Capítulo 20
"La burla y el ridículo son, entre todas las injurias, las que menos se perdonan".
(427 AC-347 AC) Filósofo griego.
—¡Spículus! —gritó la joven.
Claudia se quedó paralizada, Spículus la retaba con la mirada. A Paulina se le puso de punta el vello del cuerpo cuando comprobó que efectivamente era el mercenario que, con actitud provocativa, se reía observando a ambas.
—Paulina coge el niño... —dijo Claudia entregándole al pequeño que se había puesto a llorar asustado por el grito.
Claudia corrió sin apartar la vista de donde se encontraba el mercenario, al llegar a la altura del primer legionario que había en la puerta de acceso del campamento le pidió la gladius y, ante el asombro, el soldado se la dio viéndola correr hacia el lugar. La gente que se hallaba a su paso intentaba retirarse de la trayectoria de la joven que corría hacia ellos. La miraban extrañados mientras ella buscaba desesperada al mercenario, pero en unas décimas de segundo había desaparecido de su vista.
—¿Dónde te has metido? —pensó Claudia sin poder hallarlo—. ¡Sal desgraciado y da la cara! No eres más que un vil cobarde que se esconde de una mujer—. Volvió a gritar Claudia retándole e intentando provocarle para que saliera de su escondite.
Quinto se hallaba con Plinio en las obras de remodelación de la muralla cuando comprobó como un legionario se acercaba corriendo hacia ellos.
—¡Señor! Venga inmediatamente, su mujer ha salido corriendo del campamento —gritó el legionario.
Escuchando la noticia dejó todo y salió corriendo preguntando al soldado que iba al lado de él:
—¿Por qué? —preguntó el general con el corazón desbocado.
—En la entrada al campamento, ha cogido la gladius del legionario de la entrada mientras gritaba el nombre de Spículus.
El miedo corrió por el cuerpo de Quinto mientras la sangre se le congelaba en las venas. Por qué había tenido que salir como una loca de esa manera si había visto al pirata. Estaba embarazada y ni siquiera había pensado en ello.
—Como le pase algo la mato con mis propias manos... —pensó Quinto preocupado.
Llegando a la puerta de acceso, el legionario señaló al procónsul la dirección por donde había salido Claudia. La mayor parte de los soldados que estaban alrededor habían corrido detrás de ella alertados por el grito de la joven. Todo el campamento estaba avisado de la huida del pirata y nadie había bajado la guardia excepto las dos mujeres, las únicas que desconocían tal hecho.
Lágrimas de impotencia escapaban de los ojos de la gladiatrix, había perdido la oportunidad de acabar con aquel engendro. Paulina, con el niño en brazos, había seguido a su amiga junto con los soldados.
—¿Dónde está? —gritó Paulina.
—No lo sé, lo he perdido de vista. Hace tan solo unos segundos que estaba aquí y ahora ya no lo veo.
—No puede estar muy lejos —aseguró Paulina.
—¿Está segura de que lo ha visto señora? —preguntó uno de los soldados.
—Sí, no me olvidaría esa cara en la vida —afirmó Claudia mientras seguía examinando las caras de su alrededor.
Los soldados intentaban a su vez encontrar al mercenario en medio de tanta multitud, pero parecía que se lo había tragado la tierra. En ese momento Quinto acudió corriendo con otro soldado que le iba a la zaga.
—¡Claudia! —gritó Quinto en cuanto llegó a su altura.
La joven se volvió al escuchar la voz a su espalda.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el militar cogiendo a la muchacha de los antebrazos.
—Spículus estaba aquí, lo he visto hace un momento, era él... —dijo decepcionada.
—¿Y cómo puedes estar segura que era él? —preguntó mirándola molesto.
—Te he dicho que era él, lo reconocería en cualquier lado.
—¿Y no se te ha ocurrido algo más estúpido que echar a correr tu sola sabiendo que estas embarazada? —preguntó totalmente enfadado el soldado.
—Lo siento, no me acordé ..., cuando me miró sonriendo perdí los nervios.
—No te acordaste... Ya me extrañaba a mí que obedecieras una orden... —continuó gritando el procónsul delante de todo el mundo.
Claudia se puso en tensión en cuanto escuchó aquellas palabras ofensivas.
—No, no me acordé, en cuanto he visto que era él, solo he pensado en matarlo. Además, estoy perfectamente bien, no sé porqué tienes que hacer tanto escándalo por una simple carrera.
—¿Por una simple carrera? —gritó Quinto cada vez más indignado—. Te recuerdo que con esa estupidez haces que la vida de mi hijo peligre.
—¡Desgraciado! —pensó Claudia mientras lo miraba ofendida.
—No se te ocurra mirarme de ese modo. Pones tu vida en peligro viniendo hasta aquí cuando me habías prometido no exponerte y además echas a correr sin pensar en las consecuencias. Hasta aquí ha llegado mi paciencia.
—¿Qué quieres decir con eso romano? —le preguntó la joven.
—No vuelvas a dirigirte a mí con esa falta de respeto —le ordenó Quinto a Claudia perdiendo los nervios— ¿O te tengo que recordar quién soy?
—¡Ya!... Un estúpido es lo que eres y lo volveré a hacer si me da la gana —le retó la joven.
—Se ha acabado tu rebeldía, me vas a obedecer aunque te tenga que encerrar y sea lo último que hagas —dijo el procónsul enfadado.
—¿Qué has dicho? —preguntó Claudia totalmente ofendida.
—Lo que has escuchado —le confirmó Quinto no dispuesto a dejarse dominar por aquella fiera que le había insultado delante de tanta gente.
Cogiéndola del brazo y tirando de ella, se dirigió hacia los soldados que se habían retirado levemente de la pareja ante la discusión.
—¡Suéltame! —gritó Claudia totalmente indignada.
—Llevadla al barracón y que no salga de ahí. Que la custodien permanentemente.
—¡No te atreverás! —le advirtió la joven.
—Te dije que no pusieras en riesgo tu vida y has desobedecido todas las advertencias que te di —le volvió a gritar Quinto mientras observaba como los soldados se la llevaban.
Cuando se habían alejado lo suficiente, Paulina le confirmó a su amiga:
—Yo también le vi, no te preocupes, estaremos preparadas la próxima vez.
Desde donde estaba escondido Spículus había divisado toda la escena con gran satisfacción. Esa mujer era la que vendió en el mercado de esclavos de Éfeso y por obra del destino estaba embarazada del general. Se vengaría por la perdida del oro.
—Vais a lamentar haberos cruzado en mi camino —pensó el mercenario mientras se marchaba cojeando. Debido al esfuerzo se le había vuelto a abrir la condenada herida.
Claudia estuvo toda la mañana encerrada dentro del barracón. Contrariada y enfadada con el estúpido de Quinto por no haberla creído. El pequeño en brazos de su madre, movía las piernas y daba pequeños gritos ajeno a la furia de Claudia.
—Sí hijo, tienes el padre más tonto del mundo —dijo la joven más para sí misma que para el niño.
Paulina iba camino del barracón de Claudia cuando escuchó a un grupo de soldados reírse y sobre ellos sobresalía una voz que parodiaba a su amiga Claudia.
—El procónsul ha hecho bien encerrándola, esa mujer es un peligro. No valora nada ni es consciente de las obligaciones de su propio sexo. Con su actitud lo único que consigue es avergonzar al general. Si fuera mi mujer estaría esperándome en la cama, al fin y al cabo es para lo único que sirven las mujeres.
A Paulina fue lo último que le quedó por escuchar, abriéndose paso poco a poco entre los soldados llegó hasta el objeto de su ira. Los soldados que la veían acercarse, iban abriéndole un pasillo para que accediera a donde estaba Aemelius mofándose de Claudia.
—¡Mequetrefe! ¿Porqué no repites eso delante de mí? —lo retó Paulina con la mirada—. ¿Así le pagas el que te haya salvado tu maldito pellejo? ¡Canalla! Tenía que haberte dejado morir.
—¿El qué?... —sonrió Aemilius mientras la miraba— ¿Que tu amiga tendría que estar donde tendrías que estar tú?
Paulina, que se hallaba a tan solo un metro de Aemilius, no lo pensó, elevando su pierna le propinó un fuerte golpe justo en sus partes bajas sabiendo que eso le dolería. Si había algo que sabía hacer realmente bien era golpear en los lugares justos, los lanistas habían sido especialmente insistentes en ese aspecto. La estatura de Paulina le permitía llegar con bastante facilidad a ese lugar y aprovechaba esa circunstancia.
Aemilius cayó al suelo por el golpe de la mujer y, echándose mano a sus genitales, empezó a respirar fuerte mientras intentaba meter grandes bocanadas de aire dentro de su cuerpo. Esa mujerzuela le había derribado de un solo golpe.
Desde que habían advertido la presencia del mercenario en las inmediaciones, Paulina se había colocado la gladius en su espalda, así que sacando el arma de su funda, describió un arco perfecto con ella mientras los legionarios vitoreaban la pelea.
—Las mujeres valemos para algo más que para abrirnos de piernas ante imbéciles como tú, pero no te preocupes que te voy a enseñar a respetar a una mujer y vas a aprender cuál es tu lugar. Ya has acabado con mi paciencia. Levántate y lucha si eres capaz de respirar de nuevo, niñato.
El grupo de soldados dejó espacio suficiente a los dos contrincantes mientras con los brazos cruzados apostaban para ver quién ganaría la pelea entre la gladiatrix y el ayudante del general. Las apuestas empezaron a correr, unas a favor del soldado y otras, las que menos, a favor de la mujer.
—¡Levántate Aemilius y dale su merecido a esta perra! Cuando termines con ella le vamos a abrir las piernas entre tú y yo, estoy deseando meterle esto entre...—dijo uno de aquellos soldados sacándose el miembro delante de todos y exhibiéndolo mientras se frotaba para divertimento y risas del resto de legionarios.
—¡Mira qué prepotente tu amigo! —dijo Paulina mirándole de reojo y volviéndose hacia él—. No te preocupes que tú también vas a tener tu minuto de gloria—. Aseguró Paulina grabando la cara del soldado en su mente.
Aemilius, totalmente enfurecido por el dolor que sentía, cogió una gladius que le pasó uno de los legionarios y, levantándose en posición de defensa, la miró a los ojos mientras pensaba la mejor manera de desarmarla.
Unas prostitutas del campamento que escucharon el altercado desde lejos, se acercaron animadas por el griterío y el gentío que de pronto se había formado en el lugar.
—¡Di que sí guapa! Córtale los huevos y que no vuelva a faltar el respeto a una mujer —dijo una de las prostitutas.
—A lo mejor no se los encuentra... —dijo otra de las mujeres envalentonada por el valor y el coraje que demostraba aquella luchadora.
Cuando Aemilius escuchó a las prostitutas del campamento mofarse de él, un manto de cólera se extendió en su cuerpo. Atacando el primero, propinó el primer golpe a la gladiatrix sin conseguir que la joven se desestabilizara.
Paulina paró en seco el primer ataque de aquel sujeto. Volviéndose sobre sí misma aprovechó el momento para responder al golpe y bajando la gladius atacó con otra embestida que pasó rozándole el muslo izquierdo abriéndole un tajo profundo en la pierna mientras la sangre empezaba a manar profusamente de la herida.
—Te voy a abrir ese maldito saco de huesos que tienes poco a poco, y cuando venga tu jefe a por ti, te aseguro que no va a quedar nada que pueda recoger de tu persona.
Mirándose la herida, Aemilius comprobó que la maldita zorra le había herido.
Paulina sacó la daga que tenía en la cintura y agarrando con fuerza las dos armas, avanzó nuevamente. La joven castigó al soldado sin arremeter mortalmente contra él, pero humillándolo en cada golpe y en cada lastimoso intento de herirla, mostrando una gran técnica y agilidad en el combate cuerpo a cuerpo. Los soldados fueron reconociendo la superioridad de la mujer, maravillados de ver semejante despliegue de golpes, patadas y caídas al suelo.
—Vas a lamentar el haberte burlado de mi amiga y de mi, te lo juro... —escupió la joven sobre él.
Con otro golpe más, Paulina consiguió llegar al hasta el hombre y abrirle una herida en el brazo con que agarraba la gladius. El soldado trastabilló hacia atrás perdiendo un poco la concentración, momento que aprovechó la joven para volver a levantar la espada y golpearle por el lado contrario.
Aemilius solo era capaz de parar los golpes mortales que aquella loca le estaba infringiendo. La sangre iba manando de sus heridas y el cansancio le iba venciendo.
—¡Remátalo! Ahora lo tienes fácil...—dijo una de las prostitutas que, aplaudiendo, estaba disfrutando del mejor espectáculo de su vida—. Ese engreído nos mira por encima del hombro cada vez que pasa por nuestro lado, dale su merecido.
Los soldados que se reían en un principio dejaron de burlarse cuando comprobaron el lastimoso estado de Aemilius. La gladiatrix estaba ganando terreno y con cada herida que le infringía, el soldado se volvía cada vez más torpe.
Paulina observaba a Aemilius con toda la rabia contenida, así que al escuchar la afirmación de la prostituta, creyó que efectivamente era la hora de dar por terminado el combate. Echándose dos pasos hacia atrás se agachó levemente y cogiendo un impulso, se elevó en el aire golpeando a Aemilius con una fuerte patada en el pecho y derribándolo en el mismo momento.
El soldado aterrizó en el suelo con la mala fortuna que su cabeza golpeó en el suelo produciendo un ruido seco y fuerte que se escuchó entre la multitud. Todo los presentes hicieron una mueca cuando comprobaron que Aemilius había perdido el conocimiento. La joven había ganado.
Paulina se volvió inmediatamente sobre sí misma buscando al segundo soldado que se había sacado el miembro tan groseramente delante de ella.
—¡A ver valiente! ...—dijo Paulina con el brazo extendido y con la mano invitándolo a que se acercara a ella—. Enséñame ese arma que tienes entre las piernas a ver si es más grande que tu cerebro...
—¡Puta asquerosa! Cuando acabe contigo vas a desear no haber nacido...—dijo el soldado irritado.
—¡A ese córtasela también! Doy fe que no le sirve para mucho, ja, ja, ja ...—se burló otra de las prostitutas mientras las demás la secundaban.
—¡Vamos pichoncito a ver que sabes hacer con ese arma que dicen que tienes! No mucho por lo que dicen ellas... —ridiculizó Paulina al soldado mientras señalaba a las prostitutas.
—Desgraciada, te voy a cortar la lengua —amenazó el soldado furioso.
Paulina se preparó y cuando el hombre corrió hacia ella para herirla, la joven se agachó en el instante justo y apoyó sus manos en el suelo, girando la pierna derecha, enganchando su pie con el del soldado mientras lo derribaba con una zancadilla.
El legionario aterrizó en el suelo junto al desvanecido Aemilius. La joven se levantó tan rápido que las prostitutas aplaudieron entusiasmadas y más cuando Paulina consiguió acercarse con su gladius y pinchar en el carrillo del culo a aquel cerdo.
—¡Eso, atraviésalo como a una manzana! —seguían riendo las prostitutas.
—¡Que no se pueda sentar!...—gritaba otra totalmente exultante.
Desde aquel momento las mujeres admiraron a la luchadora que había vencido a dos legionarios con su destreza e ingenio, orgullosas de que una mujer hubiera dado un escarmiento a aquellos imbéciles. Los soldados sin embargo, permanecían serios y callados.
—¡Así se hace! ¡Eres la mejor! —decía otra prostituta con una gran sonrisa desdentada.
El soldado intentó levantarse pero sentía tal dolor en el trasero que una de sus piernas trastabilló y no le obedeció.
—Ya te hemos visto el culo..., venga enséñame ese insignificante miembro que tienes que lo voy a saludar con mi gladius —continuó Paulina mofándose.
Los soldados fueron conscientes que habían subestimado a aquella luchadora. La mujer del general había matado a tres asaltantes ella sola mientras había defendido a Aemilius y era de esperar que su amiga fuese tan atrevida y aguerrida como ella. Los pocos soldados que habían apostado a favor de la gladiatrix se frotaron las manos con la victoria de la mujer.
Una voz mortalmente fría se escuchó detrás de Paulina.
—¡Detened ahora mismo el combate! —ordenó Quinto observando a Aemilius inconsciente en el suelo y al otro soldado herido mientras Paulina se hallaba en posición de ataque.
Paulina advirtió la orden del general y ni siquiera se volvió para mirarlo, con su mirada al frente volvió a indicar al legionario que avanzara y terminara la lucha.
El soldado enfurecido le contestó a su general:
—¡Señor, déjeme acabar con esta perra! —dijo desde el suelo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó el general mientras examinaba incrédulo la situación.
—Que estos perros han recibido su merecido aunque todavía me falta cortarle el miembro a este desgraciado —aseguró Paulina escupiendo en el suelo como signo de desprecio.
—¡Eso, general! Deje que la muchacha continúe, si lo estaba haciendo realmente bien, esos gusanos se lo merecían —contestó una de las prostitutas envalentonada.
—¡Eso, eso!... —dijeron las demás a coro—. Esos cerdos se merecen que la muchacha les de una lección.
—Qué ha pasado he preguntado y no lo voy a volver a repetir otra vez...—ordenó Quinto irritado volviéndose hacia Paulina.
La joven se volvió en ese momento hacia Quinto y sopesando si hablar o no, terminó por contarle la verdad.
—Me dirigía al barracón para estar con Claudia cuando escuché a ese desgraciado burlarse de ella —dijo Paulina señalando a Aemilius en el suelo—no se lo permití. Y el otro imbécil, también abrió su maldita bocaza.
Quinto con los brazos en jarra y las piernas abiertas sabía que había cometido un error descomunal al regañar a su mujer delante de sus hombres, eso había dado pie a que los soldados se burlaran de ellas. La joven que tenía delante de él, era demasiado orgullosa para rechazar una provocación.
—¿Has quedado satisfecha con la pelea? —le preguntó Quinto mirándola enfadado.
—Hubiese preferido cortarle el miembro... —puntualizó Paulina— y a Aemilius la lengua.
Durante unos segundos, Quinto la miró fijamente sin decir nada pero luego añadió:
—Esta vez voy a pasar por alto esta pelea, considerando que ha sido una pelea justa.
—¿Justa señor?... —se atrevió a añadir uno de aquellos soldados—. ¡Estos dos hombres no tuvieron la más mínima oportunidad, no le llegaban a esta gladiadora ni a las suelas de sus calcei!
—Paulina continúa tu camino... —ordenó Quinto dándole permiso a la joven para abandonar el lugar y haciendo caso omiso del comentario del soldado.
Los soldados permanecieron en su sitio mientras la joven se marchaba seguida del resto de prostitutas. Cuando se alejaron los suficiente, Quinto se quedó mirando uno a uno al grupo de soldados.
—Solo lo voy a decir una vez, aquel que le falte el respeto a mi mujer o a alguna del resto de mujeres del campamento, que sepa que me lo está faltando a mí y no lo voy a permitir. Las desavenencias entre mi esposa y yo son asunto mío y de nadie más, y la próxima vez no voy a ser tan benevolente. Llevad a estos dos hombres a la enfermería... —añadió Quinto, dejando a los soldados en completo silencio mientras se marchaba del lugar.
—¡Maldito desgraciado! —dijo Paulina en cuanto entró en el barracón de Claudia.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Claudia mientras observaba la cara de enfado de la joven.
Paulina se dirigió hasta la jarra del agua y echándose en un cuenco, bebió de él. Las manos le temblaban todavía del fragor de la lucha. Callada y seria se acerco al banco y se sentó en él.
—¿Paulina? ¿Qué ha pasado? —volvió a preguntar la joven mientras el niño intentaba echarse en los brazos de la joven.
—Que le acabo de dar su merecido al estirado de Aemilius. Me tenía harta con tanta prepotencia y cuando he pasado a su altura y estaba diciendo esas estupideces, se me ha acabado la paciencia.
—¿De qué estupideces hablas? —preguntó Claudia.
—Nada... —negó Paulina.
—¿Cómo que nada? Importante debía ser la afrenta para que le hayas dado una paliza a un soldado.
—A uno no..., a dos —contestó Paulina mirando a los ojos a su amiga.
—Vale, a dos soldados. ¿Qué estupideces estaba diciendo Aemilius?
—Se mofaba de la imposición de tu marido de tenerte aquí dentro, decía que las mujeres solo valíamos para la cama.
Claudia se quedó observándola unos segundos y en voz baja le volvió a preguntar:
—¿Le has golpeado bien?
—Sí, Aemilius, a parte de unos buenos cortes, va a tener un dolor de cabeza insoportable cuando despierte, y al otro le pinché en el culo.
—¿Le pinchaste profundo?
—Sí... —contestó Paulina.
—Bien hecho. La próxima vez córtales la lengua.
—No me dejó el general, se presentó justo cuando iba a hacerlo, aunque las prostitutas querían que les cortara los miembros...—añadió mientras ambas jóvenes estallaban en risas.
Después del episodio con Paulina y los dos soldados, Quinto volvió al lugar donde se encontraba Plinio.
—¿Qué ha pasado? —preguntó preocupado el anciano.
—¿Tiene un momento?
—Por supuesto —respondió el anciano.
Entrando al barracón del procurador, Quinto, abatido y preocupado, le señaló al anciano que se sentara.
—Tiene mala cara. ¿Le ha pasado algo a la joven Claudia? —preguntó nuevamente Plinio.
—No, a Claudia no le ha pasado nada, a pesar de que intentó detener ella sola a Spículus. El hombre se escabulló delante de nuestras narices.
—O sea, que se encuentra en la ciudad.
—Por supuesto, ¿en qué lugar mejor podría haberse escondido para que le curaran las heridas? Pero me preocupa que hoy se haya dejado ver en la puerta de acceso del campamento intentando retar a Claudia.
—¿Es eso cierto?
—No me cabe la menor duda —respondió Quinto—. Si Claudia dice que lo vio estoy seguro que es cierto. Tiene demasiados malos recuerdos como para haberle olvidado. He encerrado a mi mujer en el barracón bajo vigilancia para que no corra ningún peligro. Aunque sé que estará echa una furia, no se me ocurre otro modo de mantenerla a salvo. Hemos registrado toda la ciudad y no he conseguido dar con él.
—Pues yo diría que solo queda una solución —aseguró Plinio.
—¿Y cuál es? —preguntó Quinto con curiosidad.
—Que volváis a Tarraco, no creo que el mercenario os siga hasta la ciudad, allí podréis asegurar la vigilancia. Casi la mitad de la legión se quedó en ella —aseguró el anciano.
—¿Pero las obras?... —preguntó Quinto.
—Las obras de reconstrucción del acueducto subterráneo van de acuerdo a como las planificamos desde un principio y aquí se pueden quedar los ingenieros suficientes para que terminen tanto la reconstrucción del acueducto como la de los elementos defensivos de la muralla. A parte de que habéis resuelto el misterio del oro de las minas de las Médulas.
Quinto se quedó por unos segundos sopesando la idea. No era tan mala opción, había solucionado el tema del robo del oro y las obras continuarían con el ritmo propuesto. La idea de dejar parte del destacamento en Legio para el control de toda aquella zona y volver a Tarraco no era tan descabellada.
—¿Y usted que piensa hacer?
—¿Yo?... volverme con ustedes; mis huesos no aguantan tanto frío y necesito un retiro más cálido, además no me perdería por nada del mundo la boda de ustedes. Esa chica me salvó la vida y alguien tendrá que acompañarla en la ceremonia —dijo el anciano sonriendo.
—No sé yo si después de lo de hoy querrá casarse conmigo —dijo Quinto preocupado.
—No se preocupe por eso, amigo mío, a esa mujer solo le embargan profundos sentimientos hacia usted —dijo el anciano.
Varias horas después, Quinto, sentado en su mesa, escribía dos misivas y salía fuera para entregárselas a un mensajero.
—¡Soldado! —gritó el procónsul urgente.
—Sí, señor —contestó el legionario en cuanto llegó a la altura de su superior.
—Que dos mensajeros partan inmediatamente. Una misiva deberá ser entregada a Máximus Vinicius, Jefe de las tropas de Carthago Nova, y la otra, al Comandante de la IX Legión Hispana de Baelo Claudia en Gades, Marco Vinicius.
—Inmediatamente señor... —dijo el soldado cogiéndolas en las manos mientras marchaba a cumplir la orden.
La suerte estaba echada, ya no había marcha atrás. Había llegado el momento de asegurar la vida de Claudia y la de sus hijos. Ya había anochecido cuando Quinto no pudo posponer más el encuentro con su mujer, así que después de dar las últimas instrucciones a los hombres que se quedarían al frente de la ciudad de Legio regresó a su propio barracón, respirando profundo antes de entrar y enfrentarse a ella.
Claudia jugaba con el pequeño Quinto que ya gateaba e iniciaba sus primeros intentos por ponerse de pie cuando la puerta se abrió y entró Quinto. El hombre había estado fuera todo el día sin siquiera dignarse a comer con ella. Sin hablar, el soldado se dirigió hacia donde habitualmente se desnudaba y, mirándola seriamente, le dijo:
—Te comunico que mañana empezarás a recoger tus cosas para tu regreso a Tarraco.
A Claudia aquel comentario le cayó encima como si una losa de piedra la hubiese aplastado. Mortalmente seria miró a Quinto, estaba echándola de su lado sin importarle siquiera que estuviera embarazada.
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