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Capítulo 19

"El miedo siempre está dispuesto a ver las cosas peor de lo que son".

Tito Livio (59 AC-64 AC) Historiador romano.


      Verla caer como un peso muerto, hizo que el corazón de Quinto se saltara un latido.

—¡Claudia!

     El miedo le atenazó el alma dejándole paralizado, y el pánico dominó su mente durante unos segundos, eximiéndole de la capacidad de movimiento y de reacción. Solo fue capaz de propinarle pequeños golpes en la cara intentando reanimarla inútilmente, pero eso tampoco consiguió despertarla. Desesperado, solo se le ocurrió llevarla dentro mientras arreciaba la nieve sobre ellos.

     Pasando uno de sus brazos por debajo de las piernas femeninas, agarró firmemente el resto del cuerpo y la levantó del frío suelo. Con paso acelerado, se dirigió hacia su barracón y abriendo la puerta de una patada, se introdujo en él. Cuando depositó el cuerpo desfallecido de Claudia sobre el lecho, el brazo derecho de ella cayó desmadejado, y Quinto volvió a colocárselo encima del lecho.

     Corriendo salió fuera del barracón y en cuanto localizó al primer soldado que montaba guardia le ordenó que buscara al galeno, regresando inmediatamente al lado de su mujer. Claudia seguía sin recobrar el conocimiento. Intentó taparla con varias mantas cuando comprobó su cara helada. Seguro que había pasado fuera demasiado tiempo cogiendo frío, qué otra razón habría para ese desmayo. Cuando despertase le prohibiría de forma tajante que volviera a exponerse a semejante riesgo. Su salud era más importante que cualquier otra cosa.

     Paulina llamó en ese momento en la puerta del barracón, pidiendo permiso para entrar. Con el pequeño Quinto en los brazos, pensó que hallaría a su amiga dentro. Cuando el procónsul abrió la puerta le extrañó la cara de angustia que reflejaba.

—Lo siento, pensé que hallaría a Claudia aquí. Me dejó al pequeño durante un rato pero como ya es de noche y no recogía al niño he venido a... —dijo Paulina dándose cuenta en ese momento que su amiga estaba tumbada en el lecho—. ¿Por los dioses que le ha pasado?

—Se ha desmayado.

—¿Y el galeno? —preguntó Paulina preocupada mientras el pequeño Quinto se revolvía nervioso.

—Ya he mandado a por él. ¿Qué ha hecho hoy para que haya acabado así? —preguntó Quinto mientras se sentaba al lado de Claudia.

     Si hubiera sabido manejar mejor la situación con ella seguro que no hubiera llegado a ese extremo de agotamiento. Si algo le ocurría, no se lo iba a perdonar, lo más preciado era su familia y ni siquiera era capaz de asegurar sus vidas.

—Anoche cuando llegó a mi barracón, se indispuso... —comentó Paulina intranquila—. A lo mejor tiene algo que ver.

—¿Cómo que se indispuso? ¿Y porqué no me avisaste inmediatamente? —preguntó Quinto a Paulina.

—Ella no lo hubiera permitido, estaba demasiado enfadada.

     Quinto calló ante la respuesta de la joven, llevaba razón. Claudia estaba demasiado enojada como para mandarle aviso. Preocupado, cogió la mano de la joven y se la besó. Incapaz de soportar la espera se levantó del lecho dispuesto a ir él mismo en busca del galeno, pero en ese mismo momento el hombre apareció por la puerta con sus útiles.

—¿Qué ha pasado señor? —preguntó el galeno avanzando hacia la joven.

—Se ha desmayado y no despierta... —señaló Quinto.

—¡Dejadme examinarla! —contestó el hombre mientras la miraba depositando sus utensilios encima de la mesa.

     El pequeño empezó a llorar en ese momento y Quinto le dijo a Paulina:

—Puedes dejarme a mi hijo e ir a descansar. Te mandaré aviso cuando Claudia despierte.

—Está bien señor, como deseéis. Es posible que llore porque tiene sueño, acaba de comer... —comentó Paulina haciéndole entrega del niño.

     Paulina abandonó el barracón mientras el galeno empezaba a explorar a Claudia. Quinto abrazó a su hijo e intentó calmarlo, mientras nervioso daba pequeños pasos por el barracón sin quitar la vista de encima del cuerpo tendido. El pequeño Quinto pareció reconocer a su padre y poco a poco, dejó de llorar.

     A los pocos minutos, Claudia empezó a recobrar el conocimiento, alguien le tenía el brazo cogido. Volviendo la cara, se quedó mirando al galeno sin reconocerlo, y bastante desorientada le preguntó:

—¿Qué ha sucedido?

—Te desmayaste... —dijo Quinto mirándola con ansiedad, pero un poco aliviado al verla ya consciente.

     Claudia recordó haber estado luchando con él y el beso que se habían dado, pero a partir de ahí, no supo qué había sucedido para desmayarse.

—¿Hace mucho que no comió? —preguntó el galeno inspeccionándola.

—A medio mañana comí un poco, aunque no me sentó muy bien.

—¿Se ha encontrado indispuesta otras veces? —preguntó el galeno nuevamente.

     Claudia negó con la cabeza la pregunta y no se atrevió a contestar con Quinto delante, percibiendo que se iba a enfadar.

—Según su amiga, anoche se indispuso pero no supe nada... —dijo Quinto irritado cuando comprobó que ella no estaba dispuesta a hablar.

     La joven optó por permanecer callada, no quería que Quinto se regodease más al saber hasta qué punto le había afectado la pelea de la noche anterior. Estaba cansada, y lo único que le apetecía era que la dejaran sola. Todavía se encontraba resentida por la actitud de Quinto como para olvidarlo así como así.

—Dígame galeno, ¿qué le ocurre? ¿Por qué se ha desmayado?

—A parte de anoche, ¿se ha sentido indispuesta en más ocasiones? —volvió a insistir el galeno ignorando la pregunta.

     Claudia negó con la cabeza a pesar de ser mentira, no lo iba a admitir delante de Quinto. Si le pasaba algo seguramente ese bruto no le dejaría salir ni del barracón.

—¡Contesta al galeno!... ¿Te has sentido indispuesta, si o no? —volvió a insistir Quinto intentando no elevar la voz mientras Claudia le evitaba la mirada.

      En ese momento, llevó al niño a su cuna y lo acostó, tapándole concienzudamente. Volviendo al lecho donde estaba su mujer, se quedó esperando a que hablara con los brazos en jarras.

—Si, me he sentido mal últimamente. Si te hubiera dicho algo no me hubieras dejado entrenar, y no era para tanto... —dijo Claudia excusándose.

—¡Dalo por seguro! Y eso de que no era para tanto, ¿cómo lo sabes? Mira donde te encuentras por tu cabezonería.

     Quinto estaba conteniéndose para no gritar en ese mismo instante, momento que aprovechó el galeno para hablar.

—Sí, creo que es lo que me temía.

     Dos pares de ojos se volvieron hacia el hombre preocupados por lo que les tuviera que decir.

—¿Hace mucho que no tiene su manchado? —preguntó el galeno a Claudia.

—¿Cómo? —preguntó Claudia sin comprender.

—¿Qué si hace mucho tiempo que no ha tenido su mes? —volvió a preguntar nuevamente el hombre.

—Bueno, yo... —empezó a titubear Claudia intentando acordarse—. No sabría qué decirle.

     Claudia se quedó completamente sin palabras comprendiendo lo que estaba insinuando aquel galeno, y volviendo la mirada hacia Quinto, pudo ver que el soldado se había quedado completamente blanco sin emitir palabra alguna.

—¿Quinto?... —preguntó la joven al hombre que seguía estático.

     Quinto dirigió sus pasos hacia la cama, y se sentó junto a ella porque sus piernas le temblaban de tal modo que era incapaz de permanecer de pie. En un segundo, se abalanzó hacia su mujer e incorporándola con suavidad la abrazó emocionado, apoyando la cabeza sobre el hueco de su cuello.

    El galeno que observaba toda la escena sonrió y dejándolos solos, les comentó:

—¡Enhorabuena, van a ser padres!

    La puerta se cerró tras ellos, y ambos continuaban estupefactos.

—No vuelvas a ocultarme nunca más que te sientas mal, ¿sabes lo que sentí cuando te desmayaste? Me volví loco, mi estado emocional va ligado a tu salud —dijo Quinto dándole suaves besos sobre su cabeza.

—Lo siento, prometo contarte todo cada vez que me encuentre mal, si tú prometes que me tendrás en cuenta cada vez que tomes una decisión respecto a mí.

—Sabes que me arrepentí de lo que te dije desde el mismo instante en que saliste por la puerta. Intentaré contar contigo, siempre y cuando no se comprometa tu seguridad y tu salud —dijo mirándola intensamente— ¡Por los dioses, vamos a ser padres!

—No, no vamos a ser padres, ya lo somos. Pero sí vamos a tener otro hijo —dijo Claudia emocionada mientras pequeñas lágrimas de alegría inundaban sus ojos.

      Después de tantos años, Quinto y ella iban a ser padres de nuevo. Estaba embarazada por segunda vez, pero era incapaz de hablarle sobre aquel doloroso episodio de su vida.

—¿Te preocupa que sea tan pronto? ¿Estás feliz? —preguntó Quinto mirándola intensamente cogiéndole la cara con ambas manos.

—No, no me preocupa. Simplemente me ha pillado desprevenida, y sí, estoy contenta, ¿cómo no lo iba a estar?

—Voy a traerte algo de comer, necesitas alimentarte. No quiero que te sientas mal. Ahora mismo vengo. No te muevas... —dijo Quinto levantándose de la cama y saliendo precipitadamente por la puerta.


     Unos instantes después de que el soldado saliera, la joven se levantó despacio de la cama y se dirigió hacia la cuna para observar al pequeñín. Se aseguró de que estaba bien arropado e inclinándose sobre él, le besó los suaves rizos de su cabeza tan parecidos a los de su padre.

—Pronto vas a tener un hermanito con el que jugar, pequeño Quinto —dijo Claudia en voz baja mientras le observaba dormir.

     Una gran sonrisa de satisfacción asomó a su rostro, no podía sentirse más feliz. En ese momento, una cabeza femenina se asomó por la puerta y Claudia comprobó que era su amiga que con cara preocupada la miraba.

—He visto al procónsul salir y he venido corriendo. ¿Cómo te encuentras? ¿Qué te ha dicho el galeno? —la interrogó Claudia.

—Siéntate Paulina... —dijo acercándose a ella y sentándose en frente de la muchacha— ¿Estás preparada?

—¿Preparada para qué? —preguntó nuevamente Paulina.

—Para ser nuevamente tía.

—¿Cómo? —gritó la joven tapándose la boca con sus manos llena de asombro— ¡Por los dioses! Por eso vomitaste anoche, no fue por la pelea.

—Parece ser que no.

—¡Vaya! Voy a ser tía y a lo mejor ahora viene una niña y se convierte en una luchadora —dijo riéndose.

—¡Aleja esas palabras de tu boca mujer! Bastante tengo con la madre como para tener que vérmelas con otra mujer más —dijo Quinto entrando con algo de comer en las manos.

      Las jóvenes se rieron y cogiéndose de las manos se comunicaron en silencio lo que sentían. Paulina sabía de primera mano lo que la pérdida de su primer hijo había supuesto para Claudia. Por fin, la vida empezaba a sonreír a su amiga.

—¡Pues ya sabe lo que tiene que hacer general! Procure que no se exponga a ningún peligro... —contestó la joven levantándose del lugar con la intención de marcharse.

—¡Pero bueno! ¿Tú de que lado estás? —preguntó Claudia haciéndose la ofendida.

—El procónsul lleva razón en esto. Tienes que cuidarte y mirar por tu salud, y por la de la criatura que llevas dentro.

—Sé que lleváis razón. No preocuparos por mí. No volverá a pasar, ni me expondré a ningún peligro de aquí en adelante —contestó Claudia.

—Eso esperamos. Hasta mañana —se despidió Paulina saliendo por la puerta.

—Hasta mañana, Paulina. Y gracias por todo —respondió Quinto.

—Asegúrese de que come algo... —advirtió Paulina al procónsul mientras Claudia se quejaba de ella.

     La sonrisa de Paulina se escuchó dentro del barracón. Quinto aprovechó ese momento, para sentarse al lado de ella.

—Le dijiste al galeno que habías comido a media mañana y no era cierto. Tienes que comer y reponerte...

     Claudia le miró mientras asentía con la cabeza.

—Lo intentaré, ¿tú no comes nada?

—Ahora mismo no me apetece, más tarde.

     Pero según avanzaba la noche, Quinto no pudo probar bocado, y cuando llegó la hora se acostaron a descansar. Claudia se durmió en cuanto su cabeza se posó sobre el lecho sin duda agotada por el ajetreo del largo día, pero él era incapaz de dormirse. Mientras abrazaba el menudo cuerpo de su mujer, la preocupación hizo presa de él. Solo tenía deseos de golpear algo. Según avanzaron las horas y comprobó que era imposible conciliar el sueño, se levantó harto de dar vueltas sobre el lecho. En silencio, arropó a Claudia antes de salir del barracón.


     Una hora más tarde, Claudia se volvió en el lecho buscando el calor de Quinto, pero al tantear el lugar, el sitio estaba frío y sabía que era demasiado temprano para que ya se hubiera marchado. Levantándose, se colocó sobre los hombros una prenda de lana y descalza salió en busca de él. Abrió la puerta sin hacer prácticamente ruido, pero Quinto fue consciente que Claudia se encontraba detrás suya.

—¿Quinto que haces aquí fuera? Está nevando y hace demasiado frío, te vas a congelar —dijo Claudia mientras permanecía en el arco de la puerta.

—No podía dormir —dijo el hombre sin mirarla.

—¿Por qué no me dices qué te pasa? —preguntó Claudia completamente helada—Los pies se me están enfriando...

     Quinto volvió la miranda comprobando que efectivamente no llevaba nada.

—No debías de haberte levantado, ni haber salido así. La que se va a enfriar, eres tú.

—Pues entonces ven dentro conmigo. Tenía frío y no te he encontrado en el lecho —contestó aproximándose más a él.

     El soldado accedió y levantándose de los escalones entró dentro del barracón. Ambos volvieron a meterse entre las sábanas mientras Quinto le abrazaba y abarcaba con su brazo el lugar donde ahora estaba formándose el hijo de ambos.

—Algo te ocurre, ¿qué es? —preguntó Claudia.

—Nada de lo que tengas que preocuparte —señaló Quinto mientras intentaba traspasarle su calor.

—Pero no hay duda que a ti te preocupa, lo suficiente para desvelarte. ¿Es por el embarazo?

     A Quinto se le formó un nudo en la garganta.

     La joven comprobó que Quinto persistía en el silencio. Así que, levantó levemente la cabeza y mirándole en la oscuridad esperó a que le contestara.

—¡Cuéntamelo! Dijiste que me contarías todo, si estaba relacionado conmigo.

—Con todo el embrollo de la mina y lo que ha sucedido estos meses, no pensé en ningún momento que te podía exponer al riesgo de dejarte embarazada. Mira lo que le pasó a la madre del pequeño Quinto. No soportaría que a ti te pasara lo mismo, no podría vivir sin ti —dijo Quinto rodeándola fuertemente entre sus brazos, posando su cabeza sobre la cara de ella—. Te quiero con toda mi alma. No podría soportar perderte de nuevo y esta vez, para siempre.

     Claudia comprendió en ese mismo instante que Quinto estaba aterrado.

—No tiene que pasarme nada mi amor, te prometo que todo saldrá bien. Le daremos al pequeño Quinto un hermano con el que jugar.

     Quinto, incapaz de hablar, continuó abrazándola. Pensar en una vida en la que no existiera ella, le aterraba. Podría sobrellevarlo todo, pero no podía volver a perderla, eso le mataría.

—¡Prométemelo! —rogó el soldado exhausto.

—Te lo acabo de prometer, estaremos bien y nada me pasará. Te doy mi palabra.

—Está bien, confío en ti, eres una mujer de honor —contestó Quinto, intentando tranquilizarse.

     Esa noche durmió abrazado a ella sin poder soltarla. Al día siguiente tenía que marcharse a la mina y tendría que dejarla allí.

—Mañana tengo que regresar temprano a la mina. Con la noticia de tu embarazo, no me acordé de decírtelo. Intentaré no tardar mucho —le dijo Quinto sin mencionar el detalle de la posible emboscada a Spículus.

—Está bien, aquí estaré.

—Regresaré lo antes posible, no quiero dejarte sola, pero la situación lo requiere. Prométeme que hasta que no regrese, no saldrás del campamento.

—Vete tranquilo, está nevando y hace un frío que hiela hasta los huesos. ¿Dónde podría ir si no? Tú procura regresar pronto, te estaré esperando.

—Lo haré, no lo dudes. Siempre regresaré a ti y a mis hijos...

     Al cabo de un rato, ambos volvieron a dormirse mientras la nieve continuaba dejando su manto blanco.


     A la mañana siguiente, Quinto informó a Plinio del motivo de su marcha. Junto a su caballo de guerra, estaba a punto de marcharse del campamento.

—Según el encargado de la mina, Spículus tiene pensado volver a por el resto del oro y me propongo esperarlo allí. Acabaré con ese maldito como tenía que haber hecho hace tiempo.

—No se preocupe, me quedaré vigilando a la intrépida de su mujer, con más ahínco ahora que está de buena nueva... —respondió Plinio con cara seria.

—Se lo encargo especialmente, si le pasara algo...

—Márchese tranquilo, nada tiene que ocurrir dentro del campamento.

—Usted no conoce al maldito de Spículus. Seguramente ha estado vigilando el campamento desde lejos y ha podido reconocer a Claudia. Al fin y al cabo, él la vendió en Éfeso. Si averigua que ella es mi mujer..., entonces podría tramar algo.

—¿Usted cree que eso pueda ser así?

—Ya nos pilló desprevenidos una vez en Baelo Claudia, podría volver a intentarlo. Claudia y mi hijo son mi mayor debilidad, y puede aprovechar cualquier resquicio para sacar ventaja de la situación, sobre todo si se ve completamente acorralado. Habrá una escolta permanente vigilando el barracón, todos los guardias están informados —dijo Quinto subiéndose a su caballo.

—Señor, los hombres ya están preparados —señaló Aemilius que esa mañana se quedaría en el campamento.

—Aemilius ya sabes cuál es la orden, no le quitarás la vista de encima a mi mujer —dijo Quinto cogiendo las riendas del caballo y dirigiendo al animal hacia la salida.

—Descuide señor —asintió Aemilius.

—Mucha suerte en su misión y que los dioses les acompañen —se despidió el anciano.

Cuando el avance del ejército terminó de salir y se perdió de la vista, Plinio miró al joven soldado y con voz enérgica le ordenó:

—Vamos Aemilius, tu señor nos ha encomendado una misión difícil y hay que cumplirla.

—Sí señor —contestó Aemilius asintiendo con la cabeza—. Ruego a los dioses porque vuelva pronto.

—Descuida Aemilius, que tu señor no tardará en volver, tiene un gran motivo para ello —dijo sonriendo.


     Spículus esperaba el momento más oportuno para entrar a por el oro que quedaba dentro de la mina. Que hubieran dejado un destacamento de legionarios no era impedimento para la misión. Habían vigilado todos los movimientos. Los turnos de guardia y la cantidad de hombres que vigilaban de día y de noche. La tormenta de nieve había desbaratado un poco sus planes y tendrían que buscar el amparo de la oscuridad para sacar el carro que les quedaba.

—¿Entraremos esta noche? —preguntó el mercenario que estaba tumbado en el suelo, al lado de su jefe.

—Sí, esta noche será el momento oportuno. Tendremos que actuar rápidos, si queremos pillar desprevenidos a los centinelas.

—¿Qué haremos después? —preguntó el mercenario con curiosidad.

—Repartiremos el botín y nos separaremos. Es mucho el riesgo que corremos permaneciendo juntos —contestó Spículus a su subordinado.

—Y con el sobrino del emperador, ¿qué piensa hacer?

—Es un estorbo, no estoy dispuesto a quedarme con la mitad del botín pudiendo quedarme con todo, ¿no te parece? —sonrió Spículus mirando a su hombre.

     El mercenario asintió ante la inteligencia de su jefe.

—Está usted en todo capitán. Si le parece, me puedo encargar yo del mequetrefe ese. Me gusta la ropa que lleva tan lujosa.

Spículus asintió contestándole:

—Tuyo es.


     Quinto llegó a las inmediaciones de la mina sin querer delatar su posición. Uno de sus centuriones observaba desde el lugar donde se ocultaban. En ese momento todo parecía completamente normal. Los esclavos trabajaban y los centinelas custodiaban el acceso y la salida de los hombres.

—¿Cree que estará observando desde algún lugar?

—No me cabe la menor duda —contestó Quinto.

—¿Cómo procederemos? —Preguntó el soldado.

—Esperaremos que hayan llenado el carro y los cercaremos cuando no puedan huir. Con el carro lleno lucharán por llevárselo, pero jugaremos con la ventaja de que estarán cansados. En ese momento Spículus será mío. No quiero que nadie toque un pelo del sobrino del César, hizo especial hincapié en que quería que lo llevaran vivo ante él. La guarnición que está dentro ya está avisada de que esta noche no monten guardia y que se pongan a resguardo, no quiero heridos. Varios soldados se dejarán ver por el recinto aparentando estar bebidos. Con el pretexto del frío, dejarán durante un tiempo, la entrada de la mina sin vigilancia, momento que aprovechará Spículus para entrar.

—¿Pero eso no les hará sospechar? —preguntó el soldado.

—Puede ser, pero al final la codicia prevalecerá e intentarán llevarse el oro.

     Los observadores del ejército escucharon a su señor mientras permanecían escondidos, preparados para la lucha a una señal del procónsul.


     Tal parecía que la luna había decidido darles cobijo esa noche. Spículus inspeccionó el lugar, asegurándose de que no se ocultaba ningún peligro al acecho. Cuando comprobaron que los legionarios habían estado bebiendo, y que habían descuidado la vigilancia, se decidió a entrar.

      Mientras tanto, Quinto desde otro lado de la montaña, observaba la actuación de sus hombres. La pelea entre varios de los soldados había sido el cebo preciso para que la presa picara. Rato después, observaron como varios hombres que intentaban ocultarse en la oscuridad se introducían en la mina. Enseguida el trasiego de hombres y oro se produjo delante de ellos.

     Sus hombres expectantes esperaban la orden de su jefe para caer sobre los delincuentes. Estaban deseando entrar en combate. Llevaban prácticamente todo el día vigilando y ya estaban cansados de esperar.

—Dígale a los hombres que vayan retrocediendo con sigilo y que sin hacer ruido, monten en los caballos. Necesitamos llegar al cruce donde les cortaremos el paso —ordenó Quinto.

     En cuanto el centurión se movió para cumplir la orden, Quinto contempló por última vez al pirata mauritano que ayudaba a cargar el oro.

—¡Pronto nos veremos las caras Spículus! —pensó el soldado retrocediendo también con rapidez.

     Spículus sin embargo, tenía una vaga sensación de peligro instalada en su cuerpo. No era posible que todo hubiera resultado tan sumamente fácil.

—¿Y el encargado de la mina? —preguntó Spículus a uno de sus hombres.

—No lo sé señor, quedamos en que se reuniría con nosotros aquí. El infeliz pensaba recoger su parte —contestó Cosus.

—Esto me da mala espina, no me gusta nada. Ordenad a los hombres que se apresuren, quiero alejarme de este maldito lugar.

—Sí señor, ya queda el último viaje —dijo el mercenario alejándose.

      Spículus dio la orden silenciosa de irse cuando el oro estuvo cargado. Hasta que no abandonaran aquellas heladas montañas no estaría completamente tranquilo.


      Tito Flavio Sabino esperaba a su socio para el reparto del oro. Todo había salido a pedir de boca, se cobraría cada uno de los desprecios que había tenido que sufrir de su tío. Pensaba retirarse a un sitio alejado de Roma para vivir mejor que el propio emperador, y encima con su oro. No había satisfacción mayor que engañar al viejo.

       Mientras empezaba a desesperarse, Tito escuchó el ruido del carro aproximándose. Al rodear una curva, los piratas hicieron su aparición, y cuando llegaron a la altura del hombre, se detuvieron, y Spículus se bajo del carro de un salto.

—Ya estaba preocupado —dijo Tito Flavio a Spículus.

—Todo salió demasiado fácil —respondió el pirata mientras se dirigía lentamente hacia él.

—¿Por qué dices eso?

—Porque nadie nos salió al paso.

—¡Mejor así! ¿Dónde vamos a repartir el oro?

—Me parece que ha habido un pequeño cambio de planes, Cosus explícaselo tú... —dijo el pirata a su subalterno.

C     osus bajó del carro a la orden de su jefe, y con una sonrisa que no auguraba nada bueno, se fue aproximando lentamente hacia el romano.

—¿Cómo es eso de que han cambiado los planes? —preguntó Tito asustándose de repente.

—Hay un problema con el oro —dijo Cosus echándose mano a su daga.

—¿Qué problema? Yo lo estoy viendo encima del carro.

—Me parece que hemos traído todo menos su parte.

      Tito Flavio se quedó callado mirando a ese peligroso mercenario. En ese mismo instante, se dio cuenta del error que había cometido confiando en esos delincuentes.

—No entiendo nada.

—A lo mejor te lo puedo explicar de otra manera... —dijo Spículus con una sonrisa ladina en el rostro.

     Pero en ese momento, un numeroso grupo de legionarios, surgieron de detrás de los árboles, rodeándoles inmediatamente mientras los apuntaban con sus armas.

—¡Malditos romanos! —gritó Spículus comprobando que su más oscuro presentimiento se acababa de cumplir. Todo había sido una encerrona.

     En décimas de segundo, una sangrienta lucha tuvo lugar en el blanco paraje. Los mercenarios se abalanzaron sobre los soldados sabiendo que no estaban en igualdad de condiciones, allí había por lo menos el triple de soldados.

     Luchando con uñas y dientes, Quinto intentó buscar a Spículus entre los mercenarios cuando de repente vio que uno de los soldados le hería. Matando en el instante, al pirata con el que se encontraba, continuó avanzando intentando dar alcance al mercenario para terminar lo que se había prometido tantos años atrás.

      Spículus se dio cuenta que estaban completamente rodeados, y que sus fuerzas iban mermando. El legionario que tenía enfrente le había herido en el costado y en el brazo. La sangre chorreaba a lo largo de su brazo impidiéndole luchar con ahínco. Sus hombres iban cayendo de uno en uno, y comprendiendo que aquella batalla estaba perdida, ordenó retirada. Uno de sus hombres se percató de la situación de su jefe, y cogiendo desprevenido al soldado , le asestó un golpe mortal segando su vida en aquel preciso momento.

—¡Corre, vámonos! —dijo Spículus.

—¿Y el oro?

—Olvídate de él, si quieres salvar el pellejo... —contestó el mercenario mientras corría desesperado por salvar la vida.


     Cuando Quinto consiguió llegar al lugar donde se suponía que estaba Spículus, el pirata había desaparecido. En unos pocos minutos, los legionarios aniquilaron a la gran mayoría de los mercenarios, pero Spículus no se encontraba entre ellos.

—¡Maldita sea! —gritó Quinto en medio de aquella oscuridad.

     Lo había tenido a menos de cinco metros de distancia, y no había conseguido acabar con él.

—¿Qué habéis encontrado? —preguntó Quinto a sus hombres, varias horas después.

—Dos hombres a caballo. Había un reguero de sangre que hemos seguido hasta dar con el lugar donde debían de tener los animales ocultos, podemos seguirle el rastro señor... —dijo uno de los rastreadores.

—Ya, no podemos darle alcance. No quiero que nadie corra la voz que Spículus se escapó. No debe de andar muy lejos si está herido y seguramente buscará algún galeno. Que doblen la guardia en la mina y devolved el oro a su sitio. Volveremos a Legio, pero antes intentaremos buscarlo —ordeno Quinto a los soldados.


     Una semana después Claudia paseaba por las calles del campamento, el pequeño Quinto iba en los brazos de su madre mientras chillaba moviendo sus bracitos y sus piernas con energía. El niño no había podido dormir la noche anterior, le estaban saliendo sus primeros dientes y se sentía demasiado dolorido. Claudia había decidido darle un paseo ya que el día había amanecido frío pero soleado. A su lado, Paulina iba hablando con ella.

     Mientras escuchaba a su amiga hablar del episodio del día anterior, Claudia percibió en la nuca un hormigueo. La sensación de que alguien la observaba desde lejos. Volviendo la cabeza examinó los alrededores, pero no conseguía encontrar a nadie. Un sexto sentido hizo que dirigiera su mirada hacia la entrada del campamento, y a lo lejos, debajo de unos soportales, había un hombre mirando fijamente hacia ella. Esos ojos azules no los olvidaría en la vida. Un escalofrío le recorrió a lo largo de su columna mientras el miedo y la rabia se apoderaba de su cuerpo. Lanzando un grito de guerra le gritó:

—¡Spículus! 

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