Capítulo 15
"Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; si gritas, gritarás con amor; si corriges, corregirás con amor, si perdonas, perdonarás con amor". San Agustín de Hipona (354 a.C. – 430 d.C.)
—¡Señor, no la encuentro por ningún lugar!
Quinto no pronunció ni una sola palabra, tapándose la cara con las manos, desconectó sus mente de aquel momento. Un silencio absoluto y aterrador sobrevoló a su alrededor mientras sus hombres le miraban estupefactos. Todo tenía que ser una broma del destino, era imposible que Claudia hubiera desaparecido y que a su hijo lo hubieran raptado a la misma vez ¿Porqué los dioses se cebaban con él y con su familia de ese modo? ¿Quién se había llevado a su hijo? Era imposible que Claudia hubiera abandonado voluntariamente el campamento sin decirle a dónde iba y sabiendo perfectamente la angustia que le produciría su desaparición. Su amor era tan profundo que ni cien mil fuerzas podrían volver a separarlos así que tocaba conservar la calma. No había lugar para gritos, ni para la histeria..., su mujer y su hijo le necesitaban con todos los sentidos puestos. Los traería de vuelta aunque aquello le costara la misma vida. Ellos eran su rueda del molino, los que movían cada día el hilo de su vida; volvería a conseguir que rodara.
Levantando la cabeza, observó lo que le rodeaba. Todos los soldados esperaban expectantes una respuesta de su parte. Aquellos hombres eran los mejores soldados que Roma tenía y solo estaban esperando una pequeña orden suya para empezar a buscarles.
—El secuestro de mi hijo en Tarraco y la desaparición de mi mujer no es simple casualidad. No es posible que haya abandonado deliberadamente el campamento sin un buen motivo. Aemilius explícame como ha sucedido todo.
—¡Señor, estábamos en el macellum y la señora me encargó que volviera a uno de los puestos para preguntar por unas telas que quería..., de repente me abordaron dos prostitutas. Intentaron retenerme con malas artes pero preocupado volví enseguida al sitio donde había dejado a la señora, estábamos en la misma plaza y prácticamente la tenía a la vista. No sé que pudo pasar para que desapareciera de ese modo —dijo Aemilius bastante compungido.
—¿Por qué la señora te mandó a ti y no fue ella misma a preguntar? ¿Qué estaba haciendo ella? ¡Piensa! —incitó Quinto al muchacho.
—Acababa de pagar al vendedor un objeto que había comprado, creo que era algo para usted.
—¿Y habiendo terminado no te extraño que no fuera ella misma a preguntar por lo que quería? ¿A dónde se dirigió?
—En cuanto me alejé del lado de la señora, ya no la volví a ver.
—Luego..., cuando te mandó al anterior puesto fue a propósito, pretendía alejarte y que la dejaras sola. Algo tuvo que pasar para que ella quisiera que te marcharas.
—Es posible que la señora viera algo o a alguien, es demasiado lista... —dijo Aemilius.
—Sí, es demasiado lista y atrevida..., para mi desgracia. Aemilius, mientras registramos toda la ciudad, vuelve al macellum y localiza a las prostitutas que te abordaron, si es necesario detenlas pero no las dejes marchar. Es demasiado raro que esas mujeres intentaran retenerte a plena luz del día, algo tuvo que llamarles la atención... Tengo el presentimiento de que algo le sucedió a Claudia en el macellum, y la desaparición de mi hijo es muy posible que esté relacionada con la de mi mujer.... —volvió a decir Quinto delante de todos los soldados—. Los que se los han llevado debían de querer algo, pero pienso levantar hasta la última piedra de la ciudad si es necesario para hallarles. Nadie le hará daño a los míos sin sufrir las consecuencias ¡Empezad a registrar toda la maldita ciudad! Buscadlos y registrad cada uno de los pequeños puestos de ese macellum, no vuelvan aquí hasta que den con ellos —gritó Quinto realmente enfadado.
Solo deseaba que su hijo estuviera bien y que a Claudia no le hubiera pasado nada porque, como eso fuese así, buscaría a los culpables en las mismas entrañas del infierno y los mataría con sus propias manos.
Varias horas después de que Rufus la obligara a salir de Legio, Claudia sabía que Quinto tendría que estar registrando toda la ciudad para buscarla. Tenía la esperanza de que se hubiera percatado de que una fuerza de causa mayor la había obligado a separarse de él. Nunca se hubiera marchado de su lado. Solo esperaba que Rufus no hubiese secuestrado a Paulina y al hijo de Quinto. Prefería que todo fuese una trampa para hacerla salir del campamento. Sin embargo, conocía a Rufus y sabía de lo que ese tipo era capaz.
Pasaron por un lago cuando el sol de la tarde ya estaba empezando a desaparecer por el horizonte y los débiles rayos del sol penetraban por entre las altas copas de los robles. Desde que habían iniciado el viaje, Rufus no había vuelto a dirigirle la palabra, tenía frío pero no iba a decir nada delante de él. Sabía que iba atento al camino y seguramente a la posibilidad de que alguna patrulla de rastreadores de la Legión los interceptara. En un cruce, el gladiador se bajó del caballo y le ordenó a ella que descabalgara también. Cogiendo a los caballos de las riendas, Rufus continuó caminando a lo largo de una estrecha vereda sinuosa que estaba prácticamente oculta detrás de unos matorrales. Varios minutos después llegaron a una pequeña explanada totalmente escondida, Claudia se alarmó cuando se percató que Paulina estaba tirada en el suelo con un pequeño bulto entre los brazos. Ignorando a Rufus, corrió hacia su amiga, aunque las piernas le temblaban tanto que a punto estuvo de caerse.
Paulina, adormecida por el frío que allí hacía, no se percató del ruido de los caballos pero, cuando sintió un pequeño grito, se incorporó inmediatamente asustada. Era Claudia la que corría hacia ella mientras Rufus observaba sin intención alguna de detenerla. Aliviada suspiró cuando la joven se arrodilló al lado de ella.
—¡Paulina! ¡Dime que este desgraciado no os ha hecho nada!
—¡Menos mal que ya estás aquí! Estaba preocupada por el niño... —dijo Paulina.
—¿Pero estáis bien? —preguntó Claudia preocupada, al comprobar el cansancio de Paulina.
—Sí, estamos bien, Claudia, pero..., el niño necesita comer de nuevo —dijo la joven entregándoselo—. Está dormido pero cógelo, se me han dormido los brazos.
Claudia miraba estupefacta a su amiga y al bulto envuelto en una tosca manta. Sin dudarlo siquiera, cogió al pequeño niño con el miedo anidando en el centro de su vientre, temiendo que a la criatura le hubiera pasado algo. Destapándole la pequeña carita, se quedó totalmente bloqueada, estaba mirando una versión en miniatura de Quinto. El corazón se le encogió cuando el bebé agitó sus bracitos despertándose de su sueño y abrió sus pequeños ojos observándola sin siquiera pestañear. El tiempo se paró en aquel instante, no quiso derramar ninguna lágrima delante de Rufus, no quería que supiera lo importante que era esa réplica tan exacta de su padre. El niño tenía su mismo color de pelo y sus mismas facciones. Abrumada y emocionada no pudo evitar abrazarlo, a pesar del miedo que le atenazaba en ese mismo momento el cuerpo.
Acercándolo a su pecho, con una de las manos le rodeó la cabeza al pequeñín mientras observaba preocupada a su amiga y le preguntaba nuevamente:
—¿En serio te encuentras bien? ¿Te ha hecho algo Rufus?
—Estoy bien, no te preocupes, no nos ha hecho nada por ahora.
Claudia arrodillada junto a Paulina, se levantó con cuidado de no asustar al pequeño Quinto que llevaba en brazos y, volviéndose, observó a Rufus que continuaba sin decir ni una sola palabra.
—¿Qué pretendes al raptar a Paulina y al niño? ¿No valoras acaso tu vida? En cuanto Quinto se percate de mi ausencia saldrá en busca nuestra.
—Es difícil que nos encuentre aquí. Cuando haya querido enterarse, ya me habré cobrado mi deuda. Te dije que no había nacido la mujer que se burlara de mí.
—¡Estás realmente loco! —gritó Claudia sin poder evitarlo.
El niño se asustó y empezó a llorar, Claudia mirando al pequeño, lo cobijó sobre su pecho intentando calmarle.
—¡Mira lo que has hecho! —sonrió Rufus—. Si ese mocoso no se calla, yo mismo me encargaré de que cierre la boca para siempre.
Apoyando su cara sobre la del pequeñín, Claudia le susurró suavemente palabras de aliento intentando calmarlo pero sin quitar los ojos de encima al desgraciado de Rufus.
—Mientras tú cumplas tu parte del trato a ese mocoso y a tu amiga no les pasará nada —volvió a hablar amenazándola.
Sacando unas ataduras del caballo, Rufus se acercó a Claudia y, mirándola fijamente, le ordenó:
—Siéntate al lado de tu amiga y mucho cuidadito de jugármela porque a la mínima que hagáis las dos, mataré al mocoso delante de ti.
Claudia obedeció la orden, necesitaba ganar tiempo para que Quinto llegara. De momento descansaría, si podía, pero no dudaría en luchar con Rufus si se atrevía a ponerle un solo dedo encima. Prefería morir antes que aquel desalmado la tocara.
Rufus ató a Claudia junto a Paulina, un árbol próximo les daría cobijo frente al frío de la noche que se avecinaba. En ese momento la otra joven atreviéndose a hablar le rogó a Rufus.
—El niño necesita comer algo, lleva demasiadas horas sin alimento alguno, tienes que darnos algo con qué alimentarlo.
Cuando el hombre se aseguró que Claudia estuviera bien sujeta al árbol, la miró a los ojos y le dijo:
—Os daré lo que queda de leche, mañana habrá que conseguir más por el camino.
Seguidamente, se fue hacia el animal y sacando del caballo el poco alimento que le quedaba se lo pasó a la muchacha. Paulina aprovechó para aconsejar a su amiga:
—Dale poco a poco la leche, es demasiado pequeño y se puede atragantar. Yo tengo las manos demasiado agarrotadas del frío.
Claudia posó la mirada sobre su amiga y, asintiendo, volvió la mirada sobre el niño que tenía en su regazo y, haciendo lo que le había dicho, fue gota a gota introduciendo la leche en el pequeño estómago. Mirando como comía, la congoja le oprimió la garganta. Aquel pequeño ser no tenía la culpa de nada. Dándole la espalda sin querer conocerlo, había descargado en él toda su amargura. Pero había bastado una sola mirada a su carita redonda para que le hubiese robado el corazón. Era tan bonito que contemplarlo era como si una parte de su padre estuviera allí con ella. Una lágrima resbaló por su mejilla. Mirando de repente a Rufus, que la observaba sentado en una piedra, Claudia no dudó en advertirle:
—Te juro que como le hagas algo a este pequeño, te voy a matar con mis propias manos.
Rufus no pudo evitar echar la cabeza hacia atrás mientras se reía de ella:
—¡Uhhh...! ¿Te ha salido la vena maternal? Sí, imagino que siendo su padre quien es no puedes evitar sentir algo por ese mocoso. Tú, procura cumplir tu parte del trato y luego os dejaré a los tres en libertad.
Rufus sabía que cuando hubiera disfrutado de aquellas dos furcias, no tendría otra opción que matarlos para que no le delataran. En ese momento estaba demasiado cansado pero al día siguiente aquella furcia cumpliría su palabra. Levantándose, se acercó a Paulina y, tirándole algo de comer encima del regazo, le desaflojó la atadura de las manos para que pudiera comer.
—Comed y descansad esta noche. Mañana reanudaremos la marcha.
—Tienes que darnos alguna manta, hace demasiado frío aquí —dijo Paulina.
Rufus observó a ambas y volviendo hacia el caballo cogió un par de mantas. Mientras las mujeres estuvieran confiadas de que a la mañana siguiente abandonarían el lugar, podría pasar esa noche tranquilo. Pero bien sabían los dioses, que aquellos tres, no verían otro amanecer.
Cuando Claudia comprobó que el niño se había bebido toda la leche y que se había quedado completamente dormido, empezó a echarse a la boca la comida de aquel desgraciado mientras miraba a Paulina. Sin hablar, ambas mujeres se miraron en silencio comunicándose todo lo que tenían que decir. Habían pasado tantas horas y días juntas, que ambas no necesitaban hablar para estar compenetradas. En un solo instante las dos supieron que en cuanto tuvieran la más mínima oportunidad tendrían que matar a Rufus si querían sobrevivir.
Cuando terminó de comer acomodó un poco más el cuerpo de aquel pequeño sobre sí misma para que no tuviera frío, tapando a los tres con las mantas y se dispuso a descansar. Por primera vez, Claudia experimentó lo que era tener un pequeño en brazos, acercando sus labios sobre la suave mejilla infantil le dio un suave beso intentando no despertarle. La criatura tenía un olor tan peculiar que lo único que le inspiraba era una profunda ternura. Intentando descansar un poco, posó su cabeza sobre el árbol y, agarrando bien a aquel pequeño tesoro, se aseguró que no se le cayera de los brazos mientras dormitaba, porque la noche sería larga. Con los ojos cerrados pensó en lo que estaría haciendo Quinto en ese mismo instante. Sabía que debería estar bastante preocupado. Seguramente estaría descansando con sus hombres hasta el amanecer. Tendría que dejarle alguna pista por el camino, si es que Rufus no la mataba antes.
Claudia se hubiera equivocado completamente, Quinto no era capaz de descansar debido al desasosiego que le embargaba. En cuanto Quinto averiguó que las prostitutas fueron pagadas por Claudia para que distrajeran a Aemilius, emprendió la búsqueda. En el espacio de una hora, la mitad de los hombres de Quinto salieron en completo silencio en busca de los dos desaparecidos. Habían examinado en un mapa las posibles rutas que podía haber tomado y Plinio le aconsejó que dividiera los hombres en dos grupos, solo podían haber cogido dos caminos distintos. Por instinto, Quinto junto con algunos hombres siguieron el camino que venía de Tarraco y el resto de sus hombres siguió la otra calzada marcada por el anciano procurador.
Era ya avanzada la tarde cuando un par de exploradores detectaron las huellas frescas de un par de caballos que habían pasado por allí unas dos o tres horas antes. Si era Claudia junto con su presunto secuestrador todavía les llevaba bastante ventaja. A pesar de que todos se encontraban cansados, ninguno de sus hombres se atrevió a decir nada, así que continuaron. Ya había anochecido cuando llegaron a un lago, pero sin saber qué camino seguir Quinto decidió darles un descanso. Necesitaban algún rastro más para continuar, era tan sumamente de noche que ya no podían ver a más allá de ellos.
Extenuado y terriblemente preocupado, su mente no era capaz de descansar. Se negaba a permitir que el miedo le dominase. Su mujer era demasiado valiente para no luchar e intentar sobrevivir. El problema era el desconocimiento de a qué se enfrentaba su hijo, era demasiado pequeño para vivir sin el alimento de una nodriza. La sangre le hervía dentro del cuerpo de pensar en que alguien pudiera haberles hecho el más mínimo daño. Inspiró con fuerza buscando serenarse, pero el opresivo miedo por ellos se lo impedía. Les amaba tanto, que habría cambiado su vida por la de ellos sin dudarlo.
Antes de que amaneciera, incapaz de permanecer ni minuto más sentado, recorrió un pequeño sendero que había entre unos árboles, necesitaba desahogarse de su furia sin que sus hombres le vieran romperse. El frío le calaba los huesos en aquel lugar y una espesa niebla no dejaba ver mucho más allá pero debía alejarse un poco más. No había andado más que unos cuantos metros cuando un trozo reluciente de algo sobre unos matorrales espinosos llamó su atención. Acercándose lo cogió entre los dedos, era un trozo de tela, con los nervios no recordaba qué llevaba puesto Claudia el día anterior, pero seguramente Aemilius sí.
—¡Aemilius, despierta! —ordenó Quinto al joven.
Escuchando la voz de su señor, el muchacho se despertó al instante incorporándose del improvisado lecho.
—¿Qué pasa señor?
—¿Qué ropa llevaba Claudia ayer? —preguntó Quinto insistente.
—Creo recordar que era una túnica de color claro señor. No llevaba su habitual traje de entrenar ¿Porqué lo pregunta?
—Mira esto... —le indicó mostrándole el trozo de tela— ¿Podría ser el color parecido a esto?
—Sí señor, era exactamente ese.
Quinto se levantó inmediatamente de al lado de Aemilius y en voz alta ordenó a sus hombres.
—¡Nos marchamos! Creo que no pueden andar muy lejos de aquí.
En unos pocos minutos sus hombres estaban montados y preparados nuevamente para partir. Faltaba muy poco para que la luz diera lugar al amanecer, Quinto acompañado por uno de sus exploradores le mostró el lugar donde había encontrado el trozo de tela. El soldado examinó el camino y mirando atentamente el suelo comprobó unas huellas que el rocío de la noche no había conseguido borrar.
—¡Señor, mire! —Quinto se acercó al explorador y agachándose junto a él, observó lo que este le mostraba— Observe esto, son huellas de caballos, pero hay algo más. Eso son pisadas de un hombre pero esta más pequeña juraría que es el pie de un muchacho o de una mujer.
—Llamad a los hombres, vamos a continuar por aquí.
Ya hacía media hora que había amanecido y Claudia observaba a Rufus. El frío se le había calado en los huesos, pero no solo por la temperatura del lugar sino por la fría mirada del hombre. Por lo menos el pequeñín que dormía entre sus brazos ajeno a todo, había permanecido caliente. Sin dormir por temor a aplastarlo en la noche y pendiente como estaba de Rufus, había estado en guardia. El cansancio estaba empezando a hacer mella en ella pero no podía bajar la guardia y proporcionar a aquel engendro ninguna ventaja. Todavía llevaba la gladius sujeta a su cuerpo. A aquel insensato ni siquiera le había dado por registrarla, por lo menos contaba con esa ventaja.
Rufus se levantó y avanzando hacia las mujeres le dio una patada a Paulina en los pies. La muchacha se despertó alarmada por la brusquedad y, mirando a Rufus y seguidamente a Claudia, intentó despejarse de las hebras finas del sueño.
—¡Levántate! —exigió Rufus mientras le desataba los pies.
Cuando consiguió quitarle las ataduras, el gladiador agarró a Paulina del suelo izándola con brusquedad. La joven que estaba todavía atada de manos lo miró extrañada por la rara petición.
—¿Qué pasa? ¿Qué quieres? —dijo empezando a asustarse.
—Tu y yo vamos a pasar un rato juntos mientras tu amiga nos observa, después me reservaré para el plato fuerte.
A Claudia le dio un vuelco el estómago y una fuerte presión se apoderó de su corazón mientras empezaba a bombear más rápido. Miró rápidamente al pequeño, comprobó que seguía dormido y con voz firme y tranquila advirtió a Rufus:
—No te atrevas a tocarla o te mataré.
El hombre posó su mirada sobre la joven y le dijo:
—Siempre me ha gustado ese temperamento tuyo cada vez que te sublevabas. Cuanto más luchabas y más ahínco ponías, más me excitaba yo. Voy a disfrutar como un loco cuando te haga que me supliques, llevo demasiado tiempo deseándolo.
—¡No vivirás para verlo! —sentenció Claudia.
—Eso lo veremos... —se rió Rufus seguro de sí mismo— Tu resistencia hará que tu búsqueda haya merecido la pena —aseguró el gladiador con lascivia.
En ese momento Paulina intentó soltarse del amarre, escuchaba aterrada la conversación, pero un tremendo bofetón en la cara la derribó inmediatamente al suelo. Rufus aprovechó la conmoción de la joven y con una violencia desmesurada se tumbó encima de ella, volviéndola a golpear, sin percatarse del movimiento que Claudia hacia detrás de él.
—¿Pensabais que os iba a dejar las manos sueltas para que pudierais defenderos? —rió Rufus seguro de sí mismo.
A Claudia se le heló la sangre cuando comprobó el trato salvaje que aquel desalmado estaba proporcionando a Paulina con las manos atadas. Tenía tan totalmente sometida a su amiga que era incapaz de defenderse mientras le abofeteaba y la dejaba aturdida. Claudia consiguió arrastrarse hasta unos matorrales que había detrás de ella y, dejando al pequeño oculto en un pequeño hueco donde nadie podía verlo, lo depositó con cuidado en aquel suelo frío intentando que la criatura no se despertara. Le costó la misma vida volver arrastrarse por el suelo para llegar a la altura de Rufus, pero al final lo consiguió. Con los gritos de su amiga y los forcejeos de Rufus, no se dieron cuenta de la cercanía de Claudia. Con rapidez le echó los brazos atados por delante del cuello de Rufus para intentar axfisiarle.
El hombre intuyendo el movimiento a su espalda, se volvió y, echando el fuerte brazo masculino hacia atrás golpeó a Claudia con el puño cerrado sobre la mejilla femenina antes de que la joven tuviera tiempo de rozarle siquiera su cuello. Paulina, demasiado aturdida, pudo comprobar conmocionada que Rufus había dejado de golpearla. Ya no sentía el peso del cuerpo masculino encima de ella. Pero al levantar la dolorida cabeza, comprobó que el gladiador estaba arremetiendo ahora contra Claudia, intentando levantarle la túnica para abusar de ella. Mientras su amiga forcejeaba intentando deshacerse de Rufus, Paulina consiguió arrastrarse nuevamente y con un esfuerzo infrahumano se puso de rodillas buscando algún objeto con que golpear a aquel desgraciado. Cogió la primera piedra que tuvo a mano y justo cuando se disponía a darle en la cabeza, Rufus se volvió furioso sobre ella. El golpe que recibió Paulina consiguió que cayera al suelo desvanecida.
—¿Qué le has hecho desgraciado? Te juro que voy a acabar contigo... —gritó Claudia perdiendo los nervios mientras empezaba a llorar, viniéndole a la mente de pronto la triste y desoladora imagen de la muerte de Julia.
Ya fue una vez testigo de la muerte de una amiga y el revivir nuevamente aquella pesadilla provocó que Claudia perdiera los estribos. Una furia ciega la invadió y, sin darse cuenta, empezó a golpear a Rufus con los puños atados mientras intentaba morderle.
Varios hombres hicieron su aparición en el claro, Rufus ni siquiera se percató del ruido estando pendiente como estaba de salvarse de las mordeduras de aquella salvaje.
Los legionarios, que habían escuchado los gritos y las voces, acudieron raudos hacia el origen de los gritos. Quinto apareció en la explanada justo en el momento en que Rufus golpeaba a la mujer que tenía debajo. No podía alcanzar a ver la cara de su cautiva pero reconoció su grito antes de llegar al lugar. Su mirada reconoció el cuerpo de la otra mujer que estaba tirado en el suelo, y comprobó que era Paulina, la amiga de Claudia. Un grito salvaje salió de su garganta mientras se acercaba a la violenta escena.
Los hombres de Quinto se acercaron corriendo detrás de él, pero dejaron que fuera su jefe quien resolviera todo aquel asunto. Los legionarios miraban con cara de odio a aquel sujeto que se había atrevido a dañar las dos mujeres, pero no lamentaban el final que los dioses le tenían predestinado, se lo había ganado con creces. La historia del procónsul y de esa mujer era conocida por todos y ese tipo se había atrevido a dañar a la luchadora.
Quinto llegó a la altura de Rufus y con una calma helada le dijo:
—¿Por qué no dejas de golpearla y te atreves conmigo?
Girándose inmediatamente al sentir una voz masculina detrás de él, comprobó horrorizado que estaba rodeado por un grupo de legionarios y, para desgracia suya, el que había hablado había sido el jefe de ellos. El hombre que protegía a Claudia.
Quinto le otorgó el tiempo justo para que se levantara y corriera raudo en busca de su gladius. Cuando se levantó, comprobó horrorizado que la persona que estaba debajo de ese cerdo era Claudia, que entre aturdida y malherida intentaba levantarse sin apenas notar que sus soldados y él acababan de llegar. Con un nudo en la garganta y lleno de preocupación se acercó a ella y, agarrándola de los brazos, terminó de ayudarla para que se levantara del suelo, mientras le susurraba:
—Soy yo mi amor, ya estoy aquí.
Claudia levantó la cabeza enfocando la mirada y, conmocionada por la sorpresa, apoyó la cabeza en el pecho de Quinto mientras sollozos estremecedores desgarraban su cuerpo.
—¡Me has encontrado! Creí que no volvería a verte de nuevo... —exclamó Claudia llorando mientras se agarraba como una lapa a él, incapaz de soltarle.
Quinto, que no había dejado de observar por el rabillo del ojo a aquel gusano, pudo comprobar cómo había llegado a su caballo e intentaba huir de allí. Sus hombres se abalanzaron sobre él y agarrándolo de malos modos le obligaron a que bajara nuevamente y que se enfrentara a su jefe.
Quinto besó la frente de su mujer, secándole las lágrimas con los dedos y subiéndole la cabeza, la miró fijamente a los ojos y le preguntó con todo el amor que pudo:
—¿Lo dudabas? Nadie podrá separarte nuevamente de mí. Eres mi vida.
—Tú también...—acertó a decir Claudia mientras continuaba llorando empezando a respirar aliviada.
—No te preocupes más, todo va a acabar pronto ¿Te ha hecho algo ese desgraciado? —dijo interrogándola.
—No, se proponía hacerlo cuando llegaste, no ha tenido tiempo para ello.
Mirando por encima de la femenina cabeza ordenó a sus hombres:
—Sujetadla, apenas puede andar, necesito encargarme de ese cerdo.
Aemilius se acercó hacia su señor y cogiendo a la joven, la ayudó a que se separara de esa escena de violencia que se iba a desarrollar. Pero Claudia, separándose de Quinto y sacando fuerzas de donde pudo, echó a correr hacia unos matorrales y arrodillándose sacó un bulto del suelo que había estado escondido. La joven destapó la cara del pequeño y comprobó que todavía seguía dormido. Aliviada miró a Quinto y le dijo:
—Está bien, el niño está bien.
Quinto, que la había seguido con la mirada desconcertado, se sintió nuevamente conmocionado al comprobar que su hijo se encontraba allí y que también estaba a salvo. Con una terrible calma se volvió hacia el ser despreciable que se había atrevido a amenazar la vida de su mujer y de su hijo y con voz lenta y baja le preguntó:
—¿Sabías que los lobos solo tienen una hembra durante toda su vida? —preguntó Quinto a Rufus.
Rufus con la gladius en la mano miró al soldado con soberbia y burlándose le preguntó:
—¿Estás enamorado de una loba?
—Los años que pasé luchando contra los judíos me otorgaron el apodo del lobo negro. Todo el mundo conocía la historia del soldado que no le temía a la muerte. No pude encontrar a Claudia que había sido raptada e intenté buscar el mismo fin que ella pensando en encontrarla en el más allá. Reconozco que mi historia se convirtió en una especie de leyenda, que me ayudaba a ganar numerosas batallas. Durante muchos años fui un lobo solitario. La pérdida de Claudia envolvió mi alma de un dolor tan profundo que solo quise escapar a través de la muerte. Nunca existió otra mujer para mí más que ella y tú te has atrevido a amenazar su vida y encima, la de mi hijo. Tu destino está sellado desde ese mismo momento. Sabes que has firmado tu sentencia de muerte.
—Primero tendrás que matarme... —declaró Rufus con rabia, sabiendo que lo tenía todo prácticamente perdido.
Intentando hallar una salida buscó con la mirada a Claudia pero, contrariado, comprobó que la mujer estaba rodeada de los soldados de Quinto, y que con el niño en los brazos lo observaba con odio.
—No tengas compasión con él —pidió Claudia a Quinto con voz alta—. El no la hubiera tenido ni conmigo, ni con Paulina y ni siquiera con el pequeño Quinto ¡Mátalo!
Quinto escuchó la voz calmada de Claudia rogándole que matara a ese degenerado que tenía enfrente de él.
—Ya has escuchado su sentencia unida con la mía. Lucha y muere con honor, si es que algo te queda de eso.
Rufus echó a correr hacia el soldado mientras lanzaba un grito de guerra. Quinto esperó que el gladiador se abalanzara sobre él y se preparó firmemente esperando recibir el golpe. Con una tremenda sangre fría paró la fuerza del arma destinada a desestabilizarlo, pero aquel sujeto no era rival para el soldado. Cuando Rufus golpeó su gladius varias veces contra él, Quinto se volvió sobre sí mirándole a los ojos mientras intentaba asestarle alguna herida que pudiera acabar con su vida
Con una calma comedida intentó agotarlo, deseaba prolongar la agonía de aquel desalmado como él lo había hecho sufrir pensando en el destino de sus seres queridos. Cada golpe iba destinado a que sufriera, pero no quería una muerte rápida, sino lenta. Era lo que se merecía aquel gusano. De repente sintió el llanto infantil de su hijo, y comprendió que tenía que acabar con aquello. Su mujer y su hijo reclamaban su atención y eran lo más prioritario de su vida.
Golpeó con su gladius una y otra vez hasta que el gladiador por puro cansancio acabó agotado sin apenas fuerzas con que combatir.
—Aquí ha terminado tu miserable vida —y seguidamente le hincó la espada en el mismo centro de su corazón.
Rufus cayó en el suelo en el mismo instante, muerto. Quinto comprobó que así era y, volviéndose hacia su mujer, echó a andar hacia ella. Claudia se acercó apresurada y en el centro del camino se encontraron. Rodeando con sus brazos a su familia, Quinto les sujetó fuertemente.
—¡No vuelvas a hacer algo así otra vez!—rogó Quinto conmocionado—. Sois todo lo que tengo, sin vosotros no soy nadie.
—Lo sé mi amor, pero no me dejó otra opción. Si no lo acompañaba hubiera matado al pequeño.
—¿Por qué llora? ¿Está enfermo?—preguntó Quinto preocupado.
—Tiene hambre, solo es eso... —contestó Claudia sonriendo mirando al furioso hambriento.
—Sí, en eso nos parecemos los dos, porque yo nunca dejaré de tener hambre de ti. Vámonos, mujer, es hora de regresar y de dar de comer a mi hijo ¿Podrá aguantar un poco hasta que lleguemos a Legio?
—¡Qué remedio! —dijo Claudia sonriendo mientras Quinto la abrazaba por los hombros y la acercaba hacia su caballo para montarlos.
—No, espera, tengo que comprobar primero que Paulina está bien...
—Dame el niño —dijo Quinto esperando.
Los soldados se habían hecho cargo de Paulina y ya estaba recobrándose.
—¿Paulina? ¿Estás bien? —preguntó Claudia acercándose.
—Sí, faltó poco para que ese asqueroso nos matara, pero gracias a los dioses, ese hombre tuyo llegó a tiempo...
Claudia sonrió ante el comentario y, sin pensar, abrazó a su amiga aliviada de que estuviera bien.
—¡Vámonos! En el campamento te repondrás, te ha dejado la cara fatal... —dijo Claudia examinando las heridas de su amiga.
—Pues tú, no te quedas atrás.
Ambas mujeres se agarraron y seguidas de los soldados llegaron hasta los caballos.
—No te he presentado a Paulina... —dijo Claudia mirando a Quinto.
—Ya nos conocíamos... —aseguró Quinto con su hijo en brazos y fijando la mirada en Paulina—. Gracias por mantenerlo a salvo.
—De nada, señor.
—Si no os importa, nos esperan unas cuántas horas de camino, deberíamos regresar antes de que mi hijo se desespere más todavía. Y a vosotras, debe veros el galeno.
—Por supuesto, señor —dijo Paulina sonriendo—. Si hay algo que ese muchacho no perdona, es su comida y por nosotras, no se preocupe.
—Es inevitable no preocuparme por ustedes, Claudia, monta conmigo y tu amiga puede ir con uno de mis hombres.
Quinto le pasó el niño a Claudia y, cuando se subió a la grupa del enorme caballo de guerra, tomó al pequeñín nuevamente, intentando serenarle mientras Paulina, montaba a lomos de otro caballo.
Uno de los soldados se acercó a su jefe y le preguntó:
—¿Señor que hacemos con el cadáver?
—Dejadlo ahí, los lobos darán buena cuenta de él. Reanudamos la marcha —dijo Quinto mientras azuzaba a su caballo.
No fue hasta pasado un rato, que Quinto no pudo respirar nuevamente, feliz de regresar con su mujer y su hijo entre sus brazos.
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