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6

GAEL

No me preocupo ni en saludar cuando entro en casa y veo a mi primo, dedicado a muerte con su móvil, cegado por la pantalla, sentado, con las piernas separadas en uno de los sillones de cuero que decoran el centro de la escalera de caracol.

Él sí que levanta la cabeza cuando dejó mis llaves en la bailarina rosa de cristal, que centra toda una enorme librería.

– ¿Por qué has tardado tanto?- pregunta, sin todavía levantar su mirada.

Me encojo de hombros, no obstante, la sensación de plenitud de mi pecho cuando cojo aire, es difícil de esconder incluso para él, que me mira con el ceño fruncido.

–Solucionando problemas.

–Te veo de muy buen humor, para lo que ha sucedido con tu padre esta noche.

–Como siempre, seguramente feliz de que se alargue mi agonía.

Didac se tira en el respaldo y estira las piernas. Después, me dedica una sonrisa cínica que no afecta a mi estado de humor.

–Sinceramente, yo soy tú -, su sonrisa se amplía, sus gestos son sarcástico y sé que, quiere joderme-, y Camelia ya sería mía.

Alzo una ceja, con chulería.

–Ya te gustaría.

Mi primo, termina sonriendo y señalando las puertas dobles detrás de mí que dan a otra sala.

–Entra, pronto se terminará tu alegría.

Dirijo mi mirada a esa misma entrada, observando como mi primo las abre y a continuación se desliza a su interior.

El sonido de muchas voces, cabreadas, me rodea y no pude evitar estremecer.

El salón con estrada por debajo de la escalera, solo se utilizaba para las reuniones de los patriarcas, mi padre utilizaba su enorme salón neoclasicismo para las fiestas, por eso, y por todo el jaleo que llegaba a mí, sabía que no había nada bueno, esperándome ahí dentro.

La sala, iluminada con grandes lámparas de luz blanca, se caracteriza por su simple y desnuda decoración. Tan solo hay una inmensa mesa ovalada en el centro con seis sillas, de las cuales, tres están ocupadas, por los padres que forman parte de las cinco familias con más poder en medio mundo.

Observé a cada uno de ellos, rojos, con los ojos cristalinos de la fuerte bebida que mi padre les habían puesto delante, alzando la mano, y gritando para llamar la atención, pero sin explicación clara.

Me coloco detrás de mi padre, como manda la tradición, sin embargo que, tomo la decisión de apoyarme a la pared, sin llamar mucho la atención.

Solo se permite acompañar al primer primogénito de cada patriarca, por eso mismo, mi tío, un resentido, ocupaba uno de los enormes sofás rojos de terciopelo que encuadran la enorme vidriera de suministros de alcohol.

Saludo con la cabeza a mi tío, quien, simplemente alza las cejas, para luego, acercarse a Didac y susurrarle algo. Quiero centrarme más en ellos, en los gestos de mi primo o en los de mi tío Tomas, quien no parece quitarle la vista de encima a mi padre, y últimamente, no es que me da mucha confianza, pero mi padre, encabezando la mesa, el lugar del líder, un lugar que casi cuatro años atrás, ocupaba la familia Speranto, golpea con el puño el cristal, y todos se silencian de golpe, prestándole atención a él.

–Esperemos que se nos una Cordelia, antes de conjeturas.

– ¿Conjeturas? ¿Es que la rosa no te parece suficiente prueba? –acusa Costa, un portugués muy excéntrico para mi gusto con ese traje de terciopelo verde botella, alzando un dedo regordete, lleno de anillos de oro, hacia mi padre.

–Mis hijos también la han recibido.

¿Una rosa? ¿De qué hablaban?

–Pueden ser los Velikov –soltó Crufist, jugando con su navaja entre los dedos.

Todos se silenciaron e incluso algunos de ellos se estremecieron al escuchar ese apellido.
Los Velikovs, no era una familia con la que uno debería jugar. Hasta nombrarla, en nuestro mundo era peligroso.

–El rey de la rosa de Venecia.

Y ahí estaba Cordelia, haciendo su aparición con elegancia. La única mujer de este dispar grupo de viejos verdes, deseosos de poder.

Cordelia tiene treinta años, y se ha convertido en la matriarca a los veinte años, cuando su padre, enfermo del corazón, le dio un ataque en pleno intercambio. Ella, madura y muy sanguinaria, se hizo cargo, saliendo de una locura, donde por supuesto, ella venció, y a partir de ahí, le dieron su puesto en la mesa.

Es morena, de piel oscura y ojos negros. Hermosa, pero de esas hermosuras salvajes. No es mi tipo. Camina, marcando su posesión y su autoridad hasta su silla, al lado de mi padre. Todos la observan, ya no solo por su belleza, si no por lo que ha dicho.

–No puede ser. Se enterraron sus cuerpos. Hasta el viejo apareció y lo metieron bajo tierra.

–Pues dejaron a uno con vida.

Todos los rostros se vuelven hacia mi padre. El mío también porque no entiendo nada de lo que dicen.

–¡Os lo estoy diciendo! –grita feliz el viejo portugués, orgulloso con sus palabras, no obstante, su sonrisa se esfuma tras la mirada de mi padre.

El rey de la Rosa. Había escuchado la leyenda. Un asesino de la familia Speranto, una sombra sin identidad, silenciosa y muy peligrosa. Pero uno de ellos, de su sangre, de su familia y hasta entonces, uno de nuestro aliado, claro, hasta aquel día.

Hasta aquella boda que terminó en tragedia.

– ¿Y nos pensábamos que nos saldríamos con la nuestra? –murmura Crusfit, dejando por fin, la navaja en la mesa, aunque, le da un toque, para que está, comience a rodar como una peonza.

–No comiences con tus difamaciones –responde mi padre.

–Nosotros matamos a toda la familia.

Para mí sorpresa y la de mi padre, mi tío habla por primera vez. Y no muy bien. Tiene los puños cerrados, apretados, y sus ojos brillan con rabia cuando mira a cada uno de los componentes de la mesa.

–Cállate.

Me incorporo, con los músculos tensos y avanzo hasta llegar a tocar la silla donde esta mi padre sentado con el pie, luego, apoyo las manos en el respaldo, justo a su espalda, y clavo los ojos en mi tío.

– ¿Qué está sucediendo? –me atrevo a preguntar tras el silencio que la declaración de Cordelia ha dejado.

Ella, con sus preciosos ojos negros, me dedica una mirada de consuelo.

–Que estamos condenados.

–Esta mañana, al salir el sol, han encontrado a toda, pero completamente toda la familia Gómez, en su villa de Buenos aires, completamente calcinados. El cuerpo del primogénito; Ulises, estaba en la entrada, sentado en una silla, rodeado de rosas rojas. Lo han tenido que reconocer por la jodida dentadura.

Esos hombres bajan la cabeza, Costa incluso se santigua y Cordelia se lleva una mano al pecho. Mi padre, sin embargo, se mantiene sereno, observando a Tomas fijamente, casi sin pestañear.

–Y ahora, va por el resto –anuncia Cordelia.

–Yo no he recibido ninguna rosa –informa el portugués con su mirada clavada en la navaja–, pero mi mujer y mi hija pequeña sí–, alza la vista y la clava en mi padre–, se la enviaron al colegio en una caja negra.

–Adalei, recibió la rosa en el hospital –añade, de nuevo Cordelia. Luego, como todos se vuelve hacia mi padre, quien niega–. Tu serás el último, consuélate con eso, nosotros no sabemos en qué posición.

Se vuelven a enfrascar de nuevo en una discusión inútil donde cada vez son más los insultos. Aprovecho y me agacho para poder susurrarle a mi padre sin que nadie más nos oiga.

–Yo he recibido una rosa.

Nada más termino la última palabra, la respiración de mi padre se detiene.

– ¿Cuándo?

–Hace dos días –miento–. Lo dejaron en la luna de mi coche, Camelia la descubrió.

Mi padre asintió y esa falta de de sentimientos me saco un estremecimiento en la espina dorsal.

Maldita sea.

No le había dado importancia a esa rosa, si que había sentido una extraña sensación, pero para nada comparado con todo esto. Más bien, creí que la rosa, realmente la habían dejado ahí para Camelia y alguien me estaba enviando un mensaje. Al final, ella tenía razón y esa rosa sí que era para mí.

Edmundo se levantó, acallando a todos esos hombres, se arreglo la corbata y miro a cada uno de ellos.

–Aumentar la vigilancia alrededor de vuestros familiares. Continuar con vuestras vidas, no mostréis miedo, eso es lo que él quiere. –Se volvió hacia Tomas y levantando un dedo, mi tío se acercó a él–. Busca a Mae y tráela aquí.

–No querrá ir a ningún lado y dejar a Tilo...

–Tráelo también, me da igual, y–, se gira en mi dirección y clava sus ojos tan iguales a los míos, pero completamente fríos, en mí–, te quedarás en este casa hasta que todo esto se calme.

–No –contesté.

Una de sus cejas se alza ligeramente.

–No es una cuestión de decisión, Gael, te lo estoy ordenando.

– ¿Y Camelia?

Mi padre suspira y sus hombros tensos se relajan un poco.

–No la vamos a poner en peligro.

–Ya está en peligro.

Edmundo Mira a nuestro alrededor. Los viejos patriarcas nos miran, atentos a nuestra pelea. No queda muy bien para el líder, que su hijo mayor le plante cara. Con lo cual, y muy a mi pesar porque me apetece discutir con Edmundo, mi padre se pasa las manos por el pelo, y baja su voz, casi llegar hasta lo agradable, en su medido como padre cabrón y narcisista.

–Hablaremos mañana, por ahora, haz lo que te pido. Mientras les pondré protección a ella y a Alma.

No la suficiente, pienso.

–No me vale, ella...

–Gael –amenaza entre dientes.

Estoy a punto de replicar cuando uno de sus hombres, entra y se acerca a él para luego le susurrarle a la oreja. Mi padre se retira y asiente con la cabeza, este sale y entra, de nuevo con una enorme caja negra entre los brazos. La deja encima de la mesa.

Se acercan hasta rodearla. Didac me empuja con el brazo para colocarse a mi lado.

–Una rosa –susurra.

Sí, la rosa está en el centro del lazo negro que rodea la caja cuadrada que hay en todo en centro. Las manos de mi padre se acercan al lazo para deshacerlo, de pronto, Costa alza la mano y todo se detiene.

–No la abras, Edmundo, ¿y si es una bomba?

–Mis hombres ya lo han escaneado. No contiene nada de metal.

Dicho eso, no espera más y la abre. Cordelia suelto un leve grito y Costa se retira hacia atrás dándonos a todos la espalda. Didac, me empuja de nuevo, solo que esta vez para salir de le habitación corriendo mientas aguanta entre arcada y arcada su boca con la mano.

– ¿Qué demonios...?

No, no es una bomba, pero es algo peor y espeluznante.

–Costa –lo llama Crusfit–, ¿es tu hermano?

La cabeza de Ricardo Costa, el hermano pequeño de Suso Costa, quien en ese momento continúa de espalda, con una mano apoyada en la pared, la cabeza agachada y murmurando un rezo, o algo por el estilo, en su lengua. Cordelia se acerca a él y comienza a consolarlo, con caricias suaves en la espalda.

–Nos ha mandado una señal –murmura Crusfit.

–Tenemos que hacer algo.

Mi padre los observa, con el semblante vacio, frio. Sus ojos son como pozos en las tinieblas, y si no lo conociera, pesara que está metido en su infierno, ido, pero lo conozco y sé que su cabeza a mil, cavilando, preparando un plan.

–Por el momento; obedecer–dicta, cerrando la caja de nuevo–. Pensará que esto nos ha asustado y, que haremos algo al respeto, no se esperará nuestra calma, lo descolocará y lo provocara a que cometa un error. Mantener la calma. Mis hombres entre las sombras, lo encontraran cuando venga a por nosotros.

Todos asienten. Todos obedecen, incluso Costa, con los ojos rojos, aguantando quizás esas lágrimas de pena al perder a un hermano, asiente. Mi padre tiene el poder, por supuesto, eso es lo que más le gusta, lo que siempre le ha gustado.

Miro la caja, en una esquina brilla más el negro, supongo que es por la sangre.

¿Así que, esto es una venganza? ¿Estamos todos en peligro?

Camelia...

Su rostro llena mi mente, su sonrisa, la forma en la que la he dejado en la cama. Su gesto de añoranza.

Maldita sea, todavía puedo sentir el sabor de sus labios en mi boca.

Me paso las manos por la cara, desesperado. Esto me supera.

Necesito hablar con Camelia.

Salgo de la habitación casi al mismo tiempo que saco el móvil y llamo. Justo en ese instante aparece Didac, con la cara descompuesta, blanco como el papel. Me mira y se tira en el mismo sofá que había estado ocupando antes.

El pitido del altavoz da dos toques, tres, cuatro y nada. No lo coge. Lo intento de nuevo, y continúa igual.

–Que mierda esto. Los ojos estaban abiertos. Jodido psicópata.

Le dedico una mirada diciéndole claramente que me importa una mierda. Él, como un capullo sonríe. De nuevo, me salta el maldito buzón de voz y comienzo a ponerme nervioso.

–No creo que pueda soportar volver a ver otro filete cortadito de los nuestros–bufa y se limpia la boca con el dorso de suéter de cachemira granate–, menos mal que no le hice caso a mi madre en cuento estudiar medicina.

Bufo. Miro la pantalla del móvil y me cabreo.

¿Qué mierda está haciendo?

–Deja de agobiar a la chica, ¿sabes qué hora es?

Lo miro por encima de mi hombro. Su cuerpo se tira hacia delante con los codos apoyados en los muslos. Sus cejas se alzan y su expresión solo hace que empeorar mi estado.

–Tampoco vales para otra cosa, por eso tu padre te puso de camello.

–Y tú, eres un gilipollas.

Me encojo de hombros y de nuevo, intento llamar a Camelia.

En ese instante las puertas de la sala se abren y salen todos. Crusfit, es el primero, con la cabeza gacha sale de casa sin despedirse. El resto se despiden de mi padre con un abrazo, dejando así a Cordelia para el final.

Mi padre la observa con un brillo deslumbrante en la mirada.

Estoy seguro que si Cordelia no odiara tanto el sexo masculino, mi padre ahora mismo estaría casado con ella y no con la zorra de Alma, quien, muy a mi pesar, tiene a mi padre dominado a su antojo.

Y otra vez más, ese sonido de voz informática que me pone enfermo me da la señal para dejarle un mensaje a Camelia.

–Joder.

Me dan ganas de estampar el móvil contra la pared.

Mi padre se vuelve y clava sus ojos en mí, luego pasa a mi mano y de nuevo a mi rostro. Una de sus cejas se alza, y la expresión de su rostro se vuelve cansada.

– ¿Estás llamando a Camelia?

–Por supuesto tío, desde que ha salido– contesta Didac por mí. Lo que le concede una mirada acusatoria de mi padre y una rabiosa de mi parte.

Capullo.

– ¿Te haces una idea de la hora que es? –pregunta Edmundo, como si fuera idiota.

Me da igual la jodida hora, solo quiero saber que está bien. Pienso a gritos en mi cabeza. Sin embargo, simplemente contesto;

–Está sola en casa.

Mi padre frunce el ceño sin comprender mi reacción.

–Alma, se fue con ella.

Suelto el aire en una risa seca y sarcástica. Vaya, parece que al jefe también lo chulean.

–Mario llevó a Camelia a casa...

– ¿Y cómo sabes tú eso? –pregunta con su voz fría cómo el acero.

–Porque los seguí...

– ¿Y él entro, primo? –ese fue Didac, tratando de abrir una brecha en mi locura.

Sonrío, y me encantaría decirle que, si no fuera por la llamada de mi padre, seguramente estaría entra mis brazos, acurrucada, con los labios hinchados por mi boca y, puede que tal vez, su entrepierna mojada por lo cachonda que la hubiera puesto, pero cómo, corro el riesgo de que mi sinceridad sea el pistoletazo para que a mi padre le entre un infarto, y Alma se lleve lejos a Camelia, prefiero callarme y apretar los puños.

–No. Se fue.

Didac sonríe y doy un paso hacia delante con la respiración un poco agitada.

–Mañana continuaremos con la conversación.

La interrupción me frena. Mi padre se retira le pelo hacia atrás. Mira su reloj de muñeca y suelta el aire. No dice nada más, y tampoco espera nuestra respuesta, simplemente se acerca a uno de sus hombres, le susurra algo, y a continuación, sube las escaleras desapareciendo.

–Buenas noches, primo –se despide Didac, con una sonrisa que me pone de los nervios–, mañana si quieres vamos a ver a tu niña...

Suelta otra carcajada y se marcha por las mismas escaleras que mi padre.

Me quedo unos segundos más allí plantado. Mirando el móvil. Decido enviarle un mensaje, después miro por la ventana como la noche apaga todo. Sonrío, aun después de todo lo sucedido, el recuerdo de lo sucedido con Camelia no puede amargarme.

La he conseguido, por fin es mía. No obstante, no puedo detener esa sensación de peligro que me come por dentro.

El rey...

Y su nombre se me viene a la cabeza, y no solo eso, también la historia del hombre de negro, enmascarado que Camelia vio en la discoteca y luego fuera de ella.

Esa noche sentí una ligera sensación de peligro, pero ahora, lo que siento es mucho peor. 

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