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16. SERGIO

―¿Estás bien? ―pregunté ofreciéndole un pañuelo de papel.

Asintió despacio tras incorporarse. No tenía que haberla dejado beber tanto.

―¿Qué ha pasado? ―insistí.

―Un hombre, él...

―El tipo con el que te has refregado en la pista de baile. Sí. Lo he visto.

Se volvió y vi la furia centellear en sus ojos.

―Si hubieras estado haciendo bien tu trabajo en vez de morrearte con esa golfa te habrías dado cuenta de lo que de verdad ha pasado. Espero que no me hayas tocado el pelo con la mano que le has metido en la parrocha o volveré a vomitar y...

―Eh, tranquila, fiera, te lo advertí. Te dije que si alguien te manoseaba no me vinieras después llorando.

―No es eso lo que ha pasado, gilipollas. El tipo tenía un escudo de los ultras del Celta de Vigo tatuado en el interior de la muñeca y sabía mi nombre.

Me quedé bloqueado. «Joder».

―Me cago en la puta.

―Sí, eso mismo estaba pensando yo ―respondió sarcástica

―¿Aun sigue allí? ―pregunté sacando la pistola.

―No lo sé. No. En realidad no lo vi marcharse, pero sé que se marchó.

―Joder ―murmuré y volví a guardar la pistola― no debí ir al baño.

Estaba tan enfadado con ella por dejarse tocar de aquella manera que cuando despaché a la tía de la barra y fui al baño casi deseé que el tipo se sobrepasara para después tener la opción de decirle: «te lo advertí». Un comportamiento muy adulto. Aquello me empezaba a resultar enfermizo y me alejaba de mis objetivos reales. Si no espabilaba tendría que dejar el trabajo y estando en la cuerda floja no podía permitírmelo.

―Espero que fueras al baño a lavarte las manos y no a tirártela porque ahora sí que me moriré del asco si vuelves a tocarme ―me sermoneó.

―Cállate, Iria.

Estaba borracha y se le había soltado la lengua, pero tenía razón en todo. Salvo en lo de follarme a esa tía en el baño. Estuve tentado, pero no era tan gilipollas. Cuando prácticamente se me echó encima me pareció una buena tapadera para quedarme un rato en esa zona del local sin parecer un mirón. Todos allí estaban haciendo lo mismo.

Luego resultó que era la tía buena de la barra y me dejé llevar un poco. Cuando la cosa se puso al rojo me ocupé de dejarla contenta y ella me prometió mil cosas mientras lo hacía. Estaba furioso. Muy furioso. Y eso me puso cachondo. Se me estaba yendo el baifo a base de bien porque cada vez que Iria conseguía cabrearme de alguna forma terminaba excitado. Lo cierto es que lo hice sin dejar de mirarla e imaginando que era a ella a quien tocaba. Y también deseé que lo viera para castigarla. Muy sano y muy adulto todo.

Lo cierto era que todos los tíos de la fiesta la miraban como si se la quisieran comer de dos bocados y ella era completamente ajena al efecto que producía en ellos. Se lo había advertido y no me había hecho caso. Se había desenvuelto bastante bien hasta que empezó a estar tan borracha que ya casi no sabía lo que hacía. Cuando dejó que aquel capullo se le echara encima y le besara el cuello durante aquellos interminables segundos quise estamparlos a los dos contra la pared. Si no se hubiera desecho de él para ir al baño yo mismo me hubiera ocupado de él encantado.

Tiré de ella para meterla de nuevo en el local y saqué el móvil de mi chaqueta, aunque enseguida volví a guardarlo. A ver cómo iba a explicar que me había relajado después de unas horas en una inocente fiesta de universitarios y me había bebido un par de cervezas y casi follado a una rubia de enormes tetas.

«Piensa, Sergio, piensa».

―¿Le has visto la cara? ―inquirí.

―No, solo el tatuaje ―contestó de mala gana.

―¿Te habló de alguna forma que te hiciera sospechar que era gallego? ―Continué con el interrogatorio.

―No tenía acento solo me ha agarrado y me ha hablado al oído mientras bailábamos. ¿Y tú, lo has visto, listo? Ja, ja, ja. ¡Rima!

―No, se escondía detrás de ti. Mierda, Iria, para. ¿Qué te ha hecho sospechar?

―Nada. De hecho me estaba divirtiendo ―afirmó regalándome una sonrisa cargada de cinismo.

―Cuéntame qué coño ha pasado ―exigí agarrándola con fuerza por los brazos.

―Se acercó a mí por detrás y bailamos. Tonteamos, me susurró cosas al oído... ya sabes...

―No, no lo sé. Intenta acordarte.

―Me acuerdo perfectamente. Me dijo que había bebido demasiado y que si yo fuera suya no me lo permitiría ―reveló.

―Joder...

―Luego me dijo que te advirtiera, que si no me ibas a cuidar él se tendría que ocupar. Entonces grité llamándote y él me soltó ―concluyó.

Yo la solté también. Vi como se frotaba los brazos como si le hubiera hecho daño. Pero no me arrepentí. Me pasé las manos por la cara una y otra vez, llevaba un rato sin saber qué hacer con las putas manos. Solo quería echárselas al cuello y estrangularla. Y al terminar darme de tortas.

―¿Cuando viste el tatuaje?

―Intenté que me soltara y al hacerlo se le subió la manga, pero empiezo a pensar que de alguna manera él quería que supiera que... no sé ―repuso.

―¿Cómo eran sus manos?

―Yo que sé... fuertes. Tenía las uñas cuidadas. Dedos largos. Eran unas manos... seguras... como él. Y sonaba tan sexy... ―suspiró.

Tuve que hacer un verdadero esfuerzo por no zarandearla o hacerle algo peor.

―¿Tenía otros tatuajes?

―No, que yo sepa. No llegamos tan lejos ―afirmó sonriendo ladina.

―Dame algo, Iria ―le pedí ignorando sus intentos por provocarme―, algo con lo que podamos intentar localizarlo. ¿Era alto, bajo, de complexión delgada, fuerte, era joven, mayor...?

―Supongo que era moreno porque tenía vello oscuro en las manos y las muñecas, pero no podría asegurarlo. Tenía la piel algo más clara que tu. Era fuerte, me sujeto los brazos solo con una mano. No era joven, me dio la sensación de que podría tener, no sé, ¿tu edad? Puede que mayor incluso. Era alto, más que yo ―de repente se encendió como una bombilla― lo sé porque su... su... cosa ―explicó señalándome la bragueta― estaba a la altura de mi... de... ―se dio la vuelta y se señaló la parte más baja de la espalda casi al principio del culo ―como por aquí.

―Joder...

Entonces palideció y su actitud dio un giro de trescientos sesenta grados.

―Nadie nunca me había hablado así, Sergio. Era como si solo con sus palabras consiguiera dominarme... Me quedé paralizada y cuando quise deshacerme de él me tenia atrapada. Ha sido una sensación horrible. Solo podía pensar en lo que me dijiste y yo... ha sido por mi culpa.

Ahora parecía que se iba a echar a llorar.

―No, ha sido por la mía. No debí dejarte sola ni para ir al baño.

―Sergio...

―Repíteme con exactitud sus últimas palabras. Tal y como él te las dijo ―subrayé.

―Dile a tu perro guardián que cuide mejor de ti, Iria, o tendré que ocuparme yo ―susurró.

―Nos vamos ―anuncié tirando de su muñeca.

―Espera mi bolso y mi... chaqueta ―protestó.

La acompañé y esta vez no me despegué de ella ni un milímetro.

―Espera, mi amiga Laura, no puedo irme sin... despedirme ―objetó.

―Mañana la llamas ―zanjé sin miramientos, necesitaba largarme de allí lo antes posible.

No estábamos lejos del piso, pero llamé a un taxi y la hice detenerse a esperar en mitad de la aglomeración que había fumando y pasando el rato en la puerta, no pensaba arriesgarme lo más mínimo.

Tendría que informar a Agustín al llegar. Iba a matarme por la cagada.

«Dile a tu perro guardián que te cuide mejor, Iria, o tendré que ocuparme yo de ti».

Las palabras se me clavaron como puñales. La primera impresión que me dio todo aquello era que el propio Caaveiro había enviado a alguien para vigilarla. Pero no podía asegurarlo. Se había acercado a ella en un descuido. Mi descuido. Pero lo peor era que si Caaveiro estando en la cárcel estaba enterado de todo, yo no era el único que estaba haciendo muy mal mi trabajo.

El taxi tardó casi un cuarto de hora en llegar. No habíamos vuelto a cruzar ni una mirada ni una palabra. Parecía asustada y aún seguía inestable a causa de la borrachera, tuve que sujetarla un par de veces cuando casi se la llevaron por delante al pasar junto a ella. Terminó rodeándose con un brazo y de vez en cuando se frotaba los ojos. Se estaba esforzando por no llorar.

La metí en el taxi casi de un empujón ignorando sus protestas. La caballerosidad se me había ido a tomar por culo. Estaba furioso, más conmigo mismo que con ella. La vi pelearse con el cinturón de seguridad que parecía no querer salir de su sitio y apartó sus manos cuando fui a sacarlo yo. Al ponérselo le rocé la clavícula involuntariamente con el dorso de la mano y noté como su piel se erizaba por el contacto. Luego ella intentó apartarme la mano para abrocharse. En cuanto nuestras manos se tocaron mi enfado desapareció como por arte de magia. Insistí en abrocharle el cinturón, y esta vez no apartó su mano. Tenía las manos heladas, supuse que del susto. Me miró con sus enormes ojos y suspiró.

―Lo-lo siento.

―Tranquila, ya ha pasado todo ―aseguré apartándole el pelo de la cara.

Volvió a suspirar y apoyó su cabeza en mi hombro. Le pase el brazo por encima y la atraje hacia mi todo lo que el cinturón me permitió. Se acurrucó como un animalito en busca de calor y se quedó dormida casi al instante.

Tuve que subirla en brazos al piso. Escondió la cara en mi cuello y me llamó Toño entre sollozos haciendo que me envarara. No sé qué coño me esperaba. Era su novio, a pesar del engaño seguro que lo echaba de menos. Supuse que seguía enamorada de él. Lo peor del amor es que no es un sentimiento que muera de la noche a la mañana por mucho que te traicionen o te pisoteen en su nombre. Yo eso lo sabía bien.

Al llevarla en brazos y sentirla tan desvalida recordé por un momento lo que se siente cuando estás con alguien en una relación y lo que a veces te aporta: consuelo, cariño y sentirte cuidado incluso protegido. Y ser tu el que consuele, dé cariño y proteja a la otra persona. Faltaría a la verdad si dijese que no lo echaba de menos. Pero yo ya no pensaba volver a sentir nada parecido puesto que eso implicaba otorgarle a la otra persona un poder sobre mí que jamás nadie iba a volver a ostentar.

Protección. Eso era lo único que me estaba permitido darle a Iria y le había fallado a la primera de cambio.

La tumbé en su cama y le quite los zapatos. Fui a por uno de los edredones de la otra habitación y la tapé. Apague la luz y cerré la puerta dejándola sola.



Cinco horas más tarde estaba de camino a la cárcel de Dueñas en Palencia para entrevistarme con el padre de Iria. Me sorprendió bastante saber que Agustín se esperaba algo así. Conociendo a Caaveiro como lo conocían Juan y él no debió cogerme tan desprevenido. Llevaban tiempo sospechando que Caaveiro o como mínimo Maceiras estaban al tanto de nuestros movimientos, pero no tenían nada concreto contra ellos. Esta vez iba a tener que ponerme las pilas si quería hacer bien mi trabajo.

Tras el oportuno rapapolvo por lo ocurrido Agustín lo organizó todo para mi traslado y un coche de incógnito con un compañero de conductor me recogió tras el cambio de turno.

No pude evitar sentirme como un perro al que alguien adiestra y que continuamente es castigado o premiado más en consonancia con lo que pretende obtener el amo que por lo que verdaderamente está bien o mal. Así era mi trabajo la mayoría de las veces, pero mi instinto me dijo que tuviera los ojos bien abiertos y no me fiara ni de mi sombra, y eso pensaba hacer.

Tras dos horas y media escasas de trayecto llegamos a Dueñas. El Centro Penitenciario estaba a las afueras de la localidad, en medio de la nada. Daba la sensación de ser un centro más o menos nuevo, nada que ver con los cárceles de Madrid. La entrada estaba prácticamente inundada. Había llovido durante todo el camino pero allí tuve la certeza de que había caído más agua.

El conjunto de edificios de hormigón, ladrillos naranja y paredes blancas con un toque verde de los tejados y las vallas metálicas relucía bajo el cielo encapotado. Una altísima torre de vigilancia sobresalía sobre el conjunto de edificios impidiendo que nadie confundiese el lugar con una fábrica.

Solo había dado un par de cabezadas y estaba agotado, me tomé un café asqueroso en una de las salas comunes que tenían los funcionarios de la prisión y me senté a esperar a que me llamaran. El interior de la prisión era tan gris como el día.

Al entrar había pedido prestada en una de las oficinas una carpeta de estas de kraft marrón que había rellenado con un buen montón de folios en blanco y encima había colocado los informes penitenciarios de Caaveiro.

Un funcionario de unos cincuenta años, completamente rapado y con aspecto de haber dejado el gimnasio hacía solo unos meses se presentó y me acompañó hasta una sala privada en la que Caaveiro me esperaba.

No había visto fotos de él y no tenía una idea preconcebida de lo que iba a encontrarme. Suponía que era inteligente. Seguro que la típica mente rápida. Con carácter y despiadado. Alguien hecho a sí mismo y que había monopolizado el tráfico de droga en el norte de la península durante años.

Pero me encontré un hombre alto, que se conservaba en forma y que parecía más joven de lo que en realidad era.

―¿Sabe quién soy? ―pregunté mientras me sentaba.

Asintió despacio evaluándome. Sus ojos me recordaban un poco a los de Iria. Grandes y curiosos. Pero en su caso estaban empañados por una colección de sentimientos que nada tenía que ver con la inocencia de Iria.

―Subinspector Sergio Betancourt. ¿Sabe por qué estoy aquí? ―pregunté de nuevo mientras él seguía observándome en silencio―. ¿O tal vez debería haber dicho por quién?

En ese momento dejé la carpeta sobre la mesa haciendo un poco de ruido de manera intencionada.

Trataba de mirarme impasible y me gustó saber que no lo conseguía. Vi su determinación y noté un resquicio de miedo en sus ojos. Y yo estaba allí para jugar con su mayor miedo. El bienestar de su hija perdida.

Pero entonces se inclinó sobre la mesa y tras apoyar sus manos me habló mirándome fijamente a los ojos.

―Antes de que me detuvieran compré un hermoso y ostentoso chalet en La Moraleja. Odio los hoteles ―explicó en tono condescendiente.

Me recosté sobre el respaldo de la silla intentando contener mi descontento. Sabía que debía dejarle llevar el peso de la conversación, pero después de las últimas horas mi paciencia no estaba en su mejor momento.

―Acudía un par de veces al mes a Madrid, por negocios ―expuso levantando la mano para hacer un gesto como para quitarle importancia― solo tuve que preguntar ¿Cuál es el mejor sitio? La Moraleja, decían unos y otros. La Moraleja. Sí ―afirmó suspirando―. Todos parecían estar de acuerdo. No me molesté en comprobarlo. Claro que el sitio resultó ser cojonudo.

―Señor Caaveiro...

―Llámeme Bernardo ―propuso haciéndome callar con un gesto―. Es curioso las vueltas que da la vida. ¿Sabe cómo se llama en realidad esta prisión?

―¿La Moraleja? ―respondí pasados unos segundos.

―En efecto ―confirmó y acto seguido me señaló varias veces con dos dedos como si estuviera satisfecho con mi respuesta.

Noté una chispa de diversión en sus ojos. No era un hombre acabado. Era un hombre que había decidido dejarlo.

―Ahora ya no odio los hoteles. Daría un brazo, incluso una pierna por dormir en un hotel ―admitió e hizo una pausa en la que encendió un cigarro.

―Aquí no se puede fumar ―sostuve con voz firme.

El funcionario que vigilaba la puerta entró.

―Bernardo, vamos... ―lo reprendió el guardia y sonó como si riñera a un niño pequeño en vez de al que había sido el contrabandista y narcotraficante más perseguido de Galicia.

―Lo sé, lo sé ―repuso y dio un par de fuertes caladas antes de apagar el cigarro en la suela del zapato para volver a guardarlo en la cajetilla―. Mi abogado dice que en seis meses es probable que esté fuera.

―Eso tengo entendido ―dije mirándolo fijamente.

―De todas las cosas que he aprendido en este tiempo aquí ¿sabe cuál es la que más me gusta?

Negué con la cabeza.

―La jardinería ―confesó con cierta satisfacción.

Me cansé de tantos rodeos y decidí ir al grano.

―Estoy aquí por su hija. Por Iria. Necesito saber algunas cosas para poder garantizar su...

―Si en algo estamos de acuerdo usted y yo es de que Iria está en peligro ―me interrumpió―. Pero no van los tiros por donde usted cree.

―¿A qué se refiere? ―inquirí

―Nadie de mi entorno ni del negocio se atrevería a hacerles algo a mis hijos. Y eso sin contar que no mucha gente sabe que es mi hija. ¿No le dice eso nada?

―¿Está seguro? Tiene aún algunos enemigos y estoy seguro de que guarda muchos secretos que interesan a todo el mundo.

―Puede que sí, pero las cosas no funcionan así ―dejó caer.

―Quiero que me confirme que el hombre que se le acercó ayer trabaja para usted. Y quiero que me prometa que no va a volver a...

―Pregúntese una cosa subinspector ―me interrumpió de nuevo―, una vez desechado lo absurdo de una venganza o un ajuste de cuentas a estas alturas, ¿quién saldría más beneficiado con que yo hablase?

Una idea se abrió paso en mi cabeza. No me cabía duda que aún tenía a alguien de la policía en nómina, alguien que lo había informado de nuestra investigación. Como no me cabía duda de que quería que yo lo supiera. Pero aún así tenía sentido lo que insinuaba. Saber lo que sabía el hombre que tenía delante solo le interesaría o bien a los que querían su trozo del pastel: el par de clanes rivales que estábamos investigando, puede que a los colombianos si querían establecerse sin intermediarios, o bien a nosotros. Pero sobre todo a nosotros. No había nadie más interesado en desarticular el tráfico de droga en Galicia que a la propia policía. Juan Pousada. Agustín.

―Justamente eso ―precisó señalándome de nuevo con dos dedos cuando leyó como caía en la cuenta.

―Si eso fuera así, ¿qué sentido tendría involucrar a su hija en...?

―No he enviado a nadie a vigilar a mi hija, subinspector ―afirmó con contundencia.

Un ligero escalofrío me recorrió.

―¿Cree que la tenemos bajo custodia para coaccionarlo y que hable?

―Pregúntele al comisario Pousada, ya utilizó a mi hija contra mí en una ocasión.

―Eso no tendría mucho sentido y más cuando...

―Supe de su desaparición hace apenas una semana ―estaba convirtiendo el interrumpirme en un molesto hábito―. Hasta ayer por la noche no tuve detalles de lo que estaba pasando. Mi familia está en ello y si de verdad el comisario está detrás de todo esto su carrera está acabada ―aseguró con los dientes apretados. Ahora su mirada estaba preñada de furia y de impotencia.

―No debe temer por Iria.

―¿La ha visto?

Asentí y su mirada se suavizó.

―Formo parte del operativo que la protege ―confesé.

―¿No lo manda Pousada? ―preguntó con un leve atisbo de confusión.

―Ya sabe como funcionamos. Me manda mi superior. Ayer hubo un incidente y...

―¿Iria... Iria está... bien?

―Perfectamente, yo estaba con ella.

Miró el reloj de la pared y entrecerró los ojos.

―¿La tienen en Madrid?

Parecía sincero en su preocupación, aun así las cosas no me cuadraban.

―Sabe que no puedo decírselo.

―Cuénteme que ocurrió ―exigió.

―Buscamos a un hombre alto, puede que de metro noventa o más, de mediana edad y posiblemente moreno, lleva un tatuaje de los ultras del Celta de Vigo en la muñeca derecha. No tiene acento gallego.

Asintió sin dejar de mirarme. Noté un atisbo de reconocimiento y enseguida bajó la mirada. Sabía de quien le hablaba.

―Quise mucho a su madre y renuncié a ellas. Pero no se equivoque...

―No estoy aquí para poner en duda su amor paternal. Estoy aquí por Iria ―soné más vehemente de lo que pretendía―, para poder protegerla necesito saber a qué peligro me enfrento.

―Es casi tan guapa como su madre.

―¿Qué...?

―Todo esto parece algo personal para usted. Mi hija es demasiado joven. ¿Debería preocuparme?

―No hay nada más personal que mi trabajo de proteger...

Asentía sin dejar de mirarme hasta que volvió a interrumpirme.

―Hable con mi yerno Rafael. Yo no puedo ayudarle. Tengo poco que decir ya ―recalcó levantándose despacio para volverse en dirección a la puerta.

Me levanté y observé cómo se alejaba.

―¿Qué hay en la carpeta? ―Quiso saber de camino a la puerta.

―Nada.

Cabeceó y se detuvo sin darse la vuelta. Supe que sonreía.

―Cuide bien de ella ―ordenó en un tono que sonó a autentica amenaza―. Rosas. Eran las flores que le gustaban a Carmen. Son ahora mis preferidas.

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