Capítulo 1
Cuando pienso en mi infancia solo puedo recordar algunos momentos específicos.
Felices, tristes, momentos donde tenía tanta ira contenida que no sé como en ese momento no grité hasta quedarme sin voz. O momentos donde no lograba sentir nada en absoluto.
Esos momentos específicos son los únicos que recuerdo, los únicos que, buenos o malos, decidí guardar, hacer todo lo necesario para no perderlos.
Porque, independientemente del sentimiento, son los pocos que tengo de mi madre antes que la internaran en el maldito hospital psiquiátrico. Antes de que la vida que creí que tendría junto a ella, cambiara.
Antes que mi padre decidiera alejarla de mí sin dejarme despedirme, sin darme una advertencia. Sin nada.
Pero mi padre siempre fue un hombre de pocas palabras. Con un apretón de manos o una pequeña sonrisa orgullosa lograba hacerme el niño más feliz. Porque sabía bien que esos pequeños gestos, significaban todo para él.
Crecí sabiendo bien como leer sus gestos, como entender lo que quería decir, luchando con todas mis fueras para obtener alguno de esos raros momentos.
El amor de mi madre llenaba lo poco que mi padre mostraba el suyo. Lo llenaba y todavía desbordaba.
Así que cuando regresé ese día a casa, emocionado por contarle mi día a mi madre y escuchar el suyo durante toda la tarde y ver que su cuarto estaba vacío fue como si el cuarto, la casa se quedara sin luz.
Pero no fueron las pocas palabras de explicación de mi padre, ni el largo trayecto hasta el hospital lo que me estabilizó, fue como estaba el cuarto de mi madre.
Completamente destrozado, desarreglado y oscuro.
Y, mientras mi padre me trataba de explicar la enfermedad de mi madre yo solo trataba con todas mis fuerzas de recordar cuando fue la última vez que entré a su cuarto.
Enojándome conmigo mismo al no recordarlo.
¿Cómo no podía recordar el cuarto de mi madre si pasábamos todo el día juntos?
La respuesta me hizo enojar más conmigo mismo.
Porque nunca había entrado. Porque mi madre siempre se aseguraba de ir a donde yo estaba, ella nunca dejaba que yo fuera tras ella.
Porque mi madre sabia sobre su enfermedad y con toda su luz, dejaba en las sombras una parte de ella que desesperadamente trataba de ocultar de mí.
La explicación de una psicóloga solo logró que buscara dentro de mi memoria, dentro de todo lo que mi madre mostraba y todo lo que ocultaba.
Porque no era posible, no era posible que ella ocultara tanto. Pero lo hizo y yo aprendí a vivir con su enfermedad, con su lejanía y con la falta de su luz.
Siendo un niño no entendía del todo lo que le pasaba, pero como ella estuvo para mí yo lo estuve para ella. Y tal vez, al tener solo a mi padre y sus pocas palabras, decidí que los doctores la cuidarían, que mi padre la cuidaría, que todos la cuidarían, pero que, cuando creciera sería yo quien lo haría.
La sacaría de ese hospital, contrataría a las enfermeras que ella más amara y nos iríamos. Juntos.
Los papeles estaban listos, las enfermeras contratadas, la maldita casa comprada.
Pero los tristes ojos de mi madre no se iban, nunca se fueron, no hasta que una sonrisa apareció en su rostro y quedó en el mucho después que su cuerpo dejara de moverse.
Juego con el collar en mi cuello, viendo la lluvia caer detrás del escritorio vacío de mi padre.
Mis piernas se mueven inquietas, el sonido de mi corazón en mis oídos poniéndome más nervioso de lo que me gustaría admitir.
Mis ojos van hacia el folder en mis manos, mi cuerpo se tensa al recordar lo que tiene dentro.
Me levanto de la silla al escuchar la puerta abriéndose, miro como mi padre entra a la oficina, nada sorprendido de verme, no tras la escena que le hice a su secretario para que lo llamara inmediatamente.
Veo la canosa cabellera de mi padre y mi garganta se cierra, sus cansadas facciones, su cansado y lento cuerpo camina hacia mí, poniendo una de sus manos en mi brazo.
Mi enojo flaquea un poco al recibir una pequeña sonrisa de lado.
Mi padre le da la vuelta al escritorio, sentándose en su silla, indicándome que yo tome asiento.
Su tranquilidad me indica que sabe bien que hago aquí, que tengo en mis manos. Es su tranquilidad que me da la fuerza para suspirar y encararlo.
—Vas a casarte con ella.—lo miro, sin ocultar mi molestia, sin querer mostrarle más que eso.
Mi padre me mira en silencio, junta sus manos sobre el escritorio, viendo el folder, tratando de descifrar cuál es la notifica que leí entre todos los foros de noticia que tiraron la bomba del compromiso esta misma mañana.
—¿Cómo...?—mi voz se apaga, cuando sus ojos chocan con los míos.
Hay culpabilidad en ellos, hay tristeza y un poco de molestia.
—Mi madre...
—Yo siempre amaré a tu madre Ian.—mi garganta se cierra una vez más.
Trato con todas mis fuerzas no cerrar mis ojos antes su voz. Sin poder quitarme la costumbre de sentirme feliz al escucharla.
Pero no me detengo, no aunque su clara molestia en sus ojos es molestia a sí mismo.
—¿Entonces por qué?—mi voz es rasposa, cuando mi padre se deja caer en el respaldo de su silla y abre su boca retengo la respiración.
—Isabelle estuvo a mi lado en mis momentos más difíciles.
—Estuvo a tu lado en los momentos más vulnerables...estratégicamente.—digo sin poder ocultar el veneno en mis palabras al recordar a la hermana de mi madre que en ningún momento se preocupó por ella hasta que ella estaba enterrada y mi padre soltero.
Me acomodo en mi asiento al sentir la mirada de advertencia de mi padre. Sus ojos se ven cansados y me pregunto cuando es la última vez que durmió bien.
Pero cierro mi boca, sin poder dejarle saber mi preocupación por él, no en este momento cuando lo único que puedo pensar es en mi madre.
—Yo amé a tu madre mucho.—continúa dejando caer sus ojos ante el cuadro frente a él. Un cuadro que siempre estuvo en su escritorio, donde una foto mía y de mi madre descansa.—No hay día en la que no me pregunto si pude haber hecho algo más por ella.
Lucho contra las lágrimas al sentir su impotencia, impotencia similar a la mía.
—Cuando murió yo creí...—los ojos de mi padre vuelven a los míos, respiro al ver tanta tristeza en ellos.—Creí que no merecería nada más de este mundo. Pero cuando Isabelle llegó, luché mucho para que no fuera ella. Realmente luché mucho para que no fuera ella entre todos en el mundo. Pero verás hijo que el amor funciona de una manera ajena a nuestro entendimiento.
—¿La amas?—pregunto, con la sensación de querer vomitar creciendo un mi cuerpo, con enojo suficiente como para hacer temblar mi cuerpo.
—No de la misma manera que amaba a tu madre, pero sí.—la sinceridad de sus ojos hace que mis hombros caigan, que mi cuerpo deje de moverse.—La amo hijo.
Ian's Outfit
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