Capítulo 01. La Diva en el Quiosco
Capítulo 01
La Diva en el Quiosco
Ferdinand von Aegir cruzó por primera vez los portones principales de Garreg Mach faltando unos cuantos días para su cumpleaños número dieciocho. Su llegada no fue un evento aislado, pues coincidió con el arribo de decenas de otros jóvenes nobles, no sólo de Adrestian sino también del Reino de Faerghus y de la Alianza Leicester. La Academia de Oficiales abría sus puertas a una nueva generación conformada por los jóvenes y prometedores futuros líderes de Fódlan, y el hijo mayor de la Casa Aegir era uno de ellos. Se había preparado, entrenado y estudiado durante bastante tiempo para ese día, y la emoción se desbordaba por cada poro de su cuerpo.
Al ir avanzando desde la entrada principal, el grupo de nobles recién llegados pasó por el pequeño mercado, en donde caballeros y mercaderes les daban la bienvenida con júbilo, e incluso algunos les ofrecieron flores, cuentas, panes y bebidas como regalos luego del extenuante viaje que acababan de emprender. Algunos los aceptaron, pero Ferdinand tenía su atención más puesta en todo lo que lo rodeaba.
El joven noble de cabellos anaranjados se detuvo un instante al pie de las largas escaleras que llevaban al recibidor (de acuerdo al mapa que había estudiado exhaustivamente antes de salir de casa), y fijó sus ojos llenos de asombro y alegría en la enorme, antigua y majestuosa estructura que se alzaba ante él. Ese sitio era, después de todo, el corazón mismo de la Iglesia de Seiros, y en perspectiva de todo Fódlan. El lugar considerado más sagrado en toda la tierra, y el que sería además el escenario de sus próximas y más impresionantes hazañas.
—Ya estamos aquí, caballeros —exclamó con su voz llena de energía, colocando sus manos en su cintura y sacando el pecho con orgullo—. El monasterio de Garreg Mach, el lugar en el que se reúne la élite más sobresaliente de cada rincón de Fódlan. Futuros reyes, archiduques, duques, barones... Este es el sitio en donde comenzaremos a grabar nuestros nombres en la historia. ¿Pueden sentir esa energía que fluye en el aire?
—Yo lo que siento es hambre —le respondió Caspar von Bergliez a su diestra, lo mejor que el medio pan en su boca le permitía expresarse.
—Y yo sueño —añadió Linhardt von Hevring a su zurda con voz soñolienta, seguido justo después de un profundo bostezo—. No te ofendas, por favor. Pero el viaje fue demasiado largo, y escucharte gritar a cada momento sobre grabar nuestros nombres en la historia no lo hizo mejor...
—¿Qué les pasa a ustedes dos? —les reprendió Ferdinand con severidad, dando unos pasos al frente y luego volteándose en su dirección para encararlos de frente—. ¿Dónde está su orgullo y arrojo de acero que tanto debería caracterizar a los nobles de Adrestian? ¡Alcen sus miradas, compañeros! Éste es nuestro primer día en la Academia de Oficiales, nuestro primer paso en la formación como futuros líderes del Imperio. Y nosotros, como hijos de los principales ministros, debemos ser un ejemplo de motivación y optimismo para nuestros compañeros de casa.
Su intenso y aguerrido discurso captó inevitablemente la atención de algunos de los otros chicos y chicas que pasaban por ahí o subían la larga escalera. La mayoría se limitaba a sólo observar de reojo, y quizás murmurar en voz baja a sus respectivos acompañantes. Sin embargo, este exceso de atención incomodó un poco a los dos amigos del joven amo de la Casa Aegir.
—Oye, Ferdinand, yo te apoyo en todo eso —exclamó Caspar, intentando sonar elocuente. Se aproximó a su compañero, rodeando su cuello con un brazo de forma amistosa—. Pero tómatelo con calma, ¿quieres? Tú mismo lo dijiste, éste apenas es nuestro primer día. No tienes que conquistar el castillo en cuanto llegues. Yo digo que nos acomodemos en nuestras habitaciones, busquemos el comedor para probar algo de la famosa cocina de Garreg Mach, y luego caminemos por ahí para conocer el lugar antes de la recepción general. ¿Qué dices?
—A mí me convenciste con lo de las habitaciones —indicó Linhardt, aún con voz soñolienta—. Aunque también me gustaría echarle un vistazo a la biblioteca.
Ferdinand suspiró, intentando relajar un poco sus emociones.
—Está bien —murmuró, sonando un poco resignado—. Supongo que podemos tomarlo con calma. Ahora, ¡síganme! —indicó con voz de mando, comenzando a marchar en una dirección específica; sin mucha calma, en realidad.
—¿Eh? ¿Seguirte a dónde? —cuestionó Caspar consternado, pero por mero reflejo comenzó a moverse detrás de él.
—¿Quieren ir a los dormitorios? Pues yo los guiaré seguros hacia su lugar deseado.
—¿Y sí sabes cómo llegar? —preguntó Linhardt, escéptico—. ¿No es tu primera vez aquí al igual que nosotros?
—A diferencia de la mayoría, yo me preparé con bastante anticipación para este momento. Estudié detalladamente los planos del monasterio, al punto que puedo moverme en él con la misma seguridad con la que lo haría en mi propia casa. Síganme, y no se perderán.
Pero su promesa no pudo ser mantenida con total firmeza, pues el castillo entero terminó siendo mucho más grande de lo que Ferdinand se esperaba, además de contar con algunos pasillos adicionales que no venían en los planos que tanto había revisado. Como resultado, tras quizás unos quince minutos de recorrer los pasillos y jardines, el trío de nobles parecía incapaz de encontrar los dormitorios, el comedor... o siquiera el camino de regreso a la recepción.
—¿Cuánto dijiste que estudiaste los planos? —murmuró Linhardt, sonando como una tajante acusación.
—Ya, cálmense —indicó Ferdinand, colocando una mano atrás de su cuello—. Estoy seguro que los dormitorios deben estar por aquí...
Sus dos amigos no estaban muy convencidos de su afirmación. Y, siendo honesto, él tampoco lo estaba del todo.
Al girar en una esquina, los chicos terminaron caminando ahora en un pasillo exterior, que a la izquierda tenía varias puertas cerradas, y a la derecha daba con un pequeño jardín central con hermosos rosales, y un brillante quiosco justo en el centro. Un grupo de jóvenes, en su mayoría señoritas, parecían haberse congregado en torno a esa estructura, aunque ninguno de los tres puso atención a aquello en un inicio.
—Creo que era para la otra dirección —indicó Caspar, señalando hacia atrás.
—¿Y cómo lo sabes? —le cuestionó Ferdinand, incrédulo.
—No sé... Instinto, supongo.
—¿Por qué no le preguntamos a alguien? —propuso Linhardt.
—¡No lo necesitamos! —exclamó Ferdinand con seguridad—. Estoy más que seguro que pasando este edificio, encontraremos una...
Las palabras del joven noble fueron cortadas en el momento en el que su mente se distrajo con algo más, evitando que pudiera terminar de darles forma completa. Y aquello fue casi como una repetición de lo ocurrido ya casi nueve años atrás, aunque de momento el recuerdo no se implantó tan vívidamente en él.
Comenzó de nuevo en la forma de una suave melodía surcando el aire, y llegando hasta sus oídos como una caricia. Y una vez más, todo otro sonido fue opacado por ella, apoderándose por completo del entorno, y de cada uno de sus pensamientos. Era una voz dulce, pero a su vez poseía un poderío en ella; una firmeza capaz de hacer temblar el suelo si se lo proponía.
Ferdinand desvió su mirada lentamente hacia un lado, deslumbrándose un momento por la luz del sol que iluminaba el jardín central por el que pasaban. Cuando su vista se normalizó, logró captar mejor la forma del quiosco y los rostros de las personas ahí reunidas, sentadas o de pie frente la estructura admirando fijamente algo... o, más bien, a alguien.
Parada en el centro del quiosco, como si de un pequeño escenario se tratase y aquellos jóvenes reunidos fueran su público, se encontraba una persona, con su rostro alzado, sus ojos cerrados, y sus labios de un tono rosado ligeramente separados. Por esos labios eran justo por los que salía esa hermosa melodía.
Ferdinand se talló sus ojos con una mano, intentando despejar más su mirada y poder ver mejor a aquella persona. A pesar de la distancia, pudo distinguir que se trataba de una mujer, de largos y sedosos cabellos cafés ondulados que caían sobre sus hombros. Su rostro era afilado, su piel blanca y brillante como diamantes incluso con la poca luz que llegaba a tocarla debajo del techo del quiosco. Usaba en aquel momento un atuendo de viaje modesto, de blusa blanca con los hombros descubiertos, y una larga falda café, guantes y botas de pie. Mientras entonaba su canción, los dedos de su mano derecha presionaban ligeramente el área en la que su pecho se unía a su cuello, y que su blusa no tenía reparo en dejar discretamente al descubierto.
No sólo cantaba, pues al ritmo de las notas lentas, hacía que sus pies se deslizaran por los tablones del quisco, casi como si estos fueran hielo. En algún punto en donde la melodía subió de intensidad, aquella chica incluso dio un giro completo sobre sus pies. Su cabello voló por el aire, y de éste parecieron salir decenas de pequeños brillos como rocío matutino. Cuando su giro terminó, y su rostro se volvió de nuevo hacia su público, dejó a la vista sus ojos ahora ya abiertos: dos hermosos orbes verdes que, por un instante, Ferdinand creyó que lo miraron directamente a él...
Se quedó perplejo, admirando aquel improvisado espectáculo como si éste hubiera sido para él, y sólo para él. Sin embargo, mientras su atención estaba fija en la diva del quiosco, sus pies siguieron andando hacia adelante por su propia cuenta, sin detenerse ni un instante en dirección una gruesa y alta columna a la orilla del pasillo. Misma con la que, por supuesto, terminó chocando directamente, casi rebotando contra la dura superficie y sólo evitando caer al suelo por la agilidad y fuerza de sus propias piernas para reaccionar y sostenerlo.
—¡Ah! —exclamó adolorido, llevando de inmediato una mano al costado de su cabeza que se había golpeado, y otra más a su rodilla. Ambas partes eran las que habían recibido la peor parte del impacto.
—Oye, ¿estás bien? —le preguntó Caspar, claramente preocupado.
—Eso se vio doloroso —añadió Linhardt, quizás no tan preocupado como su otro amigo pero al menos sonando más despierto que antes.
—Sí, sí, estoy bien —se apresuró Ferdinand a responder, y a su vez a recuperar su compostura y porte, como si nada hubiera pasado—. Sólo estaba pensando en algo más y me distraje. Un error posiblemente influenciado por el cansancio del viaje, pero nada de cuidado.
—¿Y en qué pensabas? —preguntó Linhardt con curiosidad.
—¿Eh?
—Dijiste que pensabas en algo más y te distrajiste. ¿En qué pensabas?
—Bueno...
Ferdinand alzó su mirada, intentando encontrar las palabras adecuadas para responder aquel cuestionamiento. Aunque en realidad no necesitaba pensarlo demasiado: la respuesta era demasiado evidente. Y, sin embargo, una parte de él se rehusaba a darla, como si... le avergonzara de alguna forma. Y es que, para alguien de su posición y edad, sentirse tan tonto e ingenuo como un niño de no más de diez, no resultaba nada agradable.
La ola de aplausos y aclamaciones lo sacudió un poco, llamando de nuevo su atención, y la de sus dos acompañantes, hacia el quiosco. El público en efecto celebraba la presentación, mientras su intérprete inclinaba su cuerpo hacia ellos con elegancia en señal de agradecimiento.
—¿Esa chica era la que cantaba? —preguntó Caspar, entre curioso y sorprendido—. No sonaba nada mal... aunque tampoco es que sea un experto en eso.
—¿Alguno de ustedes conoce de casualidad a esa señorita? —les preguntó Ferdinand, con una inusual seriedad en su tono.
—No estoy seguro —respondió Caspar, inclinando su cuerpo al frente y entornando los ojos para intentar ver mejor a la persona en cuestión dada la distancia—. ¿Será alumna del Imperio o de alguno de los otros reinos?
—¿Cómo saben que es alumna de la Academia? —inquirió Linhardt, pensativo.
—Se ve muy joven para ser caballero o monja —indicó Caspar—. ¿Quieren ir a saludarla?
—¡No! —respondió Ferdinand rápidamente por mero reflejo, destanteando un poco a sus dos amigos—. Es decir... tenemos que encontrar los dormitorios y dejar nuestro equipaje, ¿lo olvidan? Vamos, ya perdimos mucho tiempo.
Antes de que alguno tuviera oportunidad de réplica, Ferdinand comenzó a andar con paso veloz por el pasillo, dejando a Caspar y Linhardt sin muchas más opciones además de seguirlo, preguntándose a su vez qué mosca le había picado ahora a su amigo.
Ferdinand mantuvo su mirada fija al frente mientras caminaba. Sin embargo, antes de alejarse demasiado, se permitió voltear sólo un momento hacia atrás, en el instante justo para darse cuenta que la muchacha en el quisco lo miraba desde su posición con esos grandes y hermosos ojos verdes. Sólo un instante, antes de desviar de nuevo la atención hacia tres chicas que comenzaron a hablarle al pie de las escaleras.
— — — —
Unos minutos después, el trío logró encontrar sus dormitorios haciendo justo lo que Linhardt había propuesto, y debieron haber hecho desde un inicio: preguntarle a alguien. Un miembro de los Caballeros de Seiros, intentando disimular un poco su risa, los guio hacia el edificio en donde encontrarían sus respectivos cuartos.
En comparación con sus habitaciones en la residencia principal Aegir, o en la mansión del Primer Ministro en Enbarr, o en su casa de campo en las colinas al norte, el cuarto que Ferdinand ocuparía durante todo ese año era algo... modesto. En tamaño era mucho menos que la mitad de su habitación en su casa de campo, que ya era de por sí considerablemente menor al de las otras residencias. Se componía principalmente de una cama individual, un escritorio, un pequeño ropero, una ventana... y nada más.
Esto, sin embargo, no sorprendió al joven noble Aegir. Ya le habían informado que una vez que cruzabas las puertas del monasterio, sin importar quién fueras, debías olvidarte por completo de los lujos o posiciones que ostentabas en el exterior. Ahí dentro eras un estudiante y un cadete más, y debías vivir y trabajar como tal. Por suerte, Ferdinand no le temía al trabajo ni al esfuerzo. Y, de hecho, el vivir de esa forma tan diferente a la que lo tenían habituado y tan lejos del cuidado constante de los guardias, sus padres y los sirvientes, le resultaba hasta un poco emocionante. Una forma de ponerse a prueba a sí mismo de lo que realmente era capaz.
Tras inspeccionar el cuarto un rato, dejó su bolso de viaje con las pocas pertenencias personales que traía consigo sobre la cama, y se dirigió derecho hacia el ropero. Como lo esperaba, se encontró ahí con su uniforme, de saco negro con detalles dorados, pantalones al juego, botas, guantes, y hasta una espada ceremonial de empuñadura dorada. Justo como se lo había imaginado. Entre las pocas concesiones que se les daba a los alumnos se encontraba el poder personalizar un poco sus respectivos uniformes (siempre que respetaran las pautas del código de vestimenta), pero Ferdinand no puso demasiada complicación al respecto y lo dejó casi en su apariencia estándar, salvo pequeños detalles.
Rápidamente comenzó a retirarse sus ropas de viaje para colocarse, con marcada emoción, su nuevo uniforme, incluida la espada. El ropero tenía un espejo alto integrado a una de sus puertas, así que no dudó en contemplarse en él una vez estuvo totalmente vestido y arreglado. Se veía realmente bien, y se ajustaba preciso a su medida. Quien quiera que se encargara de la confección de esos uniformes, debía ser un diestro maestro en su oficio. No cualquiera podía confeccionar ropa para los futuros líderes de Fódlan. Estaba ansioso por lucirlo en sus clases, entrenamientos, galas... en dónde fuera.
Poco después de que Ferdinand y sus compañeros estuvieran listos, les informaron que se solicitaba la presencia de todos los miembros de la Casa de las Águilas Negras en su aula principal de clases, previa a la recepción general con la Arzobispa Rhea en persona. Eso descartaba por completo la idea de Caspar de pasear y comer algo; quizás si no hubieran tardado tanto en encontrar sus dormitorios...
Como fuera, les informaron también que justo después de la recepción todos podrían pasar al comedor para degustar todo que quisieran, así que sólo debían aguantar un poco más.
Para llegar al aula de las Águilas Negras, el trío no se complicó demasiado y siguieron al resto de los alumnos. Algunos de ellos resultaron ser viejos conocidos de las reuniones y galas, hijos de otros nobles menores. Era más usual que alguien los reconociera a ellos, en especial al hijo mayor de la Casa Aegir.
Cuando arribaron al fin al aula de clases, vieron que ya varios de sus compañeros, todos usando sus respectivos uniformes, se habían reunido ahí y la mayoría había tomado asiento. El salón era amplio, compuesto por varias mesas para dos o tres estudiantes a la vez. Al frente se encontraba el escritorio del profesor, y una pizarra. Los murmullos de los presentes resonaban en el eco de los techos altos. Ferdinand pensó que la voz del profesor debería escucharse potente en aquel lugar.
—Ya hay varios lugares ocupados —señaló Caspar—. ¿En dónde nos sentamos?
—Lo más al frente que se pueda, por supuesto —respondió Ferdinand sin titubear.
—Yo preferiría estar hasta atrás —propuso Linhardt—. Para poder dormir una siesta cuando sea necesario.
—¡Nada de eso! —le reprendió Ferdinand—. Vinimos aquí a estudiar, a aprender, a ser mejores, ¡no a dormir!
—Dormir es una parte importante de la rutina diaria —replicó Linhardt—. Además, aún ni siquiera empezarán las clases. Tal vez terminen cambiándonos de lugares de todas formas.
Al final el deseo de Ferdinand pudo más, y los tres se dirigieron a la tercera fila del frente, en donde había aún una mesa libre para ellos.
En su camino, pasaron justo a un lado de una mesa, en esos momentos ocupada únicamente por una joven mujer de piel tostada y cabellos morados oscuros, largos y sujetos en una gruesa trenza que caía por un costado de su cabeza. Al pasar a su lado, la joven alzó su mirada y al notar a Caspar en el grupo, una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios.
—Hola... Caspar... —pronunció fuerte y con un marcado acento. El joven de cabellos azules cortos se giró sobre su hombro, sobresaltándose un poco al verla. Ésta alzó una mano, agitándola ligeramente como señal de saludo.
—Ah... hola... —murmuró Caspar con un ligero dejo de nerviosismo, esbozando una media sonrisa, pero de inmediato apresurándose para alcanzar a sus amigos en la mesa.
—¿Conoces a esa chica de Brigid? —preguntó Linhardt con curiosidad cuando se sentó a su lado.
—¿Cómo sabes que es de Brigid? —inquirió Caspar, algo sorprendido.
—Sólo lo supuse por la marca de su mejilla —respondió el noble de cabellos verdes, señalando a su propio rostro—. Creo que leí en alguna ocasión que es una práctica usual de las islas de ese archipiélago.
—Ah, claro... bueno... —se viró casi por reflejo a mirar de nuevo hacia atrás sorbe su hombro. Dos filas más atrás, la joven de cabellos morados notó que la miraba, y volvió sonreírle de regreso, haciendo que Caspar se girara rápidamente hacia el frente—. No la conozco, exactamente... Cuando fui a mi habitación hubo un incidente... y además resulta que ella... bueno, mejor luego te cuento.
Linhardt se limitó a encogerse de hombros, al parecer no del todo interesado en escuchar aquella historia, o lo que fuera.
Ferdinand se mantuvo un poco apartado de la fugaz conversación de sus dos compañeros; no reparó siquiera en ese peculiar encuentro con la señorita de dos filas atrás. Su mente saltaba de una idea a otra, planeando con anticipación lo que serían sus siguientes movimientos; no sólo en ese día, sino los que siguieran. Si bien Caspar le había sugerido que no intentara conquistar el castillo desde el primer día... no había dicho nada del segundo.
—Mira, ese de allá es Ferdinand von Aegir, el hijo del primer ministro —escuchó de pronto que alguien murmuraba no muy lejos de él.
Ferdinand se viró discretamente en esa dirección, echando un vistazo por el rabillo del ojo. Eran un chico y una chica, sentados en la mesa de al lado mientras lo observaban disimuladamente con expresiones de asombro.
—¿En verdad es él? —preguntó la chica, un tanto insegura.
—Sí, lo conocí en un baile hace un par de años —le respondió su acompañante—. Es increíble que nos vaya a tocar estudiar en su misma clase.
—¿Crees que vaya a ser nuestro delegado?
—Es lo más probable. Siempre le encargan la tarea al estudiante de mayor rango de cada casa.
Ferdinand miró de nuevo al frente, y sonrió con inmensa satisfacción ante aquellas palabras.
Había ponderado con anticipación la posibilidad de ser el delegado de la Casa de las Águilas Negras. Como bien esos dos habían indicado, era un puesto que se le daba al miembro de mayor rango; ¿y quién en esa generación tendría mayor rango que el futuro primer ministro del Imperio? Era casi gracioso como para algunas cosas todos eran iguales, pero para otras la posición social por supuesto que importaba.
Pero no debía engañarse. Ser el delegado no era un privilegio, sino una responsabilidad. Uno se convertía en el líder y responsable de sus compañeros, y la cara de estos ante el profesorado. No era una tarea sencilla ni que podía tomarse a la ligera. Pero él estaba dispuesto y preparado para tomarla con gusto...
Una serie de exclamaciones de asombro cruzaron el salón de pronto, provenientes en especial de la parte trasera. Esto claramente llamó la atención de varios, que fueron uno a uno virando sus miradas en esa dirección, entre ellos el propio Ferdinand. Y lo que el joven noble logró ver lo dejó atónito.
—Abran paso a su alteza —exclamó con fuerza la voz grave de un chico de piel pálida, ojos dorados y cabello negro corto y quebrado que caía sobre su rostro. Caminaba entre los estudiantes, encargándose de apartarlos con un movimiento de su brazo para dejar el camino entre las mesas de estudio lo más despejado posible.
Ferdinand lo reconoció de inmediato; reconocería esa cara de serpiente en cualquier sitio. Era Hubert von Vestra, hijo del Marqués de Vestra, y vasallo de...
«No puede ser» pensó Ferdinand, incrédulo. Si él se encontraba ahí, sólo podía significar que ella...
—Hubert, eso no es necesario —masculló con seriedad una voz a espaldas de aquel recién llegado, haciendo de golpe que la sospecha de Ferdinand se convirtiera en certeza.
Unos pasos detrás, surgió de entre la multitud un rostro ovalado, blanco como la nieve, con unos ojos lila grandes e intensos, y cabellos plateados que caían libres sobre sus hombros y espalda. Aquella joven caminaba con una seguridad y un porte que únicamente alguien como ella podía ostentar. En cuanto ingresó al aula, su presencia se sintió casi como una fuerza que presionaba los hombros de los presentes, incluso estando entre tantos otros nobles. Y las miradas de absolutamente todos se fijaron en ella; sin excepción,
Hubert no tuvo que esforzarse demasiado en abrirle paso. Todos se hicieron a un lado por mero reflejo, casi como si temieran tocarla de algún modo, e incluso algunos inclinaron sus cabezas y cuerpos al frente en la forma de una modesta reverencia en cuanto pasó delante de ellos.
—No puede ser, es la princesa Edelgard —murmuró alguien con incredulidad al fondo del salón.
—¿La princesa? ¿La heredera al trono? —añadió alguien, igual o más sorprendido.
—Había oído rumores de que había presentado solicitud a la Academia, pero no creí que fueran ciertos —comentó uno más, esta vez mucho más cerca de Ferdinand.
A él le constaba que aquellos no eran precisamente rumores. Él también había oído que la princesa Edelgard von Hresvelg había presentado solicitud para la Academia de Oficiales. Sin embargo, su padre le había comentado que aquello no sería posible en lo absoluto. Que debido a la condición de salud tan delicada del Emperador Ionius, la princesa imperial no tenía permitido dejar Enbarr, mucho menos enrolarse en una escuela tan peligrosa como esa y poner en peligro la línea de sucesión.
Y aun así, ahí estaba, en carne y hueso; al menos que se tratara de una ilusión, y eso lo dudaba bastante. ¿Su padre había cambiado de parecer? ¿O... acaso se había escapado y llegado hasta ahí por su cuenta? Conociendo a su padre, y conociendo además a Edelgard como la conocía, Ferdinand se inclinaba más por la segunda opción.
Y si acaso la impresión de verla en ese sitio no había sido suficiente, la cereza del pastel vino en el momento en el que la princesa pasó justo a un lado de su mesa, y pudo contemplar casi de frente la elegante capa roja y dorada que portaba tan orgullosa en su hombro izquierdo.
El distintivo del delegado de las Águilas Negras...
Porque claro, ¿quién podía tener mayor rango en esa casa que el hijo del primer ministro? Sólo la futura Emperatriz en persona...
Ferdinand chistó con molestia, dejándose caer de sentón de regreso en su silla. Aunque conscientemente sabía que era ridículo, casi podía sentir que lo había hecho a propósito. Incluso ahí, a tantos kilómetros de su hogar, aún se las arreglaba para opacarlo de alguna forma.
Edelgard avanzó hasta colocarse al mero frente del salón, mientras Hubert tomaba posición parándose unos pasos detrás de ella, con la marcialidad más propia de un guardia de honor. Sin que nadie tuviera que indicarlo, todos los alumnos tomaron asiento rápidamente, y en cuestión de segundos el salón entero se sumió en un profundo silencio. La princesa recorrió su mirada por el salón, inspeccionando las caras de los presentes. Luego carraspeó un poco, y esbozó una pequeña pero cándida sonrisa.
—Muy buenos días a todos —pronunció con un tono afable y tranquilo, que tomó por sorpresa a algunos—. Primero que nada, quiero expresarles mi alegría de estar hoy aquí con ustedes. Yo sé muy bien que los hombres y mujeres que se encuentran ante mí, cada uno de diferentes procedencias y diestros en diferentes áreas, representan lo mejor del Imperio de Adrestian ha engendrado en esta generación. Y estoy más que emocionada en que trabajemos juntos para llevar gloria y éxito a la Casa de las Águilas Negras en este año que está por empezar.
Comenzó en ese momento a caminar despacio entre las mesas mientras hablaba. Y por supuesto, las miradas de todos la siguieron a cada paso.
—Lo segundo que deseaba decir, es que entiendo que mi presencia en este sitio pudiera resultar incómoda, o incluso preocupante para algunos. Además de mí, reconozco entre ustedes las caras de varios hijos de duques, condes, realeza de estados vasallos, y leales sirvientes de la familia imperial. A varios de ustedes los conozco desde que era una niña, pero otros más no había tenido el placer de intercambiar palabra alguna hasta este día. Pero desde este momento, les pido que dejen atrás esas diferencias de clases, sus títulos y estatus. A partir de este momento, todos somos un sólo grupo: todos somos las Águilas Negras. Nadie se encontrará por encima de nadie, y nadie le servirá a otro. Todos seremos iguales, y serán nuestros logros, y no nuestros títulos, los que hablen por nosotros. Así que es mi deseo que ninguno me trate como la princesa Edelgard von Hresvelg, sino simplemente como Edelgard. Una compañera más de casa, y su amiga. ¿Están de acuerdo?
—¡Sí, alteza! —exclamaron varios de los presentes al unísono, algunos incluso acompañando su afirmación de una serie de aplausos.
Por su lado, Ferdinand no aplaudía, ni respondía con emoción a las palabras de la princesa. En su lugar, se limitaba a sólo observar con seriedad, ya en ese punto quizás también con resignación.
«Primer día y ya comenzó a hacer su papel de delegada» pensó reflexivo. «Pero no importa»
Sin importar cómo o por qué la princesa había arribado ahí, la verdad era que ahí estaba, y de seguro no pensaba regresar a casa por las buenas. Así que, fiel a su filosofía personal, en lugar de ver todo con mala cara, Ferdinand comenzó a verle el lado bueno a la situación. Ella misma lo acababa de decir: ahí todos serían iguales. Ahí no serían la princesa imperial y el hijo del primer ministro, sino dos estudiantes más del mismo nivel. Y eso abría la puerta a muchas oportunidades que antes quizás no hubieran estado tan a la mano.
Edelgard volvió al frente del salón, y con un movimiento de su mano pidió orden, a lo que todos obedecieron.
—Muy bien —pronunció con voz templada—. Se me ha informado que el profesor que será nuestro jefe de casa aún no ha llegado al monasterio. Así que, fuera de la recepción general con la Arzobispa que se llevará a cabo en una hora, por este día no tenemos alguna tarea asignada que ejecutar. Sin embargo, como dije a algunos de ustedes ya los conozco, pero a otros no. Quisiera que, ya que seremos una sola casa, comenzáramos a conocernos entre nosotros antes de presentarnos ante nuestro profesor. Así que, si están de acuerdo, me gustaría que cada uno dijera su nombre, y lo que guste compartir de su persona. ¿De acuerdo?
Nadie tuvo una objeción a la propuesta, o si la tenía sensatamente decidió guardársela. Uno a uno, Edelgard fue pasándole la palabra para que pudieran presentarse. La persona en cuestión se ponía de pie, compartiendo con todos su nombre, su familia, sus especialidades que había ido a mejorar, y quizás algún dato interesante de su persona. Todos hablaban con bastante elocuencia y dicción, dignas de haber recibido desde pequeños la estricta educación de una casa noble. Bueno, todos excepto por la joven hija de la familia Varley, que parecía tan consumida por los nervios que su presentación fue más una serie de gritos de pánico, al tiempo que temblaba como un pequeño conejito asustado. Apenas logró decir poco más que su nombre, antes de que Edelgard tuviera que intervenir para permitirle tomar asiento y dejarlo así. La joven pequeña de cabellos morados bajó el rostro y lo ocultó entre sus brazos; y no volvió a alzarlo en todo el resto de aquella espontánea reunión.
«Eso fue... extraño» pensó Ferdinand, un tanto sorprendido. Había escuchado algunos rumores sobre la actitud introvertida y sumisa de Bernadetta von Varley, pero siempre pensó que eran exageraciones. Ahora parecía que en realidad estos habían sido moderados...
Tras un rato, le tocó el turno a Caspar, que se presentó en contraposición con su habitual energía y entusiasmo; y Linhardt, que fue bastante más reservado. Justo después fue el turno de Ferdinand, que sin espera se puso de pie con firmeza, y con voz grave y potente se presentó ante todos:
—Es un honor estar aquí con todos ustedes, mis nuevos compañeros. Muchos aquí ya me conocen también. Yo soy Ferdinand, de la ilustre Casa Aegir; primogénito del primer ministro Ludwig von Aegir, a quien me preparo para suceder. Poseo el emblema menor de Cichol. Mis especialidades en el combate son la equitación, la lanza y la espada. Y soy, además de todo, el mayor rival de armas de su alteza, la princesa Edelgard. El único que puede, no sólo igualarla, ¡sino superarla en cada aspecto posible!
Aquella declaración dejó desconcertado a varios de los presentes, en especial a aquellos que no conocían tan bien la historia detrás del hijo del primer ministro y la princesa imperial, y la tendencia del primero a soltar reto tras reto a la segunda.
—De nuevo empieza este sujeto con sus impertinencias —masculló Hubert con exasperación.
Edelgard, por su lado, se limitó a sólo dejar escapar un suspiro de cansancio, y añadir:
—¿Algo más, Ferdinand?
—Sí —respondió él con marcada convicción, fijando su mirada desafiante en la princesa—. Quiero hacer una declaración aquí frente a todos, Edelgard. Tomaré como mi meta personal que en este año que pasemos aquí, se defina al fin quién de los dos es el ganador de nuestra eterna lucha.
—Eterna lucha en la que yo jamás acepté participar —puntualizó Edelgard en voz baja.
—Lo que tú digas. Pero como bien dijiste, serán mis logros y no mis títulos lo que demuestren de una vez por todas quién de los dos es el mejor.
—Si es la motivación que necesitas para aplicarte en tu entrenamiento, de acuerdo —declaró Edelgard con severidad, cruzándose de brazos—. Demuéstrame que no son sólo palabras.
—¡Ya lo verás con tus propios ojos!
Dicha la declaración que tanto deseaba pronunciar, Ferdinand tomó asiento, ahora más que orgulloso por ello. Tenía un año para demostrar su superioridad sobre la princesa, y estaba más que listo para aprovecharlo.
Edelgard avanzó hasta pararse a lado de la fila justo detrás de Ferdinand y sus amigos.
—La siguiente persona, por favor —pidió la princesa, y de inmediato alguien en la fila se puso de pie.
—Buenos días a todos —pronunció una voz suave con tono juguetón justo a las espaldas de Ferdinand. Y en cuanto escuchó esas simples palabras, el noble sintió que su corazón daba un brinco en su pecho.
Ferdinand se giró rápidamente hacia atrás, vislumbrando al instante a la chica alta de cabellos café oscuro, ojos grandes verdes y sonrisa radiante que estaba de pie justo a sus espaldas; con sólo una mesa de separación entre ambos. Y en cuanto la vio, la reconoció: era esa misma chica, la diva que cantaba en el quiosco...
Había estado tan concentrado en la entrada de Edelgard al salón, que no se había dado cuenta en lo absoluto de cuándo se había sentado ahí tan cerca de él.
El noble de la casa Aegir no fue el único en quedarse casi embobado, pues la desbordante belleza de aquella mujer no pasó desapercibida por los demás.
—Mi nombre es Dorothea Arnault —dijo con tono alegre a su presentación. Hablaba con una marcada soltura y confianza—. Y... no hay nada interesante sobre mi apellido o mi familia que considere digno de su interés, mis lores y ladies —añadió seguida por una pequeña risilla—. Por lo demás, siempre he dicho que una señorita debe mantener, en su medida correcta, un poco de misterio sobre su persona, ¿no les parece? Pero supongo que es justo compartirles que estoy aquí para perfeccionar mi aparente afinidad con las artes mágicas, además de las artes histriónicas las cuales domino mucho mejor. Y claro, quizás aprender un poco de esgrima; nunca está de más que una chica sepa cómo usar una espada para defenderse, ¿no creen?
Su comentario provocó varias risitas divertidas entre la multitud. Su manera de expresarse era ciertamente carismática.
—Y, ¿qué más? —se preguntó a sí misma, colocando un dedo sobre su barbilla y alzando su mirada al techo con expresión pensativa—. Ah, sí. De ser posible, me gustaría encontrar por aquí un buen marido que se encargue de mí. Pero no se amontonen, chicos. Les haré saber si están entre mis candidatos —comentó con voz risueña, terminando su comentario con un coqueto guiño de su ojo derecho.
Aquello de nuevo provocó algunas risas entre las personas, además de un par de miradas de desconcierto, mientras se cuestionaban entre ellos si acaso aquello había sido en serio o una broma.
—Y creo que eso sería todo —concluyó Dorothea como punto final, tomando asiento al instante.
—Gracias, Dorothea —respondió Edelgard, asintiendo—. Es un placer conocerte.
—El placer es mío, alteza —le regresó el gesto con un ligero movimiento de su cabeza.
Edelgard prosiguió con la siguiente persona, pero Ferdinand no puso en realidad mucha atención ni a esa, ni a las presentaciones siguientes. Sin darse cuenta, se había quedado mirando a aquella mujer, presentada a sí misma como Dorothea Arnault, más tiempo del que tenía previsto. El suficiente para que ella se girara en algún momento en su dirección, y esos profundos ojos verdes se posaran en él.
Ferdinand se exaltó un poco al sentir su mirada, y tuvo al inicio el reflejo de virarse en otra dirección. Al final, sin embargo, se resistió a ello y en su lugar le sonrió con afabilidad, y alzó una mano a modo de saludo. La mujer, sin embargo, respondió su saludo con un evidente gesto de... molestia; sólo duró un instante, pero Ferdinand fue capaz de percibirlo sin problema. Casi inmediatamente después, ella se giró hacia la persona que se presentaba en esos momentos, rehuyendo por completo de la mirada del noble.
Aquello lo dejó claramente confundido. ¿Acaso había hecho algo que le molestara...?
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