Capítulo 6
"Los celos se engendran entre los que bien se quieren, del aire que pasa, del sol que toca y aun de la tierra que se pisa". (1547-1616) Escritor español.
Cuando dejó a Claudia en el lecho de su celda, Quinto regresó con el bullicioso cortejo nupcial a continuar la parodia de fiesta que se celebraba en honor de sus esponsales. Con el corazón oprimido, repasaba una y otra vez en su mente la imagen de Claudia, hermosa y gloriosa en la lucha. Anonadado y sorprendido, subía los escalones que faltaban para llegar a la tribuna, sin comprender cómo había podido llegar a convertirse en una gladiatrix. Demasiadas preguntas bullían por su mente.
—¡Ha estado magnífico tribuno! —dijo el emperador acercándose a él.
Quinto levantó inmediatamente el rostro y se detuvo cuando Vespasiano llegó a su altura.
—Gracias señor —contestó Quinto con aire contrito.
—Aunque tengo que reconocer que esa esclava también ha estado a la altura. Es uno de los mejores enfrentamientos que he presenciado en mucho tiempo, sin embargo, para mi gusto, la lucha ha terminado demasiado pronto. Nos hemos quedado con ganas de más, ¿verdad señores?
Los invitados a la fiesta asintieron a la pregunta del César pero a Quinto le traía sin cuidado la opinión de todos ellos.
—Señor, sabe que no soy partidario de golpear a las mujeres. No volveré a enfrentarme contra ninguna gladiatrix. No veo qué hay de honroso en luchar contra alguien que no tiene tus mismas fuerzas.
—Sí, ya nos hemos dado cuenta. Es una pena que no sea tan perfecto, parece sentir debilidades hacia los más débiles. Siempre supe que eras incapaz de levantar tu brazo contra los más frágiles pero te recuerdo que eso no te impidió luchar en Judea.
Quinto miró seriamente al emperador, sabía a dónde quería llegar, pero no tenía la paciencia necesaria como para aguantar su humor. Estaba deseando marcharse de allí y que la fiesta se acabara. Necesitaba volver a ver a Claudia.
—Joven Flavia, ya ves la suerte que tienes de haberte casado con un hombre así, por lo menos estarás segura de que nunca levantará la mano contra tu persona. ¿Qué opinión te merece tu esposo?
—Señor, no cabe duda que mi esposo es un gran soldado y un hombre honorable... —contestó la joven tímidamente mientras admiraba con disimulo a su reciente marido.
Quinto era consciente de la mirada intensa de Flavia. Sabía que estaba esperando un comentario de su parte, intentando mostrarse respetuoso, le dio las gracias.
—¡Qué se le va a hacer! Doy por terminado el espectáculo, así que lo más conveniente será marcharnos y continuar el festejo en palacio. Toda esta lucha me ha abierto un enorme apetito, parece como si hubiese luchado yo, ¿no es gracioso?... —dijo Vespasiano mientras el resto de invitados sonreían intentando halagar al emperador.
Horas después a Vespasiano no le pasaba desapercibido el carácter distraído y distante que mostraba el tribuno tan abiertamente. Seguramente debería estar cansado pero ya le conocía lo suficiente como para saber que podía aguantar tres días de fiesta sin inmutarse. La férrea oposición que había mostrado a contraer el enlace con la joven Flavia era otra cosa, pero la muchacha era agraciada y seguramente al final terminaría claudicando ante la belleza de la joven. Ese soldado necesitaba una familia que le diera sentido a su vida.
—¿Quinto, crees que mañana estarás disponible como para ir a Judea y volver en el mismo día? —preguntó el emperador al tribuno.
—Claro señor... —dijo Quinto sin reparar en el comentario de Vespasiano.
—¡Quinto! —elevó la voz Vespasiano— ¿Se puede saber qué te sucede? ¿Dónde tienes la cabeza? Desde que volvimos del ludus pareces otro ¿Acaso la lucha te ha dejado tan exhausto que no eres capaz de mostrar ni la más mínima atención?
—Perdone señor, estoy demasiado cansado aunque no lo parezca. Combatir con esos gladiadores requiere un enorme esfuerzo físico y, sin ánimo de ofenderle, estoy un poco cansado de la celebración. Si pudiera retirarme a mis aposentos, se lo agradecería... —se excusó Quinto echando una pequeña mentira.
—Si ese es tu deseo por supuesto que puedes marcharte, de todos modos es como si no estuvieses aquí. Sin embargo, tu esposa parece estar disfrutando.
Mirando de reojo a Flavia comprobó que realmente la joven estaba complacida con la celebración, junto con su familia hablaba con todos los invitados. Pero la imagen de Claudia permanecía en su mente y él estaba deseando marcharse, pero antes debía solicitar la ayuda del César. Era primordial que diera su consentimiento para la puesta en libertad de Claudia y solucionar los problemas que podrían surgir en cuanto a la oposición de los lanistas. Así que, mirando fijamente a Vespasiano, le preguntó:
—¿Señor alguna vez le he solicitado alguna venia?
—Pues no ¿a qué viene esa pregunta?
—Sabe que nunca he necesitado posesiones, ni tierras, ni fama... ni las he buscado ni he aspirado a ellas pero hay algo que ahora seguramente necesitaré de usted señor ¿Estaría dispuesto a interceder por mi causa?
—Por supuesto, ¿qué clase de absurda pregunta es esa? Solo tienes que decirme qué deseas y lo tendrás inmediatamente. Mañana por la mañana despacharemos los asuntos que te van a llevar a Tarraco y podrás comentarme qué es eso que te tiene tan preocupado y serio. A toda esta gente podrás engañarla con tu supuesto cansancio pero tu César te conoce demasiado y sé que algo perturba esa mente, tus ojos muestran otra cosa —dijo el emperador mirando seriamente al legionario.
—No pretendía engañarlo pero es un tema de suma importancia y que me tiene realmente preocupado.
—No hacía falta que fingieras delante de tu César, la próxima vez sé sincero y habla directamente, después de todo no pienso cortarte la lengua... —sonrió Vespasiano comprobando el ceño fruncido de Quinto.
—¿Le he dicho alguna vez que goza de un humor excelente?
—No, pero me gusta que me lo digan.
—Mañana a primera hora estaré aquí César... —respondió Quinto desviando la mirada al resto de invitados que no paraban de comer y de beber. Resignado, tendría que soportar durante más tiempo toda aquella tortura por Flavia.
Y es que aunque su cuerpo se encontrara allí, su pensamiento permanecía con Claudia. Desde que la vio salir por aquella puerta del ludus, su instinto no le había engañado. Sintió un rechazo instantáneo por tener que luchar con ella y sin embargo, la deseó desde el mismo momento en que contempló su formidable figura y su cabello, ese color de pelo que jamás había olvidado. Ni aunque pasaran cien años, sus sentimientos cambiarían por ella.
Lo peor de todo era la situación en que se encontraba, recién casado con una mujer que no amaba y el destino que había jugado en su contra, retorciendo los hilos de su vida. No comprendía cómo los dioses habían dispuesto que Claudia se cruzara en su camino en ese preciso momento y no antes. Si tan solo hubiese sido tres días antes, él ahora no se vería en esa situación. No sabía cómo solucionaría todo ese embrollo, pero Claudia volvería a su vida. No podía continuar con la farsa de ese matrimonio que no había deseado nunca. Lo primero que había hecho al llegar a palacio y sin que se diera cuenta la comitiva que lo acompañaba, era mandar a su hombre de confianza para concertar una cita a última hora de esa misma noche con el lanista. Necesitaba saber qué le había pasado a Claudia y, donde había estado durante todos esos años y sobre todo, necesitaba hablar con ella.
Mientras tanto intentaría encontrar una solución que beneficiara a todos. Su esposa permanecía ajena a los acontecimientos que iban a desarrollarse pero era lo mejor para ella. No se merecía estar atada a un esposo que no la amaba. Esa mujer se merecía a alguien que la quisiera y ese no era él.
A altas horas de la madrugada, Quinto entraba en el ludus acompañado de su mano derecha para encontrarse con los lanistas. Impaciente, caminaba de un lado a otro de aquella sala mientras esperaba la presencia de los dos hombres. Mirando hacia la pared, era consciente de que no le iba a gustar nada lo que iban a contarle.
En cuanto el esclavo les anunció la llegada del tribuno, Vero y Prisco se apresuraron a atender la visita a esa hora tan intempestiva de la noche. Era algo tan inusual que no comprendían qué estaría urdiendo esa persona para llegar a deshoras. Vero había explicado a su socio la reacción y el ultimátum del legionario al dejar a la gladiatrix en la celda y habían estado esperando su llegada durante toda la tarde, pero justo llegaba de madrugada. Debía tratarse de algo muy importante para que ese hombre les buscara.
—¡Señor! —saludó Vero al tribuno que se había vuelto en cuanto los sintió entrar.
—¡Señores! —contestó el tribuno a ambos lanistas.
—Estamos un poco asombrados de que nos honre con su presencia pero no comprendemos qué asunto tan urgente quiere tratar con nosotros para que nos haya convocado a estas horas de la madrugada. Debo de reconocer, que estamos deseosos de saber cuál es esa premura... —contestó Prisco.
—Vengo por Claudia —dijo Quinto sin andarse con rodeos.
—Pero verá, la gladiatrix no está en venta.Compramos a la esclava hace unos años y desconocíamos que tuviera una relación directa con usted... —volvió a comentar Prisco inquieto.
Claudia estaba aportando enormes ganancias y era ahora cuando estaba empezando a resultar rentable. Si ese patricio se había encaprichado con la joven, iban a tener problemas sin ninguna duda conociendo cómo se las gastaba la élite romana.
—Se equivocan, Claudia era libre cuando fue raptada por un pirata llamado Spículus. Quiero que me cuenten cómo fue a parar Claudia a su ludus, dónde la encontraron y qué ha hecho todos estos años —cortó escuetamente Quinto mientras les miraba fijamente.
—Está bien, siéntese; es un poco largo de contar... —aconsejó Vero al tribuno mientras se apresuraba a rescatar los recuerdos de su memoria y empezaba a narrar aquel episodio relacionado con la esclava.
—Prefiero estar de pie... —dijo Quinto demasiado inquieto para sentarse.
—Hace siete años nos dirigimos a Éfeso mi socio y yo, necesitábamos comprar mujeres para el espectáculo que estábamos organizando y, por casualidad, tropezamos en una de las calles con un mercado de esclavos. Nos llamó la atención un altercado que tuvo lugar entre una esclava y el hombre que la había vendido.
Ese comentario llamó poderosamente la atención de Quinto.
—¿Era Claudia?
—Sí, era ella.
—¿En Éfeso? ¿A qué hombre se refiere?
—Sí, en la ciudad de Éfeso. Bueno, por las pintas parecía ser más bien un mercenario. Posiblemente fuese el pirata que dice que la raptó...
—¡Spículus!...¡Se atrevió a venderla en Éfeso! —dijo Quinto enfurecido mientras se mesaba el pelo signo de su nerviosismo—. ¡Continúe!
—Cuando compramos a la joven, estaba en muy malas condiciones, necesitó bastantes cuidados hasta que consiguió fortalecerse...
—¿Por qué? —preguntó Quinto preocupado alzando la cara hacia el lanista.
—La joven había sido maltratada, la habían azotado salvajemente. Durante días estuvo bastante mal pero consiguió recuperarse de las heridas... —explicó rápidamente el lanista observando el oscuro velo que había pasado por los ojos del tribuno y sin atreverse a mencionar el tema de la pérdida del hijo que llevaba la joven en su vientre.
—¡Azotada!... —A Quinto se le revolvió el estómago de pensar en el calvario y el padecimiento que había que tenido que sufrir. El vello de los brazos se le erizó. Se sentía impotente y demasiado culpable por no haber podido encontrarla justo a tiempo de evitarle ese sufrimiento—. Lo mataré... —pensó Quinto para sí mismo sin elevar la voz.
—Después vinimos a Roma donde ha estado formándose como gladiatrix... —contestó Vero, sabiendo que la información era importante para el legionario.
—¡Todos estos años estuvo aquí y yo jamás lo supe!... —pensó Quinto en voz alta soltando un leve gemido—. No voy a explicarles mi relación con ella pero sí quiero que sepan que no continuará ni un solo día más aquí, voy a llevármela de este lugar— dijo observándolos atentamente—. Mañana por la mañana vendré a cerrar este asunto y a por ella.
Quinto era consciente de la oposición de los dos lanistas que tenía enfrente.
—¡Pero señor! No tenemos pensado vender a Claudia, es nuestra mejor gladiatrix. Hemos invertido mucho dinero y demasiados años en su entrenamiento. No puede llevársela así como así.
—Les pagaré bien..., si es dinero lo que quieren, lo tendrán... —les dijo el tribuno con la voz calmada y firme a pesar de que su interior era un hervidero de nervios y desesperación.
Quinto les mantuvo la mirada a los dos hombres y con una férrea determinación les indicó:
—Mañana les presentaré una oferta por ella, no saldrán perdiendo se lo aseguro, pero Claudia se vendrá conmigo. ¿Dónde está en este momento? Quiero verla ahora mismo... —preguntó deseoso de saber algo de la joven.
—Después de marcharse usted, nuestro galeno la examinó y comprobó que solo estaba desmayada por el golpe. Se ha pasado todo el día en su celda sin querer salir.
—Llévenme a su lado... —ordenó Quinto sin mayor preámbulo.
—Posiblemente esté dormida a estas horas de la madrugada y duerme con una compañera —advirtió Prisco.
—No pretendo despertar a las mujeres, tan solo comprobar su estado.
—De acuerdo, síganos... —dijo Vero levantando ligeramente los ojos hacia el tribuno. No tenía sentido discutir con ese hombre que estaba totalmente decidido en ver a Claudia.
Varios minutos después caminaban por el silencioso pasillo que conducía a las celdas de las mujeres. Pequeñas antorchas proporcionaban una tenue luz dentro de aquella fría oscuridad. Los esclavos que dormían en ellas descansaban ajenos a los hombres que se deslizaban al amparo de la noche. Cuando llegaron a la altura de la celda de Claudia, los dos hombres miraron silenciosos al tribuno y, señalándoles la celda, le dejaron a solas. Intuían que aquel soldado no necesitaba compañía en aquel momento.
Y en efecto, Quinto se olvidó de los dos hombres mientras se acercaba lentamente a los barrotes de la celda. El leve reflejo de la luz mostraba la figura acostada de Claudia. La joven dormía acurrucada mirando hacia la pared, cubierta con una tela gruesa, por lo que solo podía vislumbrar su figura. La piel de sus brazos ya no era tan clara como solía, era de color tostado señal de haber pasado horas y horas entrenando bajo el duro sol de Roma. El cuerpo de Quinto respondió enseguida a la belleza arrebatadora que tenía delante. Si antes la había deseado, ahora parecía la misma Belona, diosa de la guerra. Había querido a Claudia desde el primer momento que posó sus ojos en ella, aquella lejana mañana en el campamento de Baelo Claudia. Esa mujer le perturbó no solamente en el aspecto físico, sino en el mental y el emocional. Durante los meses de su estancia en aquella ciudad, Claudia aportó a su miserable existencia la chispa que le faltaba a su triste espíritu. Su secuestro supuso la tragedia más grande de su vida, y su pérdida le sumió en la desesperación. Jamás se recobró de su desaparición hasta esa misma mañana en que su esperanza había vuelto a renacer.
Por la reacción de ella en la arena, sabía que estaría enfadada y con motivo. Era consciente de que Claudia conocía su casamiento con otra mujer. Tendría que reservar toda su energía y sus fuerzas para la gran batalla que le esperaba con aquella guerrera. Sin duda no querría saber nada de él pero podía explicárselo todo. No iba a permitir que ella continuase alejada de su persona mientras arriesgaba su vida cada día.
Adorándola en silencio desde la reja, grabó en su mente la dormida figura yacente y volvió sobre sus pasos dejando detrás aquella oscuridad.
Una hora más tarde, entraba en la domus donde se hospedaba con su nueva esposa, acompañado del joven Aemilius. Cansado se dirigía hacia el atrium cuando una sombra se acercó hacia él. No pudo evitar tensarse en cuanto comprobó quien era.
—Aemilius espérame en el tablinum... —ordenó Quinto a su hombre.
—Sí señor —dijo el joven soldado percatándose de los problemas que se le presentaban a su señor.
—Flavia ¿qué haces levantada tan tarde? —preguntó Quinto en cuanto se quedaron solos.
—Estuve esperando a mi esposo, estaba preocupada por tu marcha. No me avisaste de que ibas a salir. ¿Pasó algo?
—No, nada que deba perturbarte, solo estaba ultimando los detalles antes de nuestra partida... —mintió Quinto sin querer decirle dónde había estado.
—¿A estas horas de la madrugada? Es demasiado tarde... —preguntó la joven esperanzada—. Debes de estar cansado.
—Es tarde pero hay cosas que no pueden esperar. No debes preocuparte por mí, tengo que despachar varios asuntos más. Ve y acuéstate, yo te alcanzaré más tarde.
La joven recelosa intuía que algo pasaba porque desde la noche nupcial su esposo no había vuelto a compartir su lecho.
—¿He hecho algo que te haya disgustado? Estas dos últimas noches no has venido al cubículum y me quedé esperándote toda la noche. Sabes que no tengo experiencia y...
La joven bajo la mirada avergonzada sin saber que más decir. Quinto se sintió un miserable cuando escuchó las palabras de Flavia y, apesadumbrado lamentó no poder corresponder a aquella joven, a la misma vez que se sentía culpable por haber traicionado a la mujer que quería. No tenía que haberse emborrachado, ni tenía que haberle arrebatado la virginidad. Se sentía atrapado en un callejón sin salida. No quería que aquella mujer sufriera por su culpa pero tampoco pensaba abandonar a Claudia, ahora que la había encontrado. Nunca debió permitir que Vespasiano le presionara a tal punto de tener que casarse en contra de su voluntad.
—No te preocupes, no has hecho nada malo. Tan solo tengo asuntos que resolver antes de la marcha a Tarraco.
La joven, asintiendo, se volvió y, ya más tranquila, se dispuso a esperar a su esposo. Pero Quinto no llegó hasta varias horas más tarde, después de asegurarse que la joven se había dormido y que se había cansado de esperarle.
A la mañana siguiente, Quinto esperaba impaciente la presencia del emperador. Vespasiano llevaba varias horas despachando los asuntos más urgentes del Imperio cuando el tribuno solicitó permiso para entrar.
—Pasad Tribuno. Tenemos que ultimar los asuntos urgentes que requieren tu presencia allí antes de que marches. Ya sabes que como nuevo procónsul de Tarraco, serás el nuevo administrador de la provincia y tendrás a tu cargo las legiones que se encuentran allí. Necesito que te pongas a las órdenes del procurador Plinio. Él te ayudará en tu nuevo quehacer y te pondrá al tanto de todo. Desde la guerra de Judea, las arcas del Imperio han quedado diezmadas y necesito reorganizar esta situación tan precaria. Roma necesita dinero y las provincias de Hispania son ricas en recursos. Sin embargo, en los últimos tiempos los ingresos procedentes de allí, han disminuido. El asunto que más me preocupa es una antigua mina de oro que se encuentra en las Medulas. Las finanzas procedentes de ella han diezmado considerablemente y necesito que averigües qué pasa con la mina que era capaz de producir veinte mil libras de oro al año. Averigua qué sucede. Esa mina siempre ha proporcionado al Imperio dinero y me extraña mucho su situación actual. El último gobernador de las minas fue mi sobrino Tito Flavio Sabino, sus informes avisaron del agotamiento del oro pero necesito que verifiques si eso es así. A pesar de que es familiar mío y que no desconfío de él, prefiero confirmarlo por mí mismo y en caso de que el asunto sea cierto, tendrás que buscar otras reservas.
Por eso creo que lo más conveniente es que te pongas al servicio de Plinio, él fue administrador de las minas en su juventud y conoce mejor que nadie todo lo referente a ellas. Ya he dispuesto todo para tu estancia allí. Te alojaras en una de las villas junto con tu esposa. ¿Deseas algo más? —preguntó Vespasiano un poco distraído.
—Sí señor, anoche le solicité su intervención en un asunto de máxima importancia para mí.
—Por supuesto, ¿qué venia querías solicitarme?... —preguntó Vespasiano con curiosidad.
—Necesito su autorización para proceder a comprar una esclava... —dijo Quinto cauteloso.
—¿Cómo? —preguntó el emperador— Si estás recién esposado, ¿acaso hay algún problema en el lecho conyugal? ¿Y desde cuando necesita un tribuno de Roma un permiso especial para comprar una esclava?
—No se trata de una esclava normal y corriente, sus dueños no están en disposición de querer venderla y necesito que me otorgue su autorización imperial para que no puedan rechazar la oferta que ofreceré por ella.
—En Tarraco, encontrarás tus propios esclavos.
—No es eso señor... —dijo Quinto reacio a hablar de Claudia.
—¿Acaso no estás contento con tu nueva esposa? —volvió a preguntar Vespasiano.
—Flavia podría ser la esposa perfecta pero no lo es para mí, sabe que no la amo. Necesito solucionar un tema que es demasiado importante en mi vida...—rogó Quinto sosteniendo la mirada al emperador.
—¿Pero de qué asunto se trata? ¡Puedes hablar claro de una vez! Me estás impacientando. Siéntate un momento y cuéntame que es eso que te preocupa, tan importante, y que por lo visto no puede saber tu César.
Resignado, Quinto procedió a explicar el asunto al emperador.
—Hace siete años conocí a una mujer...
Media hora después Vespasiano había escuchado la sorprendente historia de Quinto y levantándose de su asiento le preguntó:
—¿Por eso ayer no luchaste con ella?
—Exacto... —confirmó Quinto con la mirada perdida en aquella suntuosa sala.
—Está bien, no sé cómo vas a solucionar esto, pero espero que no disgustes a la familia de Flavia, goza de mi estima y gratitud. Toma a la esclava a tu servicio y asunto resuelto. Sabes que en los matrimonios concertados no hace falta que el amor sea una condición, así que si esa mujer es la que deseas, cómprala. Te firmaré ahora mismo la orden para que los lanistas no puedan oponerse.
—Gracias señor.
Quinto se abstuvo de comentar con el emperador la decisión que había tomado con respecto a Flavia, pues sabía que no era el momento oportuno. Primero tenía que resolver la situación de Claudia y para ello necesitaba el permiso del emperador para comprar la libertad de la joven a los lanistas. No se fiaba de nadie. No estaría tranquilo hasta ver a Claudia fuera del ludus. Los empresarios estaban reticentes a vender su mejor inversión y necesitaba un argumento fuerte que esgrimir ante ellos. Con la orden del César no podrían negarse al deseo real. Luego hablaría con Flavia y le explicaría las condiciones de su separación, esperaba que la joven comprendiese su proceder.
Una hora después Claudia se hallaba entrenando en la arena junto con Paulina. Esa noche no había descansado bien después de los acontecimientos del día anterior. Sentimientos contradictorios se habían instalado en ella, a la misma vez que se sentía decepcionada y dolida por la traición de Quinto. Una poderosa rabia se apoderaba de su corazón cada vez que repasaba en su cabeza los sucesos acecidos el día anterior. Deseaba arrancarse de su mente y de su alma a ese mezquino traidor. Su mundo se había desmoronado por completo, pero conseguiría su libertad aunque solo fuera para matar a ese perro.
—¿Claudia que te pasa esta mañana? —le preguntó Paulina observando a su amiga—. Estás demasiado distraída y no te defiendes bien, no es normal en ti... ¿Quieres que lo dejemos por hoy?
—Perdona, tenía la mente en otra parte.
—¿Quieres que descansemos un rato? Deseo pasar por los baños antes de sentarnos a comer —sugirió Paulina ajena a los turbulentos sentimientos de su amiga.
—Sí, ve, yo te esperaré en la celda a que acabes. Podemos comer después.
En ese momento, uno de los lanistas apareció en la arena.
—Mira, por ahí viene Vero... —señaló la joven.
Ambas mujeres vieron como el entrenador se acercaba a ellas con paso resuelto.
—¿Habéis terminado ya? —preguntó Vero observando de reojo a Claudia.
—Sí señor...— asintieron ambas gladiadoras.
—Claudia necesito que vengas un momento al tablinum. Hay que resolver un asunto urgente.
—¿De qué se trata señor? —preguntó Claudia cautelosa, nunca habían solicitado su presencia en el sagrado santuario de aquellos dos hombres. Eso solo estaba reservado para las autoridades y los comerciantes pero no para los esclavos.
—Tú ve, Prisco te está esperando, necesita comentar contigo algo urgente... —volvió a ordenar Vero intentando disimular delante de ella.
La joven asintió sabiendo que no iba a sacar ni una sola palabra más de aquel hombre. Dirigiéndose hacia la sala que le había ordenado Vero fue caminando pensativa. Desde el día anterior su cuerpo estaba en tensión, como agarrotado, esperando que algo malo sucediera. Había momentos que sentía unas ganas enormes de llorar y otros que deseaba saltar sobre algún desgraciado y matarlo.
Unos minutos después tocó en la puerta pidiendo permiso para entrar. Al no obtener respuesta de nadie se atrevió a pasar a su interior. Cuando accedió, sus ojos advirtieron la silenciosa figura que se hallaba mirando por el gran ventanal. No era posible que él estuviera allí, las piernas le flaquearon de repente.
Quinto se tensó cuando supo que Claudia estaba abriendo la puerta. Había estado esperando ese momento durante demasiados años. Volviéndose se enfrentó a ella y, mirándola de frente, solo fue capaz de percibir sus ojos de odio y dolor.
—Pasa, le he pedido a los lanistas que nos permitieran un momento a solas.
—No tenemos nada que hablar... —respondió Claudia secamente mientras intentaba volverse.
—¡Detente! Comprendo que estés enfadada, pero necesito explicarte todo y que hablemos... —dijo Quinto mientras se acercaba lentamente a ella.
—Deténgase ahí, no se acerque más... —dijo Claudia tratándole de usted mientras buscaba con la mirada algún arma que pudiera servir para atacarle.
—Ni se te ocurra hacer lo que estás pensando... —sugirió Quinto mirándola duramente.
En ese momento Claudia se volvió para salir de la habitación pero el tribuno anticipando su movimiento, se adelantó veloz y la aprisionó entre su cuerpo y la puerta. Sujetando fuertemente los brazos femeninos impidió que se volviera para agredirle. La fuerza de Claudia era sorprendente mientras se debatía en sus brazos, intentaba golpearle desesperada. La respiración de Quinto se aceleró mientras intentaba que Claudia se calmara. La joven estaba fuera de sí.
—Me vas a escuchar quieras o no. Te he estado buscando todos estos años y no voy a irme de aquí sin que hablemos, necesito explicarte.
—Mentiroso, suéltame ahora mismo...
—El emperador me obligó a casarme y no pude negarme. Nunca quise desposar a esa joven pero fue una orden que no pude desobedecer. A la única mujer que he amado en todos años ha sido a tí. Te busqué, juro que te busqué... y no pude hallarte jamás.
—Quítate de encima de mi romano, te voy a matar como no me dejes salir de aquí. No quiero escucharte... —gritó Claudia enfadada sin querer saber nada más, consciente del fuerte cuerpo del tribuno.
Quinto no podía dejar de advertir el femenino cuerpo de ella. Esa muchacha siempre lo había vuelto loco con esa voluptuosa figura y ahora era peor, después de tantos años todavía la deseaba más. Llevaba demasiado tiempo sin ella; sin poder evitarlo, acercó sus labios y le dio un breve beso en el nacimiento de su nuca.
Claudia se tensó en ese momento, Quinto la estaba besando. Los ojos se le cerraron y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. No era el único que había echado de menos sus besos pero ahora ya no pertenecían a ella.
—¿Cómo te atreves?¿No tienes dignidad?... —preguntó Claudia debatiéndose con furia.
—Claudia, tienes que escucharme, necesitamos hablar. Entiendo que estés enfadada. Debí negarme a casarme con otra pero pensé que nunca te encontraría y, cuando el emperador me lo ordenó, no pude negarme. Te he querido desde el mismo momento en que mis ojos te vieron por primera vez ¡Te lo juro! Debemos hablar...
—Déjame Quinto, no quiero escuchar tus falsas palabras y además ya no tiene sentido, perteneces a otra mujer y no deberías estar aquí —dijo Claudia mientras por sus ojos salían pequeñas y amargas lágrimas que él no podía ver—. Te esperé, te esperé todos estos malditos años e intenté sobrevivir para poder recuperar mi libertad y buscarte. Pero tú..., tu estabas aquí pasándotelo bien y divirtiéndote con otra ¡Vete ahora mismo! No quiero volver a verte, ni saber nada más de ti. Vete antes de que te mate.
—Nunca fue así... ¿Has escuchado algo de lo que te he dicho? —preguntó Quinto de nuevo volviendo el cuerpo de la joven, quedando sus rostros a la misma altura.
Quinto fue consciente del dolor de ella. Las silenciosas lágrimas bañaban sus mejillas. Las entrañas se le retorcieron al comprobar el dolor que le estaba ocasionando. El mismo era incapaz de describir los atormentados sentimientos que lo torturaban haciéndole sentir culpable.
—Podrás acusarme de este matrimonio que no deseaba pero no puedes negar que te busqué por años. Si hubiera tenido la más mínima sospecha de dónde estabas, ni todos los dioses juntos hubieran impedido que volviera a ti pero ahora todo ha cambiado, yo sigo amándote y podemos estar juntos de nuevo. Mírame a los ojos y dime que ya no me quieres, porque yo nunca he sido capaz de olvidarte... ¿eres capaz de negar que no me amas? Flavia no significa nada en mi vida. ¡Solo llevo tres malditos días casado!
—¡Como si hubiesen sido mil! Tú te has encargado de matar todo lo que sentía por ti y te odio por ello. Algún día conseguiré matarte si no te alejas de mí, maldito desgraciado... Te odio, te odio... —dijo Claudia golpeándole el pecho con los puños—. Eres un vil mentiroso —volvió a gritar Claudia que había perdido completamente los nervios.
Quinto, que la tenía fuertemente aprisionada, dejó que la joven desahogara toda su impotencia. En un instante, sin poder evitarlo, Claudia le escupió en la cara. Sin pensarlo, la detuvo fuertemente con una de sus manos mientras con la otra se limpiaba la cara enfadado.
—¿Te atreves a escupirme a la cara y decirme que me odias y que no sientes nada por mí? No te creo, estás mintiendo porque estás dolida... —gritó enfadado Quinto por primera vez—. ¿Dices que ya no me quieres ver? Atrévete a negarme esto...
En ese preciso momento, Quinto bajó el rostro y besándola después de tantos años se olvidó de todo lo que había a su alrededor. Le arrasaba la necesidad de saborear aquellos tentadores labios; él solo era consciente del cuerpo de la mujer que tanto amaba. Sus labios estaban hambrientos de ella e, introduciéndole la lengua posesivamente, aprovechó para saborear la miel de aquella boca que tanto había echado de menos. Las llamaradas de deseo se precipitaron por el cuerpo de Quinto y sus manos añoraban tocar la suave piel femenina, era como volver a estar vivo, la necesitaba con la intensidad de un condenado. Se había vuelto completamente loco sin ella.
—Te quiero, te quiero, créeme. Siempre te he querido... —decía desesperado mientras no dejaba de besarla y tocarla.
Sentimientos demasiado poderosos embargaron a los dos. Claudia dejó de ser consciente de su rabia y respondió al ardoroso beso. Sintió como la mano de él le acariciaba el rostro para después pasar a la nuca, y no pudo evitar gemir por aquel encuentro mientras Quinto devoraba su boca como un sediento. El deseo envolvente empezó a girar alrededor de ellos y ella perdió la noción del lugar y del tiempo.
Quinto había perdido todo rastro de cordura. Los besos de Claudia eran tan adictivos que sin poder evitarlo la cogió firmemente entre sus brazos y la apoyo sobre la pared. Necesitaba sentir sobre él aquel cuerpo. Claudia, inconscientemente, le rodeó con sus fuertes piernas sujetándose y sus pechos firmes empujaron contra el torso masculino. Quinto le hubiese quitado la ropa allí mismo si se hubiesen encontrado en otro sitio. Con su lengua, atrajo la punta de la lengua de ella hacia el interior de su boca saboreándola. Podía sentir cómo las lágrimas de ella manaban de sus ojos mojándole su propio rostro. Susurrándole palabras de amor, intentó tranquilizarla mientras le secaba el rostro con sus propios dedos.
El deseo se apoderó de ambos mientras sus cuerpos se reconocían después de tantos años.
—¡Maldito seas! —consiguió decir Claudia sintiéndose derrotada—. No puedo más, vas a acabar con la poca dignidad que me queda... —gimió Claudia incapaz de resistirse.
—Podrás negar tu amor, pero tu cuerpo no puede negar el deseo que sientes por mí. Eres mi otra mitad, aunque lo niegues. Tu recuerdo lo llevo grabado en el alma. He pasado mucho tiempo esperando este momento y no voy a permitir que nadie nos vuelva a separar. He venido a por ti, Claudia... —sentenció Quinto, mientras apoyaba su frente en la de ella. Sus labios se separaron pero quedaron prácticamente juntos.
Claudia abrió lentamente los ojos, intentando volver en sí. Estaba conmocionada al sentir que había perdido toda su fuerza de voluntad. Los profundos ojos masculinos la devoraban y ella, a toda costa debía evitar que él descubriera que sus caricias la habían excitado hasta el punto de desearlo tan fieramente. La había derrotado con un simple beso. Sintió una leve punzada de miedo, alarmada por sus propias emociones que la arrastraban al más bajo fango. Detestaba haberse entregado hasta ese punto. No podía mentirse a sí misma, él llevaba razón. Lo había amado tanto que su cuerpo traicionero todavía le deseaba. Pero se sentía sucia, Quinto pertenecía a otra mujer.
—Mi cuerpo podrá desearte, romano, pero no volverás a besarme... —dijo mientras le daba un bofetón y de un fuerte empujón se retiraba de ella.
En el mismo momento que Quinto reaccionó al golpe echándose hacia atrás, ella aprovechó el acto reflejo para abrir la puerta y marcharse corriendo. El tribuno salió desesperado intentando alcanzarla pero, aunque la llamó a voces, la joven huyó de él como si la persiguiera un asesino.
—¡Claudia, no podrás huir de mí!... —gritaba mientras la joven corriendo escuchaba sus voces tras ella.
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