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Capítulo 8

 "Jamás desesperes, aun estando en las más sombrías aflicciones, pues de las nubes negras cae agua limpia y fecundante".  Miguel de Unamuno (1864-1936) Filósofo y escritor español.


Tarraco, año 70 d. C.

Graco había llegado a Tarraco en busca de una oportunidad y en ese momento, se encontraba sentado con una jarra de cerveza aguada en una de las tabernaesde la ciudad. Se había endeudado tanto con Spículus que no sabía cómo salir del embrollo en el que estaba metido. Sin trabajo desde que abandonó al grupo de mercenarios, últimamente el hambre rondaba su estómago con más frecuencia de la necesaria, necesitaba comer.

     Su apariencia desaliñada provocaba que la gente se apartara a su paso. Normalmente desconfiaban de tipos con su apariencia. En verdad, ni él mismo se reconocía y demasiadas veces se preguntó por qué su destino tuvo que cambiar tanto. Volviendo su memoria siete años atrás, recordaba perfectamente cuando todo le marchaba bien, tenía una buena posición y unos ingresos regulares. Quizás, sabiendo lo que hoy en día sabía, no hubiese tomado aquella decisión que tantas repercusiones nefastas le habían acarreado. La muerte de Julia a sus manos le había condenado a una vida de peligros de la que ahora era imposible salir. Si no se hubiera empecinado tanto con esa muchacha no estaría donde estaba, sin dinero y sin nada que echarse al estómago. Sin embargo, en el fondo se alegraba del destino de aquella maldita. Estaba donde tenía que estar: muerta.

     Estando abstraído en sus pensamientos, una muchedumbre se empezó a agolpar en la puerta de la tabernae. Levantando la mirada comprobó cómo jaleaban el paso de los gladiadores del ludus de Tarraco. El público, sonriente, aplaudía y animaba a aquellos hombres, que por cierto se veían bastante contentos y corpulentos. No le importaría ser un luchador si eso implicaba no pasar hambre. Graco se levantó inmediatamente de su asiento y con paso enérgico se dirigió hacia el tabernero pagándole con la única moneda que llevaba encima. Decidido, salió de la tabernae detrás de aquellos gladiadores; no estaba dispuesto a pasar hambre ni un solo día más. Si tenía que luchar para sobrevivir, lucharía.


     A la mañana siguiente Quinto, sentado en una silla al lado de Flavia, contemplaba cómo dormía después de haber pasado la noche bastante intranquila. Después de la marcha del galeno y del procurador, no tuvo más remedio que informar a su esposa sobre el motivo de su desmayo y sobre todo, del consejo del galeno de que guardara reposo en la cama debido al riesgo que conllevaba su embarazo. Se había tomado la noticia con ilusión pero no pudo evitar preocuparse de la complicación que se cernía sobre ella.

     Desesperado e infeliz, sus ilusiones se habían venido abajo como un árbol al que talan desde la raíz. No podía apartar de su mente a Claudia y por otro lado, tampoco se veía preparado para abandonar a Flavia y a su futuro hijo. El honor apremiaba a tomar la decisión más correcta a pesar de que su corazón sangrara por dentro y las entrañas se le revolvieran maldiciendo el destino que le había tocado vivir.

—¿Has pasado la noche ahí sentado? —preguntó Flavia con voz adormilada y los ojos medio abiertos del sueño—. Pareces cansado.

     Quinto levantó la mirada y comprobó que Flavia ya estaba despierta.

—Sí, no te preocupes, estoy acostumbrado a pasar la noche en duermevela. Preferí quedarme por si necesitabas algo.

—Podías haberte recostado a mi lado... —respondió Flavia señalando el lado vacío de la cama.

—Quería estar pendiente de ti, por eso he dormido en el sillón.

—Gracias, te lo agradezco. Eres muy considerado.

     Quinto se sintió un mezquino. Era despreciable y ruin su manera de comportarse con Flavia. No era la consideración lo que le había llevado a no dormir en el mismo lecho que ella, sino la fidelidad a otra mujer a la cual valoraba por encima de su verdadera esposa.

—¿Cómo te encuentras esta mañana? —preguntó Quinto mirándola a los ojos.

—Mejor, tengo un poco de hambre y parece que esta mañana no tengo nauseas.

—Eso está bien. Ordenaré a alguien que te traiga algo de comer. Ya sabes que debes permanecer en cama hasta que el galeno aconseje lo contrario.

—Sí, no te preocupes, haré caso al médico. Sólo espero que el niño nazca bien.

—Seguro que sí. De aquí en adelante sólo necesitas seguir las indicaciones del galeno y estar tranquila.

—Así lo haré. ¿Qué podría perturbarme?... —dijo Flavia ilusionada.

—Hoy tengo que ponerme al tanto de todo con el procurador y estaré ocupado gran parte del día. No me esperes. Si me necesitas solo tienes que ordenar que vayan a buscarme. ¿De acuerdo? —preguntó Quinto a Flavia asegurándose que le comprendía.

—Sí, soy consciente de tus obligaciones. Marcha tranquilo, yo estaré bien.

     Quinto asintió.

—Voy a estar en la Administración Provincial, esta mañana es mi presentación como el nuevo procónsul...—dijo Quinto levantándose del sillón mientras se marchaba hacia la puerta— luego nos vemos.

—Hasta luego... —sonrió Flavia desde el lecho mientras veía salir a su esposo. Algo había cambiado en él, ya no parecía tan distante. Seguro que la llegada del hijo de ambos mejoraría las cosas.


     Tarraco era considerada la capital de la provincia de Hispania Citerior y, por tanto, sede del gobernador y del procurador provincial. Además, se había convertido en el centro de importantes reuniones de los delegados de más de trescientas ciudades, cuyas asambleas anuales generaban una intensa actividad en la ciudad. La prosperidad y la lealtad a Roma de esa urbe era encomiable.

     Quinto, impresionado por el lugar, iba caminando por la parte alta de la ciudad donde se encontraba una increíble plaza que albergaba toda el centro administrativo de la provincia: archivos, tesorería, aulas de reuniones,...y todo ello rodeado de adornados y frondosos jardines con fuentes, estatuas e inscripciones honoríficas que hacían de aquel lugar la zona más prestigiosa de toda la ciudad. No había esperado encontrarse una urbe así.

     Acompañado de una escolta de soldados se proponía entrar en la sede del procurador Plinio cuando dos legionarios que estaban en la puerta le dieron el alto.

—Soy el nuevo procónsul, el procurador me está esperando... —dijo Quinto presentándose a los soldados..

—¡Señor! El procurador Plinio se encuentra dentro, dio la orden de llevarle ante él en cuanto usted llegara... —aseveró uno de aquellos soldados dejándole pasar de inmediato—. Si me permite..., mi compañero le guiará hasta la sala.

     Quinto asintió con la cabeza y, con pasos firmes y seguros, continuó andando detrás de él. Los pasillos eran amplios y hacían honor al lugar donde se encontraba, evidencia del gran desarrollo urbano que estaba experimentando aquella ciudad. Cuando llegaron a una rica puerta labrada, el soldado le anunció, permitiéndole el paso hacia su interior.

     Plinio, que se hallaba revisando unos documentos, levantó la vista y observó la entrada de Quinto.

—¡Bienvenido!

—Buenas, señor... —respondió el nuevo procónsul mientras admiraba la gran sala que le rodeaba.

     Un elegante y elaborado mosaico adornaba el suelo haciendo contraste con paneles en rojo y negro que realzaba las paredes con una extrema delicadeza. Varias esculturas de ciudadanos, seguramente importantes personajes de la ciudad, se hallaban en su interior completando la estancia.

—¿Le gusta lo que ve? —preguntó Plinio observando la reacción del procónsul.

—Sí, es impresionante.

—Muchas gracias..., pues aquí tiene su nuevo lugar de trabajo. Puede considerarse en su nueva morada. No sabemos el tiempo que permanecerá con nosotros... —dijo Plinio con agrado.

—No, no lo sabemos —contestó Quinto con tristeza sin demostrar al anciano su decepción.

—Seguro que se enamorará de la ciudad y ya no querrá irse de este lugar...

      Quinto le miró fijamente. Las gentes de Tarraco disfrutaban de una excelente reputación por todo el Imperio. De ellas se decía que eran ciudadanos de una gran hospitalidad y que parte del carácter acogedor de sus habitantes provenía del excelente clima mediterráneo que disfrutaban, ya que la ciudad parecía estar en una permanente primavera.

—¡Adelante, Quinto, sentaos! Llevo toda la mañana esperándoos... —dijo Plinio invitándolo a sentarse en una de las sillas que había alrededor de una gran mesa de trabajo.

—Gracias. No he podido venir antes hasta asegurarme que mi esposa se encontraba bien.

—Sí, no se preocupe ¡Qué mala fortuna! Pero imagino que guardando reposo como aconsejó el galeno, no habrá problema alguno. Un nuevo comienzo le espera, Quinto, ha tenido que ser toda una sorpresa conocer la noticia de su paternidad nada más llegar aquí...

      Quinto asintió a la afirmación del procurador mientras su mente recordaba la impresión de la noticia. Desde luego había sido una sorpresa pero no tan agradable como el hombre se imaginaba. Durante toda la noche consideró qué hacer, debatiéndose entre las ganas de abandonarlo todo por Claudia o cumplir lo que su honor le demandaba. Al final tomó la mejor opción para todos los implicados. Las ilusiones y los planes de futuro se habían desvanecido en el aire.

     Cuando Claudia llegara a Tarraco le otorgaría su libertad y dispondría de todo para que pudiera comenzar una nueva vida. Dejarla marchar nuevamente era la decisión más difícil que había tenido que tomar, pero la más acertada. Podría haber comenzado una nueva vida con ella si hubiese podido solucionar el tema de su reciente matrimonio, pero jamás podría abandonar a Flavia con un hijo en camino. Y la posibilidad de mantener a Claudia como amante era totalmente inviable, no podía hacerle eso. En cuanto se enterase de la llegada de su hijo, lo abandonaría para siempre y eso le rompía el corazón.

     Siempre había querido ser padre pero con Claudia, con la mujer que siempre había amado. Ahora ya no sería así, no había vuelta atrás y debía asumir las consecuencias de sus errores por estúpido y porque ese niño que venía al mundo no tenía culpa de sus malas decisiones. Asumiría su matrimonio con Flavia y, desde la sombra velaría siempre por la seguridad de su verdadero amor; era lo único que podía hacer.

      La voz enérgica de Plinio hizo que retomara el hilo de la conversación, prestando de nuevo atención a las palabras del anciano.

—Sabe que, como procónsul, una de sus funciones será tener a su cargo las legiones que se encuentran acantonadas en la provincia. Su antecesor distribuyó y alojó a la tropa en distintos lugares, pero usted tendrá que decidir el destino que considere más apropiado. En la carta que el César me envió, hizo gran hincapié en que resolviera y averiguara el problema con las minas de las Médulas. Actualmente tenemos un contingente de militares procedentes de la Legión VII Gemina, desempeñando labores de vigilancia en el puerto y en la costa. A parte existe un destacamento a caballo que para mi gusto se encuentra bastante oxidado. Últimamente solo asisten a las grandes ceremonias; quizás deba considerar sus nuevas funciones.

—Hoy mismo procederé a ponerme al tanto de todo, no se preocupe...

—No hace falta que sea hoy mismo, sobre todo después de la situación que tiene en su hogar. Habrá tiempo para todo. No tengo la menor duda que se desempeñará usted mucho mejor que el anterior procónsul. Su fama le precede... —dijo el anciano Plinio con admiración.

—Le agradezco el cumplido pero le aseguro que tampoco es para tanto ¿Qué me puede contar sobre las minas?... —preguntó con interés Quinto—. El emperador ha iniciado la reforma fiscal y pretende aumentar el tributo de las provincias; desde la guerra contra Judea las arcas de Roma se encuentran vacías.

—Lo sé, conozco bastante bien la zona y le puedo asegurar que aquellas tierras siempre fueron muy productivas. Pasé parte de mi juventud como administrador de las minas y me resulta inconcebible que se hayan agotado tan de repente. Se llegaban a extraer casi veinte mil libras de oro al año.

—¿Tanto?

—Sí —contestó Plinio.

—El emperador me explicó que el antiguo gobernador de las minas fue su sobrino Tito Flabio Sabino.

—Sí y eso me tiene preocupado, joven Quinto. Quizá debería empezar por ahí sus averiguaciones. El emperador mandó a su sobrino hace unos meses a la región de Panonia y según los rumores no se marchó demasiado contento. Me pregunto por qué... —dijo el anciano seriamente.

—Sí, algo he oído sobre el asunto...

     Ambos hombres continuaron hablando hasta bien entrada la tarde.


     Mientras, en Roma, Claudia se preparaba para empezar su gira. El viaje a caballo sería duro, tenían que atravesar gran parte del Imperio hasta llegar a la Galia. Según habían explicado los lanistas, tendrían que luchar en los anfiteatros de Arelate y Nemausus antes de llegar a Hispania. Montada a caballo marchaba en fila por las calles de Roma mientras el público que se había echado a la calle vitoreaba a sus gladiadores favoritos. Cuando las personas congregadas reconocían a Claudia gritaban exaltados el nombre de "Hispana".

—La plebe está enfervorizada contigo; todos gritan entusiasmados tu nombre... —dijo Paulina a su amiga, que marchaba al lado de ella.

—Ya lo veo. Sólo espero que eso me abra el camino a la libertad y sea la última gira de mi vida.

—¿Dónde irás cuando todo acabe? —preguntó Paulina con verdadero interés—. Debe ser magnífico poder ser libre y no tener que estar encerrado en una celda. Nunca he visto el mar... ¿Es tan magnífico como dicen? Si alguna vez pudiera ser libre lo primero que haría sería ir a verlo.

     Claudia miró a su amiga sonriendo por primera vez desde hacía días.

—Puede ser que tu deseo se vea cumplido más pronto de lo que esperas; alguna de las ciudades a las que vamos están al lado del mar.

—¿De verdad? Pues entonces tendremos que sobrevivir para poder llegar a verlo.

—Dalo por hecho... —dijo volviendo a sumirse en sus pensamientos.

     Paulina, que no dejaba de observar a su amiga, no pudo evitar comentarle:

—¿Todavía estas triste? No me has querido contar nada de ese hombre que te visitó en la oficina de Vero y Prisco. Desde entonces no has vuelto a ser la misma.

—No hay nada de lo que hablar, ese hombre está muerto para mí. Fue el mayor error de mi vida... —cortó Claudia secamente.

     Paulina optó por callar y dejar la conversación por el momento, Claudia estaba totalmente hermética a hablar sobre ese tema. No volvieron a dirigirse la palabra hasta el atardecer cuando fue la hora de acampar para pasar la noche. Habían cabalgado durante largas horas y los gladiadores estaban de un humor mucho más cordial ahora que habían dejado atrás el encierro perpetuo de aquellas oscuras celdas. Cada paraje por el que pasaban, a Paulina le parecía maravilloso, era liberador respirar ese breve aire de libertad. Llevaba demasiado tiempo sin ver el mundo exterior; desde que fue apresada.

     Claudia, exhausta, apenas podía mantenerse en pie por sí misma. No estaba acostumbrada a cabalgar tantas horas. Moviéndose con lentitud alrededor del caballo se dirigió hacia una hilera de árboles para atender primero al animal sin percatarse de una mirada vigilante desde lejos.

     En el otro extremo del improvisado campamento, Rufus observaba cómo la joven se dirigía hacia la arboleda.

—No sigas por ese camino Rufus, esa mujer no es para ti... —aconsejó Carpóforo a su compañero.

—Esa mujer es toda una belleza, tiene un cuerpo esculpido por los mismos dioses y me propongo hacerlo mío. Lleva demasiado tiempo rechazándome y ahora tengo una oportunidad de oro.

—Pues ten cuidado con Aquilis, no te quita la vista de encima... —aconsejó el bestiarii mientras veía como su amigo continuaba con sus intenciones.

—Cada día la soporto menos, voy a tener que empezar a decirle que se vaya olvidando de mí... —señaló Rufus renegando mientras se iba alejando.

—Pues no creo que se lo tome demasiado bien... —señaló Carpóforo en voz baja sin que este le escuchara.


     Claudia presintió a alguien a su espalda y se giró rápidamente mirando al hombre que caminaba hacia ella. No soportaba a ese tipo y cada día le costaba más mantener las distancias. Aprovechaba cualquier momento para intentar seducirla y tenía que lidiar entre los celos de Aquilia y los avances continuos de Rufus. Debía andarse con cuidado de aquí en adelante, ya no contaba con la protección del ludus. A pesar de haberle rechazado continuamente, el esclavo no se daba por aludido.

—Una mujer tan apasionada como tú debe tener necesidades de vez en cuando. ¿Qué te parece si esta noches nos escapamos un rato? Podemos pasarlo bastante bien juntos tú y yo... —insinuó Rufus a Claudia.

      Ella respondió con una sonrisa, mostrando unos dientes pequeños y blancos como perlas, intentando aparentar una serenidad inexistente.

—No tenía ni idea de que te habías convertido en un hombre tan atento Rufus. Me parece que hay otra que está más deseosa por tus atenciones que yo. Deberías dirigir tus pretensiones hacia ella y no hacia mí. Sabes que no me interesa tu persona. Intenta evitarme si no quieres buscarte problemas y no se te ocurra buscarme más. Solo necesito acercarme a ti cuando estés dormido y nadie se enterará de que te he clavado una daga entre las costillas... —dijo mirándolo retadoramente.

—Te has vuelto demasiado arrogante y sanguinaria, gladiadora. Pero eso me excita. Que te resistas es algo que estoy deseando probar... —dijo Rufus mientras le sacaba la lengua y se relamía los labios.

—Eres un cerdo asqueroso, me das asco...—le dijo Claudia intentando alejarse de aquel sujeto tan despreciable y poner la mayor distancia posible entre ellos.

     Desde lejos, Aquilis observaba el interés de su amante por Claudia. Desde que la hispana la había derrotado había perdido el favor de Rufus. Sabía que cuando se acostaba con ella, el hombre estaba pensando en otra. Con odio en los ojos se prometió en silencio que algún día se vengaría de esos dos.


Tarraco, siete meses después.

     Quinto se hallaba en su cuartel general cuando uno de los soldados entró con una misiva.

—Señor acaba de llegar un esclavo con un aviso importante para usted.

—Hacedlo pasar... —ordenó Quinto mirando hacia la puerta.

     En ese momento el soldado hizo pasar a un hombre demasiado nervioso.

     Quinto le observó mientras entraba.

—Señor, me mandan mis amos a entregarle esto. Dijeron que no regresara sin una respuesta vuestra... —dijo el esclavo con la mirada fija en el suelo, sin atreverse a levantar la mirada sobre aquel soldado.

     Quinto cogió apresuradamente la carta mientras el corazón le daba un vuelco dentro de su pecho, imaginando el origen de su procedencia. Las manos le empezaron a temblar mientras la abría. Sabía que de un momento a otro el mensaje llegaría y, aunque llevaba preparándose para aquel encuentro desde hacía meses, era incapaz de afrontar ese momento. Por más que intentaba hacerse a la idea, su corazón y su mente se negaban a dejarla marchar y no volver a verla jamás. Debía olvidarse de los más profundos anhelos de su corazón, pero aunque durante el día se viera consumido por sus obligaciones, las noches..., en las noches solo era de ella.

—¿Cuándo llegaron? —preguntó Quinto.

—Ayer, señor. Mis amos quieren que sepa que mañana será la inauguración de los juegos y que esté preparado para lo que estime conveniente.

—Bien. Entregue esta carta a sus dueños y dígales que allí estaré... —dijo Quinto mientras escribía algo rápido en un pliego y se lo daba al esclavo.

     Cuando el esclavo se fue, Quinto se sentó en uno de los sillones y volvió a leer la nota. En ella se decía que estaban preparados para que se llevara a la gladiadora así como que cada vez era más difícil retenerla para que no luchara; la joven parecía no temer a la muerte. Quinto se quedó pensativo mirando hacia el vacío, era primordial alejarla de esa peligrosa vida porque podría soportar saberla lejos, pero no saberla muerta.


     Esa misma noche, en otro lugar de la ciudad se celebraba un gran banquete en honor de los gladiadores que lucharían al día siguiente en el torneo. En la cena estaba lo más selecto de la élite de Tarraco. Los gladiadores ataviados con sus mejores ropajes se exhibían para que los ricos patricios hicieran sus apuestas. Tres personas se encontraban en ese momento en una sala privada adyacente, reunidas y hablando sobre el futuro de Claudia.

—¿Dónde se encuentra ella? —preguntó Quinto a los lanistas.

—Las muchachas no suelen acudir a este tipo de eventos, normalmente la fiesta dura hasta altas horas de la madrugada y sabe que después de tanta comida y bebida algunos invitados importantes suelen propasarse con las muchachas demandando servicios que la mayoría de ellas no suelen prestar. Mi socio y yo siempre hemos estado de acuerdo con eso; una cosa es que ellas estén conformes con pasar la noche con alguien y otras que se las obligue a hacer algo que no desean. Nunca hemos sido partidarios de los abusos. Se han ganado con creces el derecho a ser gladiadoras y no prostitutas... —dijo Vero seriamente.

     Quinto les miró con respeto por el comentario vertido sobre este tipo de fiestas y de cómo culminaban la mayoría de las veces. Se sentía un poco más tranquilo de que por lo menos Claudia no hubiese tenido que pasar por eso.

—Gracias. No sé cómo me sentiría si Claudia hubiese tenido que soportar esto; estaré en deuda con ustedes eternamente. He querido reunirme aquí para acordar como procederemos mañana, Claudia se vendrá conmigo sin que sea necesario un enfrentamiento con ella. Como sabrán...

     Los tres hombres continuaron hablando hasta que acordaron la mejor manera de evitar que la muchacha se resistiera.


Anfiteatro de Tarraco, al día siguiente.

     Las calles estaban llenas de gente que se dirigía al anfiteatro expectantes por ver los juegos de los gladiadores. El día había amanecido nublado pero eso no impidió que los habitantes de Tarraco acudieran a ver el espectáculo. Próximos al anfiteatro se encontraban numerosas tiendas que flanqueaban el camino hasta el edificio. La gente aprovechaba para comprar comida y poder degustar algo mientras veían los juegos.

     Ese día lucharían los gladiadores de la escuela de Tarraco contra los gladiadores llegados desde Roma. Con una capacidad para catorce mil espectadores, el anfiteatro era uno de los edificios más impresionantes que había en la ciudad. Su fachada, que tenía más de siete metros de altura, estaba trabajada por los más reputados artesanos que habían creado con esmero y perfección los sillares y las bóvedas que estaban fabricadas con el nuevo hormigón romano que tan de moda se había puesto en los últimos tiempos. Los arcos, que estaban normalmente cerrados con rejas, hoy se encontraban abiertos al público, que subía ansioso para sentarse en el mejor lugar donde poder ver los juegos.

—¿Mi señor, qué va a hacer con la muchacha en cuanto terminen los juegos? —preguntó Aemilius a su señor que ya estaba al tanto de todo.

     Ambos estaban de pie situados en un lugar estratégico del anfiteatro donde podían mirar sin ser observados. No quería que Claudia se pusiese nerviosa en cuanto le viera. Había acordado con los lanistas que aprovecharían la distracción de los juegos para llevarse a la mujer sin que los demás se percataran y sin que ella pudiese hacer nada para impedirlo.

—Le daré la libertad y la ayudaré para que inicie una vida nueva... —dijo Quinto pendiente de la gente que iba llenando el lugar.

—Mire, allí acaba de sentarse el procurador... —señaló el joven legionario.

—Sí, le acabo de ver —dijo Quinto expectante mientras esperaba la señal oportuna de los lanistas para llevarse a la joven.

     Mientras, en los bajos de las dependencias del anfiteatro, los gladiadores se preparaban para el desfile que se iniciaría en unos segundos. Claudia esperaba al lado de su compañera a que empezara el torneo. Unos minutos antes había estado rezando en la celda a la diosa Némesis, protectora de los gladiadores, solo le pedía que alguna vez pudiera recuperar su libertad. Aunque su vida había dejado ya de tener sentido, necesitaba poner un poco en paz su maltrecha alma. Después de depositar tantas esperanzas en volver a ver a Quinto, perderlo de esta manera tan definitiva había sido un golpe demasiado duro, tanto como la pérdida de su bebé o de su amiga Julia.

     Los lanistas habían terminado de dar las últimas instrucciones sobre el orden de aparición de los gladiadores. En un principio, saldrían los gladiadores para luchar en grupo y por último, las gladiadoras harían una demostración. Claudia no comprendía por qué en los últimos meses esos hombres no querían que las mujeres lucharan a vida o muerte. Si no luchaba no podría obtener nunca su rudis.

     El organizador de los juegos dio comienzo al desfile de los gladiadores. En el circo había dos puertas situadas una enfrente de la otra. En la grada norte se situaba la puerta Triumphalisy era por la que salían los gladiadores, mientras que la otra puerta llamada Libitinensis,era por la que los vencidos salían después del combate, perdieran la vida o no.

     El desfile dio comienzo con la salida de los luchadores de la ludus de Tarraco. La gente que había acudido al espectáculo vitoreaba y saludaba a sus gladiadores preferidos, mientras estos correspondían a su vez al público reunido. Cuando acabaron de dar la vuelta al anfiteatro, los hombres se colocaron en un lado y esperaron a que los siguientes gladiadores de la ludus romana salieran.

     Le tocó el turno a los romanos, los lanistas junto con sus gladiadores salieron entonces, mientras el público continuaba celebrando y aplaudiendo a los nuevos luchadores llegados de Roma. Claudia empezó a avanzar situada al lado de Paulina mientras las demás mujeres se colocaron detrás de ellas. Acabado el recorrido, los lanistas les apremiaron a que se situasen al lado de los gladiadores del lugar y al mismo par, todos ellos gritaron a las autoridades que estaban situadas en la tribuna de las autoridades: "Ave César, los que van a morir te saludan". Y en ese momento, la autoridad que presidía el torneo dio comienzo los juegos.

     Los gladiadores empezaron a moverse para volver al túnel de donde habían salido. De repente, Claudia tuvo la sensación de que alguien la observaba, por el cosquilleo constante que experimentó en la nuca, así que con un oscuro presentimiento volvió la mirada intentando localizar el dueño de la penetrante mirada. Sus ojos quedaron atrapados por el sujeto que pasaba por al lado de ella y que en un primer momento no había reconocido, se trataba del desgraciado de Graco, el esbirro de Spículus. Claudia tuvo el impulso de correr hacia él y clavarle la gladius en las entrañas, pero con bastante sangre fría se tragó las locas ansias de matarlo hasta que pudiera buscar el momento más adecuado. Si ahora lo intentaba, no permanecería en la arena el tiempo suficiente para acabar con él.

     La garganta seca y un ligero temblor de cuerpo se apoderaron de ella. Claudia sentía una furia ciega mientras los ojos se le empezaban a anegar de lágrimas. Por culpa de ese desgraciado, los piratas mahuritanos habían entrado a la ciudad de Baelo Claudia y habían podido secuestrar a su amiga Julia y a ella. Fue por su maldita culpa que Julia murió asesinada y ella acabó como esclava. Le prometió que algún día lo mataría y ese día había llegado. Cualquier día era bueno para morir.

     Quinto, ajeno a los sentimientos y emociones que experimentaba Claudia en ese momento, la vio entrar al túnel de los sótanos del circo. Aprovecharía la salida de los gladiadores a la arena para llevarse a la joven sin levantar el mayor alboroto.

—Vente, Aemilius, tenemos que ir a por Claudia —dijo Quinto nervioso.

—Sí señor—. Contestó el joven legionario.


     Claudia sabía que el primer espectáculo era una batalla en la que intervendrían bastantes gladiadores de ambas escuelas. Ese sería el momento más oportuno para pasar desapercibida. Mirando a ambos lados se percató de que unos metros más adelante estaba Rufus preparado para salir en combate. Así que decidida se dirigió hacia él.

—¡Rufus!, ¿recuerdas la proposición que me hiciste en el bosque? —preguntó Claudia al bestiarii.

—Sí, por supuesto, ¿a qué viene eso ahora? —preguntó extrañado el gladiador mirándola fijamente.

—Acepto con una condición... —dijo seriamente Claudia, sosteniéndole la mirada.

—¿Hablas en serio? —preguntó Rufus.

—Nunca he hablado más en serio en mi vida —contestó la joven.

—¿Cuál es la condición?

—Que hables con tus hombres y me permitáis salir a la arena con vosotros. Quiero matar a un luchador de la otra escuela.

—¿Por qué quieres matarlo? —preguntó Rufus con curiosidad.

—Eso es asunto mío. ¿Aceptas, o no?

—Está bien, ocúltate en el centro mientras salimos en grupo y procuraremos que los entrenadores no se den cuenta. Hablaré con los demás.

     Paulina se acercó a ella temerosa y le preguntó:

—¿Claudia qué vas a hacer?

—Cumplir una promesa que hice hace tiempo. Llevaba años deseando matar a Graco —dijo Claudia mientras Paulina se estremecía—. No te preocupes, todo saldrá bien, no quiero que hables con nadie de esto ¿Me has escuchado? Y si alguien te pregunta por mi, hazte la despistada —previno Claudia a su amiga con voz baja.

—Está bien, pero..., ten cuidado.

     Claudia asintió.

—Gracias amiga, te debo una. Procura que nadie perciba mi ausencia, sobre todo Vero, que últimamente no me quita el ojo de encima.

     Paulina observó a su amiga colocarse estratégicamente entre los hombres e intentando pasar desapercibida entre ellos. Los gladiadores empezaron a avanzar lentamente en dirección al centro de la arena donde tendría lugar la lucha. Nadie se atrevió a oponerse a Rufus por lo que todos a una salieron preparándose mentalmente para la lucha que tendría lugar en ese momento.

     Claudia intentó averiguar la situación del desgraciado de Graco entre los luchadores que estaban esperándolos en el centro. En cuanto lo localizó, una determinación fría recorrió su cuerpo.

     Sin quitar de encima la vista a su objetivo, la joven esperó a que Rufus diera la señal. Asiendo fuertemente la gladius para que no se le cayera al primer golpe, Claudia se preparó. De repente un grito espeluznante salió del bestiarii:

—¡Ahooraaa!...

     A su gritó, todos empezaron a correr en cuanto escucharon la orden.

     Graco vio como el grupo de romanos se abalanzaba hacia ellos. El grito de uno de ellos le puso el vello de punta. En uno de los huecos que dejaron esos gladiadores Graco pudo comprobar la figura femenina que se abalanzaba hacia él. Pudo reconocerla inmediatamente. La muy perra iba a recibir lo que no pudo darle en su momento. Alegrándose por su buena fortuna, el hombre empezó a correr hacia ella.

     En ese momento Quinto, acompañado por Vero, accedía al túnel donde deberían estar todas las mujeres. Mirando a todos los lados no pudo encontrar a Claudia por ningún sitio. El lanista, que se encontraba también allí, preguntó a Paulina sobre el paradero de su amiga, pero ésta, haciéndose la despistada, le dijo que había tenido que ir un momento a uno de los baños. Ambos hombres, aliviados, esperaron a que la gladiatrix llegara mientras escuchaban como el ruido y el bullicio de la gente aumentaba.

     Claudia llegó a la altura de Graco y, enderezándose con un gesto elegante, se empezó a girar para enfrentarse a su enemigo.

—Veo que el paso de los años no ha mejorado tu aspecto, Graco, sigues tan repugnante como siempre ¿Acaso te has vuelto tan inútil que eres incapaz de seguir trabajando para Spículus? ¿Ahora tienes que jugarte la vida para poder sobrevivir? —preguntó la muchacha intentando provocar a aquel cerdo y acertando en sus insinuaciones sin saberlo.

     Graco, enfadado por los comentarios de la mujer le dijo:

—No creo que te dé tiempo a saberlo, esclava.

—Te prometí que te mataría y aquí estoy... ¿Crees que soy la misma mujer, inocente?

     Graco sintió un escalofrío pero contraatacó haciendo su primer movimiento e intentando desestabilizar a la mujer sin conseguirlo.

—Muy mal movimiento, desgraciado; ¿acaso no te han enseñado a luchar?...—respondió Claudia mientras ella volvía a lanzarse hacia delante, al tiempo que su gladius chocaba con la de él. Graco aprovechó el momento para golpear el flanco derecho de la muchacha y de refilón, pudo alcanzar el hombro de la joven y herirla, pero Claudia pudo esquivarlo con extraordinaria agilidad y, haciendo una voltereta, dejó que Graco pasara por su lado. El público se levantó expectante de sus asientos al ver la apasionada lucha de esa mujer. Era la primera vez que una gladiatrix luchaba en la arena de aquel circo con un hombre. A pesar de la crueldad del combate que se desarrollaba en aquel sitio por el resto de luchadores, nadie pudo evitar despegar la mirada de aquella sorprendente mujer. Una espesa cabellera cobriza le llegaba hasta por debajo de la cintura, recogida en una gruesa trenza. El atuendo femenino de la gladiatrix permitía su libertad de movimientos y además la contemplación de su extraordinaria belleza no dejaba inmune a nadie.


     Valeria se encontraba sentada en las gradas de aquel anfiteatro con su criada mirando el espectáculo cuando su atención se vio centrada en aquella luchadora. Tuvo una leve impresión de conocer a aquella joven. Su cara le sonaba, no sabía de qué, pero conocía a aquella joven. Después de abandonar la ciudad de Baelo Claudia y de la muerte de su marido Tiberio en aquel terremoto, Valeria llegó a la ciudad de Tarraco y, con una identidad falsa, empezó una vida nueva. Bajo el anonimato y ayudada por su criada Servia, regentaba uno de las más famosos burdeles de la ciudad. Era uno de los negocios más rentables y lucrativos del momento y que, por cierto, le permitía sobrevivir bastante bien sin la presencia de ningún hombre. En ese momento recordó la cara de esa luchadora, era Claudia, una de las esclavas que servían en la Casa de Tito Livio. El corazón le dio un vuelco cuando vio como el hombre hería levemente a la joven en el hombro, pero ésta recobrándose magistralmente sorteó la dirección de la gladius.

—¿Ya has hecho esto antes, verdad? —preguntó Graco con un gruñido.

—¿A ti que te parece, idiota? —preguntó Claudia serenamente riéndose de aquel sujeto.

—Como vuelvas a dirigirte a mí así otra vez, voy a hacer que tu muerte sea lenta y dolorosa —pronosticó el luchador.

—Inténtalo si te atreves, otros antes que tú lo han hecho y aquí estoy, ¡idiota! —le volvió a insultar Claudia riéndose.

     Ambos luchadores empezaron a embestir uno al otro con fuertes golpes de sus gladius. Después de un rato de duro enfrentamiento, Claudia aprovechó un despiste de aquel sujeto y pudo hincar parte de su espada en el brazo de Graco. El hombre herido se tocó la herida mientras intentaba sostener la espada. Inesperadamente se agachó al suelo y cogiendo un puñado de aquella arena se la tiró a la joven en los ojos. Claudia cerró los ojos inmediatamente al sentir aquel cuerpo extraño en su cara y ese momento fue aprovechado por el luchador para avanzar y asestar otra estocada fatal en el costado de la joven. La muchacha sintió el dolor lacerante del costado doblándose sobre sí misma pero se incorporó antes de que Graco pudiese herirla nuevamente. Ambos contrincantes siguieron danzando uno enfrente del otro en un baile mortal y tan antiguo como los tiempos. Ambos, cansados y heridos, se miraban intentando medirse con la mirada.

     Los demás gladiadores, que habían terminado con sus contrincantes, miraban serios a los dos luchadores que quedaban en la arena. Rufus no podía dejar de sentir verdadera admiración por aquella mujer que se había enfrentado sola a aquel luchador. Era totalmente insólito que una gladiatrix venciera a un hombre. Un silencio pesado cubrió todo el foso de la arena.

     En ese momento Quinto salió corriendo del túnel y, desesperado, alcanzó la barrera que separaba el público de la arena. Mirando hacia el foso donde estaban los luchadores, sus peores presagios se cumplieron. Claudia estaba luchando contra un gladiador. Creyó volverse loco. Si paraba en ese momento el combate, podría distraerla y el otro luchador aprovecharía el momento para matarla. Desesperado, solo pudo observarlos en ese combate a muerte.

     Claudia tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para no desmayarse a pesar del dolor y de la sangre que estaba perdiendo y, observando a su enemigo, se acordó de una de las enseñanzas de su entrenador. Así que, preparándose para el que sería posiblemente su última oportunidad, dibujó un arco con ambas manos y le asestó sendos golpes a Graco derribando la espada de las manos del mercenario. Un desconcertado Graco la miró anonadado, y la joven aprovechó para herirlo de una estocada mortal que lo dejó tumbado y malherido en la arena.

     Claudia levantó la mirada observando al público para conocer la decisión que habían tomado y pudo comprobar que todo el mundo en pie con los pulgares señalando hacia abajo indicaban que procediera a darle muerte a aquel asesino. Tambaleante, pero decidida, se situó encima de él y mirándolo fijamente, sujetó fuertemente su espada y la hundió en el corazón de Graco.

—¡Muérete! —dijo gritando a plena voz.

     Y mientras decía las últimas palabras, la joven cayó gravemente herida al suelo al lado del luchador muerto.

      Quinto se lanzó corriendo a la arena y, cuando llegó a su altura, se arrodilló ante su valiente luchadora.

—¿Qué has hecho mujer? —preguntó Quinto mientras lágrimas desoladas empezaban a salir por sus ojos— Sé que puedes oírme Claudia... No te atrevas a dejarme, te seguiré a donde vayas, te lo juro...

     Claudia escuchaba la voz de Quinto pensando que estaba muriéndose. Cuando la sentida orden llegó a su mente, abrió levemente los ojos y comprobó la figura del hombre que había amado frente a ella. No pudo añadir nada más. Desvaneciéndose, se quedó laxa entre los brazos de él.

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