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Capítulo 22

"La alegría más grande es la inesperada".

Sófocles (495AC - 406AC) Poeta trágico griego.


      Les concedieron unos momentos de intimidad mientras las tres mujeres se abrazaban unidas de nuevo, pero cuando ya no pudieron aguantar más, Quinto y los demás se acercaron hacia ellas.

      Claudia, Julia y Prisca no podían dejar de llorar de alegría ante tanta emoción, parecía imposible que después de tanto tiempo hubieran podido reencontrarse por fin.

—¡Vamos arriba! ¿No pensaréis quedaros en el suelo todo el rato? —preguntó Marco sonriendo.

     Claudia observó al marido de Julia un poco cohibida, la última vez que le había visto ella era una esclava que había pasado a liberta y él, todo un general romano.

—¿No me vas a dar un abrazo? —preguntó Marco al ver a la joven titubear.

     De repente una enorme congoja inundó a Claudia mientras con la cabeza afirmaba que sí y, echándose sobre Marco, le dio el abrazo que un amigo le da a otro mientras le susurraba:

—Gracias por salvar a Julia y cuidarla todos estos años, si no hubiera sido por ti jamás la habría vuelto a ver.

     Marco se separó de Claudia un poco y mirándola a los ojos intensamente le contestó:

—No tienes que darme las gracias, ella era mi razón de vivir. Sin embargo, siempre me sentí culpable y lamenté durante mucho tiempo no haber podido hacer nada por ti. Pude sacar a Julia del agua, pero Spículus nos llevaba demasiado ventaja como para haberte podido recuperar. Lo lamento.

     Marco se volvió hacia Quinto y, emocionado, le dio un fuerte abrazo también diciéndole:

—Espero que me perdones por no haber podido hacer más.

     Quinto le devolvió el abrazo y le dijo al que había sido su superior:

—No tienes que disculparte por nada, hiciste lo que pudiste, no obstante..., hay algo que debes saber, ya habrá tiempo para hablar.

     Ambos hombres se miraron con complicidad mientras Claudia comprendía a la perfección lo que Quinto estaba insinuando. Todavía había un peligro al acecho y no estarían a salvo hasta que no acabaran con él.

     Disimulando, Claudia se volvió hacia una hermosa joven que la miraba emocionada y dubitativa le preguntó:

—¿Tú puedes ser la pequeña Helena?

     La muchacha sonrió y asintió.

—Sí, esa soy yo.

—¡Por los dioses, como has crecido! —dijo Claudia mientras se acercaba a la joven y la abrazaba.

     Todos emocionados observaban a las mujeres hasta que una fuerte voz de hombre rompió el emotivo momento.

—¡Bueno! ¿Cuándo me va a tocar a mí?

     Claudia volvió sobre sí misma, soltando a Helena y mirando al joven soldado que tenía enfrente. Había reconocido la picardía de unos ojos imposible de olvidar.

—¿Paulo? —preguntó nuevamente Claudia sonriendo.

—Ese dicen que soy yo —dijo el joven acercándose a Claudia.

     Claudia volvió a abrazar al pequeño niño que recordaba y que ahora se había convertido en un atractivo joven.

—¡Pero como habéis crecido! ¡Es asombroso!

—Dímelo a mí que de vez en cuando se pasa por la casa y hay que darle de comer —dijo Prisca mirando a su hijo orgullosa.

     Todos sonrieron ante el comentario de la mujer. Quinto se acercó también hacia ambos y mirando al joven le dijo emocionado:

—Creo que en aquellos días estuve tan ofuscado que nunca te di las gracias por haberme salvado, pude morir en aquella callejuela si no hubiese sido por ti.

     El joven asintió agradeciendo las palabras.

—No tiene que darme las gracias, tan solo hice lo que pude.

—¿Cómo salvaste a Quinto? —preguntó Claudia.

—Mientras íbamos hacia la playa, Paulo nos siguió... —contestó Quinto.

—¿Nos siguió? —preguntó Claudia intentando recordar aquellos momentos.

—Sí, tenía demasiada curiosidad por saber adonde os marchabais —añadió Paulo sonriendo.

—Algún día tu curiosidad te meterá en un gran problema... —declaró Julia mirándole con severidad.

     Los demás sonrieron ante la afirmación y Paulo no pudo evitar sentirse un poco avergonzado.

—¡Oh, Julia! Déjalo ya. Mi madre y tú sois las únicas que todavía continuáis regañándome como si fuese un chiquillo. Ya soy un hombre...

—Bueno, de aquí en adelante, puedes añadirme a mi también —afirmó rotundamente Claudia.

—¡Por los dioses! ¡Lo que me faltaba por escuchar! —dijo el muchacho suspirando.

     Las risas volvieron a surgir en torno a las personas que se encontraban reunidas mientras, animadas continuaban hablando sin poderlo remediar.


     Varias horas después, Paulina ajena a todo el revuelo que se había formado, buscaba a Claudia y, justo al volver la esquina del pasillo que llevaba hacia el atrium,chocó de frente con un enorme y corpulento cuerpo.

—Perdona, no me he dado cuenta... —se disculpó la joven mientras elevaba la cabeza.

     Una enorme sonrisa apareció en el rostro del soldado que la miraba con curiosidad. El joven era tan apuesto que Paulina se quedó de repente muda sin poder emitir palabra alguna mientras lo miraba embobada.

     Paulo se quedó maravillado al comprobar a la hermosa joven que se hallaba ante él y, sin pensarlo, la cogió de los brazos y la acorraló hacia la pared aprisionándola entre sus brazos.

—Bueno, bueno,...¿a quién tenemos aquí? ¿Sirves en esta domus? —dijo mirándola intensamente.

     Paulina salió inmediatamente del estupor en el que se había quedado y entrecerrando los ojos le dijo con voz suave y calmada:

—¿Y a ti que te importa? Te aconsejo que me sueltes y que me dejes marchar.

—Primero tendrás que decirme qué haces aquí.

—Me parece que el que tendrás que decirme quién eres, serás tú —contestó Paulina empezándose a enfadar.

     Paulo sonrió mientras la miraba intensamente, aquella joven era preciosa. Sin duda la estancia en aquel lugar sería entretenida.

—Me parece que tendrás que pagar un precio para que te suelte.

—¿Cómo has dicho? —preguntó Paulina estupefacta.

—Que tendrás que pagarme para que te deje ir —respondió el muchacho divirtiéndose conforme el enfado hacía presa en la cara de la joven.

—¿Con que quieres que te pague una prenda? —preguntó Paulina con los ojos entrecerrados— ¿Y qué precio sería ese? —volvió a preguntar la muchacha.

—Un beso... un beso estaría bien —dijo Paulo sintiéndose victorioso.

—Con que un beso... —evaluó Paulina mirándolo detenidamente—. ¡Hombre, podías haberlo dicho antes! Acércate pues —dijo la joven nuevamente.

     Paulo la miró expectante y, sonriendo, agachó la cabeza para besar a la joven mientras esta elevaba el brazo y posaba su mano en el cuello del muchacho mirándolo detenidamente. Paulo sintió un estremecimiento por todo su cuerpo al sentir la pequeña mano de mujer tocarle la nuca, bajó la cabeza hacia la joven esperando su premio pero de repente una patada en el centro de sus genitales le dejó completamente dolorido. Doblándose sobre sí mismo y sin respiración, se llevó sus manos a sus partes íntimas, donde aquella salvaje le había golpeado.

—¡Nunca falla! —dijo Paulina para si misma—. La próxima vez asegúrate bien de a quién le haces proposiciones de ese estilo —le gritó Paulina mientras caminando se alejaba del soldado tirado en el suelo.

     Paulina entró furiosa dentro de la sala donde solía encontrarse su amiga Claudia pensando que estaba sola con el pequeño.

—¡Será idiota! En mi vida he visto un ser más prepotente que ese...—iba rumiando la joven.

Cuando percibió que su amiga no se encontraba sola, un sentimiento de vergüenza se apoderó de ella.

—Perdona Claudia, no pensé que tuvieras compañía —dijo mientras miraba a las mujeres que estaban con ella.

—¡Paulina pasa! Ven que te presente... —se acercó Claudia mientras una enorme sonrisa se apoderaba de su rostro.

     La joven extrañada la miró sin comprender pero haciendo caso de Claudia se acercó.

—Ven, no te vas a imaginar quienes son..., pero te he hablado tantas veces de ellas.

     Paulina cada vez comprendía menos.

—Esta es mi querida Prisca, la mujer que fue como una madre para mí.

     Paulina no daba crédito a las palabras de su amiga.

—¿Prisca? ¿Tú Prisca?... —preguntó nuevamente la joven mirando a la rolliza mujer.

—Sí, esa Prisca —dijo la joven emocionada.

—¡Oh, vaya! Cuánto me alegro de conocerla señora, Claudia siempre me habló mucho de usted.

     La cocinera se acercó a Paulina y, dándole un afectuoso abrazo, la saludó. Al instante, a Paulina le cayó bien esa mujer.

—Esta es su hija Helena, la niña de la que te hablaba.

—Hola Helena —la saludó nuevamente la joven.

     Y en ese momento, una hermosa mujer que sonreía se acercó a Paulina. Claudia se quedó mirándola feliz y le preguntó a su amiga:

—¿No imaginas quién es ella?

—Pues no, no sé quien es ella...—contestó Paulina con curiosidad.

—Es Julia... —respondió Claudia sonriendo.

     Paulina se volvió sorprendida hacia Claudia y, asombrada, le volvió a preguntar:

—¿Julia?... pero dijiste que había muerto.

—Eso pensé durante muchos años pero su marido consiguió llegar a tiempo de que no se ahogara y la salvó.

—¡Por los dioses, qué sorpresa tan magnífica! —contestó alegremente Paulina mientras le daba un afectuoso abrazo a Julia.

—Me alegro de conocerte —contestó Julia emocionada—. Ya nos ha contado un poco Claudia como consiguió sobrevivir todos estos años en el ludus gracias a tu ayuda.

—Bueno, me parece que exagera, Claudia siempre ha sido la mejor. Es demasiado modesta para reconocer que si no hubiera sido por su valentía y coraje, ninguna de las dos hubiéramos sobrevivido en aquel lugar.

     Todas las mujeres sonrieron ante el comentario de la joven y mientras las horas fueron transcurriendo tuvieron tiempo de ponerse al día de todos los acontecimientos que habían ocurrido a lo largo de esos siete años. Llevaban varias horas sentadas mientras se iba acercando la hora de la última comida cuando Paulina se quedó pensativa unos instantes y Claudia, que se dio cuenta, le preguntó:

—¿En qué piensas?

     La joven se quedó mirándola y le contestó diciéndole:

—Cuando venía hacia aquí he tenido un encuentro con un imbécil que pretendía robarme un beso.

—¿Han intentado besarte? —preguntó Claudia extrañada.

—Sí, era el hombre más atractivo que he visto en mi vida pero tan sumamente engreído que he tenido que asustarlo un poco.

     Helena, Prisca y Julia se miraron de repente entre sí y sospechando le preguntó Julia a la joven:

—¿No sería un soldado con los ojos marrones y el pelo rizado de color moreno?

—Sí, ¿cómo lo has sabido?

—No dejará nunca de meterse en problemas ese muchacho... —aseguró Prisca malhumorada.

—Ni que lo digas madre, deberías de haber hablado con él antes de venir —aconsejó Helena.

—No os preocupéis, luego tendré una charla con él —dijo Julia seriamente enfadada— ¿Te ha hecho algo?

     Paulina sonriendo les dijo a las mujeres:

—A mí no me ha pasado nada pero a él sí.

—¡Vaya! Pues será la primera vez —contestó Helena.

—¿Lo conocéis? —preguntó Claudia interesada.

—Pues sí —contestó Prisca claramente molesta—. Resulta que es mi hijo.

     Paulina la miró sorprendida mientras las demás mujeres se echaban a reír.

—¡Vaya! Pues creo que no le he dado un buen recibimiento.

—¡Nunca cambiará! —aseguró Claudia.


      Mientras las mujeres estaban reunidas, Quinto ponía al día a su amigo Marco de todas las vicisitudes que habían tenido que pasar hasta que había encontrado a Claudia. El soldado escuchaba atento mientras una inquietante sensación se apoderó de él al escuchar el nombre del pirata mahuritano de la boca de su amigo.

—¿Estás seguro que ese hombre del que hablas era el mismo Spículus?

—Sí, tan seguro como que he estado a tan solo unos metros de él y le vi perfectamente la cara, es más, Claudia le reconoció y confirmó que era él. Yo puedo confundirme pero a ella no se le olvidaría nunca la cara de ese asesino. Por culpa de él fue vendida en el mercado de esclavos.

—No hace falta que me des más detalles, todavía recuerdo cuando tiró por la borda a mi esposa... ¿Qué vas a hacer entonces?

—Me he traído a Claudia y a mi hijo aquí porque no me gustó para nada que Spículus la retara en la entrada del campamento, no soportaría que volviera a ocurrirle algo. Por lo menos, dispongo de más protección para ella... —contestó Quinto.

—¿Crees que os pueda volver a seguir hasta aquí?

—Sí, es probable, luego te pondré al corriente de todo, he ordenado que se amplíen las medidas de seguridad y he puesto guardias escoltando la domus, pero necesito que me ayudes en esto.

—Cuenta conmigo, sabes que estoy deseando ponerle las manos encima a ese canalla. Estuvo a punto de matar a mi mujer y por culpa de él murió Tito. Durante todos estos años no he podido olvidarme de ese sujeto, el día que sepa que está muerto, descansaré.

—Gracias.

—No hay porqué darlas.

—Creo que es la hora de que nos reunamos con las mujeres, es hora de comer —dijo Quinto mientras Marco se levantaba del sillón y ambos se dirigían hacia el triclinium.


      Las mujeres ya estaban en el lugar esperando de pie a los hombres cuando los dos soldados aparecieron. Todos se tumbaron alrededor de las mesas dispuestas cuando Prisca comentó en voz baja:

—¿Dónde se habrá metido ese muchacho? Sólo falta él.

—Madre, ¿quieres que vaya a buscarlo? —preguntó Helena.

—Sí, anda acércate pues, no debe andar muy lejos... —contestó Prisca cuando de repente hizo su aparición el aludido.

     Con el rostro bajo, Paulo entró en la sala sin percatarse de las personas que se encontraban dentro. A los primeros que se encontró fueron a los dos soldados que se hallaban de pie mirándolo.

—Perdonad, reconozco que me he retrasado un poco, he tenido un encuentro con...

     El muchacho se calló de repente al observar al lado de su hermana a la causante de su retraso.

—¿Tú? —preguntó Paulo mirándola intensamente.

—Sí, yo... —dijo Paulina con una enorme sonrisa de satisfacción en la cara.

—Déjame que te presente a la amiga de Claudia, creo que os habéis conocido un poco pero no del todo —dijo Julia mirando al muchacho severamente.

—No hace falta que nos presentes Julia —dijo Paulina—. Estoy segura que no se alegrará mucho de conocerme —declaró la joven con ironía.

     Paulo avanzó unos pasos hacia Julia mientras miraba intensamente a la arpía. Paulina se sintió de repente incómoda ante la presencia de esas personas que estaban pendientes de la conversación, no le gustaba ser el centro de atención.

—Paulina, fue la gladiatrix que acompañó a Claudia todos estos años —dijo Julia mientras se volvía y miraba a la joven—. Paulina, este es Paulo, el hijo de Prisca y Horacio.

—¿Gladiatrix? —preguntó Paulo enfadado—. Ya veo, ahora me explico ciertas cosas. Es un honor conocerte Paulina, has conseguido lo que ninguna mujer hasta ahora, me has puesto a tus pies. Espero poder conocerte mejor el tiempo que dure nuestra estancia aquí.

De repente, Paulina se puso colorada y abochornada ante su insinuación y, mirándolo intensamente, le contestó:

—Ya veremos.

—Es curioso que tengamos el mismo nombre, Paulo y Paulina —dijo socarronamente el joven.

—Nos parecemos en el nombre pero dudo mucho que nos parezcamos en otra cosa... —declaró la joven contrariada no queriendo montar una escena delante de todo el mundo.

     Aparte de hermosa y valiente, aquella mujer fascinó a Paulo. Ella no lo sabía pero acababa de despertar todo su interés.

—¡Ya veremos!...—volvió a contestar Paulo.

—Bueno, ¿nos sentamos? Creo que los sirvientes están esperando a que nos acomodemos para servir la comida, debe de estar casi enfriándose —dijo Claudia intentando romper el momento tenso entre ambos, . entre aquellos dos había surgido una enorme enemistad.

      La comida transcurrió animadamente. Prisca y Horacio se encontraban demasiado intimidados al comer en la misma mesa que sus señores, pero Julia y Claudia no quisieron escuchar al matrimonio cuando les sugirieron que podían comer en otro lugar más apropiado.

     Habían terminado de comer, cuando Quinto se levantó del lugar y, dirigiéndose hacia Claudia, le puso las manos en los suaves hombros femeninos invitándola a levantarse mientras todos los demás comensales se quedaban callados y expectantes observando a la pareja. Claudia se sintió un poco incómoda de ser el centro de atención pero bajo la cabeza esperando escuchar lo que Quinto iba a decir.

     En ese momento, Quinto hizo una señal a los sirvientes y uno de ellos entró a los pocos minutos. Traía al hijo de ambos, Claudia avanzó un poco y cogió al niño entre sus brazos sonriéndole mientras regresaba al lado de Quinto. Los recién llegados todavía no conocían al pequeño y desde sus sitios advirtieron con grata sorpresa el enorme parecido entre el niño y su padre.

—He de presentaros a nuestro primer hijo, Quinto Aurelius —dijo el soldado orgulloso de su primogénito—. Pero he de contaros otra buena nueva, Claudia y yo seremos padres de nuevo.

     Todos los presentes celebraron la noticia pero no acababan de levantarse para felicitarles cuando Quinto les apremió a que no lo hicieran.

—Hay algo más que quiero decir...—dijo Quinto, y en ese mismo momento, delante de todos y volviéndose hacia Claudia le dijo:

—Claudia delante de todas las personas que han significado tanto en nuestras vidas y a los que consideramos como de nuestra familia ¿Me honrarías en casarte conmigo y convertirte en mi esposa? Bien saben los dioses que desde que te conocí me quedé prendado de ti y, aunque no lo creas, eres la persona que más quiero y mi única razón de existir ¿Me aceptarás?

     A Claudia se le humedecieron los ojos e, incapaz de pronunciar palabra alguna, afirmó que sí con la cabeza reposando su frente en el fuerte pecho masculino mientras Quinto la abrazaba y su hijo sonreía y pataleaba en medio de los cuerpos de sus padres. Todo el mundo sonrió feliz aplaudiendo, pero alguno no pudo evitar derramar lágrimas de felicidad porque todo aquel calvario hubiera acabado de una vez.

—Pero que sepas que no se me ha olvidado que me debes una... —añadió la joven haciendo sonreír a Quinto y a Paulina que sabían de lo que hablaba.


Tarraco, prostíbulo de Valeria (dos días después).

     Valeria observaba desde un lugar escondido la gente que esa noche abarrotaba el lugar. Desde las sombras manejaba el prostíbulo con la eficiente ayuda de su sirvienta Servia. Desde su llegada de Baelo Claudia había iniciado un negocio que le proporcionaba grandes beneficios. No era tonta, sabía que los vicios y la lujuria siempre estarían presentes en los romanos. Entre las prostitutas del prostíbulo, Valeria era conocida por su carácter benefactor. Había intentado ayudar a esas mujeres para que prosperaran y tuvieran un lugar digno donde vivir y dinero para poder mantenerse cuando decidieran retirarse de esa vida.. Por eso, las mujeres apreciaban y le agradecían ese apoyo intentando no mencionar a ningún cliente quien era la verdadera dueña del negocio. Entre el género masculino estaba mal visto que las mujeres llevaran negocios de hombres.

     Aquella noche, la entrada de un nuevo cliente le llamó la atención. Un mendigo que parecía ser de fuera se adentró en el lugar e intentó sentarse en una de las mesas libres donde unos conocidos delincuentes de Tarraco estaban bebiendo y alternando con algunas de sus chicas. Sin que pudiera evitarlo, un borracho chocó con él al salir, provocando que cayera hacia atrás la capucha que tapaba su cabeza.

     Valeria se envaró en el momento poniéndosele la carne de gallina, aquel sujeto de tez morena y aguileña era el mercenario socio de su marido. El que la descubrió y que por cuya culpa, su marido Tiberio le proporcionó aquella paliza que la dejó postrada tanto tiempo. Rápidamente Valeria llamó a una de sus chicas y le indicó:

—Ves a aquel hombre de allí, el que tiene apariencia de mendigo, quiero que le ofrezcas algo de beber y te enteres de lo que ha venido a hacer aquí. Te ofreceré una paga extra si obtienes información sobre él, pero ten cuidado porque parece un pobre mendigo pero es un hombre peligroso y sin escrúpulos.

—Está bien señora, no se preocupe que ese no se va de aquí sin que yo me entere de todo.

—¡Corre y averigua! Y sobre todo muchacha, ten cuidado... —aconsejó Valeria.

     Comprobando como la prostituta se marchaba después de que éste le pidiera algo de beber, Spículus, mantenía una conversación con los sujetos que tenían enfrente. Los delincuentes ni siquiera se molestaron en quitarse de encima a las chicas que tenían sobre sus rodillas y sin cohibirse hablaban delante de ellas. La prostituta regresó al momento con la jarra de cerveza e insinuándose le ofreció sus servicios a lo que Spículus accedió cayendo en la trampa de inmediato.

     Al cabo de media hora, los delincuentes se levantaron del lugar seguidos por las prostitutas y se perdieron en las pequeñas salas donde cada una hacía su trabajo mientras el mahuritano continuaba bebiendo. Cuando se hartó, Spículus apremió a la prostituta para que le acompañara dentro. Dos horas después el pirata salía del prostíbulo de Valeria sin saber quién era la dueña del lugar.


     A la mañana siguiente, Valeria llamaba por la puerta de atrás de una lujosa domus. Sabía quién vivía en el lujoso lugar, tenía oídos repartidos por toda la ciudad y era de conocimiento público que allí habitaba el procónsul de Tarraco.

—¿Qué deseáis? Aquí no necesitamos nada... —declaró un sirviente abriéndole de malos modos la puerta.

—Deseo hablar con vuestra señora, es algo muy urgente —declaró Valeria mientras el sirviente hacía el intento de cerrar la puerta.

—Os arrepentiréis si no dais aviso a vuestra señora.

—Y si es algo tan urgente, ¿por qué no habéis entrado por la puerta principal? —contestó el sirviente desconfiado.

—Hacedle saber a vuestra señora que Valeria de la Casa de Tiberius se encuentra aquí, que tengo algo muy urgente que comunicarle. Que sepas que si no lo haces, tu dueña te arrancará las tiras de la piel por no haberle avisado a tiempo.

     Al sirviente no le gustó la seguridad con que hablaba aquella mujer ni la velada amenaza, a pesar de que iba bien vestida no le inspiraba la más mínima confianza.

—Espérate aquí y, si lo que dices es cierto, mi dueña saldrá ahora a recibirte.

—Está bien, esperaré.

     El sirviente cerró la puerta y Valeria se quedó esperando, se sentía inquieta con la noticia que le traía a la joven Claudia. Sabía que ella misma corría demasiado peligro aventurándose a llegar hasta el hogar del procónsul pero los hechos que iban a acontecer eran demasiado graves como para no ponerles en aviso. Ya una vez no pudo dar el mensaje a tiempo pero esta vez nadie se lo impediría. Le debía mucho a aquellas jóvenes que le ayudaron años atrás.

     Esa mañana, las mujeres se habían quedado sentadas desayunando juntas a pesar de que los hombres habían terminado mucho antes. Aunque no era habitual que desayunaran en la culina, habían decidido hacerlo allí por los recuerdos que les traía a todas. Claudia les estaba contando una anécdota cuando uno de los sirvientes entró al lugar buscándola con la mirada.

—Señora, hay una mujer en la puerta de atrás que dice que desea hablar con usted de un asunto muy urgente, pero tiene que saber que esa mujer no me inspira nada de confianza.

—¿Una mujer? —preguntó Claudia sonriendo— ¿Y te ha dicho su nombre por casualidad?

—Sí señora, dice llamarse Valeria, Valeria de la Casa de Tiberius.

     A Claudia se le cortó inmediatamente la sonrisa así como a Julia y a Prisca. Todas se levantaron de la mesa extrañadas de la presencia de Valeria en Tarraco.

—No puede ser la misma Valeria... —declaró Prisca.

—Hacedla pasar a la sala pequeña y que no nos moleste nadie... —ordenó inmediatamente Claudia.

—Claudia tienes que saber que Valeria me vendió la fábrica de Tiberio y que abandonó la ciudad poco después de desaparecer tú.

—¿Te vendió la fábrica? —preguntó Claudia extrañada mientras las tres mujeres se encaminaban a la sala.

—Sí, fue al poco de morir Tiberio, hubo un terremoto y tuvimos que reconstruir la ciudad, ya te contaré más tarde todo.

—Está bien, esperaremos aquí a Valeria mientras la hace pasar el sirviente.

     Claudia, Julia, Prisca y Paulina esperaron a la mujer, impacientes hasta que el sirviente abrió la puerta y una conocida Valeria hizo su aparición. Si las mujeres estaban sorprendidas, Valeria se quedó perpleja porque al no esperar encontrarse allí tantas caras conocidas.

—¡Por los dioses! ¿Pero que hacen todas ustedes aquí? Creía que estaban en Baelo Claudia.

—Valeria, ¡Cuantos años sin verte! —se acercó Julia a saludarla.

—¡Julia! Qué alegría me da verte de nuevo pero... ¿qué haces aquí?

—Vine a visitar a Claudia, desde que fue raptada no la había vuelto a ver, ¿y tú? ¿Cómo tu presencia aquí?

—Es difícil de contar pero me urge que sepáis a lo que he venido... —contestó Valeria.

—Toma asiento y cuéntanos qué sucede... —le dijo Claudia mientras las demás mujeres se sentaban alrededor de ella.

     Varios minutos después, Valeria les contó todo lo sucedido y una Claudia demasiado furiosa le preguntó:

—¿Alguien más lo sabe?

—No, no se lo he dicho a nadie, tan solo las prostitutas, vosotras y yo lo sabemos —declaró Valeria.

—Está bien, no digas nada a nadie y no te expongas a ningún peligro hasta que podamos resolver todo esto ¿de acuerdo? —le preguntó Claudia.

—Sí, no preocuparos por mí, nadie sabrá jamás que he venido a avisaros. Si Spículus lo sospechase, estaría muerta al momento.

—Ve tranquila, cuando todo haya acabado te daremos aviso —declaró Julia.

     Cuando Valeria salió por la puerta, las mujeres se quedaron calladas, pero Claudia rompió el silencio hablando decidida.

—¿Estáis preparadas para que acabemos de una vez con todo esto?

—Por supuesto... —declaró Julia—. Por su culpa murió Tito, te raptó y encima estuvo a punto de acabar con mi vida y con la de mi hijo.

—¿Tu hijo? —preguntó Claudia extrañada.

—Sí, en aquellos días supimos que estaba embarazada, corrí el riesgo de perder la vida y la de mi hijo con la puñalada.

—Lo siento mucho Julia —declaró Claudia apenada.

—No pienses en eso, al fin y al cabo, mi hijo nació sano y yo me repuse.

—Tienes que saber que juré acabar con la vida de Graco y que murió en mis propias manos.

—¿Mataste a Graco? ¿Pero cómo?... —preguntó Julia sorprendida—. Te has convertido en una mujer tan valiente, estoy muy orgullosa de ti —declaró Julia mientras abrazaba a su amiga.

     Paulina y Prisca se quedaron calladas al comprobar la gran complicidad que seguía existiendo entre ellas dos y que el tiempo no había hecho desaparecer.

—Creo que deberían poner en aviso a los hombres e intentar que sus maridos lo arresten —declaró Prisca empezando a salir de la sala.

—No le voy a decir nada, tengo una cuenta pendiente con Spículus y yo misma me la cobraré —declaró Claudia mortalmente seria mirando a Prisca—. Y tú, debes prometerme que tampoco le advertirás.

—¿Pero estás loca muchacha? ¿Acaso te olvidas de con quién estás tratando? Ese hombre es demasiado peligroso, ¿y si te ocurriera algo?

—No te preocupes por mí, acabaré con ese hombre y nadie podrá volver a hacernos daño.

—¡Has perdido la razón muchacha! No está bien eso, pero que nada bien. Pero como soy una vieja, al fin y al cabo, nadie me presta atención.

—¡Oh, Prisca! No digas eso, sabes que te queremos muchísimo...—se acercó Julia abrazando a la mujer—. Claudia lleva razón, si ella cree que puede vencerle y derrotarle, debemos hacerle caso.

—¡Estáis todas locas! Como os pase algo, yo luego no quiero saber nada más ¡Estáis advertidas! Luego no me metáis en vuestros jaleos si se enfadan vuestros hombres.

     Las mujeres comenzaron a sonreír por la regañina que les estaba dando Prisca.

—Vamos Prisca, nos queda poco tiempo si queremos adelantarnos a ese gusano —las instó Claudia mientras salía de la sala seguida por el resto de sus amigas.


Anfiteatro de Tarraco (dos días después).

     Spículus esperaba escondido entre las sombras a que aparecieron los delincuentes que había contratado para entrar dentro en la domus del procónsul. Se había citado con ellos y, aunque le había extrañado el lugar de reunión, comprendió que nadie sospecharía de verlo en aquellas inmediaciones.

     Faltaba poco para oscurecer, cuando por el túnel del anfiteatro aparecieron varios hombres cubiertos con capa. En ese momento, el silencio impregnaba el lugar, pero los gladiadores se hallaban descansando ajenos al encuentro furtivo. Uno de los delincuentes que había contratado se encargaba de limpiar el lugar.

—Llegáis tarde, creía que vendríais antes, me gusta la puntualidad —declaró Spículus impaciente.

—Nos ha retenido un asunto urgente —declaró uno de los delincuentes descubriéndose la cabeza.

—¿Y se puede saber qué asunto urgente era ese? —preguntó Spículus enfadado.

     Claudia se descubrió la cabeza en ese momento y echándose la capucha hacia atrás declaró con una voz mortalmente fría y femenina:

—Yo... ¿te acuerdas de mí Spículus?

     Spículus se dio cuenta de su gran error pero antes de que pudiera reaccionar, aquel grupo se le abalanzó y, golpeándole de forma salvaje, lo dejaron inconsciente.

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