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Capítulo 12

" El odio abiertamente profesado carece de oportunidad para la venganza." Seneca.


       En el arco de la puerta se encontraba Quinto con cara de estar molesto. Por instinto, Claudia retrocedió un paso hacia atrás y se interpuso entre los dos hombres. Nada bueno presagiaba eso, sabía lo que le había prometido a Rufus y la deuda que el hombre pretendía cobrar.

—¡Responde! —gritó Quinto enfadado—. Si te has aventurado a entrar por la puerta de atrás, debes de tener un buen motivo para ello ¿Qué te prometió?

     Rufus lamentó haberse precipitado en sus intenciones. El soldado que le increpaba debía ostentar un alto cargo, si luchaba contra él seguro que acabaría por atraer la atención de su guardia y acabaría perdiendo la posibilidad de conseguir sus propósitos. Esa gladiatrix no valía lo suficiente como para arriesgar el pellejo, tendría que reclamar su deuda en algún otro momento.

—¡Nada señor, solo eran tonterías! —aseguró Rufus, intentando apaciguar a aquel soldado—. Quería averiguar como estaba mi antigua compañera, solo eso...

—Estás mintiendo... —aseveró Quinto.

      Volviéndose hacia Claudia le preguntó a la joven:

— ¿Qué le prometiste?

—No tiene importancia Quinto —negó la joven, sin querer sostenerle la mirada—. Rufus ha creído conveniente pasar a saludarme, solo es eso.

     Quinto sabía que Claudia mentía, estaba demasiado tensa sin querer sostenerle la mirada. Ese tipo no le gustaba, tendría que dejar las cosas claras con respecto a ella.

—Esta mujer ya no es una gladiatrix, nada tiene que ver con el ludus. En lo sucesivo no volverás a aparecer por aquí y mucho menos por la puerta de atrás de mi hogar. Si vuelvo a verte aquí, te atendrás a las consecuencias... —dijo Quinto sosteniendo la mirada de aquel luchador.

     A Rufus le vino de pronto la imagen de aquel soldado. Era el hombre que le había vencido junto a otros cuatro gladiadores en Roma. Cuerpo a cuerpo no tenía la más mínima oportunidad de ganarle. En efecto, ese tipo era alguien importante, se retiraría de momento aunque todavía no estaba todo dicho. Había sido un estúpido precipitándose. Era evidente el interés en Claudia y se notaba a leguas su contrariedad. Pero volvería sin duda alguna, ninguna mujer le había ganado una batalla y esa no iba a ser la primera.

—No se preocupe, no volverá a pasar. Lamento si he sido inoportuno... —y en ese momento, volviéndose hacia Claudia, Rufus le dijo con una sonrisa ladina mostrando una seria advertencia—. Le daré saludos tuyos a tu amiga Paulina...

     Claudia y Quinto comprobaron como el gladiador abandonaba la culina. Inquieto, se quedó mirando a la joven fijamente y le volvió a preguntar:

—¿Qué quería? Y no me tomes por estúpido porque puedo reconocer cuando me están mintiendo.

     La joven callada le sostuvo la mirada durante unos segundos y, tras sopesar si contárselo o no, con voz decidida le contestó:

—Tuve que prometerle algo para que me dejara salir a la arena a luchar con Graco. Fue algo precipitado y reconozco que no medí las consecuencias de mis acciones ...

—¿Qué le prometiste? —volvió a preguntar nuevamente mientras se iba acercando cada vez más a ella.

     Claudia volvió la cabeza en sentido contrario adonde se encontraba Quinto, no era capaz de sostenerle la mirada.

—Estaba desesperada por enfrentarme a Graco y consideré que Rufus solo me permitiría luchar si accedía a sus exigencias. Llevaba demasiado tiempo detrás de mí... y fue lo único que se me ocurrió.

—¿Qué quieres decir con detrás de mí? —preguntó Quinto temiéndose lo que se imaginaba.

—Le dije que me convertiría en su amante si me permitía luchar en la arena, llevaba bastante tiempo insistiendo y siempre me negué.

     Quinto no pronunció una sola palabra, pero una rabia infinita empezó a bullir por dentro de su cuerpo. El odio por aquel sujeto que se había atrevido a acercarse a Claudia se intensificó. Ahora comprendía el interés del individuo por cobrar la deuda. Si unos momentos antes hubiese sabido cuál era el motivo, lo hubiera destrozado con sus propias manos.

—¡Si vuelve a aproximarse a ti te juro que lo mato! No quiero verte cerca de ningún hombre... ¿Has entendido? —preguntó Quinto gritando y agarrándola de la cintura con fuerza, acercando sus propios cuerpos.

—No tengo intención alguna de estar con él ni con ningún otro, y eso te incluye a ti también... —contestó Claudia empujándolo con fuerza sin conseguirlo—. ¡Suéltame!

—Creo que tengo algo que decir en ese sentido... —dijo observando la furia de su hermoso rostro—. Si alguien se atreve a tocarte, juro que no vivirá para contarlo.

     Quinto bajó el rostro antes de que a Claudia le diera tiempo a reaccionar. Poseyendo sus labios y hambriento de ella, se olvidó del sitio donde se encontraba. Claudia se volvió más audaz si cabe, dejando escapar un pequeño gemido de placer que a él le volvió loco. Gruñendo desde el fondo de su garganta, Quinto aferró con una pasión desbordada el cuerpo femenino. Por donde pasaba la mano, solo podía detectar las más firmes curvas femeninas que jamás había visto. Aprisionándola entre sus brazos, continuó besándola completamente extasiado.

     Cuando Claudia le tocó el rostro, la cordura hizo mella en ella. Serenándose de repente y recordando que cualquiera podía entrar, se separó de él, no sin darle otro beso largo y apasionado.

—Siempre que estoy a tu lado termino perdiendo el sentido, mujer. Acabo de recordar el propósito que tenía en mente cuando vine a buscarte —dijo Quinto sosteniéndola todavía entre sus brazos.

     Claudia inspiró y mirándole le preguntó:

—¿Y para que venías si se puede saber?

—Venía a hablar contigo, debo marcharme de Tarraco.

     Claudia se tensó inmediatamente y, replegándose sobre sí misma, se desprendió de su abrazo y le preguntó:

—¿Qué estas queriéndome decir con eso? ¿Te vas por unos días?

—No, ...en un par de días partiré con parte del ejército rumbo a Legio y no sé cuándo regresaré.

—¿Y...? —preguntó Claudia observándole fijamente.

—Creo que lo más conveniente es que te quedes aquí, permaneciendo dentro de la domus estarás segura hasta que yo vuelva.

—¿Cómo una esclava más del lugar o como una prisionera? —preguntó empezando a enfadarse.

—¿Por qué preguntas eso? En ningún momento he dado pie a esa insinuación que estás imaginando en esa mente tan complicada que tienes.

—¿Complicada yo, romano? —gritó Claudia perdiendo los nervios—. Pues entérate bien, en el mismo momento en que desaparezcas por esa puerta, voy a robar el primer caballo que encuentre y desapareceré. Soy una luchadora y no una esclava que se dedica a coser y a fregar suelos ¿Me has escuchado?

—¡No te atreverías! —respondió Quinto enfadado.

—¿Qué no me atrevería? ¿Qué te apuestas? —preguntó desafiándole—. Además, creo que el otro día fui lo suficiente clara con que quería seguir entrenando. Puedo acompañarte y hacer lo que realmente se me da bien. Soy una buena luchadora y te prometo que no te daré quehacer alguno.

—¿Te has vuelto loca? Ni en sueños te expondrás a semejante peligro... —dijo sujetándola de la manga de su túnica.

—¿Es tu última palabra? —preguntó Claudia retándole.

—Por supuesto que es mi última palabra, y no pienso hablar más sobre este tema —respondió Quinto separándose de ella y saliendo airado de la culina.

—¡Ah! —gritó Claudia y volviéndose sobre el banco que había en el lugar, tiró enfadada las ollas y la comida que sobre ella había—. Eso está por verse romano, eso está por verse... Ya veremos quién tiene la última palabra.

      Preparado y marchando frente al grueso de su ejército, no había sido capaz de despedirse de ella más que a escondidas. Había dejado a un contingente de hombres para que custodiaran la domus, en especial a Claudia y a su hijo. La noche de antes había pasado por el cubículum de su hijo para despedirse de él, seguramente pasarían meses antes de que volviera a verlo. Observándole dormir tan tranquilo, veló durante varias horas su sueño y cuando consideró que ya estaba avanzada la noche, se agachó frente a su cuna y se despidió con un suave beso en su frente sin llegar a despertarle. Mirándolo por última vez salió del lugar para dirigirse hacia la terca luchadora por la que bebía los vientos.

     Aunque no le dirigiera la palabra era incapaz de no verla por última vez, tendría que estar muerto, por eso había aprovechado el resguardo de la luna para que no montara de nuevo en cólera.

     Claudia que se hallaba acostada y vestida sobre el lecho, esperando el momento más oportuno para salir de madrugada de la domus sin que los guardias se percataran, escuchó el leve chirrido de la puerta conforme se iba abriendo. Tensándose, se tapó y cerró los ojos haciéndose la dormida.

      Quinto entró despacio y silencioso como un vulgar ladrón y, sentándose en el sillón que había al lado del lecho, durante varios minutos la observó dormir. Se le partía el corazón tener que dejarla de aquel modo y separarse de los dos seres que más amaba. Pero no volvería a dar lugar a que volvieran a pasar por cualquier peligro o dificultad por nimia que fuera. El pequeño Quinto era su hijo y Claudia la única mujer que quería, aunque ella todavía no terminase de admitirlo. Una hora después, levantándose del lugar, se aproximó hacia donde yacía Claudia y, agachándose, la besó en la frente sin que la mujer se percatara de su presencia allí.

—¡Hasta luego mi amor! Intentaré volver lo antes posible.

      Y sin más, el soldado salió del lugar dejando su corazón detrás de él. Su mente ya iba preparándose para la misión que tenía que cumplir. Al amanecer, Quinto cabalgaba por las calles de Tarraco con más de la mitad de su legión en busca de las tierras de Legio.


     Claudia, acompañada por Aemilius, al que Quinto había dejado al cargo de la domus, cabalgaba camino de la ludus de Vero y Prisco. Necesitaba algo de esos hombres y no podía irse de allí sin despedirse de ellos. Según les había llegado a los oídos, la escuela de gladiadores estaba a punto de abandonar Tarraco para dirigirse a conquistar los anfiteatros de nuevas tierras.

     Aemilius hizo detener al caballo delante del lugar, y mirándola le dijo:

—Ya estamos aquí... ¿Está segura señora de lo que está haciendo? El señor me va a matar en cuanto nos tenga delante, pero en especial a mí, me va a despedazar poco a poco.

—Deja de decir nimiedades. Te he dicho que me llames por mi nombre. Puedes decirle a tu jefe que yo te obligué. Espérame aquí que enseguida vuelvo... —respondió Claudia bajándose del caballo.

      Con paso firme y seguro cruzó el arco de entrada del anfiteatro y se dirigió hacia el despacho de los lanistas. Vero y Prisco ya llevaban una hora levantados y, cuando escucharon tocar la puerta, se volvieron preguntándose quién sería a esa hora tan temprana. Una cabeza femenina asomó por ella pidiendo permiso para entrar.

—¿Puedo pasar? Tenía la esperanza de encontrarles todavía aquí... —dijo una sonriente Claudia mirando con cariño y respeto a aquellos dos hombres.

—¡Claudia! ¿Qué haces aquí? ¿Te ha dejado el procónsul salir de la domus a estas horas? —preguntó Vero aproximándose a ella.

—Por supuesto, cuando le he explicado el motivo que me llevaba—mintió la muchacha a aquellos dos hombres—. He venido a despedirme de ustedes y a solicitarles un último favor.

     Los dos hombres se acercaron y mirándola expectantes, esperaron a que les contara el motivo de la extraña visita.

—Marcho junto con el grueso del ejército del procónsul a las tierras de Legio, pero necesito que me entreguen mi gladius antes de partir, les aseguro que en cuanto pueda, yo les devolveré el dinero. Estoy tan acostumbrada al peso de ella que no me imagino con otra espada que no sea la mía.

     Los dos hombres sonriendo se miraron y Prisco, acercándose a ella, le contestó:

—Por supuesto que puedes llevártela, ¿verdad Vero?

—Claro que sí, estábamos a punto de abandonar la ciudad y no te habíamos visto desde que caíste herida, pero el procónsul nos ha tenido informados de tu progreso. Me alegro de volver a verte por última vez. Prisco ve a por el arma... —ordenó Vero a su socio.

     El lanista salió por la puerta y al cabo de unos minutos regresó con la gladius de Claudia.

—Te vamos a echar de menos Claudia, has sido la mejor gladiatrix que hemos tenido jamás —declaró Prisco que no era un hombre dado a halagos.

—Gracias, señor, se lo agradezco —dijo Claudia tomando el arma en sus manos y el correaje que la sujetaba a su cuerpo—. Les estaré eternamente agradecida por todos estos años que he podido aprender junto a ustedes. No pude tener mejores maestros... —respondió Claudia emocionada.

     Vero cruzó la distancia que les separaba y dándole un afectuoso abrazo la miró, deseándole toda la suerte del mundo.

—No tienes que pagarnos nada por tu gladius, es un derecho que te has ganado con creces. Y no olvides nunca que es primordial que te ejercites cada día. Si eras la mejor, se lo debes a tu constancia, no lo olvides.

—No lo haré señor, se lo prometo. Tengo que marcharme, despídanme de Paulina y gracias por todo... —dijo despidiéndose de los dos lanistas y marchándose del lugar.

—Lo haré —respondió Vero viéndola salir.

—¿Crees que nos ha dicho la verdad? —preguntó Prisco serio.

—La matará en cuanto se entere que va detrás de él... —respondió Vero sonriendo mientras miraba a su socio.

     Los dos hombres se echaron a reír y se prepararon para levantar el ludus hacia su nuevo destino.


     En ese mismo momento, Claudia salía del anfiteatro con la gladius colgada de su cuerpo y subiéndose apresuradamente al caballo, ordenó partir a Aemilius.

—Vamos Aemilius, apresurémonos, tu señor nos lleva varias horas de camino y tenemos que darle alcance.

—Me va a matar en cuanto lo sepa, me puedo dar por muerto —volvió a decir el muchacho entristecido y preocupado— ¿Por qué no se lo piensa mejor y volvemos a la seguridad de la domus? El señor no tardará más de dos o tres meses en volver.

—Eso puede ser toda una vida para mí Aemilius, ya me cansé de continuar en esa domus. No valgo para ese destino que tu jefe se empeña en que lleve. Vamos, soldado, y no te quejes tanto, de todos modos no se va a dar cuenta que le seguimos hasta que no sea lo bastante tarde para hacernos regresar.

     Mientras el muchacho renegaba, lamentaba el destino que le esperaba con esa mujer tan extraña. Su señor debía estar completamente loco por querer unir su destino al de aquella guerrera. Si alguna vez tenía que elegir alguna mujer, no sería una que luchara como un hombre. No señor, él se casaría con una dócil y bella mujer a la que le gustara limpiar y esperarle en su casa mientras criaba a los numerosos hijos que pensaba tener. Sí, eso haría.

     En ese momento, dentro del ludus, Rufus se acercaba a los lanistas.

—Señor, ¿esa no era Claudia?

—La misma, se marcha con la Legión VII Gemina Felix rumbo a Legio. Ha venido a despedirse y a recoger su gladius.

—Entonces, ¿no volveremos a verla? —preguntó Rufus enfadado de que se le pudiera escapar.

—Si los dioses le son favorables, me temo que no. Bueno, nosotros tenemos demasiado trabajo que hacer. Rufus empieza a recoger tus enseres, nos marchamos apenas esté todo preparado.

     El gladiador obedeció las ordenes de su dueño y, en cuanto tuvo todo recogido, se acercó con disimulo adonde estaba Paulina, mientras todo el mundo andaba distraído recogiendo y preparándose para marchar. En silencio y sin que absolutamente nadie se percatara de nada, puso una daga sobre su espalda y amenazándola le dijo con voz baja:

—Sigue con disimulo y no te atrevas a dar la voz de alarma si no quieres acabar muerta.

      Paulina escuchó la terrible amenaza y, disimuladamente, salió del recinto sin que los atareados gladiadores se percataran de nada.


     Media hora más tarde, Rufus entraba en la domus sin que los soldados se dieran cuenta del intruso que se colaba en su interior. Disimulando ser un comerciante y después de amenazar a un esclavo, averiguó el paradero del hijo del procónsul y golpeó a su cuidadora dejándola inconsciente. Cuando salió de aquella domus, se sentía eufórico al haber conseguido su propósito.

—¡Toma! Asegúrate de que no le ocurre nada al mocoso. Te he traído para que me ayudes con este estorbo. Pero te advierto que en el mismo momento que os convirtáis en una molestia para mí o no me seas útil, te rebano el precioso y lindo cuello que tienes —dijo Rufus poniéndole el pequeño bulto en los brazos.

     Paulina miró horrorizada al pequeño niño que, por suerte, se hallaba dormido y no era consciente del peligro que le acechaba.

—¡Muévete! La furcia de tu amiga se pensaba que se iba a burlar de mí pero se ha equivocado de rival. Yo me cobro las viejas deudas y esa me la va a pagar... —dijo Rufus con cara de loco.

     Asustada, Paulina abrazo al niño y con una gruesa tela que llevaba, lo inmovilizó junto a su pecho para que las manos le quedaran libres y poder sujetar las riendas del caballo.


     Una semana después, Claudia se encontraba sucia y cansada por la frenética marcha que llevaban. Habían intentado seguir al grupo de legionarios pero esos hombres estaban tan acostumbrados a llevar una marcha tan dura que a ella le resultaba extenuante intentar alcanzar al ejército de Quinto.

      Según Aemilius, era extraño que no se hubieran encontrado con los exploradores de su señor. Por la noche, evitaban hacer fuego para no alertar a nadie de su presencia y, aunque conforme se iban alejando de las tierras de Tarraco el clima se hacía cada vez más frío y duro, Claudia intentaba combatirlo con varias mantas que había echado sobre su caballo, aunque lo peor era el viento helado que les llegaba de frente.

     Extenuados, ataron los caballos debajo de unos densos árboles, con el tiempo justo para echarse algo al estómago antes de que cayera la noche y no vieran nada más. El joven soldado procuraba acostarse a tan solo unos metros de ella, no se atrevía a aproximarse más por miedo a las represalias de su señor cuando se enterara que había dormido cerca de aquella mujer, pero tampoco quería alejarse de ella por si eran sorprendidos por alguien en mitad de la noche.


      A media jornada de allí, instalados en el improvisado campamento, Quinto y el procurador discutían asuntos concernientes a la recaudación de impuestos dentro de su tienda cuando un par de exploradores pidieron permiso para hablar con él.

—¡Señor! Pedimos permiso para entrar.

—¡Pasad! —dijo el procónsul atento.

—Hemos detectado la presencia de dos personas que nos siguen desde hace varias jornadas a medio día de aquí —dijo uno de aquellos exploradores.

—¿Están seguros de que nos siguen?

—Sí señor. Esperamos órdenes para proceder —dijo el soldado mientras Quinto tomaba una decisión.

     Sopesando la situación, Quinto tuvo un presentimiento y esperó que no fuese lo que imaginaba, así que se quedó mirando a los dos soldados y les dijo:

—Daré la orden de que los hombres descansen mañana pero les acompañaré yo mismo hasta el lugar, siento curiosidad por los dos temerarios que se atreven a seguir a todo un ejército de la Legión. O son muy valientes o son unos imprudentes. Estén preparados para partir antes del amanecer.

—Muy bien señor —dijo el legionario.

—¡Soldado! —llamó Quinto a uno de ellos.

—¿Sí señor? —preguntó el soldado mirando al procónsul.

—Buen trabajo... —felicitó Quinto al legionario.

—Gracias, señor —salió el hombre por la puerta contento por el halago del procónsul.

     Antes de que amaneciera, Quinto y sus exploradores estaban montados a caballo, saliendo del campamento en busca de sus perseguidores. Desde que había dejado Tarraco el mal humor había hecho mella en él, echaba de menos a su hijo y a Claudia. Si no hubiera sido por el peligro que corrían y porque no sabía a lo que se enfrentaba, nunca los hubiera dejado allí. Odiaba cada minuto que pasaba sin ellos. Así que, si había algún tipo de enfrentamiento, le vendría bien descargar un poco de tensión.


     Mientras tanto, Aemilius y Claudia permanecían dormidos ajenos a todo lo que se les avecinaba. A pesar de estar dormida, en medio de la oscuridad, Claudia sintió un ruido desconocido detrás de ella y, despertando repentinamente, agarró con su mano la gladius. Oculta debajo de las mantas, dormía junto a su espada por miedo a los peligros que siempre había a campo abierto. Sin querer gritar para no alertar a quien se estuviera acercando, se quedó mirando a Aemilius. El muchacho que permanecía dormido se despertó cuando Claudia con disimulo le tiró una piedra para alertarlo silenciosamente. El joven comprendió enseguida y asintiendo con la cabeza se preparó agarrando también su arma.

     Tres hombres salieron por detrás de unos árboles. Claudia y Aemilius se pusieron instantáneamente de pie y la muchacha le sugirió al joven soldado:

—Pon tu espalda sobre la mía y no te separes de mí.

—No pensaba hacerlo señora —dijo un valiente Aemilius mientras se acercaba a la joven.

—Bueno, bueno, bueno...¿pero que tenemos aquí? —dijo uno de los asaltantes.

—Ni más ni menos que un niño y una preciosa mujer... —contestó otro de los hombres, al cuál le faltaban casi la totalidad de sus dientes.

—Y no te olvides de los dos caballos, yo quiero el blanco —aseveró el tercero de los delincuentes.

—Me temo que el caballo blanco es mío y no me da la gana de que te lo lleves —dijo Claudia intentando enfadar a los delincuentes.

—Y encima tiene temperamento —dijo el segundo hombre que había hablado—. No te preocupes, cuando acabemos contigo vas a estar mansita como una perra.

—¿Ah? ¿Y lo vas a hacer tú solo o vas a necesitar que te ayuden? —preguntó Claudia riéndose del sujeto.

—¿Quieres que nos maten? —preguntó un asustado y asombrado Aemilius.

—Tranquilo Aemilius, estos no son capaces ni de abrocharse los roídos pantalones que llevan —dijo Claudia sin quitarles de encima la vista.

     Los tres hombres, asombrados por la belleza y el atrevimiento de la joven, no sabían si felicitarse por la hembra que habían encontrado o enfadarse por los insultos que les estaba profiriendo a los tres.

     Claudia, en posición de defensa, esperaba a que atacaran de uno en uno, pero los tres hombres decidieron que era mejor sorprenderles en grupo, así que cuando uno de ellos gritó, los tres echaron a correr hacia donde estaban Aemilius y Claudia.

     Los atacantes pensaron que matando primero al soldado tendrían mejor oportunidad de acabar con la lucha cuanto antes, pues la mujer era totalmente insignificante a pesar de tener una espada en la mano. Pero Aemilius, aleccionado por su señor, detuvo el primer golpe que recibió y, conforme bajó la gladius, propinó al atacante un empujón que le obligó a soltar el arma que tenía en la mano. Aprovechando el descuido del ladrón, el soldado clavó la espada en el centro de su estómago, matando al primer delincuente.

     El segundo atacante, miró al que había caído muerto y volvió a arremeter contra Aemilius lleno de rabia e impotencia al comprobar la muerte de su hermano.

     Claudia, sin quitar ojo del tercer hombre y sin despegarse de Aemilius esperó pacientemente el primer ataque que con gran maestría pudo detener, sin embargo, se resintió de sus recientes heridas, que todavía no habían terminado de curarse. Golpe a golpe, la gladiadora fue cansando a aquel ladrón mientras poco a poco éste, iba provocándole pequeñas heridas que iban debilitándola. Detrás de ella sintió como Aemilius se quejaba dolorido.

     Dándose prisa, Claudia embistió al sujeto e, hincando la gladius en una de las arterias principales de la pierna, lo hirió gravemente. Claudia sabía que con una herida de esas, el hombre no tardaría en desangrarse. El atacante cayó de rodillas intentando taponar el borbotón de sangre que comenzó a manar y, mirándola con horror, su último pensamiento fue que aquella mujer no aparentaba lo que realmente era y seguidamente se desplomó.

     Claudia se volvió inmediatamente en ayuda del joven Aemilius que, retrocediendo, no se dio cuenta de una enorme piedra que había detrás de él y terminó cayendo al suelo golpeándose la cabeza. Su atacante levantó su gladius para rematarlo pero Claudia consiguió interponerse y parar el golpe destinado a matar al joven. Contraatacando, consiguió separar al ladrón del lugar donde se encontraba el muchacho. En un tremendo y fuerte golpe, el ladrón consiguió que a Claudia se le resbalara la gladius; el hombre se sintió de pronto victorioso y, acorralándola, le puso la espada en el pecho.

—¿Ahora no eres tan valiente, perra? Veremos qué tan buena eres en otros menesteres —dijo el ladrón mirándola con ojos de deseo.

—Tendrás que forzarme para conseguir lo que quieres... —aventuró Claudia escupiéndole en la cara.

     Entonces, el hombre, de un fuerte bofetón la tiró al suelo y se agachó para intentar abusar de ella. Claudia aprovechó el despiste para sacar la daga escondida en su bota e hincársela directamente en el corazón, provocando la muerte del tercer individuo. Aturdida durante unos largos momentos por el peso muerto, intentaba recuperar la respiración cuando escuchó unos caballos que se aproximaban. Agotada se levantó del suelo sin aliento y sin saber cuántos hombres se dirigían hacia ellos. Al mirarles, descubrió que eran soldados y que una voz conocida se dirigía hacia ella.

—¿Qué parte no entendiste mujer cuando te dije que te quedaras en la ciudad? —gritó Quinto subido encima de su enorme caballo de guerra rodeado de sus exploradores que miraban estupefactos a Aemilius desmayado y a los tres atacantes muertos.

     Aliviada, la joven caminó dos o tres pasos tambaleantes hacia el testarudo de Quinto y gritándole a su vez, le contestó:

—¡Ninguna! —mientras lo retaba con la mirada.

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