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Capítulo 3

El astro rey comenzaba a ocultarse para cederle su lugar a la oscuridad. Para algunos, la noche era la cereza al pastel y para otros la noche llegaba antes que cumplieran sus propósitos. Veinticuatro horas a veces no eran suficientes para los habitantes de Minddey City. 

Un alicaído Said daba un descanso innecesario a su cuerpo. La tristeza daba paso a la flojera. Su habitación era testigo de la decepción de un muchacho que no quería moverse, a excepción de sus ojos muy inquietos. Sus audífonos no iban a faltar a la cita con sus orejas: el momento era más que idóneo. Y para que nadie interrumpiera su momento de tristeza, un cartel de "no entrar" acompañaba a su puerta. Quitar ese cartel, daría paso a las lágrimas. 

El muchacho sabía que la fórmula para evitar la visita de las lágrimas era escuchar una canción alegre y motivante. Pero para su mala fortuna, sus dedos traviesos tocaron la pista incorrecta y comenzó a sonar "Querida, quiero destruirte" de AFI. Inmediatamente, su cuerpo se rindió ante la melodía y por más que intentaba dar al botón de siguiente, sus oídos se lo negaban. Era una canción que quería evitar y, como consecuencia de tales acordes, las lágrimas empezaron a llegar a sus mejillas y estas dieron por comenzada la fiesta de la amargura. 

Después de largos minutos de música y sentimentalismo digno de ablandar hasta al coronel más duro, el rostro de Said era ya una cuenca de lágrimas que se perdían en una cascada llamada "boca". En ese momento, ya había perdido la cuenta de las veces que había escuchado la misma canción. La palabra "fortaleza" empezaba a alejarse de su cabecita. 

El reloj se disparó y la batería del teléfono murió en sus manos; la fiesta de la amargura acabó. Said se quedó con las ganas de oír una canción más alegre. Pero ya no había forma de regresar sus lágrimas a sus ojos. La habitación se entregó a sus ronquidos. 

* * * 

El tiempo transcurrió indiferente a la situación de Said. La holgazanería tomó las riendas de su cuerpo. 

—Said, hijo, ¿estás despierto? —preguntó su padre muy preocupado en la puerta. 

—¿¡Qué pasa!? —exclamó Said con la ira en la garganta. 

—¿Vas a seguir en ese plan, hijo? 

—¿¡Qué quieres!? 

—Has cambiado mucho últimamente. Tus notas bajaron y ya casi no quieres ver a nadie. 

—Así estoy bien, padre. 

—Afuera está Franco, tu amigo. 

—Dile que se vaya otra vez. Que no pierda el tiempo aquí. Yo no me muevo de esta cama. 

—Said, necesitas hablar con alguien, aunque no sea yo. Anda, te hará bien. 

—¡Demonios! ¡Está bien, padre! —protestó Said y empezó a mover los músculos. 

—¡Eso me gusta! Arréglate, cuidado que te confundan con un pordiosero. 

—¡Gracias por el consejo, padre! 

Luego de varios minutos, por la puerta, atravesó un Said muy cambiado. En su alcoba había dejado su aspecto desmelenado y mugriento, pero se le había olvidado dejar adentro su rostro serio y aburrido. Ver a su amigo apenas hizo que moviera un músculo de la mejilla. 

Franco sabía la fórmula para reemplazar ese rostro aburrido por uno menos aburrido. Jugar billar y comer un emparedado de chorizo lo animaría, y si no funcionaba nada más lo haría, a menos que se encontrara un boleto de lotería. 

—¿Qué pasó, Said? Me contaron que has faltado mucho a clases... ¿Has vendido tu alma o qué? 

—Ya quisiera yo... 

—¿Entonces? Déjame adivinar. Te enamoraste de una chica, ¿y esta resultó ser lesbiana? 

—Jamás me ha pasado, ¿y sabes por qué? 

—¿Por qué? 

—Porque jamás me he enamorado. 

—¿Y qué fue de Emily? 

—Ese nombre ya no existe en mi cabeza. 

—Te entiendo, tranquilo. 

—Solo alguien podría conquistar a esa mujer por encima de su amante —Said tomó un sorbo de su bebida. 

—¿Cómo quién? 

—Alguien que viste terno y maneja un Ferrari último modelo. 

—¡Sí que pide demasiado! 

—Demasiado es poco... 

—Cuando menos te lo esperes, ¡boom!, llegará a ti la mujer de tus sueños. 

—Yo sueño con ser feliz. El amor es una reverenda... 

—Said, tranquilo. No lo digas tan fuerte. 

—Bueno, en otra ocasión. ¿Y tú cómo andas? —Said empezó a comer su apetitoso emparedado. 

—Pues, no me quejo —Franco puso las manos en la nuca—. Te cuento que... 

La figura de un hombre extraño encendió la curiosidad de Said, por lo que sus ojos se apartaron de su amigo y su hamburguesa se apartó de su boca hambrienta. 

—Espera... —susurró Said—. Creo haber reconocido a alguien que he visto en otra parte. 

—¿Quién es? —preguntó Franco y se volteó. 

—No lo sé, pero lo averiguaré. Ya vuelvo —Said se levantó de inmediato. 

El tipo sospechoso había intercambiado un par de palabras con el larguirucho del mesero y luego se había esfumado del bar demasiado rápido, dejando a Said con ganas de ver al tipo de frente o por lo menos de perfil. 

Said salió expectante a la calle, pero, al salir y no ver a nadie, sus hipótesis se vinieron al suelo. Era como si el hombre hubiera salido despavorido del bar. No había nada interesante afuera que hiciera que se quedara un momento ahí. Solo una corazonada inmovilizó sus pies para entrar otra vez al bar. 

Transcurrieron unos minutos y ya varios vehículos comenzaban a vaciar las calles y también sus ganas querían abandonarlo. Solo un vehículo gris se rehusaba a irse. Una mujer, muy ligera de ropa, aguardaba por el piloto. El responsable de hacer mover el vehículo no se hallaba ni cerca ni lejos. 

El silencio acompañado de la oscuridad eran una combinación que a Said no le agradaba del todo. El aire gélido súbito le decía al muchacho que debía entrar cuanto antes, sino su regreso a casa estaría acompañado de unos cuantos estornudos. 

Justo antes de que sus manos abrieran la puerta del bar, Said frenó en seco al oír una voz aguda y chillona. Lo único que sus orejas lograron registrar fue un "Gracias, buen hombre". Said cambió de planes y sus ojos curiosos solo querían ver al dueño de esa voz chillona y bufonesca. 

Said preparó el ceño para fruncirlo y cruzó sus brazos. Inmediatamente, salió el responsable de que sus brazos estuvieran juntos. Reconocer ese rostro fue como una cachetada. El amante de Emily se besuqueaba con una chica con un ropaje que apenas le cubría el cuerpo. Sin duda alguna, su debilidad eran las mujeres que suelen ahorrar vestuario, donde un micro vestido suele ser demasiada ropa puesta. 

Luego del festival de besos que ambos brindaron para los espectadores como Said, las manos del tipo fueron a parar a la llave para encender el motor y sus ojos no se movían del rostro de la mujer ni de sus bubis: un espectáculo orgásmico para sus globos oculares. Encendió el motor, la mujer se perdió entre sus brazos y se marcharon del lugar. 

Ante semejante escena, cualquiera hubiera reaccionado de manera violenta y el basurero más cercano ya estaría desparramado en el suelo. Pero para Said aquello apenas hizo que moviera sus labios y su ceño seguía igual. Con mucha madurez, levantó la frente, les dedicó un par de insultos mentales y volvió al bar como si no hubiera visto nada importante, a excepción de un gato negro. 

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