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EL DÍA QUE SE CREO

  El sol brillaba, radiaba. El mar, en calma, enmarcaba el fondo de esa estampa.

El forense, examinaba el décimo cuerpo mientras cuatro policías tomaban nota de los pocos testigos de tal atroz carnicería.

El sargento encargado de ese caso se acercó al forense, una mujer menuda, de piel aceituna, delgada y con una larga melena cogida en una trenza.

–Esto es una locura– susurró ella, alzando la vista y clavándola en el sargento.

El hombre, miraba a su alrededor, analizando la escena, la forma de los cuerpos, buscando. Había algo que no le cuadraba.

–Tenía que pasar, no se puede burlar a la mafia –comentó su compañero, anotando los últimos comentarios de uno de los testigos.

– ¿En una boda? Es macabro.

–Toda la familia, para ellos es perfecto.

–Que sádicos.

–Su ley.

Ella bufó y volvió su atención al cadáver.

–Falta el padre –anunció de golpe, el sargento, dándoles la espalda.

Su compañero se colocó a su lado y observó el mismo punto que él observaba sin comprender nada.

– ¿Como llega a esa conclusión, jefe?

–Las posiciones. Es una boda. Y hay tradiciones. Todo lo han respetado, menos el padre, falta en el altar. Él da a la novia, y se mantiene siempre detrás de ella hasta que termina la ceremonia. Fíjate. No hay nadie, más que el novio con ella.

Alzó un brazo y señaló el altar lleno de rosas rojas, las mismas que había en el cabello de ella, y en la mano del novio, quien parecía que se había arrastrado por el suelo para atrapar la mano de su amada.

–Puede que se arrastrará como el novio, o que se lo llevarán a otro lado.

–No, cuando dejan sus mensajes, suelen ser claros y llamativos. No dejan cabos sueltos. Son teatreros y les gusta dejar el escenario perfecto.

– ¿Insinúa que se lo han llevado?

–O que... haya sobrevivido.

El sargento se pasó la mano por la barba, acariciándose con las yemas, luego se rascó la cabeza y se echó mano al bolsillo. La costumbre de buscar el tabaco. Un vicio que había dejado hacia ya, dieciséis meses.

– ¿Solicito una orden de busca y captura?

–No.

– ¿Cuál es su plan?

–Es un hombre mayor, que estará herido y destrozado por perder a su única hija, terminara descubriéndose él solo.

– ¿Y si ya está muerto?

El sargento se le quedó mirando con una ceja alzada. Si estaba muerto, nada, no sacarina nada, como siempre que había esa clase de venganzas. Podías saber quien había sido, pero así se quedaba la cosa. Ellos mismo tenias sus propias leyes y a gente demasiado importante comprada.

Por un momento se frusto y deseo tener otro trabajo para no tener que enfrentarse a las familias.

Por suerte, en esta, no había quedado nadie con vida.

Cuando estaba a punto de contestar, la forense les comunicó que se llevaban los cadáveres.

El sargento fue el ultimo, casi al anochecer, en abandonar la escena. Y su vista se quedo en el enorme charco de sangre que había dejado la pareja.

La tragedia fue anunciada en todas las cadenas. Las redes sociales se incendiaron por las noticias. Los bulos, chismes, e invenciones iban de boca en boca con exageraciones de historias que cada vez se volvían más y más espeluznantes.

No era para menos. Había caído un reino en Venecia. Una familia poderosa. Dioses los llamaban. Incluso alzaron estatuas de ellos. Se bajaron banderas a media asta. Se guardaron minutos de silencio, y se creó todo un día de luto.

Pero, ¿Cuál era la realidad?

Una familia que había sido traicionada por tres patriarcas traidores que querían ese poder.

Tres familias manchadas de sangre. Cuya ambición no superaba límites. Capaces de cualquier cosa. Tan ansiosos de poder que habían cometido un error; dejar a uno con vida.

Un día después de la carnicería, desaparecieron los cuerpos de los novios de la morgue, y nadie hizo nada por recuperarlos.

Nadie se enteró. Solo el sargento y los pocos oficiales que habían dado el aviso. Cinco personas que aparecieron al día siguiente sin vida en sus casas.

Muerte natural, esa había sido la conclusión del forense, quien casualmente, era la misma mujer que ya analizó a la familia Sperantia el día de la boda.

Una mujer que también desapareció ese mismo día, tras entregar todos los informes. Se esfumó como el humo.

Sin cabos sueltos.

Sin pruebas.

Sin cuerpos.

Damián Speranto, el padre. Loreta Speranto la novia. Y Caesar, el novio. Habían sido, supuestamente, enterrados en el impresionante mausoleo familiar del cementerio, donde preciosas rosas tallaban una enorme arcada revestida por unas robustas puertas de madera.

Una anciana de cabello blanco, una única mujer, veló el entierro, dejando en cada tumba su destino en su otra vida.

Damián y Loreta, la rosa roja, señal del viaje de la familia.

Caesar, la máscara negra, señal de su legado.

Su destino.

Su nuevo nombre.

Su nacimiento.

Su señal de venganza.

El Rey de la Rosa de Venecia.

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