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Capítulo 17

"No nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles porque no nos atrevemos a hacerlas". Lucio Anneo Séneca. Filósofo latino.


   Claudia recorrió la poca distancia que le separaba de Quinto, aterrizando sobre él en el suelo y como pudo, le volvió la cabeza para incorporarlo.

     Quinto, agarrándola del brazo firmemente, preocupado le ordenó:

—Ponte a resguardo ¡Vete de aquí!

—¡Oh, por favor, cállate! No es momento de discutir ahora, hay que sacarte esa flecha, te ha atravesado la lórica. Necesito a alguien con la fuerza suficiente para sacártela... —dijo la joven demasiado preocupada mientras levantaba la cabeza levemente y observaba la lucha a su alrededor.

     Los legionarios se habían organizado y se habían colocado en fila, uno al lado del otro, sus escudos repelían el ataque de las flechas a la misma vez que intentaban proteger a su jefe. Los asaltantes no terminaban de atacar, escondidos entre los robustos árboles y la frondosa vegetación del lugar.

     Uno de los centuriones se dio cuenta del problema y se acercó a su señor gateando.

—¿Necesita que la extraiga?

—Sí, ha atravesado la lórica y yo no tengo la fuerza suficiente.

—¡Apártese!

     Claudia rasgó el bajo de su túnica y haciendo una mordaza con la tela, se la colocó a Quinto en la boca.

—¡Muerde! —ordenó Claudia a Quinto.

—Habrá que darle la vuelta un poco para romperle la flecha por detrás de la espalda, usted sujételo... —ordenó el centurión.

—Te va a doler... —advirtió Claudia a Quinto como si el hombre no lo supiese.

     Quinto asintió con la cabeza y, sujetando entre los dientes aquel trozo de lienzo, asintió para que procedieran.

     El deslizamiento del trozo de flecha hizo que Quinto emitiera un agónico grito de dolor. Claudia sintió el dolor como si hubiera sido en carne propia. A continuación, el soldado rompió con un golpe seco el trozo de madera que sobresalía de la espalda, quedándose la punta de la flecha en su mano. Tirándola rápidamente al suelo le ordenó a Claudia:

—Sujetadle el cuerpo, hay que retirársela por delante ahora.

     Entre los dos volvieron el cuerpo y el centurión se puso frente a su jefe. Cuando Claudia agarró con firmeza a Quinto de nuevo, el soldado aprovechó para retirar el resto de la flecha, momento en que Quinto se desvaneció por el fuerte dolor, perdiendo así el conocimiento.

—Tapone la herida si no quiere que se desangre —ordenó el centurión volviendo sobre el terreno.

     Claudia hizo presión sobre el pecho de Quinto, taponando la herida. Sin dejar de observar el ataque que transcurría a su alrededor, comprobó como el anciano Plinio se ponía a cubierto e intentaba arrastrarse para llegar hasta ellos, sin que las flechas le alcanzaran.

—¿Cómo se encuentra el procónsul? —preguntó el hombre.

—Bien, necesito que permanezca aquí sujetando el lienzo. Si presiona la herida, yo puedo ayudar a los soldados —dijo Claudia preocupada porque los asaltantes salieran de su refugio e iniciaran la lucha cuerpo a cuerpo—. Soy buena con la gladius y no pienso permitir que nos maten aquí.

     Plinio se quedó sorprendido por el valor de esa mujer, realmente era espléndida en medio de aquel aluvión de flechas.

—Haced lo que creáis conveniente, yo vigilaré al procónsul, no se preocupe.

     Claudia asintió y dándole un beso en la frente a Quinto, le dijo en voz baja a pesar de que el hombre no podía escucharla:

—Confío en usted —afirmó Claudia.

     Acto seguido, arrastrándose, llegó al lado del hueco que había dejado uno de los soldados. El legionario sorprendido por la audacia de la mujer de su jefe le dijo:

—Como se entere el procónsul que la hemos dejado luchar, se enfadará.

—Si nadie se lo dice no se enterará jamás. No voy a permitir que esos desgraciados nos maten sin luchar.

     Un grito de guerra se escuchó de entre los árboles mientras varios mercenarios salían del escondite de los árboles. Las flechas continuaban sobrevolando sus cabezas mientras los soldados se separaban, preparados para el ataque frontal de los atacantes. Uno de aquellos individuos fijó su vista en Claudia y, levantando su espada, corrió en dirección hacia la joven para darle alcance golpeando con fuerza la espada de la gladiatrix.

Claudia se quedó aturdida reconociendo al desgraciado que corría derecho hacia ella. Repelió con rapidez el golpe mortal del individuo, chocando su gladius con la suficiente firmeza para que el sujeto se desestabilizara y cayera hacia atrás. El mercenario, enfadado, se levantó de la tierra y, pasándose la lengua por los agrietados labios, se los relamió mientras sacaba la lengua burlándose de ella.

—Vas a lamentar haberme tirado al suelo, perra... —amenazó el hombre.

—Inténtalo si puedes —respondió Claudia sosteniéndole la mirada mientras daba pequeños pasos alrededor del atacante.

     En solo un segundo, el mercenario observó al anciano que protegía al soldado en el suelo. El sujeto comprendió al instante, que ese era el mando que estaba al frente de esos legionarios por la armadura y el ropaje que llevaba. Sin pensarlo, se dirigió hacia Quinto para matarlo pero Claudia le cortó el paso interponiéndose entre ellos.

—Tendrás que pasar por encima de mi cadáver para matarlo —aseguró Claudia con tenacidad.

—¡Vaya con la fulanita! Esta bien, acabaré primero contigo —dijo el atacante escupiendo en el suelo.

     Con un exceso de confianza el hombre volvió a atacar a Claudia, pero la joven continuó combatiendo a vida o muerte. Claudia no le concedió la menor oportunidad de que pudiera herirla y, haciendo una pirueta sobre sí misma, hincó la punta de su gladius en el corazón del desalmado, acabando con su vida en aquel mismo instante. Sacó con rapidez la gladius del cuerpo y se volvió hacia donde estaban los dos hombres en el suelo, comprobando que Plinio y Quinto estaban bien.

     Quinto acababa de recuperar el conocimiento y pudo observar los últimos momentos de la lucha entre su mujer y aquel mercenario. La ansiedad se apoderó de él al instante, e intentó incorporarse, pero el fuerte dolor lo dejó paralizado en el suelo, haciéndole caer nuevamente a tierra como un peso muerto. Plinio, asombrado de la valentía y el coraje con que la joven había sesgado la vida de aquel individuo, le dijo:

—No se preocupe por él, no le permitiré que se levante.

     Tranquilizándose al escuchar las palabras de Plinio, volvió nuevamente a la lucha ayudando a los soldados a seguir repeliendo el salvaje ataque. Los asaltantes, comprobando que sus hombres iban cayendo bajo las gladius de los soldados, iniciaron la retirada. Claudia volvió corriendo hacia Quinto y le preguntó a Plinio:

—¿Cómo se encuentra?

—He conseguido pararle la hemorragia pero no tengo buenas noticias para usted —advirtió Plinio observando a la joven.

—¿Por qué? —preguntó Claudia preocupada.

—Porque sus últimas palabras antes de desmayarse fueron que la iba a encerrar de por vida... —dijo Plinio sonriendo.

—¡Bueno! Ya estoy acostumbrándome a sus amenazas... —respondió Claudia mientras observaba la quietud de Quinto.

     Corriendo por los bosques junto a sus hombres, Spículus, enfurecido, no se quitaba de la cabeza la imagen de aquella mujer que había luchado como el mejor de sus mercenarios. Estaba seguro de que era la misma prisionera que años atrás vendió en el mercado de Éfeso. Jamás hubiese imaginado encontrársela en medio de aquel maldito bosque. Aquello se estaba complicando demasiado. No tenía conocimiento del destacamento de la Legión en las cercanías de las minas. El sobrino de Vespasiano tendría que explicarle por qué no había sido informado de la presencia de soldados en las inmediaciones, poniendo en riesgo toda la operación. Enfurecido, consiguió alejarse del lugar. Había perdido cuatro de sus hombres y no estaba dispuesto a perder ni uno solo más.

     Los legionarios montaron a su jefe en el caballo mientras el centurión montaba junto a él, sujetando el cuerpo del procónsul para que no se cayera; estaba demasiado debilitado.

—¿Plinio, qué vamos a hacer? —preguntó Claudia preocupada—. ¿No deberíamos volver?

—Lo más sensato es llegar a la mina. Necesitamos un carro para transportar al procónsul. Posiblemente en la mina haya algún galeno que pueda revisarle la herida y tal vez, podemos conseguir un carro para transportarle. No podemos permitir que se le abra la herida y se desangre encima del caballo.

—Está bien, se hará como usted diga —dijo la joven mientras cabalgaba al lado del caballo de Quinto como si con su sola presencia pudiera protegerlo de los peligros invisibles que todavía podían acecharlos.

—No sabía que hubiera asaltantes por estos caminos... —dijo Claudia, preocupada, hablando con el anciano.

     No había querido alarmar a nadie hasta no hablar con Quinto. Aquellos eran los hombres de Spículus, los habría reconocido en cualquier parte del mundo, pero la pregunta era qué hacían allí. La preocupación la invadió.

—Y no suele haberlos pero reconozco que la presencia de la mina en este lugar es algo muy goloso para los ladrones, tendremos que extremar las precauciones a la vuelta. Solo espero que el procónsul se recupere lo más pronto posible.

—¿Lo duda? Estará impaciente por despertarse aunque solo sea para gritarme...—aseguró Claudia al anciano.

—Eso puede contar con ello, pero no se preocupe, yo la defenderé.

—Gracias Plinio, es usted un buen hombre y muy amable —sonrió Claudia mientras seguían cabalgando.


     Al cabo de un rato el paisaje fue cambiando. Una montaña de tierra rojiza con formas demasiado caprichosas se veía a lo lejos, numerosos castaños y robles intentaban ocultarla sin poder conseguirlo. Los soldados atravesaron túneles caprichosos bajo las montañas formados por la mano del hombre. Cuando llegaron a las instalaciones, una enorme cantidad de esclavos paralizaron sus tareas para observar la comitiva de soldados que se acercaban.

—¿Es sorprendente la cantidad de hombres que hay en la mina, verdad? —preguntó Plinio a la joven.

—Sí, nunca pensé que hubiera tantos esclavos aquí ¿Cuántos puede haber? —preguntó Claudia apesadumbrada observando a su alrededor con interés.

—Posiblemente entre los cincuenta mil o sesenta mil hombres.

—¡Pero son demasiados! —exclamó Claudia.

—Le aseguro que es menos temerario buscar perlas y púrpura en el fondo del mar que sacar oro de estas tierras. Piense que Roma necesita oro para financiar sus campañas militares y que el emperador no va a escatimar en mano de obra.

     Claudia asintió con la cabeza asombrada de ver aquella escena y girando la cabeza volvió a observar a Quinto. Estaba deseando llegar y que examinaran la herida.

     Una hora después, Quinto fue atendido por el galeno en la mina mientras Plinio hablaba con el capataz:

—¿Es habitual que en la zona haya ladrones? —preguntó Plinio al hombre.

—No, por supuesto que no, pero anoche tuvimos un robo. Ha desaparecido parte del oro que había almacenado.

     Plinio se quedó parado en el sitio y con pose pensativa, cruzó las manos por detrás de su espalda confirmando sus sospechas.

—Luego los mercenarios con que nos cruzamos son posiblemente los que realizaron el robo... ¿y es la primera vez que ocurre?

—Sí, por supuesto —dijo el capataz con aire contrito y angustiado.

—¿Cómo ocurrió? —preguntó de nuevo el procurador.

—Suele haber dos vigilantes en la entrada de la mina, los asaltantes aprovecharon el amparo de la noche y los mataron, pudieron entrar perfectamente y llevarse el oro.

—¿Conocía la noticia de que el anterior capataz fue asesinado? —preguntó nuevamente Plinio—. Debería haber asegurado la vigilancia del lugar con más hombres.

—Sí, sí claro, yo no hubiera llegado a este puesto si no hubiera estado vacante el puesto del anterior capataz. No pensé que hicieran falta más vigilantes en la mina, nunca había pasado nada —dijo el hombre cauteloso.

—¿Me está diciendo que sabiendo que el anterior capataz había aparecido muerto, no le dio importancia y solo puso dos hombres vigilando la mina? —preguntó Plinio empezando a mostrarse enfadado.

     El hombre se percató de su metedura de pata y, tartamudeando, intentó explicarse.

—Lo siento, no me percaté que fuera tan importante poner más vigilancia.

     Plinio, extrañado de ese hecho, no comprendía cómo habían puesto en la mina a un hombre tan incompetente. Tendría que averiguar cómo había alcanzado ese puesto y quién lo había recomendado. Empezaría por ahí, necesitaba mandar una misiva al emperador lo más pronto posible.

—No se preocupe, un destacamento de legionarios asumirá la labor de vigilancia de la mina, los soldados se harán cargo de aquí en adelante. Estamos aquí por orden del César. En lo sucesivo el procónsul se hará cargo de las tareas que competan a la seguridad de ella. Puede estar tranquilo a ese respecto... —aseguró Plinio, mostrando una falsa tranquilidad que el anciano no tenía. Si no fuera porque quería averiguar el destino y la extraña desaparición del oro, ese incompetente sujeto hubiera quedado detenido inmediatamente. No le gustaba ese hombre y su instinto raras veces le engañaba.

—Pero, yo creo que no es necesario señor...—aseguró el capataz titubeando.

—¿Qué sentido tiene poner en peligro la vida de los vigilantes? Los legionarios están mucho mejor preparados para repeler cualquier tipo de ataque. Mire lo que les ha pasado a los dos vigilantes esta noche, ¿quiere que le ocurra eso a usted también? —intentó quitarle Plinio hierro al asunto percatándose de la resistencia del capataz a la presencia de los soldados—. Queda relegado de esa función por ahora.

     El capataz se quedó callado sabiendo que no tenía más argumentos para rebatir al anciano, pero de repente la imagen del despiadado de Spículus le vino a la mente. El mercenario se iba a poner hecho una furia, ahora sí que sería hombre muerto.

—¡Iré a comprobar como continúa el procónsul! Regresaremos inmediatamente a Legio, mientras tanto necesitamos un carro para poder transportar al procónsul, si no le importa facilitarnos uno...

—Por supuesto, ahora mismo ordeno que dispongan uno... —contestó el capataz.

—¡Menos mal que aquel sujeto servía para algo! Por lo menos sabía donde estaba el carro —pensó el anciano.

      Cuando se acercó al lugar donde la joven Claudia esperaba, Plinio le preguntó a la muchacha:

—¿Cómo se encuentra el procónsul?

—Se recuperará... —dijo Claudia preocupada—. Pero es importante que nos marchemos cuanto antes, debe descansar.

—En cuanto traigan el carro reanudaremos la marcha, voy a dejar instrucciones al centurión que se quedará a cargo de la vigilancia de la mina y enseguida vuelvo... —advirtió Plinio mientras en ese mismo instante salía en busca del legionario.

      En un tiempo realmente rápido, todo estuvo preparado y un grupo suficiente de legionarios regresó junto con su jefe mientras el resto de soldados se quedaba allí. Plinio se despidió del destacamento y, subiéndose al caballo, iniciaron la marcha nuevamente hacia Legio.


     El regreso fue más lento de lo normal, los legionarios precavidos ante otro posible ataque desconfiaban de aquellas tierras y, por otro lado, no podían avanzar más deprisa por la lentitud de la carreta donde el procónsul iba tumbado, temiendo que la herida pudiera abrirse de nuevo.

     Quinto fue consciente que iba tumbado en un carro cuando entraron por la puerta de la ciudad. Abriendo los ojos, miró el arco de la entrada, había perdido el conocimiento prácticamente durante todo el camino pero ya estaba algo más tranquilo sabiendo que se encontraban otra vez en el destacamento. En los pocos minutos que había recuperado la consciencia no se le quitaba de su cabeza la imagen de Claudia luchando, intentando proteger su vida y la vida del anciano. Nunca se había sentido tan impotente.

     Cuando llegaron al barracón del procónsul y consiguió tumbarse en el lecho, una cabeza llena de blancos cabellos se posó sobre su rostro.

—¡Vaya, ya se encuentra nuevamente entre los vivos! Espero que ahora descanse y empiece a recuperarse, ha tenido mucha suerte de que esa flecha no le alcanzara un poco más abajo —dijo Plinio sonriendo.

—Gracias, Plinio por hacerse cargo de todo —dijo Quinto cansado.

—No me las dé a mí, si no hubiera sido por esa valiente joven, hoy no estaríamos ni usted ni yo contándolo. Tengo que decirle que tengo a esa muchacha en una gran estima, nos salvó la vida a los dos. Que sepa que si yo fuera unos cuantos años más joven, se la disputaría. Ya lo creo que si... —aseguró Plinio sonriendo.

—¿Dónde está? —preguntó Quinto inquieto por no tenerla a la vista.

—En cuando se ha bajado del caballo y ha comprobado que lo acomodaban, ha salido para asegurarse que su hijo estuviera bien. Supongo que en unos minutos volverá. Le dejo que descanse y que reponga fuerzas, volveré en otro momento... —dijo el anciano mientras salía por la puerta diciéndole unas palabras en voz alta—. ¡Que sepa que es usted un maldito afortunado!

     Quinto, sonriendo, cerró los ojos mientras la imagen de Claudia enfrentándose a ese degenerado se le venía a la mente, era consciente que esa mujer era toda su fuerza y su alegría. Estaba dichoso de tenerla a su lado pero podía haber pagado un precio muy alto si aquel desgraciado hubiera salido con la suya. Tenía que mejorarse, el ataque en las inmediaciones de la mina había sido demasiada casualidad. Ensimismado en sus pensamientos escuchó el ruido de la puerta al abrirse y sus ojos se enfocaron en ella. Claudia estaba de pie con el pequeño Quinto en los brazos, una enorme sonrisa cruzaba su rostro mientras el pequeño jugaba con sus preciosos cabellos.

—Te he traído a este muchachote para que te vea —dijo Claudia sonriendo— ¿Ya has conseguido despertarte?

—¡Acércate! —dijo Quinto mirando intensamente al bebé y a ella.

     Claudia se adelantó unos pasos y, sentándose en el borde del camastro, le observó. Quinto sacó el brazo derecho que podía mover y, sujetándola, la indujo a que se apoyara sobre su pecho. Emocionado, besó sus cabellos mientras dirigía su mirada hacia el niño y besaba a su vez los castaños rizos semejantes a los de su padre.

—¿Qué haría sin vosotros? ¡No me vuelvas a asustar otra vez así! No podría pasar otra vez por el infierno de verte luchar y que algo te sucediera... —dijo Quinto desnudando su alma delante de ella.

     Claudia le acarició la cara suavemente mientras la incipiente barba le raspaba la mano y el bebe empezaba a querer trepar por encima de los dos.

—No pienses en eso ahora, aquella flecha iba dirigida a ti y no te alcanzó por centímetros. La afortunada fui yo porque no te matara en aquel mismo instante e hice lo que tenía que hacer, ¿Qué esperabas? ¿Crees que iba a permitir que ese tipo te matara? Tengo que contarte algo cuando te recuperes, todavía no se lo he dicho a Plinio, quería hablarlo contigo primero...

—¿Qué te preocupa? —le preguntó Quinto.

—Cuando aquellos maleantes nos atacaron, reconocí a algunos de esos hombres... —dijo Claudia observando su reacción.

—¿Cómo puede ser eso?

—Eran los mismos que viajaban en el barco de Spículus cuando me secuestraron, son hombres de Spículus —dijo la joven preocupada.

—¿Estás segura de lo que estás diciendo? —preguntó Quinto mirándole fijamente el rostro.

—Y tan segura, no se me olvidarán esas caras en lo que me reste de vida, de hecho uno de esos desgraciados fue el que me ató al poste donde me azotaron, claro que estoy segura —aseguró Claudia.

     Quinto se quedó callado y preocupado, pensando qué hacían los hombres de Spículus tan cerca de la mina, era algo que no se explicaba. Una rabia intensa amenazó el cuerpo del soldado, una sed de venganza y de odio hacia el pirata mauritano que llevaba en lo más profundo de sí. Por culpa de aquella maldita noche, Claudia y él tuvieron que pagar un precio demasiado alto durante demasiados años. Había jurado matarle en cuanto lo tuviera de frente y si eso era así, se aseguraría de cumplir su promesa.

—No te preocupes, voy a recorrer cada rincón de estos bosques hasta dar con los tipos que huyeron. Si se encuentran en el lugar los encontraré. Mientras tanto, no quiero que salgas de aquí ¿está claro? No sabemos qué oscuro propósito tiene ese rufián.

     Claudia levantó la cabeza y se asombró de que Quinto no hubiese dudado de sus palabras. Acercándose, le cogió una de sus manos y le dijo:

—Gracias.


     Una semana después, Quinto estaba en el barracón junto con Plinio y los centuriones de su ejército planificando las próximas acciones que emprenderían de cara al asunto de la mina. El procónsul todavía estaba un poco convaleciente pero sentado podía perfectamente organizarlo todo.

—¿Dónde están los planos de la zona? —preguntó Quinto.

—Aquí, señor —dijo el centurión extendiéndolos sobre la mesa—. El ataque tuvo lugar aquí y los atacantes huyeron por esta dirección, esta zona tiene bastante vegetación y es tan frondosa que un hombre podría correr prácticamente de pie oculto entre ella sin ser visto y, por lo que descubrió el anterior destacamento, existen pequeñas cuevas en el interior del bosque. En esta zona es donde se encuentra la mina, si quisieran sacar el oro yo lo haría por este sitio que parece el más seguro y en caso de emboscada podría escapar por esta otra zona.

—Buen trabajo centurión —dijo Quinto observando el mapa—. Hay algo más que deben de saber. No nos enfrentamos a unos simple maleantes, Claudia reconoció a algunos de los hombres que nos atacaron, son los hombres de un pirata mauritano llamado Spículus.

—¿Y eso como puede ser? —preguntó Plinio con curiosidad.

—Esos hombres fueron los que la secuestraron y posteriormente la vendieron en el mercado de Éfeso, por no decir que estuvieron a punto de acabar con mi vida. Son escurridizos y encima son capaces de estar al lado tuyo sin que siquiera te percates de su presencia, a parte de que tienen bastante experiencia en el manejo de las armas. Creo que el robo de la mina está directamente relacionado con Spículus, no es necesario decir lo peligroso que es este hombre y el riesgo que todos corremos, especialmente mi mujer. No quiero que salga del recinto militar sin una escolta y espero que no se entere de que está siendo observada. No me fío de que algún día quiera acompañarme y ponga en riesgo su seguridad.

—Bueno, ¿no cree que si reconoció a esos maleantes debe estar preocupada? Quizás si la incluye en estas conversaciones, pueda estar mejor prevenida; al fin y al cabo, ha demostrado ser una excelente luchadora... —acertó a decir Plinio.

—Prefiero tenerla al margen de todo este asunto, es demasiado intrépida y seguro que no descansaría hasta acabar muerta..., ya le digo que es mejor dejar las cosas como están —aseguró Quinto.

     En ese momento, Claudia no estaba preocupada sino decidida a prepararse para lo que se avecinaba. No era tonta y sabía que Spículus debía de haber estado escondido observando toda la lucha. En caso de que la hubiera reconocido, corría el riesgo de que el cerdo volviera otra vez y no estaba por la labor de que la pillara desprevenida como la vez anterior. Ahora estaría preparada y, si no era posible la igualdad de condiciones por lo menos no volvería a dejarla inconsciente de un puñetazo.

—¡Vamos Paulina! ¿Qué te pasa esta mañana? Estás como distraída. He dejado al pequeño con Aemilius y tengo que volver dentro de un rato a recogerlo. Quinto se encuentra reunido con sus hombres y no quiero que se entere que estoy entrenando de nuevo.

—¿Y por qué no quieres que se entere de nuevo? Si ya habíais llegado al acuerdo de que seguirías entrenando.

—Porque todavía no está totalmente repuesto y no quiero que se preocupe... —dijo Claudia.

—Bueno, si lo piensas así, está bien, esta vez no voy a darte ninguna tregua.

     Las dos jóvenes practicaron los distintos ejercicios que los lanistas les habían enseñado. Llevaban un buen rato cuando un enfadado Aemilius apareció en el campo de entrenamiento con el pequeño llorando. Paulina observó de reojo al joven y, perdiendo la concentración, le dio cierta ventaja a Claudia que aprovechó para desarmarla. El pequeño Quinto chilló como si hubiera reconocido la presencia de Claudia, echando los brazos hacia ella.

—¡Hombre, está aquí mi precioso niño! ¿Por qué llora? —preguntó Claudia.

—Señora, si lo supiera se lo diría pero le he traído al pequeño Quinto porque no sé que hacer con él —dijo Aemilius que se quedó mirando otra vez a la otra joven.

—¡Normal en los hombres! —dijo Paulina burlándose del joven.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el soldado mirando con cara de fastidio a aquella joven.

—He dicho que es normal que los hombres seáis unos incompetentes en cuidar un niño... —volvió a decir Paulina.

—Y dice eso una mujer que va vestida de hombre y lleva siempre una espada en la mano, como si estuviera en condiciones de darme una lección a mí. Si tú estuvieras cuidando al niño yo no tendría que estar paseándolo por ahí... —replicó Aemilius furioso por tener que hacer de niñera y encima tener que soportar a aquella estúpida mujer.

—¿Qué has querido decir con eso de que voy vestida de hombre? —preguntó Paulina apoyando la punta de la gladius en el pecho del joven soldado.

—Como no retire la espada va a tener un serio problema. Si no fueras una mujer te ibas a tragar la gladius —dijo el joven realmente enfadado por el atrevimiento de la joven.

Claudia no daba crédito a la pelea que había surgido de repente, ¿qué les pasaba a los dos? —pensó mientras mecía al niño entre los brazos.

—Paulina quita la gladius del pecho de Aemelius y deja de amenazarle y tú, Aemelius, discúlpate con Paulina... —dijo Claudia mirando a su amiga.

     En ese momento la joven bajó la espada y Aemilius se volvió marchándose del lugar realmente enfadado.

—¡Quién entenderá a las mujeres! —gruñía el joven en voz baja.

—¡Maldito idiota! Me encanta verlo enfadado —dijo Paulina sonriendo—. Es tan creído y estirado que me saca de mis casillas.

—Algún día vas a tener problemas con él y no quiero que ninguno de los dos salga herido —dijo Claudia—. No hacéis más que pelearos.

—Me repatea que se crea tan superior, me mira como si fuese un bicho raro.

—Bueno, tú intenta no meterte mucho con el bicho raro. Voy a dar algo de comer al pequeño, creo que tiene sueño... —dijo Claudia mientras besaba al niño en su carita.


     Quinto y Claudia estaban sentados dando cuenta de la última comida del día que había encima de la mesa.

—¿Cómo has pasado la tarde? —preguntó Claudia—. ¿Te ha dolido el hombro?

—No, esta bastante mejor, según el galeno en unos días podré recuperar toda la movilidad.

—¿Tan pronto? —preguntó Claudia extrañada de la rapidez con que había mejorado de la herida.

—Sí, está cicatrizando bastante bien. Si quieres te la puedo enseñar... —dijo Quinto mirándola a los ojos.

—¿Qué me vas a enseñar? —preguntó Claudia con ojos de suspicacia.

—Lo que estás pensando —dijo Quinto mirándola a su vez intensamente.

     En ese momento Claudia le tiró un trozo de pan que tenía en la mano riéndose y ruborizándose.

—Eres un pervertido... —dijo Claudia—. Seguro que el galeno te ha dicho que nada de esfuerzos, ¿no te ha dicho que se te puede abrir la herida? Los gladiadores tenían prohibido practicar sexo cuando tenían heridas por temor a que se les volviera a abrir.

—¿Y quién ha dicho que tengo que realizar esfuerzos?

     Claudia le sostuvo la mirada y, volviéndose más atrevida, le dijo:

—Según tengo entendido es el hombre el que realiza prácticamente todo el esfuerzo ¿O hay algo que todavía no me hayas explicado?

—Como sigas hablando no vamos a terminar de cenar —dijo Quinto mirándola con deseo.

—¡No seré yo quien te libre de tu cena! —exclamó la joven levantándose del asiento antes de que Quinto pudiera agarrarla de la muñeca—. Quiero enseñarte una cosa que he encontrado hoy en una de mis túnicas.

     Quinto la observó dirigirse hacia un arcón que había en el lugar. Abriéndolo sacó algo de su interior y se acercó nuevamente a donde estaba el soldado.

—El día que apareció Rufus en el macellum había comprado una cosa para ti... —le dijo Claudia mientras se arrodillaba enfrente de las piernas de él.

—¿Compraste algo para mí? —preguntó Quinto con interés.

—Sí, dame tu mano —dijo la joven.

     Quinto puso su mano sobre la de ella y la joven agarrando los dedos del hombre, empezó a introducir un magnífico anillo de oro tallado en el dedo anular del asombrado soldado.

—En cuanto lo vi pensé que era idóneo para ti... —dijo Claudia mirándolo, esperando ver la reacción del soldado.

     Quinto se quedó asombrado mirando el labrado anillo en su dedo. Emocionado, la levantó del suelo y la sentó sobre sus rodillas:

—¡No tenías que haberlo hecho! Ha debido costarte una fortuna... Te quiero, ¿te lo he dicho alguna vez?

     Claudia asintió con la cabeza sonriendo.

—Yo también te quiero —contestó Claudia rodeando con sus brazos el cuello del hombre con cuidado de no dañarle la herida.

—Vente, vamos al lecho, según una joven gladiadora he descuidado mi labor de enseñarle algunas técnicas amatorias en las que el hombre no hace ningún esfuerzo... —sonrió mientras se levantaba con ella en brazos sin esfuerzo.

—¡Quinto bájame, se te va a abrir la herida! —le advirtió Claudia en voz baja regañándole.

—¡Eso ni lo sueñes! —respondió el hombre mientras se dirigía con ella hacia el lecho sintiéndose afortunado.


             Imagen actual de las Minas Romanas de las Médulas en León, España.




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