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Capítulo 21

"No hay mortal que sea cuerdo a todas horas".

Plinio el Viejo, 23-79 Escritor latino.


           Claudia miraba a Quinto fijamente intentando no romperse y que las lágrimas inundaran sus mejillas. Hizo un esfuerzo titánico para no llorar delante de aquel cretino porque nunca pensó que escucharía esas palabras de sus labios.

—¿Cómo has dicho? —preguntó incrédula mientras recogía a su hijo del suelo.

—Que mañana tengas recogido todo para regresar a Tarraco —dijo el soldado sin querer mirarla sabiendo que su mujer estaba malinterpretando sus palabras, necesitaba un escarmiento y él se lo iba a dar.

     Todavía continuaba enfadado con ella por su constante manía de meterse en medio del peligro, si bajaba la guardia delante de ella, nunca aprendería la lección.

     Claudia no se había equivocado, la estaba echando de su lado, pero aunque fuera lo último que hiciera no se rebajaría ni se humillaría delante de él. Si quería que se fuera, eso mismo haría, pero ese perro iba a aprender una lección, ¿quién se había creído para juzgarla de esa manera?

     Volviéndose cogió la manta del pequeño Quinto y, envolviéndolo, salió del barracón sin decir palabra alguna.

—¡Estupendo! —pensó Quinto malhumorado— otra noche sin dormir.


—¿Qué pasa ahora? —preguntó Paulina mirando a su amiga mientras entraba en su barracón.

—Coge al pequeño Quinto —pidió Claudia apresuradamente.

     La joven tomó en sus brazos al rollizo niño que sonrió enseñando un par de dientes que ya le habían salido y, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor, se agarró con las dos manos a la vestimenta de Paulina saltando de alegría, aprisionado entre la manta que tenía alrededor del cuerpo.

—¡Menos mal que por lo menos hay alguien alegre en esta maldita ciudad! —dijo la joven besando en la mejilla a la criatura—. A ver, déjame que te quite esto...

     Apenas estaba Paulina terminando de decir eso cuando Claudia volvió a salir por la puerta.

—Pero ¿a dónde va tu madre? No entiendo nada —dijo la joven extrañada dirigiéndose a cerrar la puerta.


     Quinto se acababa de sentar a comer algo de la fría cena, asimilando que esa noche volvería a estar solo, cuando la puerta rebotó contra la pared. Por instinto, el soldado se levantó del asiento dispuesto a coger la gladius mientras miraba la entrada. Claudia dio un paso al frente observándole con todo el odio del mundo y, volviendo a entrar, dio otro portazo más. Los dos soldados que montaban guardia fuera, sonrieron ante el furioso carácter de la mujer.

     Quinto decidió sentarse nuevamente en el banco intentando tener toda la paciencia del mundo, recordando que Claudia estaba embarazada y que estaba enfadada. Si le reclamaba el portazo, la situación se le iría de las manos. Al fin y al cabo era comprensible que estuviera molesta, le había insinuado que volvía a Tarraco sola.

     La joven empezó a recoger los pocos objetos personales que tenía, sacó del baúl sus armas y las puso a encima del lecho. Cuando terminó de meter su ropa, se dirigió hacia donde guardaba las del pequeño Quinto. Se llevaría nada más que la ropa que fueran a necesitar y sus armas. Al cabo de unos cuantos minutos estuvo todo dispuesto y, metiéndolo en una especie de saco, salió del barracón dando otro portazo.

     Quinto no pudo evitar sonreír cuando salió con cara de circunstancia, sus hijos heredarían el carácter de su madre. Estaba seguro que, si hubiera podido, le hubiera cortado la cabeza sin pestañear. Podía darse por afortunado que le quisiera o, por lo menos, eso creía.


     A la mañana siguiente, Claudia no era tan optimista, ni pensaba de la misma manera que Quinto. Le odiaba con todo su ser. Parte del ejército estaba formado dentro del campamento para emprender el regreso a Tarraco. La joven madre, con un humor negro, montaba en su caballo sosteniendo a su hijo en el regazo, vestida con su inequívoca vestimenta de gladiatrix. Con su gladius detrás de la espalda y sus dagas escondidas dentro de su cuerpo esperaba que dieran la orden para partir.

     Paulina, por otro lado, seria y circunspecta, esperaba al lado de su amiga; pero desde su caballo le llamó de repente la atención uno de los soldados que observaba toda la marcha desde la puerta de su barracón, era Aemilius.

     Una leve sonrisa asomó en el rostro de Paulina cuando pudo comprobar los efectos que su paliza habían dejado en aquel engreído.

—Conservará un grato recuerdo de mí, estoy segura que no me olvidará... —dijo Paulina por lo bajo—. Por lo menos he hecho algo productivo.

—¿Quién? —preguntó Claudia que estaba completamente distraída mirando al pequeño.

—El imbécil aquel... —confirmó Paulina señalando con la cabeza al soldado.

     Claudia fijó la mirada en el punto que le señalaba Paulina y seria le aseguró:

—Estás hecha una salvaje Paulina, le has dejado para que se tire un mes en la enfermería.

—Gracias por el cumplido..., no esperaba menos de ti —dijo Paulina sonriendo.

     A pesar de la tristeza que le embargaba, Claudia sonrió.

—Aunque pensándolo bien tenía que haber tomado tu ejemplo, en vez de salir anoche del barracón tenía que haberle dejado otro recuerdo de despedida a Quinto.

     Paulina volvió la mirada hacia ella y le recordó:

—No serías capaz de levantar jamás tu gladius contra él ni aunque te traicionase.

—No creas, ya una vez lo intenté.

—Cuando pensaste que te había olvidado casándose con otra, aún así no hubieras sido capaz de matarlo —contestó Paulina.

—¿Y cómo te crees que me siento ahora? Me ha echado de su lado pero...—demasiado acongojada dejó de hablar unos segundos en los que contuvo nuevamente las lágrimas— en cuanto volvamos a Tarraco me marcharé... —señaló Claudia.

      Paulina dio un suspiro esperando que aquella situación se arreglase antes de llegar a su destino porque entre el embarazo y el estúpido de Quinto, su amiga podría hacer cualquier locura.

—¿Dónde está él? —preguntó Paulina extrañada de que la dejase marchar sin siquiera despedirse del niño.

—¡Ni lo sé!... ¡Para la falta que me hace!... —volvió a decir mientras bajaba la mirada sobre el pequeño demasiado dolida como para pensar con coherencia.


     Quinto y Plinio tardaron unos minutos más en despedirse de la guarnición de soldados y, en cuanto estuvieron listos, se dirigieron hacia los establos dispuestos a emprender la marcha.

—¿Y la joven Claudia? —preguntó Plinio.

—Debe estar esperando, irá detrás de nosotros.

—Pero, ¿no va a cabalgar junto a nosotros? —preguntó el anciano.

—Me temo que no, le hice creer que se marchaba sin mí, todavía estoy enfadado con ella por lo del mercenario.

—¡Válganme los dioses! No hay mortal que sea cuerdo a todas horas, no sabe la locura que acaba de cometer. En fin, emprendamos la marcha, el regreso promete ser entretenido —comentó el anciano elucubrando.

     Quinto observó al procurador sin responder al comentario. En cuanto los dos hombres salieron del establo y se dirigieron hacia el grueso del ejército que esperaba, las dos mujeres observaron la escena. El general montado a la grupa de su caballo y acompañado del anciano Plinio pasaron por al lado de ellas mientras se incorporaban al grueso del ejército.

     Paulina sonrió por la mentira del general mientras Claudia se daba cuenta que había sido víctima de un engaño por parte de aquel desgraciado. Le había dejado pensar que se marcharía sola a Tarraco sin especificar que él también regresaba con ella. La había hecho sufrir y pensar lo peor de él. La ira la embargó, desde que estaba embarazada su humor era un continuo ir y venir entre el enfado, la depresión, la alegría, la tristeza y así un sin fin de emociones con las que no conseguía lidiar.

—¡Bien, si quiere guerra la tendrá! —se dijo Claudia así misma en voz baja mientras su amiga la escuchaba.

—¡Menos mal! ¿Ya apareciste? Me preguntaba donde te habías metido. Desde que encontraste a tu enamorado estás que no te reconozco... —dijo Paulina sarcástica.

     Claudia volvió la mirada a Paulina, sonriendo por primera vez desde hacía dos días y, observándola fijamente, le dijo:

—El amor nubla el juicio de las mujeres.

—Por eso yo no me voy a enamorar nunca... —respondió la joven—. ¿De verdad pensaste que te abandonaría y que te cedería a vuestro hijo sin verlo así sin más?

—Sí, lo pensé, últimamente no pienso las cosas.

—Imagino que será tu nuevo estado lo que te hace actuar así.

—No incidas más sobre mi estupidez, me ha quedado claro. Tengo que decir en mi defensa que este vaivén de sentimientos hace que no reflexione con toda la seriedad que requiere la situación.

—Pues déjate de tanta tontería y céntrate, tienes un hijo y otro que viene en camino y encima no terminas de aclararte con el padre y a mí me vas a volver loca.

     Las dos amigas sonrieron cuando el grueso de la legión emprendía la marcha iniciando el regreso a Tarraco. Spículus observaba la salida del ejército desde uno de los burdeles. Volvería a reencontrarse con esos malnacidos en cuanto se recuperase de sus heridas y les haría sufrir lo que ellos ni siquiera serían capaces de imaginar. Había perdido a casi todos sus hombres y el oro que le aseguraba el retiro que se merecía por culpa de ellos. Sí, volverían a encontrarse.


Baelo Claudia, Gadir.

     Marco Vinicius se encontraba en el atrium de la domus junto a su familia. Acababa de regresar de la dura jornada y estaba deseando descansar y disfrutar junto a ellos. Les acababa de prometer llevarlos a la playa en cuanto terminasen de comer cuando uno de los sirvientes entró en la sala:

—Señor, ha llegado una misiva desde Tarraco. El soldado que la ha traído espera su respuesta.

—Hacedlo pasar—. Ordenó Marco mientras pasaba sus pequeños hijos a su mujer.

     Marco se apresuró extrañado y, acercándose al soldado que se dirigía hacia él, le hizo entrega de la misiva. El soldado leyó el mensaje y desconcertado miró a Julia.

—Es de Quinto—. Respondió Marco.

—¿De Quinto? —preguntó Julia a su marido mientras el estómago le daba un vuelco— ¿Qué dice?

—Nos ruega que acudamos urgentemente a Tarraco —contestó Marco mirando a Julia.

—¿A Tarraco?... —dijo Julia mientras los ojos se le humedecían.

—Sí, prepárate nos marchamos, nos espera un viaje largo.

—¡Por los dioses! —pensó Julia emocionada estrechando con demasiada fuerza a sus hijos sobre sí— ¿Será posible que haya encontrado a Claudia?

—Todo puede ser...

     Mientras Julia agarraba a sus hijos y se los llevaba de la sala para avisar a Prisca y Horacio, Marco esperó a que salieran para dirigirse hacia el soldado de nuevo.

—Respondedme, soldado ¿Se encuentra el tribuno Quinto en Tarraco? —preguntó Marco con curiosidad.

—No, señor, el general Quinto Aurelius se encontraba en el momento de mandarle la misiva en la ciudad de Legio.

—¿En Legio? Pero el sirviente dijo que usted venía desde Tarraco —agregó el soldado sin comprender nada.

—Lamento la confusión, me presenté diciendo que era una misiva del procónsul de Tarraco y su sirviente debió de confundir la procedencia de la misiva. El general iba a iniciar el regreso de Legio a Tarraco y le ha mandado la misiva para que se encuentren allí.

—¿Entonces el tribuno Quinto Aurelius es ahora el nuevo procónsul de Tarraco? —preguntó el general más para sí que para el soldado que esperaba de pie.

—Sí señor... —confirmó el soldado.

—Está bien, no hay problema, puede retirarse a descansar. En cuanto tengamos todo preparado saldremos hacia Tarraco. No es necesario que vuelva solo, puede incorporarse en su viaje de regreso con nosotros y no se preocupe por su jefe, yo le explicaré.

—Gracias, señor.

—¡Prisca! ¡Prisca! —gritaba Julia mientras entraba a la culina en busca de la mujer y dejaba a sus hijos en el suelo.

—¿Qué pasa muchacha? ¿Qué es ese escándalo? —dijo la cocinera viendo entrar a la joven— ¿Qué ha pasado para que vengas gritando de esa manera?

—¡Oh, Prisca! Algo increíble —dijo abrazando a la mujer mayor que era como una especie de madre para ella.

     Los niños, que estaban al lado de su madre, miraban el extraño comportamiento de ella, no era habitual verla gritar y que estuviese tan nerviosa. Se quedaron quietos mirando como su madre abrazaba a la cocinera sin comprender qué ocurría.

—¡Me estás asustando niña! —volvió a decir la cocinera mientras que su marido Horacio se acercaba al escuchar la voz elevada de la señora.

—¡Horacio, ven! Tengo que decirte algo —dijo Julia mientras cogía al hombre del brazo y lo acercaba junto a ellas.

—¿Qué sucede Julia? —preguntó el hombre.

—¡Nos vamos a Tarraco! —declaró Julia con alegría.

     El matrimonio no comprendía absolutamente nada, pero Julia estaba tan llena de gozo y los ojos le brillaban con tanta alegría que se quedaron anonadados sin saber qué decir, expectantes a que les explicara algo más.

—Pero no comprendo nada Julia, explícate —dijo Prisca—. Ven, siéntate y serénate un poco. ¿cómo va a ser eso de que nos vamos a Tarraco? Horacio tráele algo de agua que se serene.

—No te preocupes Horacio, no la necesito —mientras observaba emocionada a la mujer volvió a decirle—. Acaba de llegar una misiva del tribuno Quinto.

—¡Ah! —gritó Prisca tapándose la boca con ambas manos mientras se emocionaba— ¡Por los dioses! ¿No será mi niña Claudia?

—Sí, Prisca sí. Dijo que nos llamaría en cuanto la encontrase. Prepáralo todo porque nos marchamos todos, tenéis que venir con nosotros.

     La cocinera se abrazo a Julia y, mientras a Horacio se le escapaban furtivamente las lágrimas de pura alegría, la mujer se desahogaba llorando sin parar de relatar:

—¡Por fin! Mi niña Claudia, mi pobre niña...


     Los días fueron pasando y parte del grueso del ejército que había salido de Legio llegaba nuevamente a la ciudad de Tarraco. Conforme pasaban por los distintos territorios que habían atravesado, el paisaje había ido cambiado. El frío al que se habían terminado por acostumbrar en Legio daba paso a una temperatura más suave que animaba el alma y el cuerpo a seguir en busca de la costa. Sin embargo, aquel calor estaba haciendo estragos en la salud de Claudia.

     La joven continuaba sintiéndose mal, totalmente convencida de hacerle pagar al tonto de Quinto su padecer. No le había dirigido la palabra durante todo el trayecto y, empeñada en hacerle sufrir lo máximo posible, lo ignoró completamente. Mientras tanto Paulina, divertida, asistía a los inútiles esfuerzos del general por ignorar a su mujer, pero cada vez que se acercaba a comprobar el estado de su hijo y pasaba algo de tiempo con el niño, no podía dejar de advertir que Quinto era incapaz de quitar la vista de encima de su amiga, empeñada en demostrarle su indiferencia. Esa pareja continuaba siendo la máxima distracción del grueso de soldados que marchaban a lo largo del camino.

     Quedaba tan solo un día para llegar a la ciudad y Paulina, que se encontraba cabalgando al lado de Claudia, le preguntó:

—¿Hasta cuando vas a ignorar al general? Me está empezando a dar pena.

—¡Ni me lo nombres! Va a lamentar el haberme engañado ¿La manera de castigarme por atreverme a matar a Spículus es esa? ¿Qué pretendía? ¿que me quedara quieta observando mientras ese desgraciado me observaba? Te recuerdo que ese engendro me vendió y fue el responsable de que se malograra mi embarazo. Cuando me di cuenta de que iba a ser madre ya no había remedio, lo había perdido. Durante semanas y meses estuve rota de dolor, tú lo sabes bien. No se lo voy a perdonar en la vida y, si tengo alguna vez ocasión de matarlo, no me temblará el pulso. Acabaré con él con mis propias manos.

     Paulina comprendía demasiado bien a su amiga y en el fondo llevaba razón. Pero también comprendía al general que, en su intento por protegerla, se hubiera enfadado con ella. El pobre hombre parecía enamorado y arrepentido de su forma de proceder con la joven.

—Mañana llegaremos por fin, tengo ganas de bajarme de este caballo pero estoy preocupada por los lanistas.

—No te preocupes, intentaremos localizar a Vero y a Prisco y cuando les expliquemos la situación lo comprenderán. Les pagaré por tu libertad.

—Gracias Claudia, no sé que habría hecho sin tu presencia, la vida a tu lado estos años se volvió un poco más soportable gracias a ti. Si no hubiera sido por tu insistencia en sobrevivir yo no habría durado mucho en aquel ludus.

—Tonterías, lo que tenemos que planear es lo que haremos en cuanto lleguemos a Tarraco...

—¡Oh, por favor! ¿Todavía estás con eso?... —dijo Paulina cansada de que su amiga insistiera en esa tontería.

     Claudia la miró sonriendo mientras una sensación de nauseas hizo presencia en ella.

—¡Por los dioses! Otra vez no, toma... —dijo pasándole con rapidez el niño a Paulina y bajándose apresurada del caballo.

     Dirigiéndose hacia algún lugar que no fuera visible por los soldados. Paulina miraba a su amiga con lástima, no había día que no vomitase dos o tres veces.

—Tu mamá no se encuentra nada bien —comentó Paulina.


—¿Qué pasa? ¿Porqué se han detenido ahí atrás? —preguntó Quinto a uno de los centuriones que le acompañaban.

—¿Aquella que corre hacia la arboleda no es su mujer?

—Sí, continuad la marcha, yo iré a comprobar qué le sucede —ordenó el general cuando se percató de que efectivamente Claudia salía del grueso de la fila.

      En cuanto Quinto observó hacia dónde se dirigía, animó a su caballo a dirigirse hacia allí. Preocupado y adivinando lo que ocurría, abandonó la fila del ejército y, llegando a la altura de los árboles donde había desaparecido de la vista su mujer, bajó del caballo cogiendo un trozo de tela humedeciéndolo con agua que llevaba. Apresurado buscó el lugar donde podía encontrarse Claudia pero no había avanzado mucho cuando sintió las fuertes arcadas de ella. Llegó a su altura agachándose en cuclillas detrás de la joven y la observó vaciar completamente su estómago.

     Claudia, consternada, supo instantáneamente quién estaba detrás de ella.

—¡Por los dioses! ¡Quieres irte de aquí!

—¿Desde cuándo te sientes tan mal? —preguntó Quinto apenado de verla así.

—Vete y déjame sola —pudo decir la muchacha cuando consiguió recuperar el aliento y dejar de vomitar.

—¿Desde cuándo estás así? —volvió a preguntar Quinto, esperando una respuesta.

     Claudia se sentía completamente exhausta. Un sudor frío empezó a recorrerle la frente. No tenía ganas de pelearse en ese momento con aquel patán. De rodillas sobre el suelo y con las manos apoyadas en la tierra esperó a que se le pasara el malestar. Los ojos se le habían puesto casi acuosos de la fuerza con que había vomitado. Nadie le había contado antes que estar embarazada conllevaba esas molestias.

—Si ya has terminado de vomitar, ¿porqué no te levantas?

—¡Quieres callarte! —gritó Claudia medio desesperada porque se alejase de su vista— ¿Crees que no lo haría si pudiera? Estoy esperando que se me pase el mareo que tengo.

—Toma límpiate la cara —dijo Quinto pasándole el trozo de tela.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Claudia.

—Lo cogí en cuanto te vi que te dirigías hacia aquí. Bueno ¿te puedes levantar ya?

—Cuando te marches, me levantaré —dijo Claudia.

—¡Por los dioses que eres terca! —afirmó Quinto ya cansado de verla tirada en el suelo.

     De repente Claudia sintió que Quinto le pasaba el brazo por debajo de su espalda y metiendo su otro brazo por debajo de las piernas de ella, la levantaba sin realizar el más mínimo esfuerzo. La joven iba a protestar nuevamente cuando sintió otra vez el sudor seco y la sensación de mareo.

—Que sepas que si no me sintiese tan mal no dejaría que me llevaras.

—¿No me digas? No sé porque no me sorprende lo que dices —respondió Quinto bajando la mirada hacia ella mientras observaba lo demacrada que estaba—. Hasta que no te encuentres mejor cabalgarás conmigo.

—¡No!...—protestó mientras Quinto la interrumpía.

—¿Acaso quieres marearte y caerte del caballo? Estás tan blanca que podrías desmayarte mientras hablamos. No pienso discutir esta cuestión contigo, cabalgarás conmigo y no se hable más.

     Quinto llegó a su caballo e, izando a Claudia sobre él, se volvió a coger las riendas del caballo de la joven, y atándolo al suyo, volvió a subirse a la grupa colocándose detrás de la muchacha. Apresurando al caballo para que marchara más rápido, llegó a la altura de Paulina diciéndole:

—Claudia cabalgará conmigo hasta que se reponga de su estado ¿Quieres que alguien se haga cargo del niño?

—No, por supuesto que no, yo puedo cuidarle. Os avisaré cuando tenga hambre. En cuanto pase un poco más de tiempo se quedará dormido, ya está demasiado cansado.

—Está bien, solo tienes que dar la orden para que alguno de los soldados nos avise y pararemos un rato, aunque ya falta poco para llegar al lugar donde descansaremos.

—Está bien, general, no se preocupe.

     En ese momento Claudia miró a su amiga mientras una palidez mortalmente cetrina hacía presencia en ella. Ya no podía soportarlo más y cerró los ojos para intentar recuperarse cuanto antes. Paulina mientras tanto la miró preocupada, su amiga no se encontraba nada bien y se notaba a la legua.


     Quinto continuó la marcha unos metros más adelante hasta colocarse en su sitio habitual. Una hora después comprobó que Claudia se había quedado dormida apoyada en él. Al final no había podido aguantar el cansancio y había terminado por cerrar completamente los ojos. Agarrándola firmemente para que no se le cayera besó su frente con cuidado de no despertarla. Llevaba demasiados días sin que le hablara y la echaba terriblemente de menos viéndola solamente de lejos. Su mujer huía de él como la peste y eso no le hacía sentir nada bien. Sabía que lo que le había dicho en el momento de enfado no estaba bien pero esa cabezona no temía por su propia seguridad lo más mínimo y él ya no sabía que hacer para protegerla. Estaba deseando llegar a Tarraco y que por lo menos descansara adecuadamente. En su estado no debía viajar pero no quería exponerla a más peligros merodeando Spículus por allí. Aunque ella no se diera cuenta, él no concebía su vida sin ella. Había pasado siete años en el infierno sin poder quitársela de la cabeza y ahora estaba desesperado de que le pudiese ocurrir algo a ella o al bebé que llevaba en sus entrañas. Ella y sus hijos eran su bien más preciado, sobre todo ella que le hacía mantener la cordura. En cuanto se instalaran nuevamente en Tarraco y llegaran los invitados a la boda, iba a tener lugar la ceremonia quisiera ella o no.

—¡Duerme mi amor! —pensó volviéndola a besar, feliz de tenerla entre sus brazos aunque estuviese dormida y, posando la mano sobre el estómago donde iba formándose cada día su nuevo hijo, prosiguió el camino.


     Una semana después, Claudia se había acostumbrado a la comodidad de vivir en una domus, rodeada de ese lujo tan exquisito y particular. Con todos los acontecimientos que sucedieron con anterioridad a su marcha de Tarraco no tuvo la oportunidad de comprobar la magnificencia de las pinturas y esculturas que decoraban el lugar. La domus era de una gran suntuosidad y opulencia, algo a lo que su amiga y ella no estaban acostumbradas.

     Quinto había convencido a ambas jóvenes para que encargaran vestimentas acordes con su nuevo estatus. Paulina se había negado en redondo pero Quinto supo ser demasiado persistente y, al final, Paulina acabó claudicando ante la petición del general.

     Por otro lado, Claudia todavía no había hecho las paces con Quinto y cada vez que se acordaba de la sensación que tuvo cuando le indujo a pensar que abandonaría Legio sin él, la ira hacia presa de ella. Pero en los últimos días se había dado cuenta del aire distraído de Quinto, que miraba expectante la entrada cada vez que anunciaban que había llegado alguien como si esperase algo y Claudia no sabía qué podía estar pasando.

     Aunque compartían el lecho, no habían reanudado sus relaciones íntimas y eso la tenía preocupada e insegura. Estaba en ese momento tumbada en un banco que había en el atrium, aprovechando que el pequeño se había quedado dormido, cuando escuchó unas voces que provenían de la puerta de entrada.

     Conforme se iban acercando las personas y el tono de ellas se elevaba, Claudia sintió curiosidad por el origen de esas voces. Incorporándose del banco dio un par de pasos con la intención de acercarse a la entrada pero una figura femenina apareció de repente en la puerta que daba acceso a la entrada y el tiempo se detuvo.

     Una lágrima cayó por la mejilla de Claudia contemplando la cara de esa mujer y cruzando los brazos sobre su estomago se agarró así misma por la cintura. Sus piernas cedieron y cayó de rodillas en el suelo tapándose la boca con sus manos mientras unos sollozos desgarradores salían de su cuerpo mezclados con los recuerdos de aquel fatídico día en que Julia cayó abatida por el arma mortal de aquel mercenario. Escuchó cómo a lo lejos una voz conocida de mujer la llamaba, pero era incapaz de poder levantar la cabeza. Julia no podía estar allí, era completamente imposible, había muerto aquel día. Ella, por sí misma, vio como la tiraban por la borda, herida de muerte con el arma del pirata clavada en su estómago.

—¡Claudia! ¡Claudia! Soy yo, mírame... —dijo Julia llorando emocionada.

     Claudia se negaba a levantar la cabeza, pero al final Julia consiguió izar su rostro y se quedó mirando los profundos ojos de su amiga. Rompiendo también en sollozos desconsolados mientras la miraba.

—¡Mírame! —dijo enérgicamente Julia—. Soy yo, ¿no me ves? Estoy aquí, soy yo... —dijo abrazándola fuertemente.

     En ese instante Claudia sintió los brazos de su queridísima amiga alrededor de ella.

—¿Cómo puede ser? Te mató delante de mí.

—No, Marco me salvó en el último instante, estuve a punto de morir pero al final me salvó.

     Ambas se abrazaban y mientras lloraban de alegría. Claudia era consciente que varias personas más observaban la escena mientras permanecían callados. Claudia levantó su mirada, llorosa, y contempló después de tantos años, esos rostros tan familiares que se hallaban bajo el arco de la entrada y que las miraban emocionados sin poder hablar.

—¡Prisca! —gritó nuevamente Claudia incapaz de admitir que ante sus ojos estaba la que había sido como su madre. Allí estaba la que había sido su familia al completo.

—¡Oh, mi niña! —dijo Prisca mientras se acercaba corriendo hacia las dos jóvenes arrodilladas en el suelo.

     La cariñosa y gruesa cocinera se acercó y, agachándose junto a ellas, no podía dejar de besar a Claudia.

—¡Por fin! ¡Por fin apareciste!

—¡Prisca, Prisca,... como te eché de menos! ¡Cuánta falta me hiciste!

     Claudia observaba con los ojos llenos de lágrimas a Prisca y de ahí su mirada volvía a posarse en Julia.

—¡No puede ser! Jamás pensé volver a veros.

—Te equivocaste, Quinto me prometió que te encontraría y que regresarías con nosotros.

     Claudia posó la mirada en él y no hicieron falta palabras para comprender lo que sus ojos le expresaban.

     Mirando la entrañable escena, Quinto, Marco, Horacio, Paulo y Helena contemplaron emocionados la estampa del reencuentro de aquellas tres mujeres que habían sobrevivido a tantos infortunios.

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