrí la cara con la sabana.
―¿Cómo estás? ―me preguntó.
―Fatal ―contesté asomando un ojo.
―Son casi las dos, ¿tienes hambre?
―Carallo, ¿tan tarde? ―pregunté saliendo de debajo de las sábanas.
―Sergio hoy viene a las tres así que si no quieres darle munición para que se meta contigo durante días, dúchate y haz algo con tus pintas de borracha sin techo. Y por Dios, ventila la habitación, huele a destilería y a vómito.
―No he vomitado ―¿o sí que lo había hecho?
Ignoré sus pullas y salí tras ella hacia la cocina.
―¿Has vuelto a quedar para salir? ―inquirí.
―Ajá.
―Con Jorge ―insistí.
No me contestó y a pesar del tremendo resacón no se me escapó que las mejillas se le habían coloreado ligeramente. Me apoyé en la barra medio mareada.
―Ay, no. Cuéntamelo todo ahora mismo. ¿Lo has perdonado? ―pregunté temiendo su respuesta.
―No creo que pueda perdonarlo. Supongo que si lo escucho me dejará en paz. Solo quiero que me deje en paz ―afirmó con un gesto de dolor.
―¿Y Jorge lo sabe? ―volví a preguntar.
Se encogió de hombros y la compadecí. Pero luego me compadecí a mi misma porque si en ese momento apareciera Toño por la puerta llorándome y pidiéndome perdón no era capaz de asegurar lo que habría hecho. Así de patéticas éramos a veces las mujeres.
―Es una putada, ¿verdad? ―repuse.
―Y que lo digas. Toma ―dijo dejándome en la barra una taza de café humeante, un vaso de agua y dos ibuprofenos.
―Si me volviera lesbiana ¿saldrías conmigo? ―le propuse.
―Por supuesto ―afirmó dándome una palmada en el hombro.
―Lo digo porque me lo estoy planteando. Creo que la solución va a ser darle al alcohol y a las mujeres. Mira a Sergio, no parece irle tan mal ―aseveré.
―No te creas, por lo que me contó Javi yo diría que no le va bien precisamente ―dijo usando un tono que me despistó.
―¿Y qué te contó Javi? ―inquirí.
―Es personal.
―¿Y qué no lo es? Somos personas, carallo ―dije como si quisiera reivindicar algo.
―No creo que le gustara que lo supieras. No creo que le guste ni que lo sepa yo... ―me dejó caer.
―Como quieras ―dije con cierta resignación.
La técnica de dejar de insistir iba a terminar funcionando porque pasados unos minutos me soltó:
―Puedo contrate lo que se dice por ahí. Pero si quieres la verdad tendrá que contártela él ―advirtió.
―Me parece bien ―afirmé apoyando los codos en la barra.
―Sergio vivía con una mujer. Lo engañó, nadie salvo Javi sabe los detalles exactos.
―Y tu ―la interrumpí.
―Y yo. Él se largó sin escucharla, ella fue tras él, estrelló el coche en la M-40 y no murió en el acto, pero a los dos días su familia dio su consentimiento para donar sus órganos y la desconectaron en contra de los deseos de Sergio.
―¡Carallo, qué fuerte! ―exclamé espantada. Ahora empezaban a encajar algunas cosas.
―¿Lo entiendes? No le quiso gritar a la cara ni le quiso pedir explicaciones. Se fue enfadado y frustrado, ella se mató yendo tras él y simplemente ya no pudo hacerlo ―meditó.
―Ni tampoco pudo vengarse de ella... ―puntualicé.
―¿Vengarse... cómo? ―preguntó.
―Pagándole con su misma moneda ¿Tú no te hubieras querido vengar de Javi cuando te hizo lo que te hizo?
―¿Y qué iba a arreglar eso?
―Hacer al menos que sufriera como tú lo has hecho ―afirmé resuelta.
―No sé... ―dudó.
Yo sí lo sabía, pero no iba a hablar más o terminaría metiendo la pata y Sergio podría tener problemas por mi culpa.
Me bebí el café y un par de sorbos de agua para tragarme los ibuprofenos y fui a echarme de nuevo.
Cuando me espabilé oí ruidos en el salón y salí a ver.
―Vaya careto que tiene hoy la jirafa patosa ¿no? ―sus palabras hicieron que me rechinaran los dientes.
―No creo que este de humor para tus bromitas ―le advirtió Olga.
―Estoy aquí, os estoy oyendo ―mascullé.
Olga me sonrió y me guiñó el ojo prosiguiendo con su ya habitual manera de despedirse y fue hacia la puerta. Sergio la siguió, parecía más bien que la acechase como un halcón.
―¡No! ―exclamó Olga― no pienso escucharte.
―Vamos, Olguita, jamás lo había visto tan hecho polvo ―dijo Sergio en tono de sorna.
―Que lo hubiera pensado antes.
―Lo sé y sé que...
―¡No! ―lo interrumpió y alzó las manos.
―Solo escúchalo ―pidió Sergio sujetándola del codo.
Olga respiró hondo y se soltó de su agarre.
―Sé que voy a arrepentirme de esto toda mi vida. Y borra esa puta sonrisa de tu cara, no te favorece ―dijo antes de cerrar la puerta de un portazo.
Sergio levantó las manos, volvió sonriendo y se puso a mandar mensajes cuyo destinatario presumí que se trataba de Javi.
―Últimamente casi todas las mujeres que conozco me dan portazos. Algo estaré haciendo bien.
Lo fulminé con la mirada. Hoy era de esos días en los que no lo soportaba. Ni su pose ni sus comentarios ni su aspecto de playboy de barrio vestido de Zara. En ese momento lo odiaba. Bueno, puede que odiase al género masculino al completo. Pero lo cierto era que a él en particular lo odiaba por haberme impedido salir anoche. Lo odiaba por tener razón. Y sobre todo lo odiaba porque le habían hecho tanto daño como a mí y todo parecía importarle un carallo.
―Así que al final me hiciste caso ―afirmó en un tonito que no me gustó un pelo.
Lo ignoré, no tenía ganas de hablar con él. Me fui directamente a ducharme sin detenerme al pasar a su lado.
―Buenas tardes a ti también ―me gritó con sorna persiguiéndome hasta la puerta de mi cuarto.
Le di con la puerta en las narices como había hecho Olga y seguro que su ego masculino se hinchó como un globo.
Salí de mi cuarto algo menos enfadada y muy, muy hambrienta y me lo encontré jugando a la consola con el ceño fruncido. En ese momento deseé con los ojos cerrados que fuera el tío más feo del mundo, porque a capullo e irritante no le ganaba nadie, pero a lo otro... joder.
Pero analizando mis verdaderos sentimientos lo que de verdad me molestaba era tener al tío con el que me había enrollado para vengarme de Toño sentado en mi sofá como si no pasara nada.
―Tienes un plato de pasta en el microondas. Debí aceptar tu trato: mi cuerpo a cambio de tus servicios de chacha.
Puse los ojos en blanco y fui a calentar la pasta. No necesitaba que encima me lo recordara.
―¿No vas a hablarme o qué? ―preguntó.
Como si le importara.
―No ―gruñí.
―Cuando digieras la pasta podríamos salir a correr un rato. Te vendrá bien.
―No lo dirás en serio ―le espeté sentándome en el sofá con el plato sobre mis piernas.
―Lo digo muy en serio. Correr es bueno para la resaca. Más bien es bueno para los problemas que provocan borracheras que desembocan en tremendas resacas. Te gustaba correr, ¿no?
―Me gusta hacerlo sola. No suelo llevar un ritmo constante ―expliqué.
―No me importa.
―Te importará cuando no puedas seguirme ―aseveré de malos modos.
―Estás muy simpática hoy. ¿Estás con la regla?
El muy cerdo había dado en el clavo. Imbécil, machista, misógino asqueroso, como lo odiaba. Me puse de todos los colores y me sentí como una olla exprés a punto de explotar.
―No necesitas añadir nada más. Lo pillo, estás con la regla ―añadió con retintín.
―Y tú eres imbécil. ¿Pero sabes una cosa? Al menos lo mío tiene arreglo ―le espeté.
―Come y calla ―ordenó intentado disimular una maldita sonrisita.
―Cállate tú, carallo.
No volvió a hablarme aunque noté que me miraba de reojo con esa sonrisa de suficiencia que se le daba tan bien componer y que a mí me parecía de lo más insoportable. Había conseguido lo que quería como siempre hacía y yo se lo había puesto más fácil que ningún otro día. Bien, Iria.
El plato de pasta estaba espectacular, macarrones con pollo, verduras, huevo y queso. Me sentó estupendamente y no me planteé agradecérselo ni por un segundo. Seguía furiosa con él y puede que con el mundo, pero él era el tío más irritante del planeta por muy buena que hiciera la pasta.
Me bebí casi un litro de agua y me quedé traspuesta en el sofá. En un momento dado sentí como me tapaba las piernas con unas de las mantas de forro polar que había sobre el respaldo de uno de los sillones, pero no me inmuté. Seguí en un duermevela tranquilo escuchando tiros y explosiones mientras él jugaba con la consola
Hasta que sentí como alguien me zarandeaba y me sobresalté.
―Despierta, dormilona, o no podrás dormir esta noche.
―¿Y desde cuando te preocupas por mi? ―pregunté frotándome los ojos con voz pastosa
―No lo hago.
―¿Y entonces por qué no me dejas en paz, carallo?
―Me preocupo por Número Dos que es al que le va a tocar aguantarte con insomnio esta noche ―afirmó en tono jocoso.
―Sí, ya, que gracioso.
―Vamos cámbiate, salimos a correr.
―¿En serio?
―En serio.
―¿Qué hora es? ―pregunté.
―Las seis.
―¿Y si no quiero? ―lo reté.
―Te obligaré.
―¿Y cómo piensas hacerlo?
―Si te lo digo perdería la gracia.
―Vete a la mierda ―murmuré en dirección a mi cuarto.
Quizás tuviera razón y necesitara desfogar un poco. Me pregunté si salir a correr sería lo que hacía él para desfogar y me ruboricé hasta el nacimiento del pelo cuando caí en la cuenta de lo que en realidad haría.
Me di una buena colleja mental por ser tan gilipollas y rebusqué en el armario hasta encontrar mi ropa deportiva. Menos mal que había cogido mis zapatillas y un par de equipaciones. Ni lo recordaba. Saqué unas calzonas negras y una camiseta de manga corta de ese color medio naranja medio rosa que tanto me favorecía a juego con mis zapatillas y me metí en el cuarto de baño a lavarme los dientes y cambiarme el sujetador por uno deportivo.
Bueno, al menos esperaba alegrarme la vista con Sergio vestido de deporte. Ya lo había visto por arriba. Y acariciado, me recordó esa parte del cerebro que no filtra y nunca descansa. Noté cierto estremecimiento al revivir las imágenes y las sensaciones, pero mentiría si dijera que no tenía cierta curiosidad por sus ver sus piernas, que era de lo poco que me quedaba por ver.
Cuando salí al salón recogiéndome el pelo en una coleta alta me quedé paralizada.
Llevaba un pantalón marrón ancho de esos como de skater que casi le llegaba por debajo de las rodillas ―mi gozo en un pozo― y una sudadera gris de manga larga con capucha, como la de Rocky Balboa.
―¿Vas a correr así... tan... abrigado? ―le pregunté.
―¿Vas a correr así... tan... ligerita de ropa? ―replicó.
―Es ropa de correr perfectamente normal. Deus y ¿qué carallo hago dándole explicaciones? ―pregunté mirando al cielo.
―Tengo que llevar la pistola, la placa ―enumeró abriéndose la sudadera―, el móvil, las llaves y no debería notarse, por lo menos la pistola. Normalmente cuando salgo a correr no llevo tantas cosas, así que mi ropa de deporte normal queda descartada. Ahí tienes tu explicación.
―Espera ―le pedí volviendo a mi cuarto― creo que tengo algo que... aquí ―agregué para mí, pero al ir hacia el salón sin mirar me lo encontré casi encima y volví a sobresaltarme.
Lo había pillado in fraganti mirándome las piernas ¿aún me estaba mirando las piernas?
Carraspeé.
―¿Qué...? ―preguntó haciendo un gesto de falsa inocencia.
―Toma ―dije lanzándole una riñonera especial de running―. No sé si cabe la pistola, pero al menos no tendrás que llevar el móvil, la placa y las llaves en el bolsillo.
―¿Por qué tienes una riñonera, es que te llevas el pintalabios a correr?
―Es... era de Toño, se la dejó en casa la última vez que salimos a correr y con las prisas se ve que me la traje por error. Quédatela si quieres, yo no la uso.
―Claro, gracias.
Agradecí que no hiciera ningún comentario jocoso. Me puse a dar saltitos mientras él se recolocaba las cosas. Estaba impaciente, llevaba mucho tiempo sin correr. La riñonera se la colocó debajo de la sudadera, junto con la funda de su pistola. Intenté sin mucho resultado no repasarle el cuerpo con la mirada, en fin era un desperdicio que fuera a salir a la calle tan tapado.
Salimos a la calle y comencé con los estiramientos.
―¿A dónde vamos? ―pregunté al acabar.
―Hay una pista para correr no muy lejos. En el parque del canal ―respondió.
―Vale. Marca tú el ritmo, te sigo ―propuse.
Cuando tras un rato de trote tranquilo entre el tráfico y los peatones, el aire y el sol empezaron a darme en la cara y los pulmones se me abrieron con el ejercicio me sentí tranquila por primera vez en los últimos dos días.
―Te alegras de haberme hecho caso ¿a que sí? ―afirmó alzando varías veces las cejas.
Odiaba tener que darle la razón, pero supongo que la sonrisa me delataba.
―Déjame que lo adivine. Odias que tenga razón ―insistió.
―A veces me da la sensación de que me lees el pensamiento ―murmuré con irritación.
―Deformación profesional, supongo ―dijo encogiéndose de hombros.
―Algún día tienes que contarme que era lo que hacías antes de hacer de escolta.
―Algún día.
Corrimos unos quinientos metros más bordeando la universidad.
―¿Queda mucho para llegar a la pista? Estoy deseando pegar un acelerón.
―No te machaques mucho y más si llevas tiempo sin correr ―me advirtió.
―A ver, vegete, que tengo veinte años, a mi las agujetas me duran quince minutos y las células madre todavía corren por mis venas reparando tendones y esas cosas ―bromeé.
Trotábamos en la acera dando vueltas esperando a que el semáforo de los peatones se pusiera en verde para cruzar. Se rio y se apoyó en el semáforo.
―Pues este viejo que está aquí va a darte la paliza de tu vida en cuanto lleguemos a la pista ―me retó.
―Eso tendremos que verlo ―le contesté.
―¿Quieres apostarte algo? ―propuso.
―¿Que tienes tú que yo quiera? ―pregunté con cierto sarcasmo.
―¿Además de lo obvio? Te recuerdo que ahora estás soltera.
―Ay, Deus, mira que eres desagradable cuando quieres.
―Pues la otra noche no parecía importante tanto ―soltó en tono petulante.
Noté como se me subían los colores y me maldije por ello. Al enfadarme la cosa debió empeorar porque empezó a reírse sin dejar de mirarme.
―Mira que eres capullo, ya sabes por qué lo hice, y no lo repetiría ni en tus mejores sueños ―afirmé.
Ahora el muy imbécil se reía a carcajadas. En mi cara.
―Está bien, juguémonos un contrato de esclavitud durante una semana ―sugirió.
El semáforo para peatones se puso en verde y arrancó a correr dejándome unos metros atrás. «Bien, Iria, un poco de tonteo un mucho de esa maravillosa sensación de algo revoloteando en tu interior y se te acaban los reflejos».
―¿De que carallo estás hablando? ―pregunté pegando un acelerón.
―Cocinar, recoger la cocina, preparar café, estar a disposición del otro... ya sabes las cosas normales que hacen los esclavos ―enumeró.
―Define estar a disposición del otro.
―Cuando te lo pida me traerás un vaso de agua, me acercarás el móvil... me darás un masaje en los pies, un poco de sexo oral... cosas así, lo normal.
―Eres un cerdo asqueroso. Paso de ti ―repliqué.
―Vale, olvida lo del sexo oral, tomo nota de que no te gusta ¿ni hacerlo ni recibirlo? Hay quien...
―¡Oye! ―chillé dándole un manotazo― ¡para ya!
―Está bien, nada de hablar de sexo oral, la jirafa patosa odia hablar de sexo oral.
―Idiota ―murmuré.
―Mojigata.
Como si fuera a servir de algo lo fulminé con la mirada.
―Y olvídate también de los masajes ―repuse.
―¡Venga ya! ―se quejó.
―Supongo que da igual. Ganaré yo y no pienso dejar que me toques. Y como vuelvas a decir algo más del otro día te quedas sin huevos ―le advertí.
Empezó a carcajearse hasta que tuvo que pararse.
―Me alegro de ser tu payaso particular ―afirmé dándole vueltas alrededor, hoy estás que te sales con tanta risa.
―La verdad es que eres divertida ―admitió―. Es de lo poco bueno que tienes. No soy mucho de risas, pero que le voy a hacer, sí... podría decirse que me haces reír ―afirmó poniéndose serio.
―Me alegro por ti ―murmuré un poco avergonzada.
¿Por qué no podía evitar avergonzarme por un cumplido tan estúpido? Pues volví a acabar roja hasta las orejas. A ese paso me daría un ictus cualquier día por culpa de ese hombre.
Cuando llegamos a la pista vi la cantidad de gente que corría y me arrepentí al instante de no haberlo hecho antes. Era un poco estrecha por lo que todo el mundo iba en una sola dirección
―¿Es circular? ―quise saber.
―Más o menos. Hace tiempo que no vengo, pero allí entre los árboles, en la zona del parque de Santander hay una zona de desnivel, por si te atreves.
―Damos un par de vueltas y vamos hacia allí ―ordené picada en mi amor propio. Se iba a enterar el muy chulito.
En la zona del parque había menos gente, después de dar dos vueltas completas al circuito, llevábamos unos diez minutos, puede que un cuarto de hora, ejercitándonos a tope cuando algo llamó la atención de Sergio que tiró de mi brazo hasta meterme detrás de unos arbustos.
Me hizo caer de rodillas y me obligó a que me agachase echándoseme encima. ¿Qué leches hacía? ¿De verdad nos íbamos a dar un revolcón en medio de aquel parque lleno de gente? Deus acababa de pelarme las rodillas ¿Así, a lo bruto? A ver, habíamos tonteado un poco, pero había sido él el que había llevado la voz cantante. Yo solo le había seguido un poco el rollo.
Empecé a repasar mentalmente lo que le había dicho intentando encontrar el momento en que había dado pie a aquella locura, cuando de repente me tumbó boca arriba, se sentó sobre mis caderas, se agachó sobre mí y tuve que revelarme.
―Pero ¿qué te has cr...?
Me tapó la boca y vi que llevaba la pistola en la mano.
―Cállate, Iria, ahora no ―ordenó con gesto serio y el rostro algo desencajado.
―¿Qrscuvvrre...? ―pretendía preguntar qué ocurre, pero solo conseguí babearle la mano.
Me gané un toque en la cadera con la pistola y que me apretara la boca más fuerte.
―Shh, quieta.
«Como si pudiera moverme».
En ese instante se desató la locura. Noté un silbido cerca de mi oreja, algo parecido a un insecto supersónico que al pasar volando movió el aire de una forma muy curiosa, como con mucha fuerza. ¿Sería una abeja? Sergio se incorporó sobre mí y de rodillas y empezó a disparar como un poseso.
«Mierda». El estruendo de cada uno de los tres disparos me hizo dar un respingo y luego me quedé paralizada hasta que otro insecto me pasó por encima de la cabeza haciendo que se me moviera un mechón de pelo. Entonces caí en la cuenta de que aquello no podían ser insectos. Aunque no se podían oír y solo silbaban... eran balas, ¡balas! Carallo, nos estaban disparando. Sergio se había agachado sobre mí y por fin entendí lo que estaba haciendo, me cubría con su cuerpo. Buen momento para avergonzarme y ruborizarme de nuevo.
―¡Iria cuando yo te diga arrástrate bocabajo hacia ese árbol! ―grito señalando un enorme tronco que había tres metros a mi izquierda―. ¡Ahora!
Me di la vuelta como una croqueta y me arrastré mientras Sergio volvía a disparar como en las películas, para cubrir mi retirada.
―¡Baja ese culo, Iria!
«Nai de Deus esto no puede estar pasando».
Reaccioné en cuanto me parapeté tras el árbol.
―¡Sergio, el móvil, tírame tu móvil para pedir ayuda! ―grité.
―Mierda, joder, casi no tengo balas para esto ―afirmó tirándome el móvil.
Agustín, tenía que llamar a Agustín.
―¿Pero claro, cómo iba a imaginar que iba a acabar a tiros? Si he traído la pistola de churro. Como para traer otro jodido cargador.
―¿Cual es la clave de tu móvil? ―pregunté.
―¿Qué?
―¡La clave de tu móvil!
Ahora llovían aquellas balas silenciosas por todos lados. Notaba las vibraciones de los impactos sobre el tronco como si fuera sobre mi misma y como saltaban los trozos de corteza de árbol en todas direcciones.
―¡Son dos. Sergio, disparan desde dos sitios diferentes! ―le advertí.
―¡Lo sé. 070413!
El lanzamiento se le quedó corto y aunque me arrastré, una bala me pasó de nuevo casi rozando el pelo.
―¡Por Dios, Iria! Joder. ¡No te muevas de ahí!
―Voy, voy, voy. Ahora. Ya, ya te tengo. Agustín, Agustín, Agustín...
―¡Busca en Páez!
―Carallo, Páez, ¿como no lo he pensado?
―Toma, cabrón. Le he dado, le he dado. Sí, ¡sí! ―exclamó.
Hablé con Agustín, más bien le grité donde estábamos y lo que estaba pasando, cuando supo lo que necesitaba saber y dio los avisos necesarios hizo que conectara el altavoz y al hacerlo una sombra pasó por delante de mis ojos y el móvil se me cayó al suelo.
Un hombre había aparecido de la nada frente a mí. Llevaba una pistola extraña, nada que ver con la de Sergio era más bien como las de James Bond, con el cañón muy largo y estrecho en la punta. Pensé que iba a matarme. Ya estaba. Mi vida había terminado. No iba a llegar a los veintiuno. Se había plantado delante de mí con las piernas abiertas y durante unos segundos se quedó muy quieto hasta que disparó un solo disparo por encima de mi cabeza hacia donde nos llovían las balas. Cerré los ojos instintivamente y los abrí al comprobar que aún respiraba. Me palpé todo el cuerpo, incluso la frente, tratando de encontrar un agujero de bala.
De repente Sergio se lanzó sobre él sin pensarlo, oí un disparo más, luego dos. Me agaché y recé todo lo que sabía. Grité y oí como lo hacía Agustín, pero en ese momento no era capaz de saber dónde estaba el móvil.
Era la pistola de Sergio la que se había disparado. Se desarmaron el uno al otro y comenzaron a rodar por el suelo. Más balas silenciosas silbaban rompiendo el aire, pero ahora solo llegaban desde una dirección y solo de cuando en cuando. Un golpe, un gruñido, otro golpe y entonces oí las sirenas.
El tipo que se peleaba con Sergio le dio un puñetazo el centro del pecho que lo hizo caer de rodillas doblado casi sin aire. Entonces hizo algo que a mi nublada y confusa mente le extrañó. Le puso la mano en el hombro y se agacho hasta acercar su cara a la altura de los ojos de Sergio.
―Tranquilo, respira despacio. Más despacio. Así.
Entonces se volvió y me habló:
―Te lo advertí, preciosa.
Reconocí su voz al instante y me estremecí.
―¡Déjalo! Si te atreves a hacerle daño te juro que...
No pude continuar, vi que tenía las dos pistolas, una en cada mano, y a pesar de recordar que no debía preocuparme, que era alguien enviado por mi cuñado para protegerme, pensé que iba a matarnos a los dos. Entonces hizo algo que me dejó aún más alucinada, se guardó su pistola, le quitó el cargador a la de Sergio de un solo movimiento, luego lo lanzó hacia la maleza y tiró la pistola a sus pies.
―La próxima vez te llevaré conmigo, Iria ―me advirtió y su voz me resultó tan ronca, incluso sexy, y a la vez tan fría que un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Luego se fue andando tan tranquilo, como si no fuera con él.
No pude verle la cara, pero reconocí su voz y sus manos, llevaba una especie de mascara como el pañuelo que les tapaba la cara a los bandidos del oeste y entonces recordé que había visto una máscara parecida en uno de los videojuegos de guerra a los que jugaba Número Dos. Lo miré a los ojos y los memoricé. Los dibujaría al llegar a casa. Eran de un azul profundo casi gris y me había mirado de una forma que me hizo estremecer.
Los otros habían dejado de disparar, supuse que habían huido al escuchar las sirenas.
Sergio se sentó, tenía la cara desencajada y me miró con avidez.
―¿Estás herida?
Negué con la cabeza.
―No se te ocurra moverte de ahí ―ordenó señalándome con el dedo.
Volví a negar con la cabeza mientras lo observa levantarse muy despacio y gruñendo. Tenía sangre en la boca y parte del ojo muy rojo y estaba empezado a hincharse. Las luces azules se acercaron a nosotros y al asomarme vi a Sergio hacerles señas atrayendo a los coches hacia nosotros. Luego vi como señalaba hacia mí mientras hablaba con varios policías uniformados.
Dos de ellos se acercaron me preguntaron si estaba bien y me indicaron que siguiera como estaba, sentada en el suelo tras el árbol, y que enseguida se ocuparían de mi. No podía ni pensar, poco a poco fui repasando todo lo que había pasado intentando encontrarle el sentido.
Entonces el teléfono volvió a sonar. Era un número desconocido y solo pude pensar en Agustín y en lo preocupado que debía estar y lo cogí.
―¿Sí?
―¿Y tu quien coño eres? ¿Dónde está Sergio? ―preguntó una voz de mujer enfadada. Muy enfadada.
―Ah... ahora no puede ponerse. Lo siento.
―¿Está ahí contigo?
―Bueno, sí, pero es que ahora mismo...
―¿Por qué coño contestas al móvil de Sergio, puta?
―¿Quién coño eres?
―Lee mi nombre en la pantalla, so zorra ¿Quién coño eres tú y que haces con su móvil?
―Mira, ahora mismo no puede hablar, ya le diré que te llame, si eso.
―No, no, no, no, no te atrevas a colgarm...
Por supuesto le colgué, respiré hondo y cerré los ojos apoyando la espalda contra el árbol. El móvil volvió a soñar, emitió un pitido y se quedó sin batería.
Sergio me encontró así pasados unos minutos. Los policías de uniforme se habían ido.
―¿Los han cogido? ―pregunté.
―Se han largado ―dijo.
Lo miré un momento, parecía estar bien, pero el ojo estaba de color morado intenso y parecía andar un poco doblado.
―Acaba de llamarte una tía. Se ha quedado sin batería.
―Mierda, Irene ―murmuró.
―¿Irene, Irene, la misma de la que hablabas con Javi el otro día?
«La que la chupaba tan bien».
No me contestó, además supe por el gesto que no pensaba hacerlo.
―¿Qué pasa la has subido del escalón de follamiga al de...? Ni siquiera sé cual viene a continuación ―enseguida pensé en que calladita estaría más guapa.
―Algo así, no me lo recuerdes ―afirmó quitándome el móvil de las manos y guardándoselo.
―¿Por qué no la tienes grabada en la agenda? Si hubiera visto su nombre no hubiera cogido la llamada, creí que era Agustín. No lo pensé, lo siento ―me disculpé.
Parecía nervioso y preocupado dando vueltas a mí alrededor frotándose y pasándose los dedos por el pelo sin parar y mientras más se despeinaba más guapo me parecía.
―No es culpa tuya, olvídalo ―dijo pasándose los dedos por el pelo nervioso.
―Pues ahora está histérica. Me ha llamado de todo. Cree que tu y que yo...
―Peor para ella ―repuso.
Me sentí extrañamente estúpida por haberle fastidiado lo que fuera que tuviera con la tal Irene. Pero lo peor era saberlo afectado por ello. Porque todas esas vueltas y esa forma de despeinarse una y otra vez eran por eso ¿no? Ahora que saber que estaba empezando una historia con ella mientras tonteaba conmigo de una manera tan descarada no es que me hiciera sentir mejor. Aunque quizás era lo que hacía con todas. En ese momento una sucesión de imágenes se coló sin permiso en mis pensamientos: los dos besos a Olga, las chicas de la mesa de la cafetería, el repaso que les dio a las de la tasca, él rodeado por mis compañeras de camino a la fiesta, su mano dentro de la falda de la tía de la barra... me sacudí como si me hubiera dado un escalofrío. Como si así fuera conseguir deshacerme de esos estúpidos pensamientos.
Lo vi hacer un gesto de dolor y me levanté como un resorte.
―¿Estás bien, te duele?
―No. Y sí.
Suspiré y me acerqué con intención de comprobar cómo tenía el ojo, pero se apartó. Insistí hasta que me dejó. Me costó cuatro intentos hasta que respiró muy hondo y se quedó quieto.
―¿No debería verte un medico? ―pregunté.
―Hielo y reposo es lo que necesito. Y un par de whiskys ―declaró.
«O un revolcón con Irene».
Y acto seguido me reprendí por volver a pensar de ese modo.
―Pero antes tengo que esperar a Agustín y sacarte de aquí.
―¿Estaremos seguros en el piso? ―indagué, aunque me daba miedo la posible respuesta.
Aproveché que tenía las manos heladas y coloqué el dorso de mis dedos con cuidado sobre el hematoma de su ojo y lo hice suspirar de alivio.
―No lo sé. Supongo que él se ocupará.
―¿Tú crees?
Él solo asintió, pero sentí el peso de su mirada y como una de sus manos se deslizaba despacio por mi cintura. Me estremecí y comencé a temblar. Lo hice involuntariamente. El cúmulo de sentimientos me desbordó, acababan de intentar matarme a tiros en mitad de un parque, ahora tendría que abandonar el piso y seguramente Madrid y empezar de nuevo. ¿Y si él no me acompañaba y no volvía a verlo?
O puede que el temblor fuera solo a causa del contacto de con la piel de Sergio.
―¿Estás bien? ―me preguntó muy serio.
Me observó un momento y aunque agaché la cabeza me siguió en el recorrido con la suya y casi apoyando su frente sobre la mía hizo que quitara la mano de su ojo y levantara la cabeza.
―Pensé que iba a matarte ―murmuré de forma casi inaudible.
―Siento lo de las rodillas ―afirmó también muy bajito.
―No importa yo...
―Ven aquí ―dijo atrayéndome hacia él.
No necesité mucha más invitación y me colgué de él como un koala llorando como una descosida. Mierda de hormonas. Él me agarró y soltó un gruñido de sorpresa.
―Iria... ―dijo y supe que sonreía ―estoy hecho polvo, bájate o terminaremos los dos en el suelo.
Le hice caso, pero no dejé de rodearle el cuello.
Me pasó una mano por el pelo despacio y terminó acariciándome la nuca con las yemas de sus dedos. Me separé despacio y al mirarlo a los ojos me di cuenta de las ganas que tenía de besarlo. Por eso volví a abrazarlo y a esconder la cara en su cuello. Esta vez él me devolvió el abrazo con todo el cuerpo y me sentí reconfortada y segura, y por fin pude dejar de llorar.
Oí un carraspeo, me volví y vi a tres agentes uniformados, justo detrás de ellos estaba Agustín y me separé despacio de Sergio al verlo avanzar hacia nosotros. Cuando lo tuve cerca lo abracé en un impulso y él me acogió riendo.
―Tranquila, ya ha pasado.
―Eran dos y disparaban desde dos sitios y entonces vino el otro, el tipo que ha enviado Maceiras y les disparó también y luego Sergio lo tiró al suelo... pero no le vimos la cara, llevaba una máscara como esa del videojuego. Ah y tenía los ojos azules y el pelo rapado al uno y los dibujaré... puedo hacerlo, me refiero a los ojos ―parloteé más nerviosa por el abrazo con Sergio que por lo que había ocurrido.
―Shhh, ya, tranquila, cuando te serenes te tomaremos declaración ¿vale?, sin prisas ―dijo frotándome la espalda para calmarme.
―Sí, claro. Lo siento ―me disculpé.
―No pasa nada. Tranquila. Ve con ellos ―añadió señalando a los policías de uniforme―, necesito hablar con el subinspector.
―Si no llega a ser por él...
―Lo sé. ¿Mejor? ―preguntó.
―Sí. Haz que alguien le mire ese ojo, es un cabezota ―murmuré antes de irme con los agentes.
Esa noche Sergio no volvió al piso, pero sí lo hizo la dichosa presión en el estomago que me torturaba cada vez que no estaba a mi lado.
Justo antes de acostarme encendí el móvil y me di cuenta que había recibido un mensaje de un número desconocido y el nudo del estomago se convirtió en una fuerte punzada en el pecho. Hasta que lo leí.
677323...
Espero que estés bien. Has sido muy valiente. Descansa. Te veré en un par de días. Sergio.
Sonreí, ahora sí que no iba a poder dormir en toda la noche.
Espero que os haya gustado. ¡Gracias por leer!
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