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Capítulo 4

<<Demasiado poco valor es cobardía y demasiado valor es temeridad>>. 

Aristóteles (384 AC-322 AC) Filósofo griego.


Roma, año 63 d. C.

—Permaneceréis dos años aquí, os enseñará todo lo necesario para sobrevivir y convertiros en unas magníficas gladiadoras. Viviréis dentro de la escuela y sólo se os concederá el privilegio de salir fuera cuando seáis invitadas a alguna fiesta privada —señaló Prisco mientras Vero le tomaba la palabra y continuaba hablando.

—Para las que son nuevas, sabed que Prisco es el entrenador de los hombres, yo me ocuparé de las mujeres. No quiero peleas ni rencillas. Aquella que incumpla las normas será castigada severamente—puntualizó el lanista mirándolas con atención.

—Os hemos comprado para ganar dinero con vosotras, que no se os olvide nunca. En el momento que consideremos que no sois útiles, os venderemos nuevamente. Y posiblemente, llevaréis la peor vida que os podáis imaginar —señaló Prisco observando una por una a las mujeres mientras caminaba lentamente en frente de ellas.

—Por lo tanto... —continuó hablando Vero—ya sabéis que si nosotros somos afortunados, vosotras también lo seréis. Tendréis una vida de lujo y fama que ni la mejor matrona romana hubiera soñado jamás. Sabed también que solo las mejores obtienen su libertad, pero también he de añadir que ninguna mujer lo ha logrado hasta ahora. Así que a la que lo consiga se le exigirá luchar lo mismo que a un hombre.

     Varias mujeres estaban formadas en la arena de aquel campo de entrenamiento, Claudia permanecía de pie al lado de Paulina escuchando las palabras de los lanistas. Aunque las heridas se habían curado extraordinariamente bien, todavía se encontraba un poco débil. Ella no era una mujer fuerte ni de músculos, tan solo era una chiquilla que había estado toda su vida al servicio de su amo. Intentaba aparentar fortaleza pero había momentos en que se rompía por la noche lloraba a escondidas. Cada día, iba perdiendo poco a poco la esperanza de que Quinto la rescatara. Empezaba a quedarle claro que solo dependería de ella, si quería recuperar su libertad y salir de allí.

      Mientras los lanistas continuaban hablando, la mente de Claudia empezó a distraerse recordando los sucesos del día anterior. Nada más llegar al puerto de Ostia, desembarcaron y las llevaron directamente al ludus. La escuela debía estar situada al lado de un anfiteatro porque, cuando elevó la vista hacia la fachada de aquella escuela, se quedó impresionada al contemplar un edificio imponente y majestuoso que se elevaba por detrás. Claudia nunca había visto nada parecido, en Baelo Claudia no existían anfiteatros de esa magnitud.

     Conforme avanzaron, varios esclavos empujaron a la joven hacia la entrada mientras recorrían unos iluminados pasillos, asignándoles la celda donde dormirían. Después de la última comida, les explicaron el funcionamiento del ludus e iban introduciéndolas en su respectiva celda para que descansaran, Claudia fue incapaz de pegar ojo en toda la noche. A la mañana siguiente, después de un copioso desayuno consistente en cereales y fruta, las llevaron al campo de entrenamiento donde se encontraban en ese mismo momento.

—¡Claudia! ¿Estás prestando atención a lo que hemos dicho? —dijo Vero impacientándose, fijando la mirada en ella—ya sabes que Paulina será tu compañera de entrenamiento y que vuestras vidas dependen de que luchéis juntas. Aquilis y Amazonia formarán el otro grupo... —continuó explicando Vero.

     Claudia afirmó con la cabeza dando a entender que lo había comprendido todo, mientras su nueva amiga Paulina la miraba preocupada.

—¡Estarán muertas en el primer combate! —se mofó una de las esclavas cuando el lanista se alejó y no pudo escucharlas.

     Claudia miró por primera vez con interés a ambas mujeres, que se reían a costa de Paulina y de ella. Observando el aspecto de la esclava que había hablado, comprobó que su pelo anillado y negro le caía prácticamente hasta la cintura y su piel aceitunada mostraba su origen posiblemente de los pueblos procedentes de Asia. Era evidente que deberían llevar algún tiempo allí por la seguridad con la que hablaban y porque el cuerpo de ambas mujeres parecía esculpido en roca, ya que no tenían ni un ápice de grasa. Se las veía demasiado seguras de sí mismas y sobre todo fuertes. Claudia y Paulina no estaban a su altura ni muchísimo menos.

—¡No las mires, déjalo pasar! No quiero que me metas en problemas... —le advirtió Paulina observando de reojo a las otras dos.

—¡Pero si sabe hablar! —continuó Aquilis burlándose de Paulina.

     En ese momento Vero se aproximó un poco más hacia el lugar donde se encontraban las cuatro mujeres y, con aspecto serio, se quedó observando a la gladiatrix.

—Acabo de decir que no quiero ningún problema, Aquilis. Si no dejas en paz a las nuevas, hoy te quedarás sin comer, ¿Me he explicado bien?

—Sí señor. No habrá ningún problema.

—Bien. Ahora pasaremos a explicar a las nuevas en qué consistirán vuestros ejercicios diarios y qué esperamos de vosotras.

     Dos horas después el sol estaba en lo alto de sus cabezas y Claudia estaba bastante cansada de estar de pie. La espalda le picaba horrores debido al sudor y, aunque las heridas se le habían curado, todavía no habían cicatrizado del todo.

—Ahora volved adentro, la comida estará ya preparada. Descansad hoy todo lo que podáis porque mañana tendréis un día bastante duro y largo. Cuando termine, desearéis no haber nacido.

     Las mujeres obedecieron la orden y juntas se volvieron hacia el túnel que conducía a la sala donde se comía. Entraron dentro y Claudia pudo sentir la frescura del lugar. Su cuerpo agradeció la sombra que proporcionaba. En fila de uno en uno, las cuatro mujeres pasaron a lo que parecía una especie de cocina y, aunque la zona de los hombres estaba separada de las mujeres, todas fueron conscientes de los ojos masculinos que se posaron en ellas en cuanto entraron al recinto.

—Mira, Aquilis, allí está Rufus observándote... —señaló Amazonia, la compañera de la gladiadora.

     Claudia miró hacia el lugar que había señalado la otra mujer y pudo observar como uno de aquellos gigantes sonreía con descaro a Aquilis. Aunque estaba prohibido que los hombres y las mujeres se relacionasen, sin duda aquellos dos se conocían de algo, se notaba la mirada de complicidad entre ambos.

     Las cuatro mujeres avanzaron y agarraron varios cuencos y fueron acercándose a un par de esclavos que servían la comida mientras hacían cola para que se los llenaran. El cocinero debía de ser el hombre más corpulento que había visto en su vida, le faltaba un ojo y, aunque su aspecto era intimidante, cuando llegó su turno, Claudia solo fue consciente de las habichuelas que le estaba sirviendo. Al lado del cocinero, otro esclavo mucho más joven les echaba agua en un cuenco más pequeño. Con sumo cuidado Claudia iba pendiente de que no se le cayera el agua y el cuenco de comida mientras caminaba lentamente. Instintivamente se dirigió hacia el lugar donde estaban sentadas las otras dos jóvenes luchadoras pero al pasar a la altura de Aquilis, esta sacó rápidamente el pie con disimulo y Claudia no pudo evitar tropezar y caerse al suelo.

     Las dos mujeres que ya estaban sentadas empezaron a reírse de la joven. El estrépito ocasionado fue tal que todos los ojos presentes se volvieran hacia el suelo donde estaba Claudia desparramada. Para colmo de males, al caer se golpeó con el costado en uno de los bancos que había para sentarse. Aguantando la respiración sintió el fuerte dolor que la caída había provocado en la espalda y furiosa por la actitud de la otra, intentó levantarse en medio del agua y de la comida derramada para dirigirse hacia la esclava que la había tirado.

—Le gusta comer en el suelo como a los cerdos... —siguió burlándose Aquilis de la joven.

—¿Por qué has hecho eso?—preguntó Claudia intentando contener su enfado y no lanzarse hacia aquella desgraciada.

—¡Aléjate de mí, mosquita muerta! —le advirtió Aquilis retándola—.Si no quieres acabar otra vez en el suelo, apártate de mi vista.

     En ese momento el esclavo que le había servido la comida se puso al lado de Claudia y con voz furiosa se dirigió hacia ambas mujeres.

—¡Aquilis! Sabes que el amo no quiere problemas. He visto lo que has hecho, levántate de la mesa porque hoy no comerás.

     La joven luchadora miró con odio al cocinero. Sabía que todos los hombres allí presentes estaban observándolas. Lamentó quedarse sin comida pero se sintió importante al ser el foco de atención. La que mandaba allí era ella y no iba a dar lugar a que la nueva ocupara su lugar.

—Yo no he hecho nada, la nueva no ha visto por donde iba y se ha caído sola, yo no tengo culpa de que sea tan torpe.

—No mientas, porque te he visto como le ponías la zancadilla.

—Pregúntale a ella, verás como te dice la verdad... —dijo Aquilis mirando con odio a Claudia y retándola silenciosamente a que no contradijera sus palabras.

     Claudia era consciente de que si hablaba empezaría a crearse problemas en aquel lugar pero le enfurecía que aquella mujer se saliera con la suya. Debía pasar desapercibida lo máximo posible, si quería evitar problemas con ella.

—Sí, tropecé yo sola. No miré por donde iba, lo siento si ha parecido que ha sido ella... —afirmó Claudia mientras la otra joven se sentía orgullosa al ver que Claudia mentía y que se iba a librar del castigo.

—Por hoy lo voy a dejar pasar pero si vuelves a buscarme problemas y a molestar a las nuevas, los amos lo sabrán y tú tendrás que vértelas con ello. Quedas advertida... —sentenció el cocinero mirando enfadado a Aquilia.

     Mientras Paulina y Claudia observaban nerviosas, el cocinero se volvió hacia Claudia y le dijo:

—Vuelve a la fila y dile al muchacho que te vuelva a servir otro plato.

     Claudia asintió con la cabeza y cansada se volvió otra vez sobre sus pasos, intentando no mirar atrás, donde sabía que ambas mujeres estaban riéndose de nuevo.

     Rufus sentado en su lugar de costumbre observaba la escena sin poder dejar de advertir la belleza de las nuevas, una morena y otra rubia. Sin duda, Aquilis tuvo que sentirse un poco desplazada cuando comprobó que según entraba en la sala, había dejado de ser el centro de atención para ser sustituida por las nuevas gladiadoras. Era demasiado orgullosa y vanidosa como para permitir que otra viniera a ocupar su lugar. Los próximos meses iban a ser bastante entretenidos, sin duda alguna. Conociendo a Aquilis, ésta les haría la vida imposible hasta que acabara con ellas. Solo una podía ser la favorita y esa era Aquilis.

     A la mañana siguiente, las jóvenes aspirantes a gladiadoras estaban formadas delante de Vero. El hombre les estaba explicando cómo iba a ser el nuevo vestuario. A diferencia de los hombres, las gladiadoras no llevaban casco alguno ya que era primordial que en todo momento el público supiese que estaba luchando una mujer. Además, al emperador, a los senadores y a los ricos empresarios les gustaba estar seguros de que era una gladiatrix la que se encontraba en la arena.

     Otro joven esclavo les proporcionó los protectores de los brazos y las piernas, así como un escudo y una espada, que aquellos primeros días sería de madera. Hasta que no aprendieran el uso de la espada, el lanista no les haría entrega de la gladius.

—Sabed, que entrenaréis nueve horas diarias y sólo se os estará permitido descansar un día a la semana. Aprenderéis no solo a manejar la gladius y a combatir, sino que también aprenderéis a matar y a morir —gritaba Vero en voz alta —da pena ver el estado tan lamentable en el que estáis, no sois más que un saco de huesos... Pero no os preocupéis, habéis llegado al sitio idóneo. Cuando acabe con vosotras, tendréis tanto músculo en el cuerpo que a la plebe le costará saber si sois hombres o mujeres. Tendréis tanta fuerza que podréis matar a un hombre con solo apretar vuestra mano sobre su cuello. Conoceréis todos los puntos estratégicos donde apuntar para matar a una persona...

     Claudia escuchaba tan atenta como las demás. Apenas había podido dormir la noche anterior pero sabía que la jornada que le esperaba por delante sería dura. Estaba nerviosa por aprender.

—Claudia, eres la más débil de este grupo así que a ti te aumentaré los ejercicios cuando estés totalmente recuperada, solo entonces realizarás el doble que ellas. ¿Entendido? —preguntó el lanista.

—Sí señor.

     Las demás mujeres se quedaron mirándola con curiosidad. Solamente Paulina conocía el motivo por el que el entrenador había cambiado la rutina de entrenamiento para Claudia y por qué la joven estaba tan débil. Las otras dos gladiadoras escucharon con interés la conversación. Aquilis se propuso averiguar el motivo, no le gustaba nada que la nueva pudiera llegar a estar en mejores condiciones físicas que ella.


Roma , 21 de julio del año 66 d. C.

     Después de tres años de buscarla, Quinto se había dado por vencido; jamás sería capaz de encontrarla. Derrotado, exhausto y borracho, en una taberna de Roma escuchaba a lo lejos como varios legionarios celebraban su marcha a la guerra. En ese momento el tribuno se levantó de su asiento y, trastabillando, se dirigió hacia el alegre grupo.

—¿Cuándo marcháis a la guerra? —preguntó Quinto a los jóvenes soldados mientras intentaba sujetarse a la mesa.

—Mañana ¿Quién quiere saberlo? —preguntó uno de ellos con curiosidad.

—Soy el Tribuno Quinto Aurelius... ¿A qué legión perteneces muchacho? —preguntó el tribuno.

—A la Décima Legión Fretensis, señor.

—Necesito hablar con vuestro superior.... —afirmó el tribuno incapaz casi de tenerse de pie.

     Los soldados se percataron de que el mando que tenía ante ellos era una persona de una familia patricia así que el legionario que le había dirigido la palabra le volvió a preguntar:

—¿Queréis que os acompañe al campamento señor? Mañana tenemos que salir temprano y ya nos disponíamos a marchar. Parece que tenéis cierta dificultad para sosteneros de pie.

—¿Cómo se llama soldado?—. Preguntó Quinto al joven.

—Aemilius, señor.

—¿Y en verdad haces honor a tu nombre? —preguntó Quinto clavando la mirada casi desenfocada en aquel joven.

—Eso dicen señor, no me da miedo el trabajo, siempre intento esforzarme al máximo.

—Bien, Aemilius, muéstrame el camino, creo que puedo fiarme de ti...

—Por supuesto señor —dijo el muchacho levantándose inmediatamente de la mesa.

     Acto seguido el joven legionario abandonó la taberna seguido del patricio de aspecto abatido y totalmente borracho. Tal era su estado de embriaguez que no se atrevió a preguntarle nada durante el camino. Parecía querer alistarse pero no imaginaba como una persona de su condición social podía estar deseando buscar la muerte. Debía estar loco para marchar a aquella guerra de infieles. Ensimismado en sus pensamientos, Aemilius jamás comprendería cómo teniéndolo todo aquella gente no era feliz. Si él hubiese tenido una mínima parte de lo que ese hombre poseía, nadie ni nada le habría obligado a luchar en aquella guerra de salvajes.


Judea (Oriens), agosto del año 66 d. C.

     En esos momentos Quinto marchaba al frente del ejército del general Tito Flavio Vespasiano hacia Judea, compuesto principalmente por dos legiones con ocho alas de caballería y diez cohortes auxiliares, además de las tropas que formaban la guarnición. Había solicitado especialmente formar parte de una de ellas, en concreto de la temible Décima Legión Fretensis. Ya no tenía aprecio a su vida, así que si tenía que morir que fuera luchando en aquellas colinas llenas de bosques contra aquellos enemigos de Roma.

     El general Vespasiano había sido designado para conducir la guerra contra los rebeldes judíos que amenazaban el bienestar de las provincias romanas del este. El gobernador de Siria, Cayo Licinio había tenido que huir al no poder restaurar el orden en aquellas tierras.

—¿Hacia dónde nos dirigimos, señor? —preguntó el joven ayudante de Quinto.

—A Jericó. Deja de hablar y presta atención a todo lo que se mueva y no te fíes de nada de lo que veas a tu alrededor. Estamos en territorio judío y estos rebeldes nos llevan delantera. Además no me gusta este lugar, hay demasiado silencio.

—Sí señor, no se preocupe por mí, yo vigilaré su espalda... —dijo el joven legionario.

     Quinto volvió la cabeza hacia el muchacho y sonrió, le conmovía la ingenuidad de esa vida que empezaba a florecer. El muchacho no había presenciado ninguna batalla y estaba seguro que por mucho que le advirtiera no sería consciente del peligro hasta que no lo viviera en sus propias carnes.

—Está bien, pero no dudes en matar. Es tu vida o la de ellos.

—Pues claro, señor, me indigna que piense que no puedo defenderme... —contestó Aemilius en tono enojado.

     En ese momento un grito espeluznante desató, en medio de aquel vasto territorio, el infierno...


Fortaleza de Jopata (Judea), verano del año 67 d. C.

     El joven Yosef sabía que moriría en medio de aquel caos. Sus compañeros, que habían ido cayendo de uno en uno, habían preferido quitarse la vida a morir en manos de las fuerzas enemigas. Aunque había intentado persuadirlos para que se entregaran a Vespasiano, ni su más acalorada y convincente verborrea había logrado convencerles. Al pie de la fortaleza se encontraba maniatado ante aquellos soldados que tal parecían guerreros de la propia muerte que soldados empleados por el mismo emperador. Acompañado de un reducido grupo de rebeldes, entre los cuales apenas había más que algunos ancianos y mujeres que habían sobrevivido, fueron llevados ante la presencia del mismo Vespasiano.

     El general acompañado por un grupo de sus más fieles legionarios entre los que se encontraba el tribuno Quinto, esperaba a la pequeña comitiva que se iba acercando cada vez más. El prisionero fue obligado a ponerse de rodillas junto con los demás.

—Soy Yosef ben Mattityahu, Comandante del ejército de Galilea. Pido clemencia para estas personas, solo son humildes campesinos que vivían dentro de la fortaleza.

     Vespasiano se quedó mirando al deplorable grupo de judíos que ante él se presentó. Era lamentable el aspecto que presentaban. Casi la mayoría de ellos eran ancianos y mujeres que estaban demasiado harapientos y demacrados.

—¿Dónde están el resto de rebeldes? —preguntó Vespasiano al que parecía ser el comandante que había implorado por la vida de los demás.

—Han preferido quitarse la vida que morir en sus manos —declaró el judío mientras se hacía un profundo silencio—. Si me permitís añadir algo más...

—¡Hablad! —ordenó Vespasiano mostrándose ya un poco irritado ante la imprudencia del prisionero.

—Os auguro un futuro victorioso, acabo de verlo en vos. Sin duda alguna, vuestros dioses os tienen en estima y os han predestinado un próspero destino.

     Los hombres cercanos al general se echaron a reír ante la ocurrencia de aquel hombre que había intentado predecir el futuro de Vespasiano para salvar el pellejo.

—¿A sí?, y según tus predicciones ¿qué próspero futuro me espera?... ―preguntó el general mirándole con un repentino y recobrado humor.

—Como os he dicho, el más alto honor que desearía todo romano de buena cuna, seréis nombrado emperador de Roma.

     Cuando escucharon la predicción todos los presentes arrancaron en profundas carcajadas. Vespasiano pensó en ese momento, que de verdad el hombre era entretenido y demasiado ocurrente, aunque por su forma de hablar se notaba su formación y gran elocuencia.

—Ante semejante augurio, no puedo matar al mensajero. Tu destino estará ligado a tu predicción. Llevaros a los prisioneros y no les quitéis hoy la vida. De la predicción de este hombre dependerá la suerte de los demás.

     Aliviado de poder conservar su vida, el judío adelantó un paso y arrodillándose en el suelo le dijo:

—Gracias señor, no os arrepentiréis.

     Quinto lo miró con detenimiento mientras comprobaba como marchaban delante, el resto de prisioneros.


Roma, 1 de Julio del año 69 d. C.

     Claudia destacaba por su agilidad, precisión, resistencia y destreza en el campo de entrenamiento. A lo largo de esos seis años, su cuerpo se había transformado y raro era el hombre que no la admirara y la deseara. Tenía un cuerpo tan escultural que no había mujer que le hiciera sombra. Ni siquiera su más cercana rival.

      Aquilis había intentado superar a aquella esclava pero cada día le costaba más. A parte de eso, el maldito de Rufus había dejado de visitarla y ahora no hacía más que perder los vientos detrás de la Hispana. Así era como la llamaban todos.

     Ese día Vero, el lanista, había organizado un combate con armas reales. Numerosos espectadores esperaban entusiasmados la lucha entre ambas mujeres. En realidad, aquel combate suponía un cumplido, que el entrenador les había considerado lo suficientemente preparadas para que lucharan frente al público.

     Claudia permanecía en posición de combate frente a Aquilis en la arena. Estaba concentrada todo lo posible ya que aquel combate no era un simple entrenamiento. Se jugaba mucho en aquello; diversos patrocinadores y senadores habían acudido al espectáculo privado. Necesitaba saltar a la arena del gran anfiteatro y poder tener la posibilidad de ganarse su libertad.

     Aquilis la observó fijamente, sabía que solo tendría una oportunidad para desarmar a aquella desgraciada y era golpearle donde más le dolía, en su orgullo. Ambas miraron hacia donde estaba el entrenador y, cuando les dio permiso, empezó la pelea.

—¿Preparada para caer en la arena, Hispana? De aquí solo saldrá una ganadora y esa seré yo... —dijo Aquilis mientras se movía alrededor de Claudia como si de un baile o una danza se tratara.

—Hablas demasiado... Ya puedes intentarlo, te estoy esperando. Me parece que últimamente presumes de mucho y haces poco... —continuó respondiendo Claudia mientras que con la gladius en su mano, animaba a la otra a que se acercara más.

—Sabes que no eres rival para mí..., eres tan estúpida que ni siquiera fuiste capaz de retener un hijo en tu vientre —contestó Aquilis intentando provocar la furia de la hispana.

     Claudia lanzó un grito de guerra y con una velocidad sobrenatural se lanzó hacia su contrincante.

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