Capítulo 24
https://youtu.be/_UxkX0_mGXw
"Lo mismo es nuestra vida que una comedia; no se atiende a si es larga, sino a si la han representado bien. Concluye donde quieras, con tal de que pongas buen final". Seneca (2 AC-65) Filósofo latino.
—Raptaste a mi mujer, me heriste de muerte y acabaste con la vida de mi hijo...—dijo Quinto mirando con odio a aquel ser que tenía enfrente— ...ha llegado tu ahora, a ver si eres tan valiente con un hombre como con una mujer.
Spículus escupió a los pies de Quinto y, riéndose en su cara como si fuera un demente, contestó:
—Primero te mataré a ti, luego a esos dos perros—dijo señalando con odio a los dos hermanos Vinicius—y cuando acabe con ellos, haré padecer a esas perras, tanto que desearán no haber nacido ni en esta ni en otra vida.
Marco se adelantó un paso para poner fin a la vida del pirata pero Máximus agarró a su hermano de la manga deteniéndole.
—No caigas en la provocación, esto debe acabarlo Quinto. Él fue el que más perdió, déjale que prosiga... —Marco volvió la mirada hacia su hermano y a regañadientes le hizo caso.
Quinto caminó en circulo alrededor de Spículus.
—El que va a lamentar haberse cruzado en nuestro camino vas a ser tú, tus días acabarán aquí y ahora. Prepárate a morir.
—¡Eso habrá que verlo! —dijo Spículus mirándolo con rabia mientras hacía muecas sacando la lengua y riéndose salvajemente.
El mercenario estaba debilitado por los latigazos y por la puñalada que le había dado Claudia y Quinto fue consciente de su lamentable estado.
—Parece que mi mujer se ha entretenido un rato contigo...
Ese comentario terminó por desequilibrar al mahuritano que, gritando como un poseso, empezó a maldecir mientras atacaba a Quinto sin un orden lógico. Todos los que presenciaban la lucha tuvieron la sensación de que aquel sujeto se había vuelto completamente demente, pero con una fuerza descomunal se resistía a que el procónsul acabara con él.
Quinto detuvo cada estocada que estaba destinada a herirle, mientras poco a poco comprobaba como el pirata se iba debilitando. Ambos hombres se golpeaban con tanta violencia que pequeñas chispas de fuego saltaban del cruce del hierro. El soldado con la maestría adquirida después de tantos años de lucha se dedicó a jugar con el pirata hiriéndole y provocándole pequeños tajos y heridas que iban derramando la sangre precisa, justo en los puntos donde el hombre era más vulnerable al dolor. Intentando que la agonía se prolongara lentamente haciéndole padecer tanto como Claudia había sufrido tiempo atrás. Quería que supiera que las fuerzas se le iban mermando y que la lucha estaba próxima a acabar.
Al cabo de un rato cansado, Spículus retrocedió varios metros separándose del legionario y parando de repente la lucha. Intentó recuperar el aliento mientras se echaba mano al estómago comprobando horrorizado como su mano se humedecía de su propia sangre sin dar crédito a que aquello estuviese sucediendo. La última estocada había estado demasiado cerca de matarle pensó el pirata. Estupefacto, se secó la sudor de la frente con la manga de su camisa y poniendo la ensangrentada mano enfrente de sus ojos como si estuviera en trance miraba el caliente líquido correr por las agrietados dedos que evidenciaban el paso de los años de piratería. Lentamente una gota cayó sobre la arena seguida de otras y el pirata salió de su ensimismamiento...
—No pienses que vas a morir tan rápido —dijo Quinto intentando irritarlo—. Todavía tu y yo tenemos que entretenernos. Voy a alargar tanto tu agonía que el que va a lamentar no haber tenido una muerte rápida vas a ser tú.
—¡Por lo menos me iré con la satisfacción de que acabé con tu primogénito! Que sepas que disfruté desde el primero hasta el último de los golpes que le di a esa furcia. Al principio no suplicó pero al final acabó gritando como la perra que es, gritó tanto que terminó desmayándose de puro sufrimiento... Porque su enamorado no tuvo valor de ir en su busca. Tú eres el causante de la muerte de tu hijo, tú y solamente tú —respondió el pirata burlándose de Quinto, intentando victimizarlo—. Además, qué te hace pensar que no acabaré con vosotros después de muerto. Mi hombre de mi confianza tiene la orden de mataros cuando más tranquilos estéis, no penséis que conmigo se acaba vuestro sufrimiento. Aunque sea desde el infierno volveré una y otra vez para martirizaros.
—Solo hablas para hacernos padecer, pero no te preocupes que antes de venir aquí mis hombres detuvieron a tu compinche, así fue como pude descubrir tus verdaderas intenciones. Jamás volverás a nuestras vidas, eso te lo prometo por lo más sagrado —dijo Quinto dando por terminada la conversación.
Harto de toda aquella conversación que lo único que hacía era alargar el sufrimiento de Claudia, Quinto decidió poner fin a aquella vida. El pirata intentó atacar pero agotado, daba golpes inútiles en el aire sin llegar a herir a Quinto, momento en que el soldado hincó su gladius en el centro del estómago del mahuritano.
—¡Esto, por mi hijo! —setenció Quinto sacando lentamente la gladius y retorciendo el arma para alargarle la agonía—. Y esto es por mi mujer ¡desgraciado! ¡Espero que te pudras allá donde vayas! —volvió a repetir Quinto introduciendo la gladius por última vez y mientras le sujetaba de la ropa para que no se cayese y le mirase a los ojos. Inesperadamente, Quinto sacó de nuevo la gladius del destrozado cuerpo y con un corte seco, pasó el filo ensangrentado por la garganta del pirata seccionándole el cuello de un solo tajo. La cabeza de Spículus quedó cercenada del cuerpo del mercenario.
Todo el mundo se quedó callado viendo la cabeza rodar por el suelo. Respirando agitadamente como si hubiese corrido durante varias horas seguidas, su mente se alejó de la arena mientras miles de imágenes pasaban rápidas por sus ojos. Sus primeros encuentros a escondidas con Claudia, la alegre celebración, el momento en que le asestaban la herida mortal y ante sus ojos, aquel pirata se llevaba a la mujer que amaba, su encuentro con ella en la arena del anfiteatro... Veía sin ver, en medio de toda aquella dolorosa oscuridad. Pero unos brazos le reclamaban de aquella locura, una voz intentaba atraerlo de aquellos recuerdos devastadores. Un llanto de mujer...
—¡Quinto! ¡Quinto!... —gritó Claudia mientras corría en su busca.
En unos segundos el cuerpo de Quinto recibió el impacto de esa fuerza asombrosamente femenina tan apreciada y que tan necesaria le era. Su olor, ese cuerpo tan amado y sus lágrimas le envolvieron como un dulce bálsamo calmante aliviando las heridas de su alma.
—¡Jamás podrás ser el culpable! No hagas caso de la locura de ese demente... Me amaste tanto que durante años me búscate sin perder nunca la esperanza y, cuando creíste que jamás me encontrarías, intentaste hallar la muerte en aquellas tierras judías pero los dioses tenían predestinado otro fin para ti... —dijo Claudia llorando abrazada fuertemente a él.
—¡Volverte a encontrar! —contestó Quinto ahogándose en esos profundos ojos que lo miraban con tanto amor— Eres la única razón de mi existencia, siempre te amaré.
Quinto la beso ansioso, feliz de tenerla entre sus brazos. Abrazándola, la levantó sobre su cuerpo y, dando vueltas con ella, continuó besándola mientras el corazón no le cabía dentro de aquel cuerpo magullado. Se sentía completamente renacido, con un nuevo futuro que se abría por delante de ellos para que pudieran continuar la historia que quedó truncada tantos años atrás.
Los espectadores que contemplaban aquel derroche de amor y pasión empezaron a aplaudir emocionados y contentos de que todo hubiese acabado por fin. No había dos seres en este mundo que se merecieran hallar la paz y la felicidad tanto como esas dos personas que se abrazaban y giraban en medio de la arena que los había vuelto a unir.
Julia lloraba emocionada de ver a su amiga por fin libre de aquella amenaza, jamás pudo imaginar un final tan inesperado y feliz. Mientras Marco se acercaba y rodeaba su cintura con sus brazos, la joven empezó a derramar lágrimas de alivio y felicidad. Por fin se había completado un ciclo, el de la vida y la muerte, el de la justicia y la venganza.
—¡Bueno! Cuando se acaben de besar espero que nos digan cuando vamos de boda —dijo Máximus exasperado.
—¡Venga Máximus! No amargues a los muchachos su momento, han esperado mucho tiempo para este día —dijo Marco mirando hacia su hermano—. Jamás he visto un amor como el de estos dos...
Sin embargo, a Máximus, a pesar de alegrarse por la suerte de su amigo, el desasosiego y la incertidumbre le embargaban, deseando marcharse de allí.
—Llevas razón, dejémosles a solas un momento —dijo el soldado mientras se daba la vuelta buscando la salida hacia la calle y los demás le seguían.
Cuando Claudia y Quinto concluyeron el beso continuaron abrazados fuertemente. Quinto rodeaba a Claudia con sus brazos sin querer soltarla, mientras contemplaba el cuerpo desplomado del mercenario en el suelo.
—¡Ya se acabo todo! Aunque me volviste a desobedecer... —señaló el hombre volviendo a besarla rápidamente en la frente.
—Sí, lo sé... —dijo Claudia asintiendo mientras una sonrisa asomaba a su cara.
Mirando a Quinto con los ojos rojos de haber llorado, se calló.
—¿No vas a decir nada en tu defensa? —preguntó Quinto mirándola con adoración.
—Sólo que soy culpable del delito y que creo que nunca voy a poder obedecerte en todo lo que me mandes —contestó Claudia esperando su reacción.
—No sé por qué no me sorprende eso... —dijo Quinto resignado a su destino—. Mientras me prometas que no te pasará nada, te perdono... y te permitiré que de vez en cuando me desobedezcas pero sólo de vez en cuando, no te vayas a acostumbrar.
Claudia afirmó que sí con la cabeza sonriendo.
—¿Por qué no me contaste que habías perdido el niño? —preguntó seriamente Quinto.
—Siempre me sentí demasiado culpable de su pérdida, era lo único que podía haber conservado de ti y sin embargo, lo perdí. Jamás debí salir de aquella bodega, con el tiempo podría haber tenido la oportunidad de luchar por sobrevivir con el niño. Los lanistas me hubieran permitido conservarlo siempre y cuando hubiera luchado y ganado para ellos.
—No pienses más en eso, tú no tuviste la culpa. No pudiste evitarlo, ya no le des más vueltas... ahora, es hora de comenzar de nuevo. Debes centrarte en el nuevo hijo que viene en camino y en el que nos espera en nuestro hogar.
—Llevas razón... —dijo ilusionada mientras se secaba las lágrimas—. No miraremos atrás, lucharemos y saldremos adelante.
—¡Esa es la joven de la que me enamoré! —dijo Quinto acercándole otra vez a él—. Vámonos, creo que los demás están fuera esperándonos.
Quinto besó en un segundo sus lindos cabellos y con el brazo encima de sus hombros la instó a que anduviera hacia la entrada del túnel que daba acceso a la salida.
—Hay que celebrar una boda.
Roma, palacio del emperador Vespasiano (dos días después).
El emperador sentado en el labrado y majestuoso sillón que evidenciaba la magnitud de su poder, esperaba a la pequeña comitiva que por fin había llegado desde Hispania. Aparentemente calmado por dentro, la rabia bullía dentro de su cuerpo, sus dedos tamborileaban impacientes contra la madera del asiento. Con una tensa calma esperó y esperó hasta que por fin varios soldados entraron dentro del gran salón escoltando su esperada visita. Vespasiano miró de frente los ojos de su sobrino pero este rechazaba su mirada. El emperador sabía que el miedo hacía presa de su persona, era lo único que testimoniaba que todavía conservaba algo de cordura. Él, en su lugar, también estaría asustado.
—¡Bueno! ¡Bueno! ¡Bueno!... ¿A quien tenemos el honor de tener aquí? ¡Qué agradable visita sobrino!... —dijo Vespasiano mientras se levantaba del sillón y avanzaba hacia el prisionero—. Hoy nos honra con su presencia mi queridísimo sobrino Tito Flavio. Acércate sobrino y dale un afectuoso abrazo a tu tío —dijo nuevamente el emperador.
Tito Flavio Sabino estaba completamente aterrado, en Roma se pagaba muy caro la traición. Sabia que detrás de la aparente calma de su tío podría esconderse el más cruel acto de venganza. Su tío no era precisamente conocido por su misericordia sino por los castigos ejemplares que impartía.
El emperador se acercó y en voz baja le dijo mientras le abrazaba:
—Espero que tu viaje de vuelta de Hispania haya sido provechoso y fructífero, pero ven sobrino, siéntate a mi lado... debes contarme la causa de tu presencia en aquellas tierras alejadas de Roma porque tu Cesar no recuerda que te ordenara permanecer allí.
—¡Tío, déjeme explicarle!... —el emperador levantó la mano haciéndolo callar tan bruscamente que Tito Flavio se quedó enmudecido.
—No te confundas, no olvides jamás que yo soy tu emperador y que como tal debes dirigirte a mí. Por encima de la familia siempre prevalecerá Roma y por encima de Roma, el César. No lo olvides jamás, si quieres sobrevivir.
Tito Flavio intentó bajar lentamente la saliva a lo largo de su garganta pero el nudo que se le había formado le hacía imposible tragar. De repente, un golpe seco en la espalda lo sacó de su trance.
—Pero respira sobrino, respira,... Tan solo estaba bromeando, ya deberías conocerme..., ¿acaso no soy conocido por mi sentido del humor? Escucharemos atentamente tu explicación y ahora cuéntanos a los presentes y a tu César, ¿qué hacías en la mina de las Médulas?
—¡Verás, aquel mercenario me obligó! No tuve más remedio que obedecerle, amenazó con matarme si no le daba lo que quería...
—¡Claro sobrino, claro! Y tú indefenso intentaste sobrevivir...¡Ya! Me lo puedo imaginar... Bueno creo que no debes preocuparte más por tu suerte, el mercenario ya está muerto. Quinto Aurelius, acabó con él. Me ha quedado perfectamente claro tu papel en toda esta trama, entiendo que tuvieras que doblegarte a la voluntad de ese mercenario. Así que no te preocupes, no hallarás la muerte de su mano, muerto no puede hacer nada ya. Por el padecimiento que has sufrido en todo ese tiempo he decidido obsequiarte... —dijo Vespasiano mirando de frente a su sobrino.
Tito Flavio respiró de nuevo, se había salvado por los pelos...
—¡Gracias César! Sabía que comprenderías que no tuve más remedio que obedecer a aquel asesino y que nada que tuve que ver en el robo del oro, si no hubiese sido por el procónsul, aquel mercenario hubiese acabado con mi vida allí mismo...
Vespasiano, asintió mientras con un gesto de la mano ordenaba al centurión de la guardia pretoriana, traer algo. Uno de los legionarios portaba un saco y pidiendo permiso al emperador se adelantó y le hizo entrega de él.
—¡Querido sobrino! He pensado que ya que estabas en una mina de oro debía obsequiarte con tal preciado objeto. Toma, esto es tuyo —dijo el emperador haciéndole entrega del saco y depositándolo en las brazos de Tito con un inusitado ímpetu—. ¡Ábrelo! Es todo para ti...
—¿Para mí? Pero César, no creo ser merecedor de semejante regalo... —dijo el hombre asombrado mientras abría el saco y observaba todo el oro que había dentro. Sus ojos brillaron de codicia y de alegría, era toda una fortuna...—. Al fin y al cabo no hice tanto.
—Te equivocas, hiciste demasiado... —dijo el emperador cambiando repentinamente el semblante y poniéndose serio. Creo que ya puedes retirarte, la guardia te acompañará —dijo el emperador volviendo al sillón donde estaba anteriormente sentado.
El hombre agarró entre sus brazos su preciada carga y cuando prácticamente estaba saliendo de la magnífica sala, escuchó de nuevo la voz de su tío.
—¡Ah, sobrino! Se me ha olvidado decirte que no debes preocuparte por la seguridad del oro, los soldados te escoltarán y se asegurarán que no sufras percance alguno con ese tesoro, ni que ningún ladrón codicioso te lo robe.
—¡Gracias César!
—¡Adiós sobrino!... ¡Que los dioses te maldigan...! —dijo el emperador cuando el hombre ya había salido de la sala y no le escuchaba.
Tito Flavio escoltado por la guardia pretoriana de su tío continuó andando por los pasillos de palacio ensimismado en su oro y en lo que haría con todo ello. Con una sonrisa ladina en el rostro se alegraba de que al final todo hubiera acabado bien para él. Spículus y sus secuaces estaban muertos y él, gracias al idiota de su tío era nuevamente rico.
Los soldados cambiaron el rumbo y se dirigieron hacia las celdas subterráneas del palacio anexas al ala donde el emperador residía.
—¿Dónde vamos?..., creo que se han equivocado —señaló Tito Flavio dándose cuenta que esa no era la salida.
—El emperador ha dado la orden de que lo saquemos por aquí, nadie debe verle salir de palacio con el oro... —dijo uno de aquellos legionarios.
—Está bien... —contestó el hombre ingenuo.
Cuando llegaron a un pasadizo en el que Tito no había estado nunca, de repente se vio empujado hacia una pared, el fuerte golpe hizo que se magullara la cara y no pudo evitar gritar del dolor, le habían roto la nariz.
—¿Qué significa este atropello? El emperador será informado de este abuso... —amenazó Tito Flavio tocándose la nariz sangrante.
Los soldados rieron a carcajadas cuando escucharon semejantes palabras.
—No se preocupe que nos encargaremos de hacerle llegar su queja adecuadamente —dijo otro de los soldados.
Agarrado por ambos brazos, Tito Flavio fue llevado casi a rastras a un habitáculo fuertemente iluminado. Asustado comprobó que una especie de fragua calentaba aquel lugar y que una mesa estaba dispuesta en el centro. El miedo hizo presa en él, su tío le había engañado. Entre los soldados que lo custodiaban lo subieron encima de la mesa y le ataron a pesar de los esfuerzos vanos que el hombre hizo de escapar. La fuerza de sus gritos no llegó a ningún sitio, nadie acudió a salvarle ni a ayudarle, aquel lugar estaba tan oculto bajo las entrañas del palacio y los muros eran tan anchos que era imposible que las gritos suplicantes y atemorizados llegasen al exterior.
—¡Por los dioses! ¿Qué os proponéis? —preguntó asustado mientras lloraba.
De reojo comprobó como los soldados vaciaban el oro del saco sobre una especie de caldero que había sobre el fuego y empezaban a derretirlo.
—El emperador dio la orden de que se llevara todo el oro pero no le explicó como... —dijo uno de los soldados sonriendo macabramente.
El terror hizo presa de Tito y, debido al miedo, incontrolados temblores sumieron el cuerpo del patricio romano. Tito Flavio Sabino comprendió perfectamente cual era el fin de todo aquello y, lleno de terror, supo que tendría la peor muerte imaginable. Gritando como un poseso intentó deshacerse de las ataduras. El hombre lloró desconsolado lamentándose profusamente del error que había cometido. La traición a Roma se pagaba con la vida y jamás debió desafiar a su tío.
Bastante tiempo después, ocho soldados sujetaron fuertemente al sobrino del emperador y poco a poco fueron introduciendo el oro líquido por la garganta del traidor. Conforme el oro iba pasando por las entrañas del sujeto, el caliente fuego fue quemando todo a su paso, acabando poco a poco con la vida de aquel infame traidor que había osado desafiar al mismo César de Roma. Si oro quería, oro se llevaría a la tumba, pensó uno de aquellos soldados que observaba como la vida se marchaba trágicamente de aquel avaricioso cuerpo. Cuando todo acabó y hasta la última gota de oro fue introducida en el cuerpo ya sin vida del traidor, el soldado que tapaba con una raída tela el cadáver solo fue capaz de pensar:
—"Ojo por ojo y diente por diente".
Quinto y Claudia no podían casarse como hubiesen querido por la condición social de ella. Roma consideraba a los gladiadores como sujetos indignos y les impedía casarse así que Quinto optó por la única salida posible, el concubinato. Este tipo de convivencia conyugal entre dos ciudadanos libres no exigía el intercambio de dote pero eso a él le daba exactamente igual, lo que no le dejaba tranquilo era la idea de que los hijos que tuviesen en común fuesen considerados bastardos. Sus hijos serían considerados por las leyes de Roma como hijos naturales y no hijos legítimos. Que un hijo suyo pudiese nacer como sui iuris, fuera de la potestad de él como pater familias era algo que le quemaba por dentro en las entrañas. Ser hijo natural y carecer de pater familias era una desventaja para estos niños. Heredarían la condición de libertos de su madre y sería una tara social que les impediría progresar en la vida, sin la posibilidad de recibir ningún apoyo económico de parte de su padre.
En dos días más se celebraría la boda y ya estaba todo prácticamente preparado. Quinto examinaba ensimismado todo los requisitos que le habían exigido para celebrar el concubinato, se encontraba solo en ese momento. Los invitados que se hospedaban en la domus habían decidido salir a dar un paseo por las bulliciosas calles de Tarraco. Un golpe en la puerta, hizo levantar la mirada para comprobar como uno de los soldados anunciaba la presencia de una visita.
—¡Señor! El procurador acaba de llegar y solicita ser recibido por usted.
—¡Hacedlo pasar! —ordenó Quinto.
Un majestuoso Plinio entró con paso lento y majestuoso, su rostro afable ya no mostraba los signos del cansancio. El hombre parecía incluso demasiado alegre para lo que era su apariencia habitual.
—¡Buenos días procurador! Esta mañana parece usted otra persona, le veo demasiado exultante, ¿a qué debo el honor de esta visita? —preguntó Quinto levantándose del sillón mientras rodeaba la mesa y se acercaba al anciano.
—Lleva toda la razón, estoy demasiado contento, las cosas están saliendo como yo esperaba. En realidad, no vengo a verle a usted sino a esa hermosa joven con la que se va a casar.
—No le entiendo... ¿A Claudia? Pues no sé si se encontrará aquí, déjeme comprobar si ha llegado ya, esta mañana salieron a dar un paseo y no sé si le habrá dado tiempo a regresar.
Quinto salió de la sala y le ordenó al soldado que fuera en busca de Claudia y le dijera que se reuniera con ellos dos en la sala.
Al cabo de cinco minutos una pálida Claudia entraba pidiendo permiso, pero cuando vio al anciano hombre que se encontraba con Quinto, su cara cambió y una amplia sonrisa se pudo ver en ella. Plinio se sintió conmocionado cuando la joven le saludó efusivamente como si de un familiar querido se hubiese tratado y no una de las más altas autoridades de Tarraco.
—¡Nunca dejará de sorprenderme su efusividad! —dijo Plinio mirándola con verdadero afecto.
—¡Cuánto me alegro de verle! Siento que lo incomode mi forma de proceder pero le he echado de menos todos estos días... —dijo la joven sonriéndole mientras intentaba sentarse en uno de los sillones colocados frente a la mesa.
—No tiene que disculparse, en el fondo me encanta, aunque dada mi posición prácticamente nadie me salude como usted lo hace. Que sepa que me siento encantado por ello, no deje nunca de hacerlo —contestó el anciano.
—¡Pensaba que estabas de paseo con los demás! —dijo el soldado dándose cuenta enseguida de la palidez de Claudia y de las ojeras que evidenciaban su habitual estado—. ¿Te encuentras mal hoy?
—No llevaba ni cinco minutos caminando cuando he tenido que volverme, se me ha puesto tan mal cuerpo que les he sugerido a los demás que siguieran sin mí, estaba tumbada cuando me has hecho llamar pero se me pasará pronto —contestó la joven a Quinto mientras volvía su mirada al anciano que tenía al lado y le susurraba—. Esto de tener un hijo lo llevo fatal, no hago más que dormir y comer.
El anciano sonrió inesperadamente y contestándole le dijo:
—Eso son cosas naturales del nuevo estado pero, si los dioses son favorables, en unos pocos meses podremos conocer al nuevo miembro de la familia Vinicius y usted volverá a sus quehaceres cotidianos.
—Eso espero... —dijo Claudia sonriendo—. Aunque ya serán dos niños y estaré también ocupada...
—El procurador ha venido a verte... —la interrumpió Quinto mientras la miraba preocupado
—¿A mí? —preguntó Claudia extrañada.
—Sí, a usted, traigo aquí uno de sus regalos de boda —dijo el procurador con una sonrisa que abarcaba de oreja a oreja.
—¿Un regalo de boda? —preguntó Claudia sorprendida—. No tenía que haberse molestado, no es necesario se lo aseguro. La boda será algo demasiado íntimo, estaremos solamente los conocidos —dijo la joven.
—Bueno, puede que eso cambie.
Quinto, extrañado, observaba todo el diálogo apoyado en el borde de la mesa. Sentía curiosidad por el pergamino que traía en la mano.
—Toma hija, ábrelo.
—Me parece que tendrá que leerlo Quinto, esa tarea la tengo pendiente todavía, jamás pude aprender a leer... —cogiendo el pergamino del anciano se lo pasó al soldado y Quinto, desenrollándolo, lo abrió, leyendo por encima el documento.
—¡No puede ser verdad! —exclamó Quinto exultante mirando al anciano.
—¿Qué pone? Me estás asustando —dijo Claudia preocupada.
—No te preocupes hija, en seguida sabrás cuál es el motivo —dijo el anciano palmeando en la mano a Claudia, intentando tranquilizar a la futura novia—. ¡Leedlo en voz alta y así saldrá de su angustia! —le ordenó el procurador a Quinto.
— "Yo, Tito Flavio Vespasiano, César y Emperador de todo el Imperio de Roma, declaro y ordeno que por su enorme heroicidad en el ataque sufrido en las inmediaciones de la mina de oro de las Medulas y su valor demostrado en la batalla salvando la vida del ciudadano y militar de Roma Gayo Plinio Segundo, así como la del procónsul de Tarraco, Quinto Aurelius, otorgo a la gladiatrix y antigua esclava conocida como Claudia la condición de ciudadana romana con todos los derechos y deberes que le son propios a tal condición y podrá así mismo contraer nupcias legítimas al disfrutar del connubium. A partir del primer día de la escritura de este documento se encontrará inscrita en el registro de la ciudad de Roma. Así mismo manifiesto que le será otorgada una dote que equivaldrá a una décima parte del oro recuperado en las Médulas y que servirá para ser ofrecido e intercambiado en su próximo casamiento con el ciudadano romano Quinto Aurelius".
Claudia se tapó el rostro con las manos mientras escuchaba a Quinto leer la misiva procedente de Roma. El soldado enrolló el pergamino y esperó a que la joven dijera algo, pero Claudia era incapaz de mirarles porque de repente unos espasmos sacudieron el cuerpo de la joven.
Quinto se arrodilló rápidamente a su lado mientras observaba los llantos que la sacudían.
—¡Claudia! —insistió Quinto mientras intentaba separar las manos de su lloroso rostro—. ¡Mírame!
—¡No puedo!... —dijo mientras lloraba y se abrazaba al cuello de su futuro marido.
El anciano Plinio tampoco pudo evitar que los ojos se le humedecieran al comprobar el enorme impacto que la noticia había tenido en la joven.
—¡Es el mejor regalo que podía haberte hecho el César! —declaró Quinto emocionado.
—Lo sé, pero no me esperaba esto, es demasiado... —sollozó Claudia.
En ese momento, separando los brazos del cuello de Quinto, se levantó del asiento y echándose sobre el anciano, se abrazó al hombre mayor y, dándole las gracias, le besó afectuosamente en la mejilla.
—No debes darme las gracias, es lo menos que podía hacer por ti. Salvaste la vida del procónsul y la mía aquel día. Si no hubiese sido por tu inestimable valor, no sé en qué condiciones hubiésemos acabado los dos. Era lo mínimo que debía hacer, solamente me queda una cosa pendiente y dentro de dos días nos veremos aquí para ello, ¿de acuerdo? —miró el anciano a Quinto mientras entre ambos surgía una corriente de entendimiento que no daba lugar a palabras.
—Está bien, siempre le estaré eternamente agradecida por esto —declaró Claudia emocionada.
—Ha sido designio de los dioses que tu destino y el del joven Quinto volvieran a cruzarse y que este servidor de Roma haya tenido la suerte de conocerte. Ahora tienes que dejar de llorar que eso no puede ser bueno para el próximo hijo de la mejor gladiatrix del Imperio —declaró el anciano mientras le ofrecía a la joven un lienzo para secarse las lágrimas que corrían por su cara.
—Está bien, intentaré no llorar más, pero no soy capaz de controlar tantas emociones juntas, esto me supera... —dijo Claudia mientras intentaba reprimir el llanto.
—Todo cambiará, de aquí en adelante y jamás tendrás que volver a llorar —dijo Quinto sonriendo mientras la miraba enamorado de su mujer.
—¡Si tú lo dices! —dijo Claudia mirándolo.
—Te lo digo y te lo ordeno...—contestó Quinto.
—Ya sabes que las órdenes y yo no somos muy compatibles —manifestó la joven mientras se separaba del anciano y acudía al lado del general.
—¡Por qué será que no me sorprende escuchar eso! —afirmó mientras la abrazaba y, emocionado ,intentaba reconfortarla.
—¡Bueno, tengo que dejarles! ¡Hay que prepararse para una boda! Nos vemos en dos días, no olviden de ponerse guapos porque yo voy a llevar mis mejores galas, la ocasión la merece... —dijo el anciano mientras salía de la sala y les dejaba solos.
—Todo me parece demasiado increíble, a veces temo despertarme y que todo haya sido un sueño...
—Sí, a mí también me parece mentira que estemos apunto de casarnos... —en ese momento el estómago de Claudia rugió y Quinto riéndose le preguntó— ¿Tienes hambre?
—Ya no sé lo que tengo, lo mismo tengo hambre y a la media hora vomito que lo mismo me pongo a comer como si no hubiera un mañana...
—Vente, vayamos a aplacar ese revuelto estómago ... —dijo Quinto sonriendo mientras ambos salían del tablinum.
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