Capítulo 3
<<El infortunio pone a prueba a los amigos y descubre a los enemigos>>.
Epicteto de Frigia (55-135) Filósofo grecolatino.
Prisco y Vero habían sido dos afamados gladiadores que durante sus años jóvenes se habían enfrentado en los anfiteatros de todo el Imperio a los mejores luchadores que habían existido e incluso a exóticas fieras salvajes traídas desde los más recónditos confines del mundo. Ambos habían luchado en el mismo ludus, así que cuando consiguieron su soñada libertad, decidieron continuar juntos y formar su propia escuela de gladiadores.
Ahora contemplaban la dura vida de esos hombres desde el otro lado de la arena. Eran dueños del más celebre ludus de Roma. Y con el fin de dar el espectáculo más extraordinario a un público sediento de sangre y muerte, los dos lanistas intentaban tener siempre a los mejores gladiadores. Los continuos triunfos de esos hombres y mujeres les había proporcionado la vida de lujo que los dos habían soñado, era incluso mejor que la de muchos espectadores que iban a verlos. Pero aún así, mantener esa fama les costaba un arduo trabajo que no estaban dispuestos a abandonar, puesto que no sabían hacer otra cosa.
La vida de esos gladiadores era una vida llena de riesgos y vicisitudes. Se trabajaba duro para conseguir la ansiada libertad pero los débiles la perdían por el camino. En el ludus, la mayor parte de los gladiadores eran esclavos o criminales pero también había algún que otro hombre libre que elegía ganarse la vida de ese modo y como tal, ambos socios habían decidido tratarles con la consideración que requerían. La satisfacción de un luchador siempre repercutía de forma directa en el esfuerzo que realizaba para permanecer con ellos y su ahínco personal por mejorar.
Su escuela estaba situada al lado del anfiteatro más grande del mundo. Sin embargo, en ese momento, ellos estaban demasiado lejos, habían viajado hasta la ciudad de Éfeso tras la búsqueda de nuevos gladiadores. Partieron de Roma con el propósito de comprar nuevos hombres que proporcionaran una nueva imagen al ludus. En los últimos tiempos el público demandaba especialmente, luchas entre mujeres y, aunque ambos no eran muy partidarios de incluirlas en los espectáculos, habían terminado por admitir que una bolsa llena de monedas tenía más peso que una vacía. Así que habían dejado a un lado sus conciencias y habían partido en busca de esas mujeres que fuesen realmente especiales y que llamasen la atención del público.
Entrenar a un gladiador era una empresa que requería demasiado tiempo, en concreto se tardaba casi dos años en ponerlos a punto para su primer combate. Por lo que no podían desperdiciar su tiempo ni su dinero en gente que acabara muerta en la arena a la primera oportunidad. El entrenamiento era duro, una media de nueve horas diarias, durante seis días a la semana. Los gladiadores vivían dentro de la escuela y no podían salir de ella excepto que fueran contratados por particulares para fiestas privadas o para algún acto más especial. Los gladiadores eran hombres muy solicitados entre ciertas matronas romanas y últimamente, pasaba lo mismo con la presencia de gladiadoras.
Aquella mañana habían ido al mercado de esclavos de Éfeso esperanzados de encontrar alguna esclava que complementara el grupo que necesitaban. Normalmente hallaban campesinas que habían trabajado en labores del campo y que ya no les eran útiles a sus amos, por lo que la mayoría de ellos decidían desprenderse de ese tipo de esclavas. Algunas eran demasiado mayores para dedicarse a la lucha y otras no tenían el carácter y el espíritu necesario para llegar a ser una buena gladiadora.
Cuando Vero observó como aquella pequeña y extraordinaria joven hacia frente a aquel mercenario, le escupía en la cara y le amenazaba sin ser consciente de que podía morir allí mismo; se dio cuenta de que su búsqueda había llegado a su fin. Aquella muchacha había demostrado más coraje que cinco de sus hombres juntos, así que no había dudado en comprarla. Y además contaba con el factor de la edad, a pesar de los años de entrenamiento duraría lo suficiente para que fuera rentable. Pero de momento tendrían que ocuparse de ella porque tenía la espalda hecha trizas por los latigazos recibidos. Si había sobrevivido a aquella paliza, aguantaría todo lo demás. Tuvo que ser un fuerte impacto el escuchar que se convertiría en gladiatrix, así que ese desmayo podía pasarlo por alto.
Vero llevaba un rato andando, sosteniendo a la esclava en brazos, cuando se dio cuenta que sus brazos estaban empezando a humedecerse. Entrando en uno de los soportales, buscó un poco de sombra y se agachó para depositar a la mujer en el suelo.
—¿Qué haces Vero? ¿Por qué te paras ahora? Estamos casi llegando... —indicó su socio.
Vero no contestó a su amigo pero con cuidado volvió a la mujer en las frías losas de piedra para examinarle la espalda. Los dos hombres se quedaron horrorizados por las marcas tan profundas y las heridas que se le habían vuelto a abrir. Había sido tan brutalmente azotada que los latigazos le dejarían marcada de por vida. No cabía duda de que aquella joven era una superviviente.
—Me parece que tendremos que esperar un poco que nuestra pequeña adquisición se mejore, así no podrá servirnos de nada. Le han puesto un ungüento en la espalda pero eso no es suficiente. No sé cómo ha podido soportar tanto rato de pie durante la puja, debe ser más fuerte de lo que en un principio habíamos supuesto. ¡Vámonos! Tenemos mucho trabajo que hacer.
—No me extraña que amenazara a aquel individuo, seguramente tuvo que ser el autor de esos latigazos. De todos modos, ¿no crees que hay demasiada sangre?
—A ver qué nos dice el galeno cuando lleguemos al barco. Pero sí, llevas razón en lo de la sangre, se está empapando la parte baja de la túnica. ¡Vámonos, aquí ya no hacemos nada!
El hombre volvió a coger en brazos a la mujer pero intentó evitar presionar mucho las heridas. Pasándole el brazo por las piernas y por su maltrecha espalda, agarró suavemente a la desvanecida esclava encaminándose hacia el barco, donde todo estaba listo para zarpar.
Claudia empezó a recobrar la consciencia poco a poco. No sabía dónde se encontraba pero estaba boca abajo en un camastro. Alguien se hallaba en el lugar porque se había despertado del ruido que estaba ocasionando. Intentó darse la vuelta para levantarse y mirar dónde estaba. Cuando se incorporó, un movimiento de vaivén hizo que se mareara y le fuera imposible volverse, estaba otra vez en alta mar.
—¡No te muevas! El galeno ha recomendado que durante unos días permanezcas boca abajo y que solo te levantes para comer—. Dijo una suave voz de mujer.
—¿Quién eres? ¿Dónde estoy? —preguntó Claudia.
—Me llamo Paulina, soy esclava como tú y pertenezco a Prisco y Vero. Estamos en un barco rumbo a Roma. Nuestros amos te han comprado y me han ordenado que les llamara cuando despertaras.
—¿Nuestros amos?—. Preguntó Claudia, solo recordaba el hombre que la compró en el mercado.
—Voy a llamarlos, ellos te lo explicarán todo ¿Cómo te llamas? —preguntó Paulina.
—Claudia, de Hispania.
—Muy bien. Voy a llamarlos. No te muevas o volverás a perder el conocimiento —dijo la mujer saliendo del camarote.
Unos minutos después, dos hombres muy bien ataviados entraban dentro de la pequeña habitación. Vestían ricas túnicas propias de gente adinerada y poseían una seguridad en sí mismos que no pasaba desapercibida en aquel estrecho camarote.
—Paulina nos ha dado el aviso de que te habías despertado —señaló uno de ellos.
La joven reconoció al hombre que la había comprado. Era el más alto de ellos.
—Él es Vero y yo soy Prisco, tus nuevos amos. Somos lanistas y tenemos un ludus en Roma. Hemos pensado que tienes buenas actitudes para convertirte en una gladiatrix. Si eres buena en ello, tendrás una buena vida, pero si nos defraudas ya sabes que no vivirás para contarlo.
Claudia permanecía callada mientras escuchaba al que decía llamarse Prisco. Sabía que aunque discrepara de aquellos sujetos, ahora eran sus nuevos amos y tenían derecho a decidir sobre su vida para lo que quisieran. Era obedecer o morir, y esto último no le apetecía nada. Tendría que darle tiempo a Quinto para que la encontrara.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó el que se llamaba Vero.
—Claudia, señor.
—Muy bien Claudia ¿De dónde eres? —volvió a preguntar.
—De Hispania señor; de la ciudad de Baelo Claudia cerca de Gades. Durante bastantes años trabajé como esclava en la Casa de Livio pero cuando murió mi amo, nos otorgó a todos la libertad. Sin embargo, fui secuestrada y apresada por el pirata mahuritano que me vendió en Éfeso. Le aseguro, señor, que era una liberta.
—Lo que fuiste ya no tiene importancia, lo que cuenta es que vuelves a ser una esclava y que nosotros somos tus amos. De aquí en adelante olvidarás tu nombre, todo el mundo te conocerá como "Hispana". Necesitas un nombre fuerte para convertirte en gladiatrix y ese será el tuyo. Espero que no nos defraudes. Yo seré el encargado de entrenarte personalmente. Durante el viaje descansa todo lo que puedas porque cuando lleguemos a nuestro destino tendrás que estar bastante fuerte y recuperada. Ahora te dejamos para que descanses, Paulina se encargará de atender tus necesidades. Seréis compañeras en la arena así que es mejor que os llevéis bien.
—¿Puedo preguntarle una cosa señor? —preguntó Claudia insegura.
—¿Qué quieres saber?
—¿Por qué me encuentro tan débil? He intentado incorporarme y me he mareado... ¿es por los latigazos?
—Cuando veníamos de regreso hacia el barco, empezaste a sangrar demasiado. En un principio pensamos que podría deberse a eso, pero el galeno nos confirmó que perdiste el niño que llevabas en tus entrañas. Has perdido demasiada sangre y por eso estás tan débil... —confirmó el lanista observando atentamente su reacción.
—¿Estaba embarazada? —preguntó Claudia tartamudeando intentando asimilar esas dolorosas palabras.
—Efectivamente. Pensé que lo sabías... —señaló Vero.
—No señor, no lo sabía... —negó Claudia desviando la mirada de las dos personas que la observaban atentamente.
Claudia estaba tan impactada que se quedó silenciosa a partir de ese momento. Con todos los acontecimientos vividos no se percató en ningún momento que pudiese estar esperando un hijo de Quinto. Sentimientos contradictorios de pena y rabia se apoderaron de ella. La pena por la muerte de su pequeño hijo cuya existencia desconocía y que no había tenido la más mínima posibilidad de nacer, y a la misma vez un odio tremendo porque Spículus había sido el culpable de todo. Seguramente conservaría todavía en su vientre a su hijo si el pirata no le hubiera propinado la paliza atada a aquel poste. Su embarazo quizás no se hubiera malogrado de esa forma. El sufrimiento durante los latigazos tuvo que provocar que su cuerpo no pudiera retener a ese ser que se estaba empezando a formar. Lágrimas silenciosas bajaron por su cara. Su mente no hallaba consuelo entre la pérdida de su bebé y la separación de Quinto. El desconsuelo y la tristeza se apoderaron de su alma.
—¿De verdad no lo sabías? —preguntó el otro lanista.
Claudia lo negó con la cabeza.
—Lamentamos tu pérdida, hoy podrás llorar todo lo que quieras pero a partir de mañana tendrás que empezar a pensar en el futuro que te espera. No puedes permitirte ningún signo de debilidad que perturbe tu mente. Necesitamos hombres y mujeres fuertes que estén centrados en la lucha y que no estén distraídos. De ti depende, vivir o morir —sentenció el otro lanista mientras Prisco la observaba desde la pequeña puerta del camarote.
—No se preocupe señor, estaré preparada cuando llegue el momento... —contestó Claudia entre lágrimas.
Los dos hombres asintieron y salieron de la habitación dejándola sumida en sus pensamientos. Claudia pensaba en las palabras que le había dicho ese hombre. Si sobrevivir significaba convertirse en una gladiatrix pues que así fuese. No estaba dispuesta a convertirse en una esclava sumisa toda su vida. Había alcanzado la libertad una vez y lo volvería a conseguir si los dioses lo permitían. Solo tenía que seguir viva. Su única meta sería esperar a Quinto y vengarse de aquellos que la habían condenado a aquella vida de esclavitud. Lucharía lo que hiciera falta y vengaría la muerte de su pequeño niño no nacido. Si alguna vez conseguía cruzarse con aquellos dos desgraciados, los mataría con sus propias manos.
Mientras seguía sumida en sus pensamientos. Paulina, que se había ocupado de ella, volvió a entrar en el estrecho camarote. Observando sus lágrimas, se abstuvo de hacer ningún comentario con respecto a su pérdida. Desde fuera había escuchado la conversación.
—¿Te han explicado los amos que seremos compañeras en la arena?
Claudia asintió con la cabeza y mirándola le preguntó:
—¿Tienes miedo?
—Por supuesto que tengo miedo pero ¿qué puedo hacer? Con ellos tendré una oportunidad de ganarme mi libertad si soy buena luchadora. ¿Conoces alguna forma mejor de salir de esta situación? —preguntó Paulina mirándola fijamente.
—No... —contestó Claudia observando desde el camastro como recogía la habitación—. Me alegro que estés aquí conmigo.
—Yo también. Seremos grandes amigas, ya verás.
—Eso espero. Una vez tuve una... —dijo Claudia recordando los tiempos en los que Julia y ella trabajaban para el amo Tito y que ahora parecían tan lejanos—. Estoy un poco mareada todavía, disculpa si no tengo ganas de hablar.
La muchacha sonrió y, mirándola, le dijo alegremente:
—No te preocupes, te ayudaré a incorporarte un poco para que puedas comer; tienes que reponerte y recuperar fuerzas.
Quinto se despertó sobresaltado e intranquilo. Un sentimiento de tristeza y angustia le embargaba últimamente. Sus sueños se estaban convirtiendo en un sufrimiento continuo. Todo parecía tan real que despertaba con un inquietante desasosiego que hacía que estuviera conmocionado durante unos minutos. El sudor le escurría por la frente mientras se levantaba del camastro. En el sueño siempre aparecían los mismos personajes, Spículus clavando su gladius en Claudia. Como un espectador más, el espectáculo se desarrollaba delante de sus ojos sin que pudiera impedir que el muy desgraciado arrebatara la vida de su joven enamorada. Chillaba y chillaba mientras corría hacia ellos y Claudia no hacía otra cosa más que mirar impávida como el pirata clavaba la espada en ella llevándose su vida. Si no la encontraba pronto iba a acabar desquiciado, porque no había ni una sola noche que no soñase y se despertase atormentado mientras gritaba. Las primeras noches Máximus había acudido corriendo para descubrir que solo había sido un mal sueño. Pero conforme los días habían ido pasando, el soldado y el resto de la tripulación se habían ido acostumbrando a sus pesadillas, todo el mundo le ignoraba.
Llevaban un mes en alta mar y todavía no habían encontrado el barco de Spículus. Parecía como si se hubiese hundido el fondo del mar. Quinto estaba ya desesperado y no aguantaba tantos días sin saber de Claudia. Habían ido atracando en diversos puertos sin éxito. El poco espacio en la quinquerreme provocaba que no hubiera sitio suficiente para abastecerse de comida y aguantar las largas travesías, lo que ocasionaba que tuvieran que fondear habitualmente para abastecerse. Por otro lado, intentaban comprobar que el barco mercante no estuviese atracado en alguno de aquellos puertos: Carthago Nova, Malaco, Tarraco,... eran algunos muelles en los que no habían encontrado nada.
Una vez vestido, salió del camarote en busca de Máximus. Ya estaba bastante repuesto de sus heridas y empezaba a ayudar en el buque. Había bastantes tareas que desconocía de la vida de a bordo de un barco, pero las iba aprendiendo poco a poco. Esto le servía para permanecer activo y tener la mente ocupada. Necesitaba sentirse útil y fuerte para cuando encontrasen al pirata. Iba a sacarle las entrañas poco a poco en cuanto lo tuviese en frente.
—¡Señor, barco a estribor! —gritó uno de los marineros que se encontraba subido en lo alto del mástil.
Quinto se acercó a la borda y pudo comprobar que un barco navegaba rumbo hacia ellos. Máximus se aproximó a su lado y empezó a dar órdenes a sus hombres.
—¿Qué pasa?—. Preguntó Quinto mirando a Máximus.
—Fíjate bien, se parece al barco de Spículus.
Una emoción se apoderó de Quinto después de tantos días y sentía una angustiosa inquietud mientras observaba como el barco se iba acercando cada vez más. Aquel buque era bastante aproximado al del mercenario. Máximus dio la orden a sus hombres de arriar la vela para el combate, dependerían solo de los remeros para navegar.
—Llevas razón, podría ser él mismo.
—Prepárate para el combate, no quiero que te arriesgues mucho; todavía no estás totalmente restablecido.
—No te preocupes por mí, sé defenderme solo.
—Está bien, luego no digas que no te advertí. No quiero que mi hermano me regañe porque no supe cuidar de ti—. Le dijo el preceptus, bromeando.
Quinto, ignorando las palabras, se preparó mentalmente para la batalla mirando ansioso como aquel barco se iba acercando cada vez más.
—¡Señor, es el barco de Spículus! —gritó el soldado desde el mástil.
—¡Preparados para el abordaje! —ordenó Máximus.
El barco mercante prácticamente estaba encima de ellos cuando vieron que arriaban la bandera blanca de rendición.
—¿Se rinden? ¿Por qué motivo iban a rendirse? —preguntó Quinto situado al lado del preceptus.
—No lo sé, es muy extraño —afirmó Máximus.
Dos horas después, el tribuno no daba crédito a lo que habían averiguado. Unos días antes el mercenario había vendido el barco en el puerto comercial de Éfeso. No habían hallado a bordo a ninguno de los hombres de Spículus, así que Quinto desesperado le preguntó a Máximus:
—¿Qué hacemos ahora?
—La experiencia me dice que va a ser difícil encontrar a Spículus en Éfeso, ha tenido tiempo de sobra de desaparecer. Seguramente ha vendido el barco para despistarnos. Iremos a esa ciudad para averiguar si alguien conoce su paradero pero no creo que haya dejado pistas o que haya cometido alguna torpeza que nos proporcione una pista sobre su paradero. Es demasiado escurridizo y astuto. No te preocupes, no descansaremos hasta que no encontremos a tu mujer. Vete a bajo y descansa, nos esperan unos cuantos días más de travesía, y el día ha sido demasiado largo.
Mientras Quinto bajaba a su camarote, Máximus, en popa, se compadecía de su amigo. No había querido quitarle las esperanzas, pero era prácticamente imposible recuperar a aquella joven. Sin embargo, sabía que su amigo no se daría por convencido hasta que no lo comprobase por sí mismo y registraran palmo a palmo aquella maldita ciudad. Tendría que aceptar que nunca volvería a ver a su mujer.
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