Capítulo 16
"La ira: un ácido que puede hacer más daño al recipiente en la que se almacena que en cualquier cosa sobre la que se vierte". Séneca
Claudia permanecía callada a lo largo del camino y eso le tenía preocupado. De vez en cuando se percataba que la joven miraba intensamente al pequeño Quinto que permanecía dormido entre sus brazos. Le abrumaba no conocer los pensamientos que rondaban por su cabeza, y se sentía inseguro sobre como abordar el tema del niño ahora que estaba con ellos. Era un asunto que no podrían posponer, en cuanto llegase a Legio tendría que abordar el asunto, debía buscar la forma de que los tres pudiesen convivir sin que Claudia se sintiera mal. No podía dejar de lado el cuidado y la educación de su hijo, su conciencia ya se sentía demasiado culpable por haberlo dejado en Tarraco. Si el niño hubiera permanecido a su lado, Rufus no habría tenido nunca la más mínima oportunidad de secuestrarlo. No era el primer niño que se criaba en un campamento romano a pesar de la dureza que suponía ese tipo de vida. De aquí en adelante, permanecería junto a él, pasase lo que pasase. Pero Claudia..., no sabía como lo aceptaría.
Mientras tanto, Claudia, no podía dejar de observar al pequeño bebé dormido. Se sentía demasiado mal consigo misma por lo cruel que había sido con Quinto y con su hijo. Aquel niño era tan parecido a su padre que, emocionada, no le quitaba la vista de encima. Si el hijo de ambos hubiera sobrevivido seguramente habría sido como esa criatura, semejante a su padre.
En ese instante, el pequeño se despertó con un débil llanto. Abrió los ojos y empezando a gruñir agitó sus perfectos brazos protestando, señal de que debía estar hambriento.
—¿Queda mucho para llegar Quinto? —preguntó Claudia preocupada.
—No, detrás de este valle se encuentra Legio, en una hora más llegaremos ¿Tiene hambre?
—Sí, es demasiado pequeño y lleva muchas horas sin comer. Menos mal que Paulina lo ha cuidado todos estos días, no habría sobrevivido sin ella. Sin duda alguna los dioses le tienen encomendada alguna importante misión... —aseguró Claudia tocando la manita del pequeño.
El niño, agarró fuertemente el dedo femenino sin soltarse, a pesar de que tenía un hambre voraz.
—¡Mira que mano más pequeña! Nunca había tenido un niño en brazos. Es precioso tu hijo Quinto, es tu misma imagen.
Quinto pendiente de la conversación con Claudia, bajó la mirada hacia los dos dedos unidos. Su corazón latía acelerado, viendo la ternura con que Claudia tocaba al pequeño Quinto. No era capaz de emitir palabra alguna porque estaban atascadas en su garganta, así que se limitó a besar suavemente su cabello y rodear a ambos entre sus brazos.
—Es una mano muy pequeña, pero algún día será grande como la de su padre... —dijo Quinto orgulloso de su hijo.
—¿Crees que me querrá? No sé como cuidar un niño, ¿crees que seré una buena madre?
El latido del corazón de Quinto se olvidó de llevar el ritmo, aquellas eran las palabras que le faltaban en su vida. Emocionado, tocó suavemente el rostro de Claudia, volviéndolo hacia él y, sin apartar la mirada, observó con intensidad a aquella bellísima mujer que era el amor de su vida.
Claudia esperaba expectante la respuesta.
—Mi hijo te amará tanto como su padre te ama a ti, tendrás a dos Quintos Aurelius bebiendo de tu mano, mujer —confirmó Quinto.
Llevaba demasiado tiempo sin besarla y hambriento de ella, bajó el rostro e introdujo su lengua en el paraíso de aquella boca que parecía ambrosía solo permitida a los dioses. La necesitaba desesperadamente. Las horas separado de ella, le habían parecido un infierno sin saber qué le había sucedido. Necesitaría abrazarla durante horas hasta quedarse tranquilo, pero aquel no era el momento ni el lugar. El sonido del caballo hizo que ambos se separaran, Claudia miró intensamente a Quinto con un nudo de lágrimas que pugnaban por salir y demasiado afectada por los sentimientos desbordados que ese hombre le inspiraba. Volvió enternecida su mirada al pequeñín que seguía gruñendo entre sus brazos.
Acercando su rostro al delicado cuello del niño, se impregnó de su olor y con una extrema dulzura posó sus labios sobre aquella suave mejilla. Levantando la cara de nuevo, volvió el rostro hacia Quinto y en voz alta le dijo:
—Eso espero porque tendría que estar muerta para que os desprendáis de mí.
Y con esas palabras Claudia sentenció el destino de ella en la vida de aquellos dos hombres.
Cansados y hambrientos atravesaron las murallas de Legio ya avanzada la noche. Quinto bajó del caballo y ayudó a Claudia a desmontar. Ella no quería soltar al niño ni para bajar del brioso animal. Una hora más tarde el pequeño dormía apaciblemente encima de su improvisada cama después de haber calmado su hambre. Momento que aprovechó Claudia para averiguar el estado de su amiga.
Quinto se había marchado con sus hombres a pesar de lo tardío de la noche. Había enviado un mensajero para que avisara al resto de legionarios que habían partido en dirección contraria para que regresaran. Pero antes se había encargado de que el galeno del campamento revisara a Paulina. Dejando al pequeño con Aemilius, Claudia salió en busca de su amiga.
Entró al barracón donde se suponía que estaba Paulina. El galeno que se encontraba allí, le había proporcionado una tintura para el dolor y la joven, medio adormecida, apenas podía abrir los ojos.
—¿Cómo se encuentra mi amiga, galeno? —preguntó Claudia al hombre.
—Su amiga no ha sufrido daño grave alguno. En otro tipo de mujer, estos golpes podrían haber causado mucho mal. No sé de qué madera están hechas ustedes, pero tanto usted como su amiga me han sorprendido, son increíblemente resistentes.
Paulina miraba soñolienta a Claudia y una débil sonrisa escapó de sus labios, aunque el simple hecho le arrancó un quejido de dolor. Rufus se había cegado especialmente con su cara, partiéndole el labio en uno de sus golpes.
—¡Para algo ha tenido que servir tantos años de entrenamiento! ¿No crees Claudia? —dijo con habla estropajosa—. Aunque hubo un momento que creí que no lo contaríamos, ese enamorado tuyo llegó justo a tiempo. Gracias, galeno, por atenderme.
—No hay de qué, usted repóngase y deje que el tiempo cure las heridas. Y nada de movimientos bruscos, durante unos días debe guardar reposo. Las dejo, es demasiado tarde y ustedes necesitan descansar.
—Hasta mañana, señor —dijeron las dos mujeres.
—¿Cómo te sientes aquí? —preguntó Claudia— ¿Estarás bien?
—¿Bromeas? ¿Todavía me preguntas eso después del calvario que he pasado con el cerdo ese? Pensé que íbamos a morir. Por cierto, ¿cómo está el niño?
—Durmiendo como un lechón cebado —dijo Claudia sonriendo—. En cuanto se ha quedado dormido he venido a verte.
—Ve y descansa, tú también debes estar cansada. No te preocupes por mí, estaré bien. Esto es demasiado lujo para una esclava como yo, tengo un barracón para mí sola, ¿te lo puedes creer?
Claudia la observó sonriendo mientras imaginaba lo que debía haber supuesto aquellos días.
—¿Crees que los lanistas me venderán cuando regrese a Tarraco? No tuve más remedio que obedecer a Quinto. Amenazó con matarnos.
—No te preocupes, tengo dinero suficiente para comprar tu libertad. Intentaremos que Quinto nos ayude y que interceda, ahora no debes preocuparte por eso, descansa.
Claudia se acercó a su amiga y, dándole un beso en la mejilla, le deseó buenas noches.
—Mañana vendré a verte.
Paulina asintió prácticamente dormida.
Nada más entrar en el barracón, Claudia se quedó estupefacta al encontrar a Quinto metido en una gran tina de madera. El hombre reposaba la cabeza sobre el borde mientras el vapor del agua caliente subía hacia arriba. Con las manos en la cintura Claudia no era capaz de hablar, anonadada, lo último que esperaba era encontrarse a ese hombre desnudo metido en el agua.
—¿Cómo sigue tu amiga? —preguntó sin abrir los ojos.
—Bien, la he dejado casi dormida, el galeno le ha dado algo para que descanse sin dolores.
—¿A qué estás esperando entonces mujer para desnudarte y meterte aquí dentro? El agua se va a enfriar como sigas observándome.
Claudia sonriendo le respondió:
—Nunca me he bañado en una tina y no creo que ahí dentro quede espacio suficiente para dos. Además, ¿de dónde has sacado ese armatoste?
Quinto abrió los ojos y, mirándola intensamente, le respondió:
—La encargué especialmente para ti...
Claudia sonrió diciendo con las manos en la cintura.
—¡Imposible!
—¿Qué pensabas, que somos unos incivilizados? Mis artesanos son capaces de construir una tina en medio día. Ordené que hicieran una nada más llegar.
—Eres tan enorme que ocupas todo el espacio, ¿no esperarás que me meta ahí contigo?
Los ojos rasgados de Quinto indicaban que en efecto, ese era su propósito.
—¡Mi nombre era cobarde!...
—¡Ah! ¿Qué insinúas?... —exclamó Claudia sorprendida del comentario—. Nadie me ha llamado cobarde y ha vivido para contarlo... —continuó Claudia en tono jocoso.
—Quítate esa ropa y demuéstramelo..., estoy desesperado por sentir como me matas con ese cuerpo tuyo.
—¡Cómo puedes hablar así delante del niño! ¿No tienes decencia? —dijo Claudia sonrojada mirando hacia el lugar donde permanecía el pequeño ajeno a todo.
—El pequeño Quinto está completamente dormido y no creo que tenga capacidad suficiente para saber lo que me propongo hacer.
Claudia continuaba enojada sopesando lo que hacer.
—¿No quieres probar el agua? Si no vienes aquí, iré a por ti y quizás lamentes no aprovechar los beneficios del agua caliente... —dijo desafiándola mientras intentaba incorporarse en la tina.
—Que ni se te ocurra salir de ahí... —dijo señalándolo con el dedo y volviendo a mirar de soslayo hacia el bebé dormido—. Conseguirás que se despierte.
—Desnúdate mujer, estoy impaciente...
—¡Déjame que lo dude! Más que impaciente porque me bañe, pareces un gran lobo hambriento y yo tú comida.
Quinto sonrió ante la ocurrencia, levantándose de repente salpicó agua fuera de la tina y Claudia volvió a quedarse anonadada viendo aquel cuerpo perfecto. Su estómago plano terminaba en un vello púbico cuyo órgano se erguía inquietante y amenazador ante ella. Ese hombre estaba pidiendo guerra.
—Debería darte vergüenza delante del niño mostrarte desnudo —dijo Claudia en voz baja sin quitar la vista de encima.
—¿Vienes o voy? —le preguntó Quinto dándole un ultimátum.
—Está bien, tú ganas pero quédate ahí quieto y sentado y haz el favor de no hacer ruido. No sabemos cuánto tardará en despertarse.
Decidida, comprendió que ese hombre necesitaba un buen espectáculo, no sería ella quien se lo negase. Puestos a jugar, veríamos quién merecía llevar la corona de laurel al terminar aquel juego. Empezó a desvestirse de una manera premeditada; de forma lenta se sacó por la cabeza la túnica, subiendo poco a poco la tela y mostrando su cuerpo desnudo, dejando ver solo lo justo mientras se colocaba de espalda tirando la ropa al suelo. Aunque se acercó a la tina, procuró no estar lo suficientemente cerca como para que Quinto pudiera atraparla. Luego le tocó el turno al cabello; desenredándose la trenza que llevaba hecha desde el día anterior, intentando tardar todo lo máximo posible. La mirada ardiente de Quinto quemaba su cuerpo, pero sin amilanarse continuó tentándolo.
Sentado en la reconfortante tina de agua caliente, no era capaz de apartar la mirada del cuerpo exuberante que lo estaba enloqueciendo cada eterno segundo que tardaba en quitarse la maldita ropa. Conforme empezó a subir su túnica, sus curvas deliciosas y exuberantes se mostraron ante él. Enloquecido de deseo, imaginaba toda esa piel tostada cuyo liso vientre enmarcaba un nido de rizos bermejos que hizo que se atragantara solo de pensarlo. Parecía una diosa provocadora con aquella maldita lentitud. Creyó que no se volvería jamás, así que cuando terminó de quitarse la prenda y se volvió, dos montículos perfectos y tersos le invitaban a ser acariciados. Contuvo la respiración mientras esa larga melena iba cayendo desordenada encima de sus pechos. Atrapado en la verde mirada femenina observó como se acercaba con pasos lentos, invitadores, incitándole al borde de la locura.
—¿Seguro que vamos a caber los dos? —preguntó de forma inocente.
—Mujer acaba con esta tortura... —dijo Quinto mientras la cogía de la cintura y la introducía en el agua sentándola encima de sus piernas.
Rodeada por los poderosos brazos, Claudia reposó la cabeza sobre el pecho masculino y cerró los ojos sintiendo la agradable sensación del agua caliente sobre su piel mientras aliviaba su agotado cuerpo. Aquello era uno de los mayores gozos que había experimentado jamás, no había nada mejor que una terma para volver a renacer. Cerrando los ojos se relajó mientras su cabeza encontró el hueco del cuello masculino. Su respiración se volvió lenta, demasiado, a punto estuvo de quedarse dormida y olvidarse de todo. Podría continuar sentada de ese modo toda su vida si no fuera porque el agua estaba enfriándose y ese hombre estaba demasiado excitado. Quinto le había ofrecido un remanso de paz, donde el silencio de la noche presagiaba lo que estaba por llegar.
Continuaron en silencio varios minutos más, disfrutando del abrazo. La luz de varias velas iluminaban el lugar otorgándole una calidez .
—No te he dado las gracias por salvarnos la vida. Si no hubieses llegado a tiempo, Rufus podría haber acabado con nosotros —dijo Claudia en voz baja.
Quinto besó suavemente la frente de Claudia mientras el deseo le consumía.
—No pienses en eso ahora, una vida nueva nos espera y tenemos que agradecer a los dioses que podamos estar juntos. Te amo más que a mi misma vida. Formaremos una familia, pero reconozco que estoy preocupado por ti y por el pequeño Quinto —dijo Quinto con pesar.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Claudia abriendo ligeramente los ojos y observándole con avidez.
—Puedo comprender el impacto que su presencia puede suponerte, comprendo perfectamente cómo te debes sentir y lo que menos quisiera en la vida es lastimarte, pero vuestro secuestro me ha hecho plantearme muchas cosas y ente ellas, vuestra seguridad. No quiero que volváis a alejaros de mi lado, ni que mi hijo se críe lejos de mí. Ya perdió a su madre y no quiero que sufra por ello. Mi posición como procónsul me hace granjearme enemigos que no dudarían en hacer daño a mis seres queridos para conseguir lo que quieren. Vuestra seguridad estará siempre por encima de todo para mí y no pienso perderos de vista en lo que me reste de vida, pero es necesario que intentemos llegar a un acuerdo sobre su presencia aquí.
Claudia intentó interrumpirle tapándole la boca pero Quinto no se lo permitió cogiéndole la mano.
—Quiero que sepas que tu opinión será importante para mí, los dos sois lo más precioso que la vida me ha dado y tu felicidad es lo que yo más ansío, pero no puedo permitir que sea a costa de la seguridad y la vida de él. Sé que su presencia será un recordatorio permanente de aquella maldita noche pero es algo que ya no puedo evitar, intentaré que el niño te moleste lo menos posible...
Claudia giró levemente el cuerpo y, con la cabeza apoyada en su hombro, le miró de frente, incapaz de seguir escuchándole más. Consiguió taparle la boca con el dorso de sus manos e impidió que continuara hablando.
—No continúes, haces que me avergüence cada vez más. Descargué toda mi amargura y resentimiento contigo y con tu hijo, sin daros la más mínima oportunidad. Perdóname, Quinto, lo siento de veras, nunca debí hacerte elegir entre él y yo. No volverá a pasar te lo prometo. Cuidaré ese niño y lo querré como si fuese mi propio hijo. La única preocupación que me embarga, es saber si seré una buena madre para él. No soy delicada, ni tengo paciencia para los niños, los bordados o las cosas que hagan las madres normales; solo sé luchar... —dijo Claudia apenada.
Quinto no pudo evitar emocionarse y con ojos anegados en lágrimas, dijo emocionado:
—¿ Lo dudas? ¿Qué más puede querer un niño que tener una madre guerrera que le enseñe a luchar? Serás la mejor madre del mundo.
—¿De verdad crees que me querrá? —preguntó Claudia esperanzada.
—No lo dudes, lo malcriarás tanto que no podré ni con él ni contigo, seréis mi pesadilla.
—¡Oh, eso es lo más bonito que me has dicho nunca! —dijo Claudia sonriendo—. Será interesante comprobarlo.
Mirándola, anonadado, Quinto volvió el cuerpo de Claudia, de forma premeditada y, sentándola de frente, besó su frente. La joven se acercó si cabe más a su pecho, acomodándose todo lo posible en aquel reducido espacio, de tal modo que encajaban a la perfección como si hubiesen sido creados para ello. El miembro del hombre presionaba bajo el agua la apertura de la joven y, sin pensar, Claudia se irguió hacia arriba, intentando encajarse sobre las piernas de Quinto. La verga masculina se introdujo de lleno en su interior y el deseo de ambos les hizo perder la cordura y la racionalidad. Subiendo y bajando suavemente se quedó empalada en aquella protuberancia que estaba en su máxima magnitud. Un instinto natural la llevó a moverse hacia arriba para luego caer hacia abajo, sintiéndose completamente al borde de un precipicio donde el placer y el dolor se mezclaban a partes iguales. Su boca buscó desesperada la de él mientras Quinto devoraba sus labios y presionaba sus pechos incapaz de detenerse. Y aunque en un principio intentó hacerlo suavemente para no derramar agua, Quinto la instó a que se moviera cada vez más rápido. Sus temblores se hicieron tan intensos que olvidándose del lugar, sus gritos de placer se entremezclaron convirtiéndoles en un solo ser. Necesitaban alcanzar ese éxtasis embriagador.
Incorporándose levemente y sujetándola por la nuca, Quinto sintió los primeros retazos de su clímax y no pudo seguir tratándola con ternura porque había desatado sus instintos más primitivos. Gigantes olas de placer les alcanzó mientras el agua se volcaba de la tina, llenando el suelo del barracón.
Spículus, junto a Tito Flavio Sabino, marchaba hacia el lugar acordado para la reunión con el encargado de las minas. Al amparo de la oscuridad, nadie se percataría de las actividades que se traían para poder sacar el oro de las minas. Era su última misión, después de años y años de navegar, comerciar y alquilar sus servicios, había llegado el momento de marcharse y acabar con todo. Habían puesto un precio demasiado elevado a su cabeza y urgía acabar con esa vida si no quería acabar muerto cualquier día de estos en cualquier lugar. Sus hombres, demasiado leales, también corrían el mismo riesgo y necesitaban iniciar una nueva vida. La mayoría de ellos no había hecho otra cosa más que obedecer pero, si eran listos, podrían vivir cómodamente los últimos años.
Aunque no le gustaba su socio, no había tenido más remedio que confiar en aquel gusano pusilánime. Siendo sobrino del emperador, Tito Flavio se había criado como el más consentido de todos los sobrinos del César y eso se traducía en una avaricia y un deseo desmesurado de venganza por ser relegado a un segundo plano por su tío. Aquel inútil no era capaz de andar dos pasos solo sin que ningún esclavo le allanara el camino. Por ahora cabalgaba tranquilo y confiado a su lado, pero, cuando no le fuera útil, acabaría con él. Si pensaba que se iba a quedar la mitad del botín estaba demasiado equivocado. Prefería compartirlo antes con sus hombres que con aquel inútil romano.
En un recodo del camino que conducía a las minas de las Médulas, un caballo agitado delató su posición. Spículus había ordenado que dos de sus mejores hombres fueran por delante para confirmar que aquel lugar era seguro, no se fiaba de nada ni de nadie. Cuando llegó a la altura del hombre que les esperaba, el pequeño grupo se detuvo.
—Llevo bastante rato esperándoles... —dijo el capataz nervioso.
El hombre, entrado en años y demasiado grueso, tenía la voz estropajosa. Spículus se acercó con su caballo y, llegando a su altura, cogió de la pechera al asustado hombre que temblaba y le miraba horrorizado.
—¿Ha estado bebiendo?
—No, señor...bueno tan solo un poco, aquí hacía demasiado frío y necesitaba calentarme.
—No me fío de los borrachos, cuando trabajo, su torpeza podría acabar con toda la misión... —afirmó Spículus asustando si cabe más a aquel sujeto—. Bajad del caballo inmediatamente y guiadnos hasta donde tenemos que cargar el oro —ordenó el pirata mientras de un impulso tiraba al pobre hombre del animal.
Ante el triste espectáculo que estaba dando el capataz, los hombres de Spículus rieron al ver el temor en los movimientos temblorosos del hombre que andaba tropezando por aquel camino. Los mercenarios disfrutaban con el sufrimiento ajeno y, si encima iba acompañado de un enorme botín, más todavía.
—Como sigas asustando a todos los capataces nuestra misión va a peligrar. El último capataz no acabó muy bien en la mano de tus hombres —afirmó Tito Flavio.
—Aquel ridículo intentó engañarme y nadie se ríe de mí sin sufrir las consecuencias. La avaricia es muy mala consejera... ¿no te lo había dicho nunca querido socio? —se rió Spículus.
Tito Flavio Sabino observó a Spículus con mirada interrogadora sin comprender muy bien lo que significaban aquellas palabras.
Sin hacer el más mínimo ruido, los hombres llegaron a un sitio oculto del monte y el capataz advirtió a los mercenarios que debían desmontar.
—Tendrán que dejar los caballos en este lugar, si no queremos levantar sospechas tendremos que acercarnos a la mina andando y sin hacer ruido. Hay varios hombres vigilando la entrada.
—No se preocupe por los vigilantes, mis hombres les quitarán de en medio y no serán ningún estorbo.
—Está bien, nos llevará parte de la noche sacar el oro. Este último cargamento iba destinado a Roma para sufragar las deudas del emperador.
—¡Que pena por mi tío, que no recibirá el oro para sus campañas militares! —Los presentes se rieron por la broma—. Durante unos cuantos meses no podré acercarme a Roma, estará insoportable... —afirmó Tito Flavio riéndose.
—¡En marcha! No hay tiempo que perder... —ordenó Spículus.
En silencio y a fila de a uno, los mercenarios atravesaron aquellas minas sin que nadie de los que moraban dentro del recinto se percatara de las sombras que en el silencio de la noche se introducían en la boca de la mina. Los hombres de Spículus degollaron silenciosamente a los vigilantes de la entrada segándoles el cuello y dejando la entrada de la mina libre y sin vigilancia. Durante la noche el trasiego de hombres y de oro fue rápido y eficiente. Los mercenarios conocían la importancia de no demorarse en la extracción del oro y debían cargar la mercancía en el carro que llevaban antes de aclarar la madrugada.
Varios días después, Plinio le explicaba a Quinto los planes para la administración y control de las explotaciones auríferas.
—Se han agotado los filones más superficiales y nuestros ingenieros han planificado un complejo sistema de extracción basado en la fuerza del agua, llamado arrugiaoruina montium.
—Explicadme tal sistema... —exigió Quinto, examinando los dibujos que el anciano le había hecho sobre el pergamino.
—Cientos de canales drenan el agua de los Montes Aquilianos y la conducen a unos depósitos. Después hacemos que un gran caudal de agua circule por galerías abiertas previamente en la masa de tierra, provocando de esta manera su posterior derrumbe.
—Por lo que explica, el tamaño de la empresa debe ser grande.
—Por supuesto, amigo Quinto, piensa que luego todo el aluvión del oro debemos encauzarlo hacia los canales de lavado de madera donde se extraen todas las partículas de oro que se depositan en el fondo.
—¿De cuánto oro estamos hablando? —preguntó Quinto con curiosidad.
—Del suficiente como para mantener a todos los ejércitos del Imperio durante varias décadas.
—¡Pero eso es mucho! —exclamó asombrado Quinto.
—¿Por qué te crees que el emperador ha dado prioridad a esta misión y te ha enviado aquí con toda una Legión? Hay alguien interesado en ese oro y el emperador está deseando saber quién es, no es tonto. Ya te conté que el último capataz apareció muerto y que últimamente, el oro desaparece misteriosamente antes de llegar a Roma. Hay que averiguar que hay detrás de todo esto y, por supuesto, quién está haciéndolo desaparecer.
—No se preocupe, mañana tendré todo preparado para marchar hacia las Médulas.
—Se me olvidaba decirte que si llegáramos a encontrar el oro perdido, tendremos que custodiarlo hasta Astúrica Augusta, donde será almacenado y una vez acumulada la suficiente cantidad, habría que conducirlo hasta Tarraco y de ahí a Roma.
—Está bien, me pondré en marcha ahora mismo. Usted prepárese para partir a primera hora.
En cuanto Quinto terminó la reunión se dirigió hacia el barracón donde se suponía que se encontraba Claudia. La mañana había sido larga y era la hora de comer. Entró dentro del recinto descubriendo a una Claudia con el pequeño Quinto, que la miraba emitiendo pequeños gorjeos.
—¿Qué haces? —preguntó Quinto.
—Intentando dormirlo pero me parece que no está por la labor, entre todos estamos malcriándolo y me parece que le están gustando los brazos. Si no lo duermo así, tarda en conciliar el sueño y es capaz a pasarse toda la tarde llorando —dijo Claudia mientras lo mecía.
—Contrataremos a alguien que te ayude, debes descansar.
Quinto se despojó de la armadura intentando no hacer ruido. Claudia tenía razón, últimamente costaba demasiado dormirlo. Ambos habían creído que el niño comería y dormiría todo el tiempo pero estaban equivocados.
Unos minutos después Claudia, consiguió dormirle y acostarlo en su lecho y, regresando hacia donde Quinto le esperaba, le dio un beso.
—¿Qué me cuentas? —preguntó Claudia en voz baja.
—Mañana tengo que ir a la mina de oro de las Médulas con Plinio, tenemos que averiguar qué está pasando con el oro.
—¡Déjame ir contigo! —dijo Claudia mientras posaba sus brazos en los hombros del soldado y lo abrazaba—. Si no vas a tardar mucho me gustaría acompañarte, tengo curiosidad por conocer ese sitio. Aemilius y Paulina se pueden quedar cuidando al pequeño Quinto.
El soldado al ver la muestra afectuosa, sucumbió a su encanto y no pudo hacer otra cosa más que abrazarla y mirarla fijamente.
—Está bien, puedes acompañarnos si prometes que obedecerás en todo momento lo que te diga.
—¿Y cuándo no te he hecho yo caso? —dijo Claudia intentando aparentar inocencia.
—Últimamente, a ver que recuerde, déjame pensar... la última vez que te dije que no salieras del campamento fue cuando te secuestró Rufus, ¿no? ¿O fue cuando cuando te dije que te quedaras en Tarraco?
—Eso fueron causas de fuerza mayor, no deberías sacarlas a relucir, yo las he olvidado.
—¡Claro que sí, mujer, pero yo no! Permitiré que vengas si prometes obedecer.
—Eso está hecho —dijo la joven besándole.
Quinto la abrazó por la cintura y le sugirió:
—Vamos a comer, mañana partiremos temprano y quiero descansar esta tarde un rato.
—La comida ya está preparada —confirmó Claudia.
A la mañana siguiente, una comitiva formada por una centuria de soldados salió del campamento de Legio con destino a las minas de las Médulas. Claudia, montada encima de su caballo, esperaba a que Quinto iniciara la marcha. Hacía frío pero se había arropado lo suficiente para que aquel clima tan frío no le penetrase en los huesos. Quinto llegó caminando y se paró a su altura mirándola intensamente. Cuando comprobó que llevaba su gladius en la espalda le preguntó con el ceño fruncido:
—¿Es necesario que la lleves? Vas rodeada de legionarios, no te hará falta.
Acercando su caballo, Claudia se agachó, le agarró firmemente de su capa y mirándolo seriamente le dijo:
—Considérame uno de tus soldados, así que si ellos pueden llevarla yo también... —dijo seria mientras los legionarios que estaban a su alrededor se reían del comentario a escondidas del procónsul. Plinio, que miraba a la joven pareja, agrandó los ojos esperando la reacción de Quinto que, retándola, añadió:
—Llévala, no la usarás.
—Gracias... —contestó la joven incorporándose nuevamente guiñándole un ojo al anciano procurador.
—¡Es todo comprensión! —añadió Claudia para divertimiento de los demás.
Plinio intentó no reírse del comentario de aquella mujer que tentaba a su suerte. El procónsul tendría que aprender a sobrellevar estoicamente el carácter de esa asombrosa amazona si la amaba tanto. En el fondo, hacían una buena pareja, aunque convivir con ella sería una tarea bastante ardua de sobrellevar. Sin duda alguna, aquella mujer había llegado para animar la aburrida vida de todos.
A Claudia le asombró comprobar la belleza tan espectacular de aquellos montes, nunca había pasado por valles de aquella magnitud ni conocido unos ríos tan caudalosos como aquellos. Después de varias horas a caballo, quedaba poco para llegar a la mina cuando un imprevisto ruido pasó cerca de su oreja. Por instinto, se volvió hacia atrás e intentó comprobar su procedencia. Asombrada descubrió que varios hombres salían del interior de aquellos frondosos árboles. El grito de los legionarios poniéndose a resguardo no le pilló desprevenida.
—¡Nos atacan! ¡Formación! —gritó el centurión.
Claudia, rápida, se bajó de un salto del caballo intentando protegerse de las flechas que sobrevolaban su cabeza pero en ese momento le extrañó que Quinto no se hubiese dirigido hacia ella, ni siquiera para gritarle que se pusiera a resguardo. Intentó buscarle y, cuando descubrió su cuerpo yaciendo en el suelo con una flecha atravesada en su pecho gritó:
—¡Quintooo! —mientras mortalmente asustada corrió rauda hacia él.
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