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Capítulo 18

 "Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo".  Aristóteles (384 AC-322 AC) Filósofo griego.


     Una semana después Claudia seguía sin saber cómo había terminado haciendo ese tipo de tareas, Quinto le había sonsacado la promesa de que adquiriera en su nombre, los víveres que escaseaban en el campamento, y al final había accedido pensando que podía ser de utilidad ¡Qué equivocada estaba!

     Era cierto que en el campamento se consumían enormes cantidades de provisiones que había que reponer constantemente. Los legionarios, atareados en reconstruir los elementos defensivos de la ciudad, disponían de menos tiempo para negociar con los comerciantes, y Quinto, recuperado, salía todos los días del campamento intentando encontrar los atacantes.

     La casualidad, había querido que esa mañana se encontrara en el almacén donde guardaban los víveres, y sin querer, había escuchado la conversación entre varios soldados jactándose de cómo su jefe había engañado a su mujer para que no saliera con él a recorrer los bosques. Enfadada, no delató su presencia a los legionarios pero su enfado creció por momentos. Todo había sido una estratagema para tenerla entretenida. La había engañado por completo.

     Pero no había problema alguno, si víveres quería, los tendría, pensó Claudia mientras caminaba por la calzada hacia el macellum.

—Buenos días ¡Que ilustre visita! —dijo el comerciante cuando descubrió a la mujer que entraba en su puesto.

     Claudia, acompañada de varios soldados, había entrado en uno de los puestos, de los muchos que había en aquella calzada y, observando a su alrededor, comprobó que el hombre vendía lo que andaba buscando. Pero, ¿por qué se refería aquel comerciante a ella como ilustre visita? Irremediablemente no estaba acostumbrada a que la gente la tratara con tanta deferencia. El hombre tenía apariencia de astuto y ladino, encorvado y con mirada taimada.

—Buenos días. He visto desde fuera que tiene lo que ando buscando pero le advierto que voy a comprobar los precios en todos los almacenes y puestos del macellum.

—Por supuesto señora, no esperaba más. Pero solo aquí encontrará la mejor mercancía.

—Dígame una cosa —preguntó Claudia con suspicacia—. ¿Qué es este olor tan fuerte? Jamás lo había olido.

—Es lúpulo, fabricamos nuestra propia cerveza. Como comprenderá, traerla desde otros lugares encarece demasiado su precio y al final nadie la compra. Llevamos alrededor de dos años produciéndola y creemos que por ahora es la mejor cerveza de todo alrededor. Cuando uno lleva un rato aquí, termina acostumbrándose al olor.

—¿Cerveza? No sabía que por esta zona fueran capaz de producirla —volviéndose hacia los soldados les preguntó— ¿Queréis probarla? Vuestro jefe me ha encomendado que compre todas las provisiones que se necesitan y necesito saber si es tan buena como dice el comerciante.

     Uno de los soldados sorprendido por la petición le contestó rápidamente:

—Las órdenes son de acompañarla y ayudarla, no nos está permitido beber mientras trabajamos señora. Pero si me permite contestar, he de decirle que los legionarios somos unos grandes bebedores de cerveza.

—¡Vaya, no sabía eso! —Claudia se dirigió hacia los legionarios y les preguntó— ¿Y cómo vamos a saber qué producto es el mejor? No pienso pagar por algo que no lo merece y por supuesto, yo no pienso probarla, eso es cosa de hombres. De aquí no nos vamos a mover hasta que no consigamos la mejor cerveza así, que ustedes dirán. O la prueban ustedes o a lo mejor prefieren que mande a por su jefe y venga a probarla él mismo.

     Los soldados se miraron entre sí y, dudosos, accedieron a la petición de la mujer del procónsul, preferían enfrentarse a ella que a su señor.

—Muy bien. Si es tan amable muéstrele a estos hombres esa excelente bebida y, si a los soldados les gusta, empezaremos a negociar.

—Muy bien, señora —dijo el comerciante frotándose las manos, esa mañana iba a hacer un negocio redondo.

     Media hora después los soldados habían probado varios tipos de cerveza y de vino que había en el lugar. Claudia llegó a la conclusión, después de ver el efecto que aquello producía en los hombres, que a lo mejor no era la mejor cerveza del lugar pero, por sus chapetas y la sonrisa tan tonta que mostraban, por lo menos los mantendría contentos y calientes.

—En vista del resultado de la pruebas..., hablemos de precios —sugirió Claudia al comerciante.

—¿No quiere usted probarla? —Insistió el hombre.

—Ya le he dicho que no.

—Pero no podemos negociar si no conoce la calidad de la cerveza que se lleva...

     Claudia se percató que aquel sujeto intentaba emborracharla seguramente para engañarla en el trato, pero decidida, se acercó lentamente hacia el comerciante y, sacando la gladius escondida entre su túnica, se la puso en el pecho mientras al anciano se le borraba la sonrisa del rostro.

—¿Y usted quiere probar la mía? —preguntó sin preámbulos.

     El comerciante, que en ese momento tenía una jarra de cerveza en la mano, se asustó y la dejó caer de forma precipitada, el recipiente en el suelo formó un gran estropicio. Comprendió el error que había cometido en ese preciso instante, esa mujer del procónsul, era demasiado lista. Sin ninguna duda, aquel no era su día.

—¿Cuánto pide? Y yo de usted..., me dejaría de engaños, ya he tenido suficientes por hoy y le advierto, que no estoy de muy buen humor —le amenazó Claudia amablemente.

—No pretendía engañarla, señora —dijo el hombre tartamudeando.

     Media hora después, Claudia salía del establecimiento habiendo conseguido un buen precio por la cerveza y el vino que necesitaban para una buena temporada. El comerciante se maldecía dentro del lugar por haber sido tan estúpido. Sería la última vez que subestimase a una mujer.

—Bueno señores, sigamos con lo siguiente de la lista —dijo Claudia observando a los alegres soldados que la acompañaban.

     Aceite, salazones, carnes, frutas... Claudia había conseguido todas las provisiones y encima había sobrado parte del presupuesto. Había conocido a gente amable y a otros que no lo eran tanto pero la mañana había sido provechosa. De regreso al campamento algo captó su atención uno de los puestos del macellum, un artesano fabricaba unas extrañas correas de piel. Acercándose se quedó admirando la maestría con que el enjuto hombre trabajaba el cuero, era sorprendente la rapidez y la perfección de las diminutas puntadas en su trabajo.

—Buenos días señor, ¿qué está realizando? ¿para qué son esas correas?

—Buenos días tenga usted. Es un encargo de un cliente. Venga que se lo voy a mostrar, a lo mejor desea alguno para su esposo.

     Claudia llevaba puesto ese día su habitual ropa de entrenamiento. El artesano se acercó a ella y desabrochando una serie de cierres le preguntó:

—¿Me permite?

—Sí, por supuesto —dijo la joven con curiosidad mientras los soldados que estaban enfrente de ellos observaban también el extraño correaje.

—Verá, el diseño lo elaboró un padre para su hijo que marchaba a la guerra..., y pensando que le sería de utilidad me ordenó realizárselo. Esta correa se pasa por aquí y luego se abrocha así.

—¿Pero para que sirve? —preguntó Claudia insistiendo.

—Para llevar escondidas estas dos dagas —dijo el hombre colocándole en las fundas las dos pequeñas armas.

—¡Por los dioses qué curioso! Nunca vi algo parecido ¿Cuánto pide por ella?

—La vendo por veinte denarios e incluyo las dagas... —contestó el comerciante mirando sonriente a esa mujer.

—Se la compro —dijo Claudia con determinación.

—Pero tendría que realizarle otra, esta ya está vendida —dijo el comerciante.

—Le ofrezco veinticinco si me la vende ahora mismo, puede construir otra para el señor que se la encargó.

     El artesano se quedó sopesando la situación y observando a la extraña reacción de la mujer le preguntó:

—¿Para quién es el correaje?

—Para mí, por supuesto —dijo Claudia con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Para usted? Pero usted es una mujer —dijo el hombre sorprendido.

—No me subestime, soy una excelente luchadora aquí donde me ve.

—¡Usted es la mujer del procónsul! —dijo el comerciante gratamente atónito.

—Pues sí, esa soy yo.

—Pues no se hable más, espérese un poco que le reajuste el correaje a su tamaño y se lo lleva ahora mismo. Ya le echaré otro pretexto al cliente, me disculparé y ahora mismo empezaré otra nueva correa.

—Muchas gracias, se lo agradezco —dijo Claudia maravillada—. Y es más..., en cuanto acabe la de esa persona que le urge, ¿podría realizarme otra más? Tengo una amiga, a la que también le podría venir bien.

—Eso está hecho, señora, en una semana puede venir a recogerla.

—Gracias —contestó Claudia.

     Después de todo, la mañana había sido provechosa. El hombre terminó de reajustar las fundas al cuerpo de la joven de tal modo que pasaran desapercibidas debajo de la ropa de la mujer y explicándole el mejor modo en que debía llevarlas, terminó de colocárselas.

     Claudia, agradeciendo el consejo, le entregó las monedas y, volviéndose hacia su pequeña comitiva de soldados, les ordenó:

—Ya podemos regresar al campamento, he terminado.


     Era cerca de la última hora de comer cuando Claudia entraba al campamento seguida de los soldados. Pero justo en ese preciso momento, Quinto llegaba con sus hombres después de haber pasado medio día en esos bosques sin encontrar ni una sola huella, ni pista sobre los ladrones del oro. Montado a caballo se puso a la altura de Claudia.

    Extrañado comprobó que Claudia no le había dirigido la mirada. Asombrado, comprobó el estado de embriaguez de los soldados que marchaban con ella, sin dar crédito a lo que veía. Aunque intentaban disimular su estado de ebriedad, uno de ellos tropezó con el de delante y así sucesivamente, las tontas sonrisas y sus caras evidenciaban los síntomas claros de que habían estado bebiendo. Cuando llegaron a la altura del barracón, Quinto desmontó cortándole el paso a Claudia.

—¿Mujer que has estado haciendo con los hombres que te acompañan? Están borrachos.

Claudia se detuvo y, poniendo los brazos en jarras, se quedó mirándolo en ese mismo instante.

—Han estado probando las mercancías que me encargaste comprar.

—¿Han estado bebiendo mientras te escoltaban? —preguntó volviéndose hacia los ebrios soldados—. Seréis castigados debidamente —gritó Quinto totalmente indignado mientras les señalaba—. Se suponía que teníais que protegerla y no emborracharos.

     En el instante que pronunció las palabras, Quinto comprendió su gran estupidez, se había delatado sin darse cuenta siquiera. Lentamente se volvió y comprobó la cara de enfado de Claudia.

—La próxima vez que te propongas engañarme, te aviso que el que acabará mal vas a ser tú —dijo señalándole con el dedo en el centro del pecho.

—Claudia, no pretendía que te ofendieras, tan solo intento protegerte.

—Me gustaría que de aquí en adelante me informaras de tus decisiones y no me tomaras por estúpida.

     Quinto intentó agarrarla del brazo para explicárselo pero Claudia fue más rápida y se escabulló del soldado.

—¿Claudia? —volvió a gritar Quinto intentando hablar con ella mientras comprobaba como se escabullía.

—Una cosa te advierto, Quinto Aurelius, procónsul de Tarraco —dijo escupiendo las palabras mientras se volvía y le miraba fijamente— espero que no castigues a estos hombres por tu propia estupidez porque no respondo de mí, y ahora me voy a ver a mi hijo que por lo menos es más agradecido y listo que su padre.

     Con aire decidido Claudia dejó a todos los presentes enmudecidos por su bravo carácter. Nadie se atrevió a levantar la mirada delante del procónsul. Quinto no daba crédito a la conducta de su mujer, nadie se había atrevido a replicarle de ese modo, y encima delante de sus hombres. Volviéndose hacia ellos, les miró enfadado y les advirtió:

—Que sepáis que os habéis librado del castigo por ella, pero no habrá otra próxima vez. Ya averiguaré como habéis llegado a ese estado ¡Marchaos de mi vista inmediatamente! —ordenó Quinto enfurecido mientras pensaba en como iba a domesticar a semejante fiera. No se podía confiar en una mujer, siempre terminaba estropeándolo todo.


     Acabado el día, Quinto esperaba con paciencia a Claudia en el lecho. La joven seguía sin mirarle y, totalmente indignada, continuaba sin dirigirle la palabra. Durante el día había tenido tiempo de calmar su ira pero por lo visto a ella le duraba más.

—¿Cuándo piensas acostarte? Estoy mareado de verte dar vueltas.

—No me mires entonces —dijo la joven malhumorada—. No pienso dormir todavía.

—¿Se puede saber qué mosca te ha picado? Ya te he explicado que lo he hecho por tu bien. No necesitas saber todos los detalles cada vez que tome una decisión. No tengo por qué darte explicaciones.

     Claudia le miró conteniéndose, si en ese momento hubiera podido sacarle los ojos, sin duda lo habría conseguido. Pero también podía cortarle la lengua para que no dijera más estupideces. Riéndose de su ocurrencia, la joven le volvió a ignorar.

—¿Se puede saber cual es el motivo de tu sonrisa? —preguntó el soldado levantándose del lecho.

—No lo quieras saber, y no hables tan alto que vas a despertar al niño.

      Acercándose a ella, Quinto fue a agarrarla del brazo para cogerla pero la joven rápida y viéndole venir, se levantó del asiento antes de que el soldado la alcanzara.

—No te acerques a mí porque no respondo, esta noche no pienso dormir a tu lado y me parece que he sido clara.

—¿Estás segura de tus palabras? ¿Y donde piensas dormir si se puede saber? ¿Quizás a los pies de la cama?

—Eso te gustaría a ti verlo pero olvídate, no pienso arrastrarme a los pies de ningún hombre aunque me esté muriendo.

      Quinto hizo ademán de acercarse nuevamente para llevarla a la cama pero ella siguió esquivándolo poniendo la mesa por medio. Sintiéndose herido en su orgullo por el rechazo de ella, le dijo realmente enfadado:

—Está bien, si es tu deseo dormir en una silla, no seré yo quien te lo impida. A lo mejor cuando llegue la mañana has recobrado algo de cordura en esa cabeza tan dura que tienes —dijo gritando.

En ese momento, el pequeño Quinto se despertó por las voces que daba su padre y Claudia enfadada se dirigió hacia él.

—Ya conseguiste despertarlo.

—No..., lo has despertado tú con tu terquedad. Solo voy a advertírtelo una vez más, o duermes en el lecho junto a mí o aquí no vuelves a dormir —amenazó Quinto intentando que la joven entrara en razón.

—¿Son tus últimas palabras? —preguntó la joven herida por su ultimátum.

—Sí.

     Claudia no lo pensó, cogió al pequeño y envolviéndolo en la suave tela que le cubría se dirigió con él hacia la puerta.

—¿A dónde te crees que vas? —preguntó Quinto tan enojado que la vena de su cuello empezó a palpitarle.

—A donde pueda dormir lejos de tu presencia. Y te advierto, que no volveré a dirigirte la palabra.

—¿Se puede saber donde te llevas a mi hijo?

—¿Perdona? Por si no te diste cuenta, ahora es mi hijo también. Y a donde yo vaya, allí me lo llevaré y no se te ocurra quitármelo porque no respondo de mí.

—Eres la mujer más terca que he conocido en la vida, además de la más estúpida.

—Acabas de firmar tu sentencia —pensó Claudia entre sí totalmente ofendida y decepcionada mientras salía por la puerta—. ¿Es que acaso todos los hombres eran iguales? Había esperado de Quinto algo más, y no que la tratase como una simple mujer que no merecía más explicaciones como si fuese el último de sus soldados.

     Nada más salir del barracón, Quinto cerró dando un portazo.

—¡Perfecto! —exclamó el soldado.


     Era la primera vez que discutía con Quinto. Lágrimas amargas salían de sus ojos, mientras el niño lloraba al son de la madre. Totalmente decepcionada, se dirigió hacia el único refugio donde podía ir. Y así se los encontró Paulina en cuanto su amiga entró en su barracón, ambos lloraban de forma desconsolada y la joven les miró intrigada.

—¿Qué os ha pasado? —preguntó la joven pasmada.

—¡Toma! Cógelo, por favor —pidió Claudia mientras le entregaba al niño llorando.

—Pero ¿qué te pasa? —Preguntó la muchacha extrañada de ver a su amiga correr— ...¿qué buscas?

     Cuando Claudia encontró la hornacina que necesitaba, se arrodilló en el suelo vaciando completamente su estómago. No había podido comer mucho debido al enfado pero lo poco que había ingerido acababa de devolverlo.

     Paulina se levantó del lecho preocupada, paseando al pequeño mientras intentaba calmarlo. Mirando a su amiga con el ceño fruncido le preguntó:

—¿Me vas a contar qué ha sucedido?

—Me he enfadado con ese bruto.

—¿No te habrás puesto así por un enfado? ¿Era realmente necesario que vomitaras? Nunca entenderé por qué las mujeres hacemos tantas tonterías por los hombres, no se merecen ni una sola lágrima.

     Paulina se acercó a su amiga y pasándole un lienzo humedecido le aconsejó:

—Toma límpiate la cara y refréscate.

     Claudia cogió la tela sin mirar la cara de su amiga y, limpiándose despacio el rostro, le dio las gracias.

—Menos mal que estás aquí, por lo menos tengo alguien con quien desahogarme.

—Anda recuéstate un poco y cuéntame que te ha hecho para que te lo tomaras tan a la tremenda.

     Claudia arrastrando los pies se dirigió hacia el camastro y tumbándose le contó despacio el motivo de su enfado.

—Ni siquiera se dignó a decirme que me iba a poner una escolta, como si fuese una inútil ¿te lo puedes creer? Y encima me ha llamado estúpida, no se lo voy a perdonar jamás.

—Bueno, eso de jamás es mucho tiempo. El pequeño se ha vuelto a dormir, ¿qué hacemos con él?

—Tráelo aquí, esta noche tendremos que dormir juntos, mañana me traeré su camastro.

—¿Seguro que podrás dormir bien con el pequeño ahí?

—Sí, no te preocupes, podemos dormir perfectamente los dos, no lo aplastaré. Mañana cambiaré las cosas aquí porque no pienso vivir en el mismo techo que ese energúmeno.

—Con que esas tenemos. Será digno de verse cuando el gran procónsul se arrodille pidiéndote perdón, no me lo perdería por nada del mundo. Buenas noches, Claudia, descansa que mañana será otro día —aconsejó Paulina a su amiga.

—Gracias Paulina —dijo Claudia mientras las lágrimas salían de sus ojos.


     A la mañana siguiente, la temperatura en Legio era tan gélida como el carácter del soldado que iba al frente de la patrulla que había vuelto a salir en busca de los asaltantes. Un persistente aguacero caía sobre el silencioso grupo de legionarios pero Quinto, sumido en sus pensamientos, repasaba en su mente cada palabra de su conversación con ella. Su enfado igualaba a su preocupación. Nunca había discutido con Claudia de este modo y no estaba preparado para verla abandonar su lecho, aquello fue la gota que colmó el vaso. Que se hubiera atrevido a salir del barracón era algo que no había esperado.

     Quizás no había sabido enfrentar adecuadamente el enfado de la joven, pero lo había sacado de sus casillas contemplar como había emborrachado a su escolta sin una pizca de arrepentimiento. Él era el procónsul y acostumbrado a dar órdenes, no tenía por qué pedirle autorización cada vez que tomara una decisión sobre su seguridad. Maldita mujer. Había sido digno de verse cuando se llevó al pequeño Quinto. En cuanto la vio salir por la puerta, se arrepintió inmediatamente de sus palabras; no tenía que haberle dicho que era una estúpida. Después de dar vueltas y vueltas en el lecho sin poder dormirse, ya los empezaba a extrañar, no había conseguido pegar ojo.

     Aemilius cabalgaba detrás de su señor, con la ropa totalmente congelada y sintiéndose completamente aterido. Aquellos montes parecían haber absorbido todos los rayos de sol y la temperatura iba descendiendo mientras se adentraban. Sabía que algo había pasado entre su señor y la señora porque todo el mundo había escuchado las voces de la pelea que habían mantenido la noche anterior.

—Señor, mire esas huellas de ahí —dijo uno de los rastreadores.

     Quinto bajó del caballo, y agachándose, contempló los surcos dejados en la tierra por las ruedas de un carro.

—Se encuentran tan profundas porque el carro iba completamente cargado, si tenemos suerte podremos averiguar a dónde se dirigen.

—¡Montad en los caballos! No hay tiempo que perder.


     Varias horas después, las huellas terminaban en la mina de oro, Quinto sabía que aquel carro debía de haber salido del lugar. Ya era hora de que conociera al capataz de la mina. Observando a sus hombres que, apostados, vigilaban el lugar, Quinto saludó al centurión encargado de la vigilancia. El soldado se alegró de ver a su jefe.

—Me alegro de verle tan repuesto señor, nos dio un buen susto cuando le hirieron. Si no hubiera sido por la señora no hubiéramos llegado a tiempo.

—Gracias Lucio, sé que le debo la vida a la terca de mi mujer ¿Alguna novedad desde entonces? ¿Ha visto algo sospechoso?

—No señor, pero ese capataz es totalmente un incompetente. No me extraña que robaran la mina.

—Quiero conocer al dechado de virtudes, ya me advirtió el procurador Plinio que ese hombre era un incompetente.

     A los pocos minutos, estaba enfrente del capataz que, asustado, no simulaba el efecto que producía su presencia. Tartamudeando le indicó que tomara asiento, pero Quinto, totalmente decidido a sonsacarle la información a aquel gusano, se negó. La aparición de Spículus en ese lugar, le tenía preocupado y no iba a arriesgar otra vez su vida y la de su familia. Acercándose y levantándolo un palmo del suelo le dijo con voz profunda y calmada:

—La última vez que estuve aquí no estaba en óptimas condiciones de interrogarle pero ahora me va a contar todo lo que sepa o le juro que va a ser lo último que haga en esta vida ¿Por qué la gente de Spículus ronda por aquí? ¿Y que tiene usted que ver con todo eso?

—¿Spículus...? —tartamudeó el capataz asombrado por que el procónsul conociera la existencia del mauritano—. Yo no he tenido la culpa, señor, se lo aseguro. Si no hubiera accedido a lo que esos miserables querían, estaría totalmente muerto como el anterior capataz. Me obligaron, tan solo soy un campesino. No me haga nada por favor. Si me suelta prometo contarle todo —dijo el hombre prácticamente llorando.

     Quinto lo soltó de golpe y el hombre cayó al suelo precipitadamente.

—¡Hablad, si queréis seguir viviendo! —ordenó el soldado rodeado de sus hombres.

     Una hora después Quinto había puesto en aviso a los soldados sobre los sucesos que habían conseguido averiguar. Los mercenarios tenían pensado volver a la mina a por el resto de oro que les quedaba.

—Voy a regresar al campamento pero mañana volveré con más hombres. Si Spículus se decide a venir, estaré esperándolo. Llevo demasiado tiempo con ganas de ajustar una cuenta pendiente que tengo con él, y ya ha llegado su hora. Mientras tanto, esta noche doblad la guardia y mantened al prisionero bajo recaudo, no quiero correr el riesgo de que le maten, lo necesito como testigo.

—Está bien señor, así se hará —respondió el soldado mientras veía a su señor montar a caballo.

—Estaré aquí a primera hora mañana, mientras tanto no bajen la guardia —se despidió Quinto de su hombre mientras el centurión asentía con la cabeza.


     Faltaba poco para llegar a la ciudad cuando los primeros copos de nieve empezaron a caer.

—Menos mal que ya estamos casi llegando, hace un frío de mil demonios en este lugar —se quejó Aemilius—. Hecho de menos el clima tan cálido de Tarraco.

—Aemilius te estás volviendo demasiado débil, te has acostumbrado a la vida cómoda demasiado pronto.

—Pues sí, señor, no seré yo quien le contradiga en eso. Un hogar caliente y una mujer bien dispuesta esperándote no es algo que se pueda despreciar.

—Sí, sobre todo una mujer bien dispuesta, no como la mía...—dijo Quinto pensando en ese momento en Claudia.

     Aemilius observó de reojo a su señor y creyó más conveniente cerrar la boca y no enojar más a su jefe, no le gustaría estar en su pellejo cuando llegara y tuviera que contender con aquella salvaje.

     La luz del día había ido descendiendo gradualmente conforme la nevada iba tomando más fuerza. Las calles desiertas eran testigo del paso de los soldados. Conforme avanzaban por la calle principal del campamento, sintieron unos gritos de algarabía procedentes del lugar de entrenamiento. Era extraño que con aquella temperatura todavía hubiera soldados entrenando.

     Los soldados desmontaron de los caballos y los alojaron en las caballerizas, mientras los encargados de ellas, se afanaban en limpiarlos y proporcionarles el forraje que necesitaban.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó Quinto al soldado que fue a recoger su caballo.

—No sé señor, llevo rato escuchando el ruido pero no he tenido lugar de acercarme.

—Está bien, iré yo mismo a averiguar qué insensato se encuentra fuera del barracón, con este tiempo nadie debería estar entrenando.

     El soldado asintió con la cabeza sin atreverse a mirarle a los ojos. La pelea de su señor había corrido como la pólvora aquella mañana y cuando descubriese la procedencia y el origen del tumulto, seguro que estallaría. Su señor tenía demasiada paciencia con su mujer pero si hubiera sido él, no habría mostrado tanta.

     Claudia llevaba entrenando todo el día con uno de aquellos soldados, necesitaba descargar parte de la rabia acumulada que sentía y no había ejercicio mejor que ese. Por lo menos, estaría entretenida. Debido al constante ejercicio, no era consciente de la gélida temperatura que hacía en ese momento, moviéndose tanto no era capaz de sentir el frío del lugar.

—Señora, ¿no cree que deberíamos dejar esto para mañana? Esta empezando a nevar demasiado y no deberíamos continuar, lleva demasiado tiempo aquí fuera y podría enfermar.

—Solo un rato más y nos marchamos.

—¡Dejarás inmediatamente lo que estás haciendo y te meterás dentro mujer! —ordenó Quinto enfurecido cuando descubrió que era la alocada de Claudia la que se encontraba entrenando.

—¿Y quién me va a obligar a dejarlo? ¿Tú? —lo retó Claudia mientras se volvía mirándolo de frente.

—No me provoques... —le advirtió Quinto—. Todavía no se me olvidó lo de anoche.

—Ni a mí tampoco, romano... —escupió Claudia sus palabras mientras su intención era seguir entrenando.

     El legionario, incómodo por la situación, paraba los golpes de la señora.

—¡Soldado, puede marcharse! Yo continuaré con el entrenamiento, al fin y al cabo es conmigo contra el que va dirigido todo ese enfado.

—¡Yo no tengo ningún enfado, romano...! —advirtió Claudia.

     En cuanto el soldado, aliviado, abandonó el lugar, Quinto se volvió hacia su mujer.

—¿Sabes que cuando te enfadas me llamas romano? —Sonrió Quinto despojándose de la capa que llevaba.

—No le veo la gracia.

—Acabemos con esto de una vez, a ver que sabes hacer..., pero te advierto una cosa, si pierdes..., volverás al barracón conmigo y te disculparás —dijo Quinto provocándola.

     Claudia no contestó a la maldita insinuación y centrándose en la lucha, caminó despacio alrededor de él esperando la primera oportunidad para golpearle.

—¿Te crees superior a un hombre? Pues no lo eres... —dijo Quinto intentando que perdiera los papeles—. No eres más que una simple mujer.

—Yo de ti me callaría la boca... —dijo Claudia mirándolo realmente enfadada.

—No ha nacido la mujer que me haga callar todavía, esclava... —la provocó Quinto, sabiendo que esa palabra haría que se enfadase más todavía.

     Efectivamente, cuando Claudia sintió el tono despectivo con el que se dirigió hacia ella, una furia roja se apoderó de su cuerpo y con una agilidad adquirida de años levantó su gladius contra el desgraciado que tenía enfrente. Iba a lamentar el día en que nació, así como su osadía por humillarla.

     Quinto detuvo golpe a golpe cada intento de Claudia por herirle, sabía que su mujer necesitaba descargar toda su furia sobre él. Los copos de nieve iban amontonándose en la cara y la ropa de ambos pero la joven no daba muestras de cansancio. Acostumbrado a la lucha cuerpo a cuerpo, sabía que después de tanto rato de entrenamiento debía de estar completamente agotada y no estaba dispuesto a que cayera enferma por culpa de su maldita cabezonería.

—Ríndete —ordenó Quinto.

—Ni lo sueñes.

—Nunca podrás ganarme.

—Eso lo veremos —le contestó nuevamente la joven.

—Vas a lograr que se me abra la herida —dijo Quinto intentando que se sintiera culpable.

—Tú te lo has buscado —contestó Claudia, decidida no solo a abrirle la herida sino a abrirlo en canal.

     Preocupado porque ella no daba su brazo a torcer decidió terminar con aquello. Quinto avanzó y golpeó con mayor fuerza la gladius pero la joven aferraba firmemente el arma y no consiguió con el duro choque que la soltara, pero sí que dio como resultado que trastabillara hacia atrás, cayendo en el suelo con un duro golpe.

     Quinto se aproximó a ella rápidamente y de una patada la desarmó. Claudia intento incorporarse para volver a recoger la gladius pero el soldado fue más rápido e, impidiéndoselo, se agachó sobre el cuerpo femenino inmovilizándola con su peso.

—Déjalo ya, terminarás por hacerte daño —le aconsejó Quinto.

—Levántate de encima de mí y lucha desgraciado —le gritó Claudia mientras pequeñas lágrimas empezaban a salir de sus ojos.

     Quinto observó los ojos relucientes de ella mientras las amargas lágrimas salían de sus ojos. La impotencia de Claudia provocó que su propio enfado se viniera abajo. No soportaba verla llorar y, que él fuese el causante, lo hacía sentirse más culpable todavía.

—Claudia siento lo que te dije, en verdad no pensaba nada de lo que decía.

—¡Déjame, no quiero oirte! No pienso confiar más en ti —dijo completamente fuera de sí la joven mientras le golpeaba.

—Escúchame, sé que debí informarte antes pero no lo consideré conveniente, no volveré a cometer ese estúpido error. Vuelve conmigo adentro, este no es lugar para que continuemos aquí, nuestro hijo te está esperando y tú podrías caer enferma, hace demasiado frío... —rogó Quinto ansioso.

—Déjame sola... —pidió Claudia volviendo la cara y no queriendo mirarle a los ojos.

      Quinto continuaba encima de ella y con sus brazos sujetaba los de la joven impidiendo que se moviera.

—Primero, perdóname, y me levantaré —le dijo mientras con una mano le volvía la cara hacia él—. Te prometo que no volverá a pasar, sabes que te adoro.

     Claudia no fue capaz de pronunciar palabra alguna pero asintió con la cabeza, en aquel momento se sentía totalmente extenuada mientras lágrimas ardientes continuaban saliendo sin poder evitarlo.

     Cuando Quinto comprobó que accedía a sus ruegos, agachó su rostro y la besó suavemente. Necesitaba sentir sus labios, la breve separación se le había antojado eterna. Ansioso por abrazarla rodó sobre la nieve y rodeándola con sus brazos la puso encima de él, sintiendo todo el peso del cuerpo femenino comprendió que estaba completamente enamorado de ella. La quería con toda su alma. Cuando separaron sus alientos, Quinto se incorporó ágilmente intentando ayudarla para que se pusiera de pie.

—¡Anda entremos dentro, hace demasiado frío!

     Agotada física y mentalmente, Claudia asintió pero, cuando intentó levantarse, un oscuro velo pasó por su mente y le hizo perder el conocimiento cayendo a los pies de Quinto. 

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