Capítulo 9
"Ni la ausencia ni el tiempo son nada cuando se ama". Alfred de Musset (1810-1857) Poeta francés.
Cogiéndola del suelo y acomodándola entre sus brazos, salió de la arena con paso lento y decidido, atravesando el foso del circo mientras el público, expectante, miraba asombrado y silencioso cómo un soldado romano se llevaba a aquella gladiadora malherida y desvanecida.
Los dos lanistas aparecieron corriendo a la entrada del foso y, cuando Quinto llegó, le apremiaron a que llevase a una de las salas adyacentes a la muchacha. Con el cuerpo desmadejado de Claudia entre sus brazos, Quinto no pudo sentirse más preocupado en toda su vida. No sabía si las heridas eran mortales, pero el simple hecho de que estuviera malherida le enfermaba a tal punto de querer matar él mismo a Graco. Claudia estaba perdiendo demasiada cantidad de sangre por momentos, un reguero de sangre iba regando el suelo por donde pasaban. Tenía que haber sido él quien hubiese hecho justicia y no ella. Si aquella maldita noche en que se la llevaron hubiese podido defenderla nunca hubieran llegado a esa situación.
Entrando al habitáculo, Quinto depositó a Claudia en el centro de aquella plataforma elevada que se encontraba en medio de la sala. Aquel era el lugar donde se prestaban las primeras atenciones a los gladiadores, por lo menos a los que conseguían mantenerse con vida a pesar de las graves heridas. Quinto no terminaba de comprender como aquellos hombres podían volver a recuperarse después de tantos huesos rotos y heridas mortales.
Un anciano con cara concentrada y preocupada seleccionaba el instrumental que necesitaría para atender a la joven. Quinto observó la rapidez que se notaba en el profundo conocimiento y experiencia que el hombre debía tener en esas lides porque iba derecho a determinados instrumentos quirúrgicos. Claudia seguía inconsciente sin tener la más remota idea de lo que a su alrededor estaba sucediendo. Cuando el hombre se volvió y miró apremiante a la gladiatrix, Quinto le preguntó preocupado:
—¿Son graves las heridas? Tiene que intentar salvarla...
Si al galeno le extrañó el inusitado interés de aquel legionario por aquella esclava, no dijo absolutamente nada, tan solo mirándolo fijamente y con voz tranquila le aseveró:
—No lo sabré hasta que no la examine detenidamente. Siempre intento hacer lo máximo posible en estos casos. Mi misión es curar personas pero todo está en mano de los dioses... —dijo el anciano afablemente sosteniéndole la mirada.
—Discúlpeme, le estoy entreteniendo, siga...—dijo Quinto volviéndose desesperado hacia la pared y tocándose con ambas manos el cabello. Apoyando su cabeza sobre el antebrazo se sostuvo en la pared con los ojos cerrados sumido en sus pensamientos. Era incapaz de volver la mirada y observar como el galeno descubría sus heridas. El día que supo que Spículus se la había llevado cayó en un hoyo profundo pero ahora estaba dándose de bruces con el más tortuoso tormento. Unos segundos después sintió en el hombro derecho una mano fuerte y afectuosa que se posaba en él.
—No se preocupe, el galeno conseguirá que ella se recupere. Es demasiado cabezona para morir... —le aseguró Vero que después de tantos años le había cogido verdadero afecto a aquella muchacha.
—Y demasiado valiente y atrevida,... Nos engañó a todos como a tontos.
—Sí, es la muchacha más lista e intrépida que he tenido la suerte de conocer. Vayamos fuera, aquí no podemos hacer nada excepto molestar al galeno que tiene que hacer su trabajo.
Quinto asintió y siguió al hombre sin querer mirar la escena que tenía a su lado.
Una hora después el galeno, sudoroso, salió por la puerta buscando a los lanistas y al soldado. Mirándolos seriamente les confirmó:
—Tiene dos heridas principales, una en el hombro bastante profunda que he conseguido coser, sin embargo, la del costado es la más preocupante. No sé si le habrá tocado algún órgano interno con lo que habrá que esperar las próximas horas para saber algo más. También tiene una pierna rota y ha perdido bastante sangre, la probabilidad de que sobreviva se complica por el momento.
Quinto se volvió sobre sí, ajeno a lo que los tres hombres hablaban entre ellos. Un leve hilo separaba su cordura de la locura. Quería gritar furiosamente y descargar toda la rabia y desesperación que tenía por dentro. Respirando agitadamente, consideró la idea que se había instalado en su mente, así que dándose la vuelta y sosteniendo la mirada del galeno le volvió a preguntar:
—¿Cree que corre demasiado peligro si me la llevo de aquí?
—Yo no se lo aconsejaría, pero si el traslado lo hacen despacio y sin que reciba mucho traqueteo en algún carro quizás podría llevársela —dijo el galeno asintiendo con la cabeza.
Quinto sostuvo la mirada a los dos lanistas.
—Les estoy agradecido a los dos por lo que han hecho todos estos años, pero ha llegado el momento de llevármela; extremaré las precauciones en el traslado. No sé si conseguirá superar las heridas, pero si no es así no quiero abandonarla en ningún momento, en la domus estará perfectamente atendida. Voy a buscar el carro para trasladarla.
Los lanistas asintieron con la cabeza comprendiendo perfectamente a aquel hombre. Ambos estaban preocupados también por la muchacha.
—Si podemos hacer algo más, háganoslo saber, tribuno... —dijo Prisco.
—Imagino que no lo saben pero he dejado de ser tribuno, soy el nuevo procónsul de la ciudad. Les haré saber en todo momento el estado de ella, no se preocupen por eso.
Los lanistas asintieron comprobando como el soldado se dirigía al exterior.
A un lado del túnel esperaba el asistente de Quinto. El muchacho comprobó la cara seria y circunspecta de su jefe.
—¿Todo bien, señor? —preguntó Aemilius.
—El galeno acaba de atenderla. Su estado es grave. Tenemos que disponer de un carro para trasladarla a la domus... —dijo con determinación mientras con paso enérgico se dirigía a la salida del anfiteatro.
Estaban por salir del lugar cuando una gladiatrix de pelo rubio les interceptó. Quinto la reconoció como la mujer a la que habían preguntado antes sobre el paradero de Claudia. Mirándola fijamente, el procónsul esperó a averiguar que quería la joven.
—Perdone, no quiero molestarle pero...—la joven titubeó al hablar— estoy preocupada por Claudia y le he visto salir de la sala del galeno, me preguntaba si ...
Quinto adivinando que aquella joven tenía que ser amiga de Claudia le contestó:
—Acaban de atenderla y se encuentra grave pero hay que esperar las próximas horas para saber si superará las heridas. Voy a trasladarla de aquí inmediatamente.
—Comprendo..., le agradezco que me haya informado señor —dijo Paulina bajando la mirada al suelo—. Desde que usted apareció, ella ha estado sumida en la tristeza, quizás con el tiempo mejoren las cosas... —dijo Paulina con lágrimas en los ojos.
Quinto asintió al escuchar las palabras de aquella joven y con un sencillo movimiento de cabeza se despidió y continuó caminando, pero antes de alcanzar la salida escuchó de nuevo la voz de aquella gladiatrix.
—Cuídela mucho, ella le quiere a pesar de todo. Se merece algo mejor que esto. Nunca perdió la esperanza de que usted volviera, estuvo esperándole todo el tiempo...
Quinto se giró rápidamente y fijó la atención en ella. Solo pudo asentir emocionado antes de salir.
Cuando Quinto logró conseguir lo necesario, regresó al anfiteatro. Dentro de la sala esperaban los dos lanistas. En cuanto le vieron entrar, se acercaron a él.
—¿Cómo sigue? —preguntó ansioso observándola todavía sin conocimiento.
—No se ha movido desde que el galeno la curó —dijo Vero informándole— ¿La va a trasladar ahora mismo?
—Sí, está todo preparado. He conseguido algunos hombres para que me ayuden a llevarla. Si no les importa quiero salir inmediatamente.
Los dos asintieron mientras varios soldados entraban al lugar con una especie de camilla y, tras las instrucciones pertinentes del procónsul, procedían a mover muy lentamente a la mujer.
Tardaron más de lo previsto por la lentitud con que trasladaron a Claudia, pero una vez que llegaron a la domus, Quinto le ordenó a Aemilius:
—Quiero que en ningún momento y bajo ninguna circunstancia te alejes de ella cuando yo no esté. Avisa al galeno de confianza y hazle venir, quiero que asista a Claudia. La instalaremos en el ala más alejada de la domus. Evita a toda costa que mi esposa se entere de esto, su estado es demasiado delicado y no quiero que Flavia se altere bajo ninguna circunstancia; ya se encuentra bastante decaída por el propio embarazo como para proporcionarle un pesar más... ¿Has entendido bien Aemilius? Advierte a todos los criados que el que le diga algo a mi esposa será echado y vendido sin contemplaciones.
—Muy bien, señor, voy a avisar al galeno —dijo el joven mientras procedía a salir de la domus.
Quinto comprobó como los soldados bajaban del carro a Claudia y la llevaban lentamente a través de las distintas estancias. Una vez que estuvieron en las dependencias donde dormían los sirvientes, ordenó que la depositaran en una de ellas. Una pequeña ventana proporcionaba algo más de luz y aire a aquel estrecho lugar. No le gustaba nada tener que dejar a Claudia allí, pero era lo más conveniente por el momento. Cuando los soldados terminaron de cambiar a la joven, Quinto les ordenó salir fuera del lugar. Una vez solo, se arrodilló en el borde del lecho y se quedó observándola. No podía hacerle daño besarla, así que desesperado bajó sus labios sobre la frente de ella mientras que una de las manos masculinas acariciaba su inerme rostro. Pudo sentir que las lágrimas humedecían su cara y que lloraba por ella. La necesitaba desesperadamente en su vida, a pesar de la difícil situación que atravesaba. Se había hecho a la idea de dejarla marchar después de tantos años de no tenerla, pera era incapaz de verla herida. No soportaba que algo le pasara, tendría que estar muerto para eso.
Situado frente a ella, podía observar perfectamente todos los detalles de su perfecto rostro, hasta la más mínima peca o lunar de su cara. Parecía tan frágil allí tumbada que, cogiéndole una de sus manos femeninas, se la llevó a sus labios y besando sus dedos le dijo:
—Te quiero mi amor, te juro que te busqué. Pero fui un estúpido al aceptar las órdenes del César. Te prometo que intentaré solucionar todo y tendrás tu libertad..., si eso es lo que quieres, pero tienes que vivir. Solo así tendré algo de paz... —dijo Quinto percibiendo el eco de su miedo y el acelerado latido de su corazón.
Un rato después, Aemilius entraba en la habitación y observaba al procónsul que estaba dentro de la estancia junto a la joven.
—Señor, ya está aquí el galeno. Si quiere le hago pasar.
—Por supuesto, que pase inmediatamente... —dijo Quinto mientras se levantaba del lecho acomodando la mano de ella nuevamente al lado de su cuerpo sobre el lecho.
Quinto le expuso al galeno la delicada situación en que se encontraba Claudia y cómo uno de sus compañeros le había atendido en un primer momento en el anfiteatro.
—Necesito que esté pendiente de ella para cualquier eventualidad que pueda ocurrir... —le comentó Quinto al hombre.
—Sí, no hay problema, volveré a examinarla de nuevo, han pasado varias horas y la mujer parece resistir... —dijo el hombre mientras procedía a atender a la mujer— pero lo más seguro es que le suba la fiebre. Habrá que estar pendiente de ella y vigilarla a cada momento; sabe que no le puedo prometer nada.
—Soy consciente del riesgo. Usted solo diga lo que hay que hacer —añadió el tribuno.
—Por ahora, déjeme revisarla.
—Como usted diga —contestó Quinto.
Aprovechó ese momento para salir de la cámara con Aemilius y con paso cansado salió de las dependencias de los esclavos. Era urgente que ultimara algunas cosas antes de volver al lado de Claudia. Quería pasarse por las dependencias de su mujer y asegurarse de que se encontraba bien.
Con paso resuelto y enérgico atravesó el atrium, pensativo se preparaba para el encuentro con Flavia. Cuando entró en la sala, su esposa estaba cosiendo.
Nada más verlo entrar, Flavia supo que su esposo estaba preocupado por algo, su cara tenía un semblante y un ceño nada habitual en él. A lo largo de los breves meses de su matrimonio había aprendido a reconocer e interpretar un poco los gestos de la cara de su esposo. Siendo un hombre reservado y callado, no solía establecer conversaciones insustanciales e inútiles. Si había algo que le agradaba de él era la gran preparación y elocuencia de las charlas que ambos mantenían y, aunque breves y escasas porque siempre se encontraba trabajando fuera de casa, esperaba siempre con ansia cada vez que llegaba y se sentaba al lado de ella para preguntarle por lo que había hecho ese día. En ese momento el niño aprovechó para dar una patada dentro del vientre de su madre y Flavia se incorporó dando un respingo del asiento.
Quinto que se había dado cuenta del leve movimiento, la miró preocupado y le preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Nada, ha sido el niño que últimamente está más excitado que de costumbre. Hay determinadas horas del día en que se mueve más...—dijo Flavia mirándolo cariñosamente—. Ven y siéntate aquí a mi lado. ¿Marcha todo bien? —volvió a preguntar examinando detenidamente y más de cerca a su esposo.
—Sí claro, ¿por qué lo dices? —preguntó Quinto inquieto y preocupado porque Flavia pudiera percatarse de algo.
—No pareces el mismo, parecías preocupado cuando has entrado.
—No, claro que no, son solo imaginaciones tuyas.
—Dame tu mano, mira como da patadas... —dijo Flavia cogiendo inesperadamente la mano de su esposo y posándola sobre su abultado vientre—. ¿Sientes cómo se mueve?
Quinto se hallaba en una encrucijada, ilusionado de sentir las leves patadas que daba su hijo formándose en el vientre de su madre, una mujer a la que apreciaba pero a la que no amaba y, preocupado por la suerte de la otra mujer que verdaderamente le llenaba el corazón. Cerrando los ojos y sin querer mirar a los ojos a Flavia, se sentía culpable por no poder compartir más esa dicha con ella. Cuando la criatura dejó de moverse, abrió los ojos nuevamente y pudo contemplar como su esposa lo miraba con verdadera admiración. Se sintió como el más culpable de los criminales por engañarla de ese modo. Sabía que lo había puesto en un pedestal muy alto, que no debía ocupar.
—Voy a estar por aquí haciendo cosas, ¿vale? Ya sabes que si te encontraras mal por cualquier circunstancia solo tienes que avisarme.
—Sí, anda, ve y atiende lo que tengas que hacer. Yo estoy perfectamente. Nos vemos a la hora de comer —dijo Flavia mientras veía como Quinto se levantaba de su lado y volvía a desaparecer por la puerta. Resignada a la situación volvió a coger su hacienda y, delicadamente, siguió cosiendo la ropita de su niño, porque intuía que le daría un varón a su esposo.
Cuando llegó la hora de la comida, Quinto entró en el triclinio y se tumbó en la mesa junto a Flavia. A pesar de que intentó comer algo de los manjares que había delante de él y disimular frente a su mujer, no fue capaz de probar bocado; la comida le sabía a serrín. Flavia se percató de su estado desganado y le dijo:
—Si compartieras con alguien lo que te preocupa quizás te sentirías mejor.
Quinto levantó instantáneamente la mirada y disimulando le contestó:
—No quiero que te preocupes por nada, el galeno aconsejó que no debías alterarte ni realizar ningún trabajo pesado. Son solo cosas del cargo, estoy esperando noticias desde Legio sobre las minas y los soldados que envié están a punto de venir... —dijo Quinto sonriendo.
—¿Por eso estás tan preocupado y no comes si quiera? —preguntó Flavia insistentemente.
—Cuando llegué hace roto probé algo en la culina, por eso ahora no tengo mucho apetito... —mintió Quinto—. Si no te importa, voy a salir a terminar lo que tengo pendiente... —informó Quinto sin querer que Flavia adivinase que estaba dentro de la casa —. Si me excusas, me marcho ahora mismo.
Era incapaz de seguir en el triclinium mientras Claudia yacía a tan solo a unos metros de él. Te enviaré a Aemilius por si más tarde necesitas algo.
—No te preocupes, hay demasiados sirvientes en la casa como para que me mandes a Aemilius.
Quinto asintió y salió de la sala en busca de su asistente, cuando lo encontró en el pasillo, velando por el cuidado de Claudia, le ordenó:
—Aemilius, mi esposa está en el triclinium, no quiero que bajo ninguna circunstancia entre en este ala. Si te preguntara por mí le dices que no sabes por dónde estoy, que he salido...
—Está bien, señor —añadió el soldado a su jefe.
Con paso resuelto Quinto entró dentro del aposento donde Claudia permanecía inconsciente. La joven estaba bastante pálida y su respiración era demasiado agitada. Cuando le tocó la frente comprobó que estaba ardiendo. El galeno le aseguró que seguramente aquello se produciría como consecuencia de las heridas. En uno de los rincones del aposento, Aemilius había dispuesto agua con unos lienzos limpios para refrescarla e intentar bajarle la fiebre. Remangándose mojó la tela y se dispuso a hacerlo él mismo.
Durante horas Claudia estuvo delirando y moviéndose inconscientemente. Ya era avanzada la noche cuando en uno de sus delirios la joven empezó a gemir y a decir cosas sin sentido. Quinto, que se encontraba sentado en un sillón, se levantó y, agachándose de cuclillas enfrente de ella se puso a la altura del catre. Claudia movía la cabeza de un lado a otro sin darse cuenta siquiera. En una de aquellas veces su pelo se quedó enredado en medio de su cara y Quinto empezó a retirárselo cuando ella, inesperadamente, empezó a derramar lágrimas como si su mente estuviera sumida en una horrible pesadilla. Acercando el rostro masculino más cerca para alcanzar a escuchar lo que decía pudo distinguir perfectamente como Claudia pronunciaba con una voz muy débil su propio nombre.
—¡Quinto...! —exclamaba llorando moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Estoy aquí Claudia, junto a ti.
Pero la joven sumida en su agonía, no era capaz de escuchar ni la voz del hombre ni de percibir su presencia. Posando su mano con delicadeza en la delicada piel femenina del rostro, la muchacha se quedó quieta por la frescura de la mano. Quinto acercó el rostro y depositó un suave beso en sus labios ardientes temiendo dañarla de algún modo mientras le susurraba palabras de amor.
—Estoy aquí mi cielo, no me he ido,... —dijo intentando serenarla y darle todas sus fuerzas a través del levísimo contacto con ella .
Dos días después, Flavia vio pasar al asistente de su marido por el pasillo y, adelantándose, le detuvo preguntándole:
—Aemilius, ¿tú sabes si a mi esposo le ocurre algo? Estoy preocupada por él, últimamente no come mucho y no sé por qué.
—No señora, el procónsul anda muy ocupado últimamente, pero quédese tranquila, no le pasa nada.
—Está bien, si te enteras de algo me avisarías, ¿verdad? Algo debe de ocurrir, está demasiado inquieto.
—Sí señora,... —dijo Aemilius evitándola.
Flavia volvió a la sala y se sentó, no había querido confesar a su esposo su delicado estado. Bastante tenía con sus preocupaciones como para atosigarle todavía más, pero últimamente no se encontraba bien. Había vuelto a vomitar y no conseguía retener nada de lo que comía. A parte, de vez en cuando le daban una serie de pinchazos debajo del vientre y no sabía a qué podían deberse. Estaba asustada; si continuaba con la molestia llamaría al galeno para preguntarle. Ya faltaba poco para que naciera el niño y el parto no debía retrasarse mucho más.
Estaba deseando que su hijo naciera para retomar las relaciones maritales. Como el galeno había prohibido cualquier tipo de relación entre ellos a causa del delicado estado de su embarazo, su esposo no había dormido con ella ni una sola noche desde el día de su casamiento. Estaba preocupada, no quería que su marido hallara en otra lo que ella no podía darle. En cuanto el bebé naciera, todo volvería a la normalidad, Quinto volvería a su lecho.
Carnuntum, Panonia (Provincia Romana).
Tito Flavio Sabino, sobrino del emperador Vespasiano, se encontraba en una de las tiendas dentro del campamento de la Legio X Gemina, que en esos momentos se encontraba situado en la capital de Panonia, Carnuntum. Su tío había tenido la consideración de desterrarlo de las tierras de Hispania para mandarlo al fin del mundo, eso sí, con un contingente suficiente de legionarios para asegurarse de que permanecía donde había ordenado y comprobando que sus órdenes eran cumplidas.
Con una copa de buen vino hispano en la mano y sentado en uno de los dos sillones que había dentro de la tienda, Tito Flavio contemplaba las ascuas del brasero que proporcionaba calor en aquella salvaje e inhóspita tierra. Pensativo y preocupado, esperaba respuesta de su nuevo socio, le había mandado una misiva con su hombre de confianza pero todavía no había llegado la contestación. Su secretario todavía no había regresado del viaje y ya hacía dos meses de aquello.
Uno de los legionarios que se encontraba en la puerta de la tienda haciendo guardia, abrió la puerta de tela que comunicaba con el exterior y mirándolo le dijo:
—Señor, un emisario enviado por el emperador trae una misiva para usted.
—Hacedlo pasar... —dijo pensativo preguntándose qué otra nueva ocurrencia se le habría pasado a su tío por la cabeza.
El legionario entraba dentro de la tienda mientras el guardia apostado fuera, cerraba la puerta proporcionando intimidad a aquellos dos hombres.
—Decidme ¿qué noticias traéis de mi estimado tío?
Tito Flavio se quedó mudo cuando vio como el soldado con una inesperada familiaridad tomaba asiento en el sillón enfrente de él sin haber sido invitado.
—¿Pero qué es esta desfachatez soldado?... —dijo sumamente irritado por el atrevimiento.
—No te sulfures tanto Flavio, no es para tanto. Llevo demasiados días encima de ese endemoniado caballo y estoy demasiado cansado.
—¡Por los dioses Spículus! ¿Qué haces vestido así? No te habría reconocido en la vida. Te has quitado esas mugrosas barbas y con ese corte de pelo ni te conozco. ¿Cómo has podido atravesar el campamento sin que te detuvieran?
—Nadie se atrevería a detener a un emisario del emperador... —rió el hombre mirando a su socio a los ojos.
—Llevas razón, como siempre me sorprendes con tu audacia ¿Qué nuevas me traes desde Hispania?
—No muy buenas, servidme una copa de vino que estoy sediento.
El gobernador se levantó y cogiendo una nueva copa le sirvió el vino a su socio entregándosela.
—Tu tío, el emperador, ha nombrado un nuevo procónsul para averiguar lo del oro. Por ahora, no ha conseguido saber prácticamente nada pero creo que algo se huele.
Tito Flavio empezó a pasearse por el estrecho espacio de la tienda intentando hablar en voz baja para que el guardia apostado no escuchase nada de aquella conversación.
—¿Estás seguro de eso? —preguntó el hombre.
—Todavía no hemos conseguido sacar todo el oro de aquella mina y necesitamos algo más de tiempo. ¿Quién es ese nuevo procónsul? —preguntó el gobernador con interés.
—Es uno de sus hombres de confianza, un tribuno llamado Quinto Aurelius, marchó con el mismo emperador en la guerra contra Judea. Cuando regresaron de aquellas tierras el emperador le cubrió de honores y lo destinó a Tarraco donde dirige toda la provincia —confirmó el mercenario.
—Mal asunto ese, tendremos que ser precavidos. ¿Crees que a tus hombres les dará tiempo de sacar toda la mercancía de allí antes de que ese procónsul averigüe algo?
—En ello estoy. Esta noche descansaré y, cuando concretemos todos los detalles, regresaré a Hispania.
—Muy bien, descansa, amigo mío, y bebamos esta noche a salud de mi apreciado tío que sin saberlo nos va a hacer completamente ricos... —rió Tito Flavio mientras chocaba su copa con la de su socio.
Esa misma noche Claudia empezó a despertarse de un doloroso letargo. Adormecida y sin poder mover su propio cuerpo, la joven intentaba alejarse de las tortuosas brumas del sueño. Con los ojos cerrados empezó a recordar... A su mente le vino la imagen de Graco malherido en la arena y el momento en que clavó su gladius en él. Después de eso, ya no se acordaba de nada más de lo ocurrido, sin duda alguna se habría desvanecido.
Todo el cuerpo le dolía como si más de cien caballos hubiesen decidido pasarle por encima. Sin embargo, el lecho donde estaba era más blando que su último camastro. Ligeramente pudo tocarse el costado vendado. Los brazos le pesaban tanto que no era capaz de moverlos de la posición que tenía, pero sus manos podía moverlas. Sin saber qué hora era, le extrañó no sentir ningún ruido de los muchachos del ludus. No era nada habitual ese silencio pero abriendo de repente los ojos se percató que todavía era de noche, por lo que se tranquilizó por el origen de la inactividad.
La leve llama de una vela encendida proporcionaba algo de luz en aquel lugar que de pronto no reconoció. Fue consciente que otro cuerpo, acomodado a su lado, le proporcionaba un inesperado calor. Tensándose por momentos intentó girar la cabeza para comprobar quién era.
Demasiado sorprendida fue incapaz de reaccionar ¿Qué hacía Quinto allí? ¿Y por qué estaba ella en aquel lugar? Inquieta y sin querer estremecerse por temor a despertarle, Claudia lo observó detenidamente. Preocupada no sabía cómo podía encontrarse durmiendo a su lado. Profundas y oscuras ojeras destacaban debajo de sus ojos. El paso de los años no había hecho mella en su atractivo rostro, le habían salido unas leves arrugas y alguna cana en aquella cara que recordaba, pero seguía siendo el mismo.
Quinto estaba tan pegado a ella por la estrechez del camastro que podía sentir su profunda y relajada respiración en el rostro. Durante minutos, se sintió consternada por caer tan bajo y permitir que estuviera a su lado. Delante de él nunca podría demostrar los verdaderos y profundos sentimientos que su traidor corazón todavía sentía. Se debatía entre la amargura y la ira por la traición de Quinto y el encarnado amor que siempre le había profesado. Durante años su única salvación había sido la esperanza de volver a encontrarlo pero todo había quedado reducido a cenizas. Todos sus sueños y esperanzas se habían ido al traste cuando se percató que estaba casado con otra. Esa traición no era capaz de perdonarla ni de pasarla por alto. Aunque él había intentado disculparse, ella se había negado a escuchar las explicaciones sobre esa terrible deslealtad. Si realmente la hubiese querido, hubiera esperado lo que hubiese hecho falta, pensó mientras un pequeño gemido de desesperación subía a su garganta.
Quinto se despertó instantáneamente y, abriendo los ojos, se dio cuenta que Claudia había conseguido salir del letargo febril que la había consumido durante días. Un enorme alivio se instauró en su pecho, después de esas noches horribles donde los desvaríos por la fiebre se apoderaban de su mente.
No era capaz de decir nada en el inmenso silencio que les rodeaba, ahogándose en su mirada, no apartaba la vista de su rostro. Su vida, desde el mismo momento en que la conoció, había girado en torno a ella. Era tan hermosa por dentro como por fuera, y así continuaba.
Su mano derecha se posó cautelosa en la mejilla de ella sin que Claudia hiciera nada por rechazarle. Durante unos segundos, sus miradas se sostuvieron durante lo que pareció una eternidad y sin que ninguno de los dos pudiera pronunciar sonido alguno. La boca de Quinto fue al encuentro de los labios de aquella mujer que representaba lo más parecido a su perdición. Desesperado y preocupado por dañarla, saboreó ligeramente aquella boca, pura ambrosía. Volvió a sentir el impacto crudo de ese deseo que siempre había fluido entre ellos arrasando sus cuerpos con una descarnada pasión. Quinto puso en aquel beso todo el amor que sentía por ella y, abriéndole su corazón, lo dejó al descubierto para que ella lo destrozase cuanto quisiera, no podía ni quería fingir otra cosa delante de ella.
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