Capítulo 02. Sólo una plebeya
Capítulo 02
Sólo una plebeya
Tras la recepción presidida por la Arzobispa Rhea para darles la bienvenida a todos los nuevos estudiantes, estos tuvieron al fin la libertad de recorrer y conocer el monasterio como mejor les pareciera. Eso incluía, por supuesto, pasar al comedor principal a degustar una merecida merienda. Y, como era de esperarse, Ferdinand, Caspar y Linhardt optaron precisamente por esta opción, junto con otras tres decenas más de estudiantes.
Ferdinand fue el primero en tomar asiento, ya con su plato en sus manos. La realidad era que su hambre era más física que mental. Su estómago le pedía comida, pero su mente divagaba aún en demasiadas otras cosas. Entre ellas, claro, la llegada de Edelgard a la Academia, lo que destanteaba gran parte de lo que había visualizado que pudiera ser el siguiente año de su vida. Sin embargo, por extraño que pareciera, la princesa imperial no era lo principal que ocupaba su mente. De hecho, en cuanto se sentó, su mirada no tardó en vislumbrar unas mesas enfrente de él el origen de su principal e insólita incertidumbre.
Aquella chica de ojos verdes, Dorothea Arnault según había dicho en su presentación, estaba sentada con pose relajada en compañía de grupo de tres chicas y dos chicos, que la miraban y escuchaban atentamente mientras ella al parecer les contaba de forma animada una anécdota, cuyos detalles no llegaban en lo absoluto a los oídos de Ferdinand debido al ruido que reinaba en el comedor.
Como las veces anteriores, Ferdinand se sorprendió a sí mismo contemplando aquella extraña (¿y lo era?) más de lo que se proponía. Había algo... inusual en ella, que él no lograba identificar a simple vista. Algo diferente a cualquier otra chica noble que había conocido, incluidas las que estaban en ese comedor. De entrada, se suponía que debía tener su misma edad, o bastante cercana. Pero se veía tan madura, tan conocedora, tan suelta y relajada en ese ambiente que resultaba tan nuevo para todos. Eso por sí solo resultaba impresionante, aunque también un poco sospechoso.
Y la forma en la que había cantado en aquel quiosco... Esa voz no era ni de cerca ordinaria. Nunca había escuchado algo parecido antes (o, ¿sí lo había hecho?).
Y claro, sería un terco si fingiera que no había notado también la peculiar hermosura de su rostro, lo enigmático de su mirada, lo brillante de su cabello, o lo escultural de su figura enfundada en ese uniforme que se ajustaba tan bien. Tendría que ser ciego para no darse cuenta de que Lady Arnault ciertamente poseía una belleza "única". Pero chicas bellas había conocido bastantes a lo largo de su vida, y aun así ninguna le había causado tal fascinación.
Debía haber algo más...
—¡Tienen carne de bestia a la plancha! —exclamó Caspar con ímpetu al momento de sentarse a su diestra y colocar su charola con algo de fuerza contra la mesa—. Este lugar en verdad tiene platillos de todo Fódlan.
—No puedo decir que sea muy de mi agrado —comentó Linhardt con desanimo, sentándose al otro lado de Ferdinand—. Espero que mañana tengan algo diferente.
La repentina llegada de sus amigos sacó a Ferdinand de su ensimismamiento, aunque no por completo. Al mirar su propio plato, se dio cuenta de que apenas y había tocado un poco de su comida para esos momentos, así que decidió tomar unos bocados más, aunque no con mucho ánimo.
—Oigan, ¿esa no es Bernadetta? —preguntó Caspar, aún con media porción en su boca, señalando en dirección a una de las puertas del comedor. Por ésta, se encontraba ingresando justo en ese momento una pequeña y delgada noble, de cabellos morados desalineados, y ojos asustadizos que miraban en todas direcciones como en busca de algún peligro inminente que le pudiera saltar encima en cualquier momento.
—¿Quién? —preguntó Linhardt, perdido.
—Ya sabes, la hija del Conde Varley —aclaró Caspar—. La que no se quería presentar cuando su alteza se lo pidió, y se la pasó gritando y casi se desmaya.
—Ah sí. Ella...
La joven de la Casa Varley había sido prácticamente la primera en salir del salón cuando la princesa les había dicho que podían irse, y no la habían visto en la recepción. A dónde quiera que había corrido a esconderse, al parecer el hambre la había sacado. Ahora caminaba con paso nervioso, abrazándose a sí misma mientras me aproximaba a los encargados de la cocina.
—¡Hey!, ¡Bernadetta! ¡Por acá! —exclamó Caspar con fuerza, parándose de su silla y agitando frenético una mano en el aire. La noble de cabellos morados dio un salto en su sitio, y se giró en su dirección con sus ojos bien abiertos, azorados—. Soy yo, Caspar von Bergliez. ¿Me recuerdas? ¿Te quieres sentar con nosotros?
—¡No! —gritó la joven noble con voz chillona, resonando con ímpetu en el eco del salón y llamando inevitablemente la atención e más de uno. Bernadetta alzó temerosa sus brazos, cubriéndose el rostro con estos—. ¡No me hables! ¡No me mires! ¡Sabía que esto era una mala idea...!
Y sin más, comenzó a correr hacia la misma puerta por la que había entrado, gritando histérica y casi chocando con un par de otros estudiantes que iban entrando en ese mismo momento.
—¿Ah? —murmuró Caspar, totalmente confundido, mientras bajaba lentamente su mano de nuevo—. ¿Qué dije?
—Fuiste demasiado efusivo —le reprendió Linhardt.
—¿Quién? ¿Yo? —exclamó Caspar, sentándose de nuevo—. No creo haber sido más efusivo que de costumbre.
—A eso me refiero.
—No, yo creo que algo le pasa. ¿Tú qué piensas, Ferdinand?
Caspar se giró apremiante hacia su amigo sentado a su lado en busca de su punto de vista. Sin embargo, fue evidente tanto para él como para Linhardt que éste no había estado poniendo atención a su charla, y en su lugar comía en silencio con su mirada seria fija al frente.
—¿Ferdinand? —repitió el joven de cabellos azules, atreviéndose a incluso pasar su mano frente al rostro de su amigo para intentar llamar su atención—. Oye, ¿nos escuchas?
El joven de la Casa Aegir no reaccionó, ni siquiera pestañeó. Pero cuando comenzaban a preocuparse, soltó entonces soltó una pregunta al aire, suponiendo que era para ellos únicamente por ser los más cercanos a él:
—¿De dónde será exactamente Lady Arnault? El nombre no me resulta familiar en este momento, así que no debe ser una familia mayor, ¿cierto? ¿De quién serán vasallos? Creí que conocía toda la línea aristocrática del Imperio, pero quizás se me pasó algo...
—¿Quién es Lady Arnault? —inquirió Linhardt con curiosidad, aunque no demasiada.
—Se refiere a aquella chica de la otra mesa —contestó Caspar, señalando hacia el frente, directo a la persona en cuestión—. Ya sabes, la que se presentó diciendo que buscaba un buen marido. ¿No pusiste atención durante las presentaciones?
—Luego de presentarme yo, cerré unos momentos los ojos, así que... quizás no la escuché —le excusó Linhardt, encogiéndose de hombros.
—¿Alguno de ustedes sabe algo de ella? —cuestionó Ferdinand con ligera exasperación—. ¿De dónde viene o de dónde es su familia?
—Ni idea —negó Caspar—. No dijo mucho al respecto; algo sobre que le gustaba mantener el misterio, ¿no?
—No puedo quitarme de la cabeza el presentimiento de que la he visto en algún lado antes —declaró Ferdinand, desbordando frustración—. Pero no logro recordar dónde... ¿no será de casualidad esa chica con la que estuvimos hablando en el baile de máscaras al que fuimos durante la última Luna Etérea?
—No sé, yo no fui —dijo Caspar, despreocupado.
—Yo sí —respondió Linhardt—, pero creo que de quién estás hablando era algo mayor.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Ferdinand, escéptico—. Usaba una máscara, ¿lo olvidas?
—Porque iba acompañada de su hijo de cuatro años. Y esa chica —añadió Linhardt, mirando con discreción a la otra mesa—, no tiene apariencia de ser madre.
—Yo no estaría tan seguro de eso —complementó Caspar, pensativo.
—Pues sigo teniendo la impresión de que la he visto en algún lado —insistió Ferdinand con convicción—. Y por cómo ella me ha estado mirando, siento que también me conoce.
—Eres el hijo del primer ministro, por supuesto que te conoce —rio Caspar, teniendo de nuevo una porción de comida en su boca al hablar.
—No será una chica con la que te hayas propasado y luego no volviste nunca a escribirle ni vuelto a ver, ¿o sí? —le cuestionó Linhardt, con marcado dejo de acusación que hizo que Ferdinand de exaltara.
—¡¿Qué?! ¡Claro que no! Yo nunca he hecho tal cosa.
Los ojos de Linhardt se entrecerraron, y toda su expresión dejaba en evidencia, sin tener que pronunciar ninguna palabra, que no estaba del todo seguro de la veracidad de esas palabras. Bien, daba igual lo que él pensara; Ferdinand estaba muy seguro de que no había hecho nada parecido a lo que decía a ninguna dama, y nunca lo haría.
Debía ser otra cosa...
El grupo de personas que acompañaban a Dorothea en la otra mesa se pusieron de pie en ese momento, pero ella se quedó en su sitio. Al parecer aún le faltaba un poco de su comida por terminar. Los otros se encaminaron juntos a la puerta, y la Señorita Arnault se quedó sola.
Esa era la oportunidad.
—Creo que será mejor resolver este misterio de una vez —declaró Ferdinand con decisión. Se paró en ese instante y comenzó a caminar con paso veloz rodeando la mesa, para dirigirse derecho hacia la otra.
—¿Entonces ya no comerás tu carne a la plancha? —preguntó Caspar, señalando al ahora plato huérfano con su tenedor. Ferdinand no lo escuchó, o si lo hizo no pensó necesario detenerse y dar una respuesta—. Lo tomaré como un no —indicó Caspar con júbilo, tomando la comida del plato de Ferdinand sin menor remordimiento.
— — — —
Dorothea comía sin ningún apuro lo que aún quedaba de su plato, mientras canturreaba muy despacio una pequeña y relajante melodía que le había brotado del corazón. El plato del día no era precisamente de sus favoritos, pero no estaba mal; la sazón era lo suficientemente buena como para querer terminar hasta el último bocado. Además, nunca había sido muy de su agrado dejar comida en perfecto estado, con la amenaza de que quizás terminen tirándola. Y en ese monasterio con sus murallas altas y guardias en cada esquina, dudaba que hubiera algún niño o niña que pudiera aprovechar la comida desechada si eso ocurría...
Estaba tan enfocada en aquel pensamiento que no vislumbró la presencia del alto joven noble de cabellos anaranjados, hasta que la sombra de su cabeza prácticamente cubrió su plato. Dorothea alzó su mirada y ahí lo vio, de pie justo delante de ella. Y en cuanto notó que lo miraba, él esbozó una amplia y afable sonrisa.
—Señorita Arnault, muy buenas tardes —saludó Ferdinand von Aegir, acompañado de una pequeña inclinación de su cuerpo hacia adelante—. ¿Me permitiría sentarme un momento con usted?
—Vaya —exclamó Dorothea que ligero asombro, dibujando también una sonrisa en sus labios, aunque parecía más astuta que afable—. Tardó mucho menos de lo que me esperaba, Lord Aegir.
—¿Cómo dice? —cuestionó el chico delante de ella, un tanto extrañado por la inusual frase.
—No importa. Por favor, siéntese —lo invitó, extendiendo una mano justo al puesto de la mesa delante de ella, mismo que Ferdinand aceptó y tomó gustoso.
—Muy amable, señorita —asintió el noble. Dorothea volvió su atención a su plato, escuchando lo que aquel chico le decía, mientras cortaba con delicadeza un pedazo pequeño de su carne y lo introducía en su boca—. No deseo importunarla de más. Sólo quise acercarme a ponerme a su disposición para cualquier cosa que necesite.
—Oh, ¿en serio? —preguntó Dorothea con voz risueña.
—Por supuesto. Sin importar la hora o el día, sólo hágame llamar y gustoso acudiré a usted.
—¿Tengo su palabra de noble, mi lord?
Ferdinand titubeó un poco, en especial por el tono que ella había usado al pronunciar "mi lord"; como si pronunciara una palabra cuyo significado en realidad no conociera, o no estuviera de acuerdo con él. Pero al recuperarse de la impresión inicial, logró mantener la firmeza de su postura y voz.
—Tiene mi palabra como noble, hombre, y un fiel servidor del Imperio y de todos sus habitantes.
—Sobre todo de las chicas jóvenes y lindas, ¿cierto? —bromeó Dorothea, sonando casi como una acusación.
Ferdinand de nuevo dudó, quedando en silencio unos segundos sin saber cómo responder a eso. Dorothea no tuvo mucho reparo en soltar en ese momento una modesta carcajada, ocultando parte de su boca detrás de sus dedos.
—No se altere tanto, mi lord —le murmuró, agitando sus dedos delante de ella de forma juguetona—. Sólo estoy jugando con usted. Pero, ¿era eso todo lo que quería decirme?
—Sí... —masculló Ferdinand por mero reflejo, pero casi de inmediato se corrigió—. Digo, no. Discúlpeme si estoy siendo demasiado atrevido. Sé que dijo en su presentación que le gustaba mantener un poco de misterio sobre su persona, pero a mí en serio me gustaría saber un poco más sobre usted.
—¿Sobre mí? —inquirió Dorothea con curiosidad, ladeando ligeramente su cabeza hacia un lado—. ¿Cómo qué?
—Bueno, de entrada me gustaría conocer más sobre su familia.
—Ah, mi familia, ¿eh?
—Sí —asintió Ferdinand—. Me siento apenado, pero debo confesar que no había oído anteriormente sobre la ilustre familia Arnault. Y es un error que me gustaría remediar.
Dorothea rio de nuevo, pero ahora su risa sonó un poco más hiriente que antes.
—Con que la ilustre familia Arnault —pronunció despacio, más como un pensamiento para sí misma—. Bien, ya que lo pide tan amablemente, puedo decirle que somos una orgullosa familia llena de... sirvientes, encargados de establos y porquerizas, taberneros, asaltantes, damas de compañía, algunas damas de la noche... e hijas bastardas.
Conforme fue pronunciando toda aquella descripción, la sonrisa del rostro de Ferdinand se fue esfumando, y en su lugar su expresión se cubrió de un desconcierto total, que a Dorothea le resultó adorablemente divertido.
—¿Por qué esa cara, mi lord? —pronunció despacio, cruzando sus brazos sobre la mesa e inclinando su cuerpo ligeramente hacia él—. ¿Mis palabras acaso le resultan confusas? Si es así, déjeme ponerlo más simple para usted: no soy una noble, sino una simple... plebeya, que me parece es el término adecuado. —Hizo una pequeña pausa, vislumbrando las escasas reacciones en el rostro del joven noble, y luego prosiguió—. ¿Eso le incomoda, mi lord?
—No, no... para nada —respondió Ferdinand rápidamente, carraspeando un poco e intentando recuperar lo más rápido posible la compostura—. Es sólo que me sorprende un poco. No es usual ver en la Casa de las Águilas Negras a alguien de origen ple... De origen no noble.
—¿Qué puedo decir? —canturreó Dorothea, encogiéndose de hombros—. A dónde quiera que voy, tiendo a ser siempre la excepción.
—Aun así, tengo que admitir que me carcome la sensación de que ya nos habíamos visto con anterioridad en otro sitio.
Dorothea sonrió, aunque más por dentro que por fuera. Sí, ella también tenía esa "sensación", aunque en realidad lo suyo era más cercano a una certeza.
—Ah, ¿de verdad cree eso? —pronunció Dorothea con un asombro que, claramente, no esforzaba demasiada por disimular que era fingido—. ¿En dónde pudo haber sido esa feliz ocasión?
—La verdad es que ese dato se me escapa de momento —contestó Ferdinand, encogiéndose de hombros—. Esperaba que quizás tú pudieras ayudarme a aclararlo. ¿Recuerdas sí acaso nos hemos visto antes alguna vez?
«Sí, al menos una» pensó Dorothea con sagacidad. Por supuesto que ella recordaba claramente al menos una ocasión en la que su camino se había cruzado con el hijo del Primer Ministro en persona; si él la había visto a ella en otro momento o lugar, eso sería algo que apenas él pudiera saberlo. Pero cualquiera que fuera el caso, ella no estaba dispuesta a dejárselo tan fácil.
—Cielos, no estoy segura —pronunció con una pequeña dosis de ironía, volteando su mirada hacia el techo alto del salón—. Mi memoria no es muy buena, ¿sabe? Quizás porque mi alimentación de niña no fue tan rica en vitaminas y nutrientes como la de los nobles, y por eso a veces las cosas se me olvidan.
—¿En serio? —inquirió Ferdinand, escéptico.
—¿Usted qué cree, mi lord? —le contestó Dorothea, con el desafío marcado en su mirada.
El joven noble de la Casa Aegir claramente no estaba acostumbrado a que una chica le hablara de esa forma; en especial una plebeya. Pero debía darle crédito; se había logrado comportar y mantener la etiqueta más que otros que había conocido antes.
—Bueno... —murmuró Ferdinand despacio, y luego meditó un poco sobre la cuestión antes de preguntar—. ¿Alguna vez asististe a algún baile en Enbarr?
—¡Ah!, ¡un baile! —exclamó Dorothea con repentina efusividad—. ¿Se refiere a uno de esos eventos elegantes en enormes salones, llenos de banquete, un grupo de cuerdas tocando, y hombres y mujeres nobles bailando y charlando en sus elegantes trajes y vestidos?
—Pues... sí, esos mismos.
—Tal vez —murmuró como respuesta, pero sonando en realidad un tanto ambigua—. Pero, ¿acaso no se le ocurre algún otro sitio en donde pudimos habernos conocido? ¿Algún lugar menos distinguido?
—Bueno... la verdad no estoy seguro —contestó Ferdinand, apenado, colocando una mano atrás de su cabeza—. ¿Quizás... trabajaste como doncella en alguna casa que visité en alguna ocasión?
—Lo dudo —respondió la mujer de ojos de verdes, de nuevo sintiéndose cierta ambigüedad en su respuesta—. Supongo que no ha de ser fácil pensar en más posibilidades, pues la lista de lugares que frecuenta, y que también son frecuentados por plebeyos, debe ser de hecho muy reducida, ¿verdad?
—Yo no dije eso —pronunció Ferdinand con ligera severidad. Evidentemente su tono y palabras habían comenzado a irritarlo un poco.
Dorothea suspiró, un poco resignada. La verdad era que le parecía sincero; ingenuamente sincero. Lo más seguro era que en efecto no recordara en dónde se habían visto antes, pero no era de extrañarse.
Cada noble con el que se había cruzado en su vida anterior, se había olvidado por completo de ella y tratado como una persona totalmente distinta al cruzársela en su vida nueva. Para ella, cada una de esas miradas, palabras o golpes habían sido marcadas en su piel como hierro caliente, mientras que para ellos había sido tan irrelevante como cruzarse una cucaracha o una rata corriendo por sus pies. ¿Por qué esperaría que Ferdinand von Aegir fuera diferente? Evidentemente, sólo era un noble más...
—En fin —pronunció despacio, al tiempo que colocaba su plato, cubiertos y vaso en la charola, disponiéndose a entregarlos a los encargados de cocina y después retirarse—. Lo cierto es que antes de venir aquí a Garreg Mach, trabajé como cantante y actriz en la Compañía de Ópera Mittelfrank. Participé en cientos de presentaciones por todo Fódlan durante años. Así que, quizás, ese recuerdo que tanto hostiga a su memoria proviene de que me vio en alguna de ellas.
—Ah, claro —asintió Ferdinand—. Sí, eso debe ser... Así que eres una cantante de ópera. Eso explica la forma tan envolvente y hermosa en la que cantas, si me permite mencionarlo.
—Ah, ¿sí me ha escuchado cantar, entonces?
—Sí... bueno, más temprano, en el quisco del jardín...
—Ah, eso —rio Dorothea—. Unos chicos no me creían que era cantante, así que me retaron a que se los demostrara. Está de más decir que se quedaron con la boca bien abierta al escucharme. Usted también, ¿mi lord?
—¡Sí! —respondió Ferdinand en alto por mero reflejo, aunque justo después se contuvo—. Digo... debo decir que fue una increíble presentación. Tanto así que de hecho me hace dudar un poco que fuera en una de ellas en donde la hubiera visto antes. Estoy seguro que de haberla oído cantar antes de esa forma tan deslumbrante, aunque fuera una vez, definitivamente no la hubiera olvidado.
Dorothea alzó lentamente su mirada de su plato en su dirección, y por un instante Ferdinand pudo notar en sus ojos aquel sentimiento de molestia, bastante parecido al que había percibido en el salón. Pero ahora resultaba incluso más marcado, y duró más que sólo unos cuantos instantes. Y, aun así, ella esbozó una pequeña sonrisa despreocupada. La discordancia de la sonrisa con los ojos, ciertamente perturbó a Ferdinand más de lo que ya estaba.
—Pues al parecer no es así —pronunció Dorothea, mordaz. Y antes de que Ferdinand pudiera decir más, se puso de pie rápidamente con la bandeja en sus manos—. Con su permiso, mi lord. Debo retirarme.
Y dicho eso, se dio media vuelta y comenzó a caminar con apuro hacia el área de comida.
—Sí, claro —respondió Ferdinand—. Y disculpa la molestia... —pronunció en alto para que lo escuchara.
Dorothea siguió derecho, sin mirar atrás y sin disminuir ni un momento el ritmo de sus pasos. Uno pensaría que casi estaba ansiosa por alejarse de ahí...
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro