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1. IRIA

Ver a mi madre consumirse poco a poco me estaba matando. El último ciclo de quimio la había dejado con una anemia de caballo y sin fuerzas. Apenas comía y acabábamos de volver de pasar el día en el CHOP[1] donde le habían transfundido dos bolsas de sangre. Al llegar a casa estaba seria, algo muy raro en ella dado que no solía perder su habitual humor; un humor a veces ácido, otras incluso tirando a negro y que siempre hacía las delicias de cuantos la rodeábamos.

Hasta ese momento.

Fueron varias las señales y entonces lo supe: se había cansado de luchar. Durante la tarde me había estado llamando a su habitación varias veces con excusas para preguntarme tonterías: que si que tal iban las clases, que qué tal con Toño. Tonterías. Sabía que había algo que quería decirme y me extrañaba que no se atreviese porque nunca antes había habido secretos entre nosotras.

Cuando Justina —la mujer que la cuidaba por las noches— me avisó después de la cena, supe que algo ocurría y me asusté. A pesar de que la buena mujer se encargó de tranquilizarme enseguida, insistiendo en que estaba bien y que mi madre solo quería hablar, un mal presentimiento se instaló en mi pecho y no pude deshacerme de él.

Al dirigirme hacia su habitación, que ahora estaba en la planta baja, recordé como al caer enferma me ocupé de equipársela con todo lo necesario para su comodidad: una cama articulada; un sillón de masajes; un sillón orejero con un enorme reposapiés, para que leyera junto a la ventana las pocas tardes de sol; carritos para la medicación; mesillas de noche altísimas con bandejas extraíbles y que así pudiera leer o comer en la cama los días que no tenía fuerza para levantarse; toda clase de ayudas médicas para el baño y como colofón una televisión de pantalla plana de cincuenta pulgadas que se deslizaba desde el techo para que pudiera verla desde cualquier posición.

Nunca me planteé ahorrar en esa clase de gastos.

Yo misma pinté todas las paredes de blanco menos la de la ventana, que me pareció que en un tono gris oscuro quedaría genial en contraste con el gran ventanal y el resto de las paredes. El suelo de madera era antiguo; lo restauró mi madre hacía ya una eternidad. Después de rascar las capas de ceras y barnices acumulados tras años y años resultó que toda la planta baja era madera de nogal de un color alucinante.

Respiré hondo de camino a su habitación y compuse la sonrisa de siempre; la que ponía cuando entraba a verla. Lo hacía tuviera o no ganas de sonreír y disimulaba el gesto de amargura que cada día me costaba más esconder. Se lo debía, por todos los años en los que ella estuvo ahí para mí.

Una voz a mis espaldas me hizo detenerme. Era Manuel, el chico de recepción que hacía el turno de noche de vez en cuando, un recién estrenado estudiante de turismo sobrino de una amiga de mi madre que desde el verano anterior solía sustituir a los recepcionistas en vacaciones o cuando estaban de baja.

―Siento molestarte, Iria, tengo unos clientes que exigen un cambio de habitación. Dicen que reservaron una con cama de matrimonio y les hemos dado una con dos camas. Están bastante enfadados y amenazan con ponernos verdes en redes sociales ―se quejó.

―¿Qué consta en la reserva? ―pregunté.

―No ha sido culpa nuestra. Lo hicieron a través de una web de reservas. Como no les daban posibilidad de elección lo escribieron en el campo de peticiones especiales, pero ellos no nos lo trasladaron ―explicó.

―Dales una con cama de matrimonio y explícale que el error no ha sido nuestro ―resolví.

―No queda ninguna libre hasta mañana.

Manda carallo ―murmuré para que no me oyera.

―Estoy llamando a Lucía, pero no me atiende el teléfono y lo último que quiero es molestar a tu madre, pero la verdad es que no sé qué hacer ―confesó.

―¿Cuánto tiempo van a quedarse? ―indagué.

―Cinco noches.

―¡Mier...! Lo siento ―me disculpé―, ¿está libre la suite?

―No lo he mirado ―repuso.

―¿En qué régimen están?

―Alojamiento y desayuno.

―Bien, esto es lo que vas a hacer: comprueba las reservas para la suite. Si está libre dásela por esta noche y mañana los acomodas en la doble con cama de matrimonio que se queda libre, y si no lo está ofréceles una cata de vinos con maridaje para mañana al mediodía y una cena en el restaurante para el día que elijan. Dile a Lucia que te lo he dicho yo.

―Gra-gracias, Iria, te debo una de las gordas ―aseguró muy azorado.

E a nai que lles pariu[2] que les quede claro que el error no ha sido nuestro y de paso mándale un correo a la mayorista para que no se vuelva a repetir. Bastante tenemos con que los clientes se hayan vuelto auténticos terroristas y se pasen el día amenazando con hundirnos en internet por tonterías como para que nos endosen los errores de otros. Y si encima se ponen pesados, discúlpate de nuevo y dile que mañana la directora hablará con ellos. Ya se ocupará Lucía.

―¡Sí, gracias otra vez! ―gritó ya de vuelta a la recepción― te debo una cena o algo así.

No pude evitar sonreír, esa vez de verdad, hacía tiempo que sabía que yo le gustaba. Era un chico tímido y me resultaba adorable, muy riquiño. ¡Qué le iba a hacer!, los tímidos eran mi perdición, pero yo tenía novio y él solo diecisiete años, y eso para una mujer de casi veinte es un crío.

Me encaminé a la habitación de mi madre que estaba en la zona privada donde solo podían acceder los empleados. Mi madre había heredado de sus padres un precioso pazo señorial situado cerca de Lampreira, a menos de diez kilómetros de Pontevedra. Mis abuelos habían muerto siendo ella muy joven, al poco de yo nacer, y ella lo había convertido en el hotel y restaurante pazo da Rosa y el negocio iba más que bien.

Atravesé la puerta con decisión y me acerqué a su cama despacio. No me pasó desapercibido el gesto que mi madre le hizo a Justina, que se levantó del sillón y abandonó la habitación no sin antes sonreírme y darme unas cariñosas palmadas en el hombro.

Ola, a miña nena bonita.

―Hola, mamá.

―He estado pensando... pronto cumplirás veinte años, Iria. Ya no eres una niña pequeña. Bueno, siempre serás mi niña ―declaró reprimiendo un sollozo.

―Lo sé, mamá, quedan dos semanas y lo celebraremos juntas. Ya lo hemos hablado esta tarde, no pienso aguantar tu negatividad. Hoy no. Saldremos de esta como hemos hecho hasta ahora, solo tienes que esperar unos días para recuperarte ―sostuve sin mucha convicción.

―No es eso, cielo. Es que hay cosas que hace tiempo debí contarte y nunca hice. Ven aquí ―ordenó palmeando la colcha para que me sentara en su cama.

―Mamá... ―empecé a reprenderla.

―Deja, deja que te hable. No me queda mucho tiempo ―me interrumpió limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano.

Puse los ojos en blanco. Odiaba los pocos momentos en que mi madre flaqueaba porque, aun a riesgo de resultar egoísta, eso hacía que me sintiera como una adolescente desvalida.

―Está bien ―me rendí y me senté en la cama.

―Es sobre tu padre. Iria, perdóname por lo que voy a contarte.

Me quedé de piedra. Yo nunca había preguntado y ella jamás me habló de él, salvo para decirme que nunca se casaron, que era un viajante portugués que estaba de paso y que se desentendió de mi madre al quedarse embarazada.

―Pase lo que pase no voy a buscarlo, si es por eso puedes estar tranquila.

―No es eso, cuando yo ya no esté puede que sea él quien te busque para interesarse o puede que... casi lo olvido, antes tengo que darte esto, es importante ―afirmó incorporándose para rebuscar en el cajón de la mesilla de noche y extraer un papel amarilleado por el paso del tiempo―. No lo pierdas, si puedes memorízalo.

―¿Mamá...? ―pregunté al abrir el papel. Luego se hizo el silencio. Me había quedado estupefacta al leerlo: Comisario Juan Pousada Martínez y un número de teléfono― ¿Qué es esto?

Mi madre me acarició la mejilla y comenzó con un relato increíble que difícilmente iba a olvidar:

―No hables nunca acerca de lo que voy a contarte, con nadie más que con Juan. Y solo si no hay más remedio.

―Me estás asustando.

Suspiró y noté como hacía acopio de valor.

―Tu verdadero padre se llama Bernardo Caaveiro y está en la cárcel de Dueñas, en Palencia. No es portugués y mucho menos viajante de comercio. Era el mayor contrabandista y narcotraficante de Galicia, qué digo, de España. Lo encarcelaron hace seis años por delito fiscal y blanqueo de dinero. Nunca pudieron encerrarlo por tráfico de drogas ―sostuvo, y en ese momento me dio la sensación de que la embargaba un sentimiento de orgullo.

―Por Dios, mamá no será el de la operación... aquella que salió en todas las noticias ¿cómo se llamaba...?

―El mismo ―afirmó.

―¿Por-por qué...? ¿Por qué nunca...? ―Quise preguntar, pero las palabras se atascaron en mi garganta.

―Es complicado. Fui su secretaria durante un tiempo. Él estaba casado y yo era joven, y puede que algo ingenua, aunque nos quisimos. Mucho, en realidad. En fin, no tiene sentido lamentarse por el pasado, te tengo a ti y fuiste lo mejor que pudo salir de todo aquello ―zanjó resuelta.

Perdí la capacidad de hablar durante un rato y mi madre me dio el tiempo que necesité para digerir lo que me estaba contando.

―¿Sabe que existo? ―inquirí.

―¡Por supuesto! ―Se apresuró a responder―. La decisión de que crecieras separada de todo su mundo fue mía y él la respetó.

―No sé qué decir ―murmuré.

―En aquel entonces tenía mujer y muchos enemigos. Ha pasado bastante tiempo, se separó de su mujer, pero enemigos aún los tiene. Me dejó el pazo y...

―Un momento, un momento, ¿el pazo no era de los abuelos?

―No. Tu abuelo era un humilde pescador de Cambados y tu abuela era mariscadora ―confesó.

―Mamá, meu Deus ―la reprendí.

―Cielo, entiéndelo.

―Sinceramente, mamá, no sé qué es lo que tengo que entender. ―De repente sentí que no sabía nada de mi familia.

―Tenía que protegerte.

―¿Estoy en peligro o algo así? ―pregunté levantándome de golpe.

―No. Bueno, no mientras nadie sepa de tu existencia. Solo el comisario sabe que Bernardo es tu padre. Es un viejo amigo de la familia y no dudes en acudir a él en caso de que... ―articuló antes de comenzar a toser haciendo que las arcadas volvieran.

Corrí para acercarle una bolsa y ponérsela en las manos evitando el desastre por los pelos.

Cuando terminé de atenderla tenía todavía peor aspecto y decidí que asediarla con las mil y una preguntas que se me pasaban por la cabeza en ese momento no era la mejor idea.

―Descansa ―le susurré acariciándole su lampiña cabeza.

―Gracias, cielo.

Quérote, mamá [3] ―repuse con los ojos anegados en lágrimas.

―Y yo. Y ahora vete a descansar, que mañana tienes clases. Por la tarde seguiremos hablando.

Esa fue la última conversación que mantuvimos.



Durante el funeral y el entierro vino a verme mucha más gente de la que conocía. Todos decían lo mismo: «era una gran mujer» o «la queríamos muchísimo». Yo estaba deshecha y no fui consciente de apenas nada. Una fina llovizna caía sobre el cementerio de San Amaro, pero no noté ni siquiera la sensación de frío o humedad. Me llevaron y trajeron como un pelele de aquí para allá.

Los empleados del hotel fueron mi sostén en esos momentos: Lucía, la directora, fue muy cariñosa y estuvo muy atenta, pero Hermelinda, la gobernanta y a la que conocía desde muy pequeña, parecía saber qué hacer y qué decir en cada momento, cosa que le agradeceré eternamente puesto que yo era un auténtico despojo. Mis amigas Lúa y Álex, y Toño, mi novio, estaban igual de perdidos que yo, y aunque sentía las manos de todos ellos sobre mí, cuando nada parecía que fuera a sostenerme solo Hermelinda fue capaz de consolarme.

De todos aquellos desconocidos solo recuerdo a un hombre que me resultó vagamente familiar y, si bien parecía bastante mayor que yo, había algo en él que me hizo sentir en cierto modo segura. Se comportó de manera cercana, me abrazó y me susurró que podía contar con él para lo que necesitara, cuando quisiera y fuera la hora que fuera. Me sonrió y me revolvió el pelo para luego colocarme los mechones enmarañados detrás de las orejas en un gesto que me incomodó bastante, dado que era demasiado íntimo para alguien a quien se suponía que jamás había visto.

No le di la debida importancia hasta que mucho más tarde, ya en la soledad de mi habitación y completamente agotada, me desvestí y una tarjeta de visita algo más pequeña de lo normal cayó al suelo entre mis pies. Aquel tipo debió meterla en el bolsillo de mi chaqueta al abrazarme. Cuando la leí un escalofrío me recorrió y la tarjeta terminó cayendo de nuevo al suelo.

El hombre que me había abrazado en el funeral era mi hermano, o eso supuse, hasta que me aseguré buscándolo con manos temblorosas en mi móvil. Según rezaba la tarjeta se llamaba Héctor Caaveiro Luján y, por lo que pude confirmar a través de Google, al final se trataba de uno de mis hermanos, porque resultó que tenía seis. Seis medio hermanos a los que no conocía y uno de ellos que al menos sí parecía conocerme a mí. Aunque, entre tanta gente y que yo no estaba para fijarme en nadie, no pude descartar al cien por cien la posibilidad de que alguno de ellos hubiera estado también en el funeral.

Me pasé la noche entera leyendo acerca de mi recién estrenada familia y viendo sus fotos en internet. El del funeral era el más joven de los varones, que eran cuatro en total: Bernardo, Luis, Santiago y Héctor. Héctor tenía treinta y dos años, estaba casado y tenía dos hijas pequeñas. Fue detenido junto a mi padre y había pasado tres años en prisión. Mis hermanas se llamaban Rosalía, casada con el lugarteniente de mi padre, un tal Rafael Maceiras, y Clara, la menor, que era una especie de hippie naturista que vivía ajena a todo en Cala San Pedro, un precioso paraíso en Cabo de Gata, al parecer el último reducto hippie de Europa.

Comencé a investigar los detalles más escabrosos y descubrí que esa familia componía lo que en argot policial denominaban el clan de los Caaveiro, y a mi padre lo llamaban el judío, pero no pude averiguar el porqué. Lo único que conseguí sacar en claro era que eran gente peligrosa, y varios de ellos con delitos de sangre, además del narcotráfico y un sinfín de asuntos con hacienda. Autentica mafia gallega de contrabandistas y narcos de los de toda la vida, vaya, con conexiones con los cárteles colombianos de la droga y todas esas cosas.

Aquello era para morirse.

¿En qué demonios habría estado pensando mi madre para enamorarse y enredarse con un hombre así?

Rompí la tarjeta y decidí olvidarme del asunto como seguro que ella hubiera querido. Si alguno de los Caaviero volvía a contactar conmigo llamaría al comisario Juan Pousada, del que ya había memorizado teléfono, imagen y todos los datos que encontré ―bendito Google y bendita la falta de privacidad― en internet.



Días después del funeral, un notario de Vigo se puso en contacto conmigo, y además resultó ser el albacea que nombró mi madre en su testamento. Imagino que dada mi juventud lo encontró necesario. Si ella supiera..., había madurado casi más en unas horas que en mis diecinueve años de vida. Fui a verlo enseguida y me deshice en lágrimas en cuanto fui consciente de cómo mi madre había dispuesto todo para que no tuviera que preocuparme nunca por nada más.

El notario había designado, con el beneplácito de mi madre, a una persona de su entera confianza que actuaría de administrador de la sociedad que regentaba el hotel y el resto de propiedades inmobiliarias, y de la que yo era ahora única propietaria. Yo tendría una asignación de mil quinientos euros mensuales y podría residir en el pazo o en un piso, que ignoraba si mi madre lo había comprado expresamente para mí o era uno más de los inmuebles que había ido adquiriendo durante años, pues desconocía su existencia antes de la lectura de su testamento. El piso estaba situado en Pontevedra y curiosamente a unos pasos de la Facultad de Bellas Artes, donde cursaba estudios desde hacía dos años.

Ni idea de en qué iba a gastar tantísimo dinero. Estaba acostumbrada a vivir con dignidad, pero sin mucha holgura. Mi madre siempre fue una persona austera y así me lo inculcó, por lo que no entendí la necesidad de asignarme esa enorme cantidad de dinero.

Decidí mudarme al piso con la ayuda de mis amigas y de Toño, pues en el pazo todo me recordaba a mi madre y todavía no estaba del todo preparada para enfrentarme a según qué cosas. Prometí a Hermelinda ir a verlos al hotel de cuando en cuando y me embarqué decidida hacia lo que consideraba una nueva vida.



El tiempo parecía pasar muy lento, pero entre las clases, Toño y mis amigas, que no me dejaban ni a sol ni sombra, no tenía mucho en lo qué pensar. Pese a todo, los primeros días se me hicieron interminables. Sin embargo, poco a poco los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses y allí estaba yo, casi cinco meses tras la muerte de mi madre, con la amarga sensación de que no habían transcurrido más que unos pocos minutos desde que la perdí, en un día gris y lluvioso como el de su entierro, y como tantos otros en mi amada tierra, con el pelo empapado y el rímel corrido intentando cambiar la rueda trasera de mi viejo Ibiza que me había dejado tirada al pinchar en mitad de la autopista.

Nunca iba por la autopista para ir al pazo. Maldije en silencio, si hubiera tomado la nacional como siempre hacía... Pero ese día iba a hacer unos kilómetros de más ya que llevaba un mes sin pasarme por allí y tenía pensado suavizar a Hermelinda con un tarro de mermelada gourmet de piña y canela que solo vendían en un delicatesen en un polígono cerca de Barro y aquel era el camino más rápido.

Seguí un buen rato más lamentándome por mi mala suerte cuando una furgoneta blanca con dos chicos un poco mayores que yo pararon para ayudarme, justo cuando sacaba el gato del maletero.

―Deja, guapa ―dijo el que iba de copiloto después de bajarse de un salto―, que yo te cambio la rueda antes de que cierres y abras tus preciosos ojos. ―Y me arrancó el gato de las manos―. ¿Cómo te llamas? ―preguntó escrutándome con unos profundos ojos oscuros que me hubieran encantado de habérmelos encontrado en un bar en vez de en medio de la nada.

Sin ser nada del otro mundo era atractivo, salvo que sus palabras, lejos de reconfortarme ante la perspectiva de recibir ayuda, me hicieron poner los pelos de punta.

―Lúa, gracias por parar ―solté sin pensármelo mucho.

―Qué mala suerte, Lúa ―afirmó y por el tono que usó me pareció que no se tragaba lo del nombre.

Miré hacia la furgoneta en un acto reflejo. El conductor miraba en todas direcciones, como si temiera que alguien pudiera aparecer.

―¿Tienen antirrobo las ruedas?

No supe qué contestar, me encogí de hombros y él se dirigió en silencio hacia el maletero.

Observé tensa y preocupada como colocaba el gato, como elevaba el coche y como desmontaba la rueda con una facilidad pasmosa. Había aflojado los tornillos dando patadas a la llave de tubo antes de levantar el coche, cosa que a mí jamás se me hubiera ocurrido. Decidí darle un voto de confianza. Sabía lo que se hacía y estaba empapándose y llenándose de grasa por cambiarme la rueda. ¿Qué sentido tenía ayudarme para luego intentar hacerme algo? Si quisiera hacerme algo no me hubiera cambiado la rueda, pensé intentando serenarme.

Cuando dejó la rueda pinchada en el suelo se levantó, se frotó las manos y se acercó a mí despacio.

―¿Estás segura de que te llamas Lúa?

La pregunta me pilló tan de sorpresa que me quedé muda. Acababa de echar por tierra mi razonamiento anterior. En ese momento, con la rueda desmontada, no podía huir en coche. Mi cuerpo volvió a tensarse y esta vez la adrenalina empezó a bombear con cada latido de mi corazón. Él seguía avanzando en mi dirección y ladeaba la cabeza al mirarme.

―No te llamarás Iria por casualidad. ¿No? ―preguntó con una sonrisa mordaz que me provocó un escalofrío― ¿No eres Iria García de Requeixo? ¿O debería decir Iria Caaveiro García? ¿He acertado? Porque si es así tengo un recado para tu padre ―avisó echándose mano a la parte trasera del pantalón.

No me paré a pensar en nada, por lo que no me dio tiempo a bloquearme. Crucé la calzada y eché a correr por el arcén de la mediana como alma que lleva el diablo. Lo hice en dirección contraria, para evitar que me siguieran con la furgoneta. Si querían alcanzarme tendrían que hacerlo corriendo ―y a eso no me gana nadie― o marcha atrás con la furgoneta, algo que llamaría demasiado la atención en una autopista de peaje.

Oí un «manda carallo» seguido de varios insultos muy creativos hacia mi persona, luego los gritos de ambos y, pasados unos interminables segundos, supe que al menos uno de ellos había empezado a correr detrás de mí. Corrí al noventa por ciento de mis posibilidades durante muchos metros para dejarlo atrás. Me volví y comprobé lo que ya sabía, no iba a alcanzarme. En ese momento agradecí a todos los santos que conocía los años que pasé en la escuela municipal de atletismo, porque, aunque ya no estaba tan en forma, seguía teniendo la cabeza de una corredora de fondo. Y corrí y corrí sin parar y sin mirar atrás, hasta que las fuerzas casi me abandonaron, los pulmones me ardieron y las piernas se me agarrotaron. Lo hice lo más rápido que pude, esprintando y dosificando mis fuerzas como cuando competía. Controlando la respiración y las zancadas. Observando con cuidado el suelo para evitar obstáculos. Hasta que la autopista cruzó una especie de polígono y salté los quitamiedos y el resto de carriles para dirigirme campo a través hasta llegar a una gasolinera.

Estaba segura de que estaba a varios kilómetros de donde me había quedado tirada, como también estaba segura de que me seguían y me estaban buscando. Entré al borde de un infarto, casi no podía hablar, solo la adrenalina me mantenía en pie. El chico de la gasolinera se apiadó de mí y me prestó su móvil, porque me había dejado el bolso y todas mis cosas en el coche.

No lo dudé un momento y agradecí haber hecho caso a mi madre y memorizar el número del comisario Pousada puesto que, tras tranquilizarme, me pidió que le pasara al chico de la gasolinera que, atónito, siguió sus instrucciones al pie de la letra cerrando la persiana de la entrada y la puerta trasera a cal y canto, y encendiendo las cámaras de seguridad, que según él su jefe nunca quería encender.

Un coche patrulla se presentó en apenas quince minutos y ese fue el verdadero comienzo de mi nueva vida.

[1] CHOP: Complejo Hospitalario de Pontevedra.
[2] E a nai que lles pariu: (En gallego) Y la madre que los parió.
[3] Quérote, mamá: (En gallego) te quiero, mamá.

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