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Capítulo 7

"Una retirada a tiempo es una victoria". Napoleón Bonaparte (Emperador. Militar y estadista francés).


     Claudia corrió enfurecida consigo misma, sin comprender por qué había tenido que sucumbir al encanto de Quinto. Con sus falsas palabras solo pretendía distraerla para que volviera a caer en sus malditos brazos. Lo odiaba y se odiaba a sí misma por acabar con la poca dignidad que le quedaba. Una relación con él era imposible ¡Estaba casado! Al final ella terminaría arrastrándose por el fango como una cualquiera porque siempre sería la otra.

     Los entrenadores que esperaban fuera a que el tribuno hablara con la joven, vieron como Claudia pasaba corriendo por delante de ellos sin percatarse siquiera de que estaban allí. Ambos hombres se miraron seriamente y Prisco dijo:

—Vamos, terminemos de una vez con esto.

Cuando llegaron a la sala donde estaba el tribuno, el soldado les estaba esperando.

—Siéntense, debo hablar con ustedes.

—¿Ha sido satisfactorio el encuentro señor? —preguntó uno de los lanistas.

     Quinto que les miraba de frente, contestó mortalmente serio:

—Claudia parece no comprender nada, cree que hice algo que en realidad no sucedió, pero eso no va a cambiar el propósito que traigo. Aquí tienen la orden del César otorgándome la autorización para hacerme cargo de ella —manifestó Quinto presentándoles encima de la mesa el documento que acreditaba la facultad para poder comprarla— por supuesto, les será retribuida toda la inversión que hicieron durante estos últimos años así como los posibles beneficios que creen que pudieran conseguir con sus combates ¿Creen que cincuenta mil denarios podrían bastar? —preguntó Quinto sacando una bolsa de tela, colocando el dinero encima de la mesa.

—¡Parece que no nos queda otra opción! —aseveró Prisco enfadado.

Vero abrió la bolsa y derramó su contenido encima de la madera.

—¡Esto es una verdadera fortuna! ¿De verdad está seguro de que esto es lo que desea?... —preguntó asombrado el lanista.

—Claudia vale para mí eso y más. No permitiré que siga siendo una esclava y que se juegue la vida cada día... —dijo Quinto mirándoles seriamente.

—Con la orden del César era más que suficiente para que pudiera llevarse a Claudia sin dar explicación alguna ¿Por qué nos retribuye de esta manera? No terminamos de comprender por qué es tan importante esto para usted —dijo Prisco pensativo.

—Ustedes la han mantenido viva a lo largo de todos estos años y para mí es más que suficiente motivo. No tengo otro modo de expresarles mi gratitud... —respondió el tribuno mientras se quedaba repentinamente callado y se volvía mientras simulaba mirar por la ventana. Un pequeño movimiento llamó su atención, Claudia salía corriendo hacia el patio exterior. Volviéndose hacia los dos hombres continuó hablando—. Si ella no hubiese sido raptada por el mercenario, hoy en día habría sido mi esposa.

     Los dos lanistas se quedaron mirándole bastante sorprendidos y comprendieron en ese instante, que ese hombre era el padre de la criatura que Claudia abortó el día que la encontraron.

—Está bien, sería de tontos rechazar semejante oferta —confirmó Prisco—. ¿Cuándo se la llevará?

—Estoy preparando mi marcha a Hispania, volveré a por ella en cuanto todo esté dispuesto —dijo Quinto mirándoles.

     Cuando ambos hombres asintieron, Quinto hizo un saludo de despedida y salió por la misma puerta que unos instantes antes, había salido Claudia.


     Tres días después, Quinto se encontraba en la villa ordenando los últimos detalles.

—Aemilius ¿Dónde está mi esposa?

—Señor, estaba con las esclavas, terminando de ordenar lo que se iba a llevar en el viaje.

—Dile que deseo hablar con ella en cuanto termine de empacar pero que antes saldré a hacer unas diligencias.

—Sí señor —respondió el joven.

—Y en cuanto se lo comuniques, dirígete a la entrada de la domus porque tenemos que salir y necesitaré tú ayuda.

—Sí señor, ahora mismo vuelvo.

     En cuanto el joven cumplió la orden de su señor, regresó a la puerta de la villa donde Quinto ya le estaba esperando montado en su caballo.

     No habían hecho más que bajar la calle cuando Aemilius preguntó al tribuno:

—¿Durará mucho el viaje señor?

—Dependerá del tiempo que nos encontremos. En cuanto estemos en el barco, en dos o tres días podremos alcanzar la costa de Tarraco.

     Quinto permaneció en silencio un buen rato mientras cabalgaba pensativo. Reflexionaba sobre cómo afrontar la marcha con Claudia. Había tenido tiempo más que suficiente para planear el mejor modo de notificarle a Claudia sus intenciones. Sabía que se mostraría reticente en cuanto supiese su próximo destino, sobre todo cuando se percatase de que su esposa les acompañaba. Necesitaría a Aemilius para que la vigilase mientras tanto y la acompañase; no se fiaba de nadie más.


     Claudia estaba en la sala de los masajes cuando una de las sirvientas entró buscándola.

—Claudia los amos quieren que te presentes inmediatamente, están esperándote en su despacho.

—¡Otra vez!... ¿Sabes que desean? —preguntó Claudia recelosa mirando a la mujer.

—No, solo han dicho que acudieras.

—Está bien, diles que ahora mismo voy.

—¿Qué querrán? —preguntó Paulina.

—No lo sé, pero la última vez que fui no me gustó la sorpresa —dijo Claudia mientras se levantaba y le ordenaba silenciosamente a la criada que dejara el masaje.

—Bueno, seguro que esta vez será para otra cosa. No creo que se haya atrevido a venir... —comentó inocentemente Paulina que ya conocía el incidente con el tribuno.

—Eso espero, aunque no me van a pillar desprevenida como la vez anterior. Luego te veo. Voy a comprobar qué desean —dijo mientras terminaba de vestirse y salía por la puerta.


     Claudia llegó al despacho de los lanistas y llamó a la puerta pidiendo permiso para entrar. Escuchando la voz de Vero, entró esperando alguna trampa y efectivamente los lanistas estaban acompañados de Quinto y un joven soldado. Su intuitiva mirada se paseó del rostro de su entrenador al de los hombres que allí se encontraban, percatándose de la incomodidad de todos ellos. El gesto tenso de sus rostros evidenciaba sus estados de ánimo y eso la alarmó porque los lanistas parecían apenados mientras que las otras dos personas no mostraban emoción alguna.

     Quinto la miraba intensamente y Claudia, consciente de su presencia, se tensó sin querer sostener la mirada del tribuno, así que, hablando rápidamente, se dirigió hacia su entrenador.

—¿Deseaba verme señor?

—Sí, pasad. El tribuno Quinto Aurelius tiene que comunicarle algo... —dijo Vero rápidamente.

—Señor, entre el tribuno y yo no hay nada que añadir, creo que esto no es necesario.

—Yo creo que sí ¡Pasa y siéntate! —dijo Quinto con voz tajante.

      A Claudia no le quedó más opción que pasar y sentarse ante el silencio de los lanistas que otorgaban calladamente la autoridad a Quinto. Sin dirigir la mirada a nadie, optó por observar un punto concreto de la sala mientras escuchaba lo que el traidor tenía que decir.

     Quinto se preparó para el impacto que sus palabras provocarían en Claudia.

—Quiero que recojas tus pertenencias; te marchas conmigo —aseguró Quinto mirando los ojos de Claudia.

     Con una sonrisa helada, se levantó y se paró ante el hombre que tenía delante de sí. Y acercándose todo lo que pudo a la cara de él, siseó con toda la rabia y el dolor acumulado de años:

—No voy a ir ningún lado con usted, así fuera el último hombre sobre la tierra y este fuera mi último día de vida.

—No hace falta que hagas ningún drama, ya he hablado con ellos y está todo arreglado. No tienes nada que decidir al respecto... —confirmó Quinto acercándose todavía más a ella.

     Con un rápido y seco movimiento, Claudia sacó de debajo de la manga de su túnica una daga poniéndosela al tribuno en su garganta, mientras continuaba hablando:

—¿Crees que esto es un drama? ¡Jamás me verás a tu lado tribuno! —sentenció Claudia escupiendo sus palabras.

     Quinto no pudo evitar la rápida reacción de ella mientras notaba como la afilada arma presionaba su piel sacándole un fino hilo de sangre que empezó a bajar por su garganta.

—¡Claudia!, ¡baja esa daga! —gritó alarmado Vero.

     Los lanistas se aproximaron a ellos corriendo así como el criado de Quinto que intentó acercarse a su señor. El asombro de todos y el alboroto fue tal que Claudia dijo lentamente:

—¡Como se acerquen más no respondo de mí!

     Quinto levantó el brazo dando la orden silenciosa de que no siguieran adelantándose, pero su decidida mirada permaneció clavada en ella. Todos los presentes estaban estupefactos ante el atrevimiento de la mujer. Amenazar a un tribuno, podía costarle la vida.

—¿Estás loca esclava? ¿Sabes las consecuencias de amenazar a un tribuno romano? —preguntó Prisco enfadado y horrorizado por lo que estaba presenciando.

—¡Aleja la daga inmediatamente! Sabes que en el fondo no quieres hacerlo. ¡Claudia..., bájala! —ordenó Quinto con suavidad en la voz, conociendo la rabia y la desesperación que debería de estar sintiendo ella, para cometer un acto así. Sabía que ese momento no era fácil para su amada.

     Con una frialdad pasmosa, que puso los pelos de punta a todos los presentes, Claudia lo contempló con una mirada oscura y vacía y, hablando con serenidad le respondió:

—Si me obligas a ir, acabaré contigo de un modo u otro. Vuelve con tu mujer porque yo no voy a ser la querida de nadie. Te mataré si es necesario antes de que me quites lo poco que me queda.

     Quinto sabía que tenía argumentos que esgrimir después de una afirmación tan rotunda. Le llevaría tiempo convencer a Claudia de que la quería, pero antes tenía que separarse de su esposa. Mientras iniciaba el trámite, Quinto era incapaz de abandonar a Claudia después de haberla encontrado y más con el riesgo que corría en aquel ludus. Ella no sabía que sus intenciones era volver con ella, no le permitía explicarse y si algo le ocurría, no volvería a perdonárselo en la vida.

—Claudia, recapacita, aquí corres demasiado peligro y yo te ofrezco otra vida distinta. He comprado tu libertad.

—¿Qué vida? ¿La de esclava o la de tu querida?... Prefiero estar muerta a que acabes con la poca dignidad que me queda. ¿Es que no comprendes? He luchado demasiado duro todos estos años para poder conseguir mi libertad, pero no a este precio. No voy a convertirme en la querida de nadie y mucho menos en la tuya.

—¡No es eso lo que pretendo!¡Déjame explicarte!

—¿Ah no? ¿Y qué pretendes entonces? ¿Crees que soy una ilusa? ¡Estás recién casado! No puedes arrebatarme lo único que tengo porque no me temblará el pulso. ¡Tú o yo, elige! —dijo Claudia perdiendo los nervios mientras continuaba presionando con el cuchillo.

     Quinto permaneció en silencio unos segundos comprendiendo que de ese modo no lograría convencer a Claudia. De repente se le ocurrió algo y afirmando con la cabeza le concedió lo que deseaba.

—Está bien, será como desees... —dijo otorgándole su petición— me marcharé si es lo que deseas. Aleja ahora la daga.

—No vuelvas más por aquí porque acabaré contigo, te lo aseguro. No quiero volver a verte en mi vida —afirmó rotundamente la joven dejando a todos pasmados.

     Quinto sabía que Claudia no hubiese sido capaz de matarle, pero delante de los tres testigos no podía poner en riesgo la seguridad de ella. Si eso llegaba a oídos del César, podría tomar represalias.

—Puedes marcharte, si así lo deseas... —contestó Quinto.

      Claudia bajo lentamente la daga observando las gotas de sangre que le había provocado con el forcejeo. Cuando empezó a bajar su brazo, Quinto le arrebató el arma y, mirándola seriamente, comprobó cómo ella retrocedía hacia la salida mientras los demás miraban estupefactos. El criado de Quinto no comprendía nada de lo que allí sucedía, sobre todo no conocía quién era esa mujer a la que su señor le permitía tales libertades. Había amenazado la vida de su señor.

     Cuando Claudia llegó a la puerta, se marchó sin mirar atrás.

     Segundos después, cuando Quinto se aseguró de que ella ya no podía escucharles se volvió hacia los lanistas y les ordenó:

—No quiero que comenten con nadie lo ocurrido ahora mismo. No pienso permitir que la vida Claudia peligre por mi culpa. Debí acercarme a ella de otro modo pero apenas tengo tiempo. Como comprenderán no puedo hacer las cosas como yo creía, lo más conveniente será...

     Varios minutos después el tribuno terminó de dar las últimas órdenes mientras los presentes escuchaban con atención.


      Esa misma noche, una adormilada y drogada joven permanecía impasible a lo que ocurría a su alrededor. Quinto entró sigiloso a la celda donde se encontraba Claudia. Había tenido que convencer a los lanistas para que le permitieran pasar la última noche al lado de ella. Los lanistas no terminaban de comprender por qué no ejercía su autoridad y se la llevaba sin más. De hecho uno de ellos insistió en que debía de haber sido castigada por haber amenazado a un tribuno de Roma.

      Con solo pensar en que alguien le hiciera daño se ponía enfermo. Comprendía perfectamente la oposición de Claudia a marcharse con él. Si la situación hubiese sido a la inversa, a él no le hubiese temblado el pulso.

       A pesar de la insistencia de ellos, Quinto les convenció que lo mejor era dejar pasar el tiempo para que la joven aplacara su furia. Sería más fácil atraer a la joven a su propio terreno por las buenas que por las malas y para ello necesitaba la colaboración de los lanistas.

      Después de que se negara a acompañarlo y Claudia abandonara la sala, había acordado con ellos que la mejor opción era, que en su gira por el Imperio llegaran con el circo hasta Tarraco, ciudad donde estaría Quinto esperándoles. Allí, se haría cargo de ella, quisiera la joven o no. Los lanistas a su vez, se habían comprometido a que no expondrían la vida de Claudia en ningún combate peligroso. No encontraba otra posibilidad de llevarla a Hispania sin que opusiera resistencia y sin hacerse daño ella o que se lo hiciera a él. En cuanto el circo llegara a la ciudad tendría todo arreglado e incluso su nuevo estado civil porque no pensaba seguir casado con Flavia.

       A su llegada a Tarraco, le contaría su situación. No quería hacerle daño pero tampoco podía permanecer al lado de la joven queriendo como quería a Claudia. Tendría que comprenderlo. Intentaría que Flavia saliera favorecida de todo pero no podía continuar con esa farsa. Había sido incapaz de volver a yacer con la joven después de la noche de bodas y nunca volvería a hacerlo. Claudia había regresado a su vida y no volvería a cometer un error. Si no hubiese sido por el vino que le embotó la mente en su noche de bodas, jamás se hubiera acostado con ella. Necesitó estar borracho para meterse en el lecho con otra.

     Los lanistas no habían tenido problema en administrarle la droga a Claudia en la última comida del día, y aunque no le gustaba la decisión tomada, prefería cien mil veces pasar su última noche en Roma con ella, dormida entre sus brazos que estar solo en un lecho soñando como un jovenzuelo enamorado. Necesitaba sentirla a su lado, los años habían borrado aquellas sensaciones. Cuando se separaran esa madrugada, pasaría bastante tiempo hasta que sus destinos volvieran a cruzarse y ese recuerdo tendría que sostener su cordura hasta que volvieran a reunirse.

     Quinto observó el relajado sueño de su amada. Suavemente le tocó el rostro y bajó lentamente por su mejilla. Lentamente movió a Claudia en el lecho donde dormitaba y tumbándose al lado de ella, se sintió feliz después de tanto tiempo. No estaba en paz porque se sentía culpable de haber tenido que drogarla pero por lo menos, podría abrazarla sin que ella se violentase. Cuando su cuerpo se apoyó sobre el femenino, pensar se convirtió en algo demasiado complicado, solo era consciente de que debía respirar mientras pequeñas lágrimas silenciosas resbalaban por su mejilla. La dicha sobrevolaba su maldita alma por el simple hecho de poder abrazarla de nuevo. Durante demasiados años, Claudia había sido su esposa en su corazón y así sería hasta el fin de los tiempos. Era la mujer de su vida, la que le hacía sentirse completo y lleno. No sabía por qué, pero la amaba como jamás imaginó amar a nadie.

     Con la espalda de Claudia sobre su pecho, pasó uno de sus fuertes brazos por debajo de su cabeza a modo de almohada y con el otro, rodeo a la joven atrayéndola más hacia él hasta que logró tenerla completamente en su regazo. Apoyando su cara sobre el cabello de ella, besó sus gloriosos cabellos. La había extrañado tanto que hasta el simple olor de su cuerpo le transportaba al año en que vivió en Baelo Claudia. Sus recuerdos escondidos en lo más recóndito de su mente, regresaron. Las noches a escondidas que pasaron en aquella playa mientras nadie sospechaba vinieron a su mente y, si cerraba los ojos un poco más, podía imaginar que todos esos años de sufrimiento no habían tenido lugar nunca.

     Con la mano se atrevió a explorar el nuevo cuerpo femenino demorándose en sus suaves curvas que eran más maduras. Ya no tenía en brazos a una joven chiquilla, sino a una mujer que era una pura tentación. Cualquier hombre podía perderse en la magia de ese cuerpo. Recordó su atrevimiento y la frescura de su sonrisa la primera vez que la vio. Los víveres que llevó al campamento, fueron un pretexto para poder verlo y él, se quedó absolutamente encandilado y prendado de su belleza e inocencia. Sin embargo, Claudia ya no era la chiquilla traviesa que le buscaba. Se había convertido en una mujer madura, en una luchadora, en una superviviente, como él.

     Sostener su cálido cuerpo era un tormento demasiado placentero. Su tersa piel era suave como la seda y resplandeciente como el más puro ébano bajo el influjo de la luz de la luna. Tocando su liso estómago bajó la mano por su cadera para acoplar sus piernas masculinas a las de ella y, siguiendo con su recorrido, se tensó cuando Claudia murmuró algo ininteligible. Temiendo despertarla a pesar de estar drogada, Quinto volvió cautelosamente el cuerpo de la joven para que su cara quedara enfrente de la de él. La besó tiernamente en la frente y luego apoyó su cara en la mejilla de ella mientras que con la mano tocaba su sedoso y cobrizo pelo.

     Durante toda la noche Quinto no fue capaz de dormir, tendría tiempo suficiente de descansar cuando subiera a bordo del navío. Y aunque las horas pasaron raudas aquella noche, se sintió demasiado dichoso de estrecharla junto a él. Siete malditos años habían tenido que pasar para que tuviera que robar su compañía como un vulgar ladrón, pero esa mujer era la mitad que le faltaba para estar vivo. Cuando la noche dio paso al alba, no hubo tiempo para más. Corría el riesgo de que Claudia despertase y le descubriese junto a ella.

      Aquella fue la despedida más amarga que hubiera imaginado nunca, pero Quinto se levantó decidido y, con todo el dolor de su corazón, se arrodilló frente al camastro. Abriendo el interior de su túnica, se sacó por el cuello el colgante que llevaba en su interior. Nadie sabía la existencia de aquel metal que había llevado en su cuello durante aquellos siete años. Recordaba todavía el día que lo compró a un mercader, un anillo de compromiso con el que pensaba pedirle a Claudia que se casara con él aquella noche infernal. Pensaba darle una sorpresa a su enamorada pero no hubo tiempo para ello; se la arrebataron de sus manos. Mirando fijamente el objeto en la mano, lo cogió con suavidad y se lo pasó a Claudia por la cabeza. Con cuidado le colocó de nuevo su melena y besando sus labios, se despidió de ella de la única manera que supo y que pudo, hasta que el tiempo decidiera reunirlos de nuevo.

      Mirándola fijamente, la observó por última vez. Sabía que Claudia se sentía traicionada, solo esperaba que bajo toda esa inmensa furia todavía hubiese algún rescoldo del intenso amor que se habían profesado, porque él no era capaz de aceptar la opción de seguir viviendo sin ella.

      Levantándose del duro suelo, salió como un condenado de aquella celda y, echando una breve mirada a la joven dormida, pensó:

—Te quiero, mi amor. Aunque ahora tengamos que separarnos quiero que sepas que te esperaré lo que haga falta. No me falles, porque no puedo vivir sin ti; no merece la pena.


Mar Mediterráneo, tres días después.

—¿Quinto faltará mucho para llegar? —preguntó Flavia.

—He hablado con el capitán del barco y dice que mañana avistaremos nuestro destino —aseguró el tribuno.

—Menos mal, el viaje en barco me está sentando fatal. No puedo permanecer de pie más de cinco minutos sin sentirme mal... —dijo Flavia apoyada en la barandilla del buque.

      Quinto se quedó mirando a la joven y comprobó que efectivamente tenía mal color de cara, y que su aspecto cansado le daba una aspecto enfermizo y frágil.

—Ven, te acompañaré dentro, tal vez si te tumbas se te pasará antes.

     Flavia se volvió y siguió a su esposo hacia el camarote. Se encontraba bastante fatigada desde que había empezado a empacar sus pertenencias. Incluso las criadas habían terminado eligiendo parte de su vestimenta por ella, porque se vio incapaz de hacerlo.

      Cuando llegaron dentro, Flavia se recostó sobre el lecho cerrando los ojos.

—¿Quieres que te traiga algo de comer?

—No, gracias, si acaso más tarde; tengo el estómago demasiado revuelto.

—Estaré fuera. Te dejaré para que descanses —dijo Quinto apresurándose a salir.

—¿No puedes quedarte un rato más? —preguntó la joven esperanzada a su esposo.

—Me agobian los lugares cerrados —mintió Quinto incapaz de permanecer junto a ella.

      Flavia se percató que Quinto estaba deseando salir del camarote de ambos. Durante el viaje terminó de comprobar que venía a acostarse cuando ella ya se encontraba dormida y que se levantaba al alba, antes de que ella consiguiera despertarse. Sabía que algo no iba bien porque desde la noche de la boda no había vuelto a tocarla. Se sentía culpable; algo debía haber hecho mal.

     Quinto salió presuroso de allí, le faltaba el aire. Cada vez le costaba más buscar una excusa para no estar en presencia de Flavia. Le preocupaba cómo abordar el tema de su separación pero, en cuanto llegara a Tarraco, consultaría con un hombre de leyes para averiguar el mejor modo posible de dejar protegida a Flavia sin perjudicarla. Mientras tanto tendría que disimular delante de todos y esperar.

      Quinto salió fuera del camarote, volviendo a respirar de nuevo y, apoyándose en la barandilla, miró hacia el mar abierto. Recordó una y otra vez la imagen de Claudia, su único refugio era su última noche en Roma.


     Al día siguiente llegaron a Tarraco. La impresionante ciudad constituía la principal puerta de Roma en Hispania. Era la capital provincial de la Hispania Citerior. Su puerto, de considerables dimensiones, era representativo del auge económico de la ciudad. Como centro comercial constituía un punto principal de redistribución de las mercancías que llegaban desde lo más recóndito del Imperio.

      Desde el navío se podía vislumbrar perfectamente la impresionante muralla que protegía la ciudad. Incluso desde lejos se observaban los soldados que protegían las torres y que formaban guardia. También se apreciaba la parte residencial y la calle principal que la atravesaba. Quinto descubrió en la parte más alta, lo que tenía que ser la zona administrativa, el circo y el recinto dedicado seguramente al culto del emperador.

      Mientras el capitán del buque se aproximaba al puerto e iniciaba las maniobras para atracar, su esposa se aproximó y, situándose al lado de él, observó también desde lejos la ciudad.

—¡Es maravillosa! Un lugar precioso para comenzar una nueva vida, ¿no te parece esposo? —dijo Flavia mirándolo con ojos ilusionados.

—¿Cómo te encuentras hoy? —preguntó Quinto intentando que la conversación no continuase por ese derrotero.

—Bueno, parece que un poco mejor, pero tengo una sensación de angustia continua. ¿Queda mucho para desembarcar?

—No, bajaremos en cuanto nos avise el capitán.

—¿Y cómo sabes a donde tenemos que ir?

—El emperador dispuso que alguien nos estuviera esperando a nuestra llegada.

—Menos mal, todo parece tan grande que si tuviera que ir yo sola me perdería seguro... —dijo Flavia riéndose.

     Aunque Quinto no pretendía establecer una relación de afecto con la joven, era imposible no compartir la afabilidad y el encanto natural de aquella muchacha. Si Claudia no hubiese estado en su vida, sin duda hubiese sido una esposa perfecta.

—¡Vamos! El capitán nos está haciendo señas... —dijo el tribuno señalando el camino a Flavia.

      Media hora después bajaron de la embarcación y se dirigieron hacia donde estaban amontonando todos los enseres que se habían traído desde Roma. Numerosos trabajadores del puerto bajaban las mercancías del navío en sus fuertes espaldas, sin mostrar dificultad alguna. Un militar con rostro serio y firme se aproximaba a ellos. Su figura enjuta de carnes y su actitud formal e intimidante hacía que la gente que había alrededor se orillase a su paso. Su pelo anillado y barba ya blanquecina por el paso de los años le otorgaba una apariencia indiscutible de autoridad. Cuando el hombre llegó a donde Quinto esperaba con su esposa se presentó.

—Buenos días, soy Gayo Plinio Segundo, procurador de Tarraco, aunque imagino que el emperador ya les habrá mencionado cómo me conoce todo el mundo, siempre está alardeando de mi sobrenombre.

—Encantado de conocerlo Gayo Plinio, no se preocupe por eso. De todos es conocido el humor retorcido del emperador —aseguró Quinto riéndose.

—Llámeme simplemente Plinio, me abruman tantos formalismos innecesarios.

—Le presento a mi esposa, Flavia Domitila... —dijo Quinto amablemente volviéndose hacia la joven.

      En ese momento, la joven se adelantó para hacerle una reverencia al anciano pero, para asombro de los dos hombres, Flavia cayó desmayada a los pies de su esposo y del procurador sin que ninguno de los dos pudiera hacer nada por evitar la caída de la mujer al suelo.


       Varias horas después, Quinto acompañado de su anfitrión, esperaba los resultados del examen que el galeno estaba realizando a Flavia. El tribuno, pensativo, esperaba de pie a las puertas del cubículum mientras el anciano trataba de tranquilizarle.

—Posiblemente haya sido debido al cansancio, ¿no le parece?

—Sí, desde que iniciamos la travesía no se ha encontrado bien, el movimiento del navío hizo que estuviese mareada continuamente y apenas pudo probar alimento alguno.

—Entonces deje de preocuparse... 

       En ese momento el galeno salió cerrando la puerta del aposento. Quinto se aproximó al hombre y le pregunto:

—¿Se encuentra mejor mi esposa?

—Verá señor, acabo de realizarle un examen minucioso y el desmayo de la señora no se ha producido precisamente por el viaje como usted comentaba. La joven ha empezado a manchar...

—¿Cómo que a manchar? —preguntó Quinto sorprendido.

—Su esposa está esperando un hijo pero creo que el embarazo no viene bien, existe el riesgo de que se malogre... —dijo seriamente el galeno mirando al soldado.

—¿Embarazada?... —preguntó Quinto sintiendo a su vez un repentino mareo y un miedo instalándose en las entrañas.

—Sí, aunque el embarazo es de muy poco tiempo parece ser que la joven va a tener complicaciones. Es necesario que guarde reposo absoluto y se abstenga de salir por unos días. Iré comprobando su evolución, ya sabe que cualquier sobresalto no sería adecuado ni para la madre ni para el niño por nacer.

—Sí claro, se hará como usted diga doctor —acertó a decir Quinto titubeante y anonadado.

     Cuando Plinio y el galeno se percataron del aturdimiento y el asombro del nuevo procónsul, sonrieron pensando que la noticia le había conmocionado al ser padre primerizo. Y aunque no andaban mal encaminados, lo cierto era que había producido el efecto contrario. Plinio se adelantó al aturdido Quinto y dijo:

—Acompañaré al galeno a la salida mientras tanto.

—Sí, claro... —contestó Quinto conforme.

     Los dos hombres abandonaron el atrium dejándole sumido en sus pensamientos. Quinto no era capaz de reaccionar. Los dioses acababan de cavar su propia tumba.

                                                                         Imágenes de Tarraco


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