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Capítulo 10

"Donde hubo fuego, siempre quedan cenizas". Refrán.


     Claudia cerró los ojos olvidándose de todo y su mente se quedó en blanco saboreando aquellos labios que tanto había echado de menos. Podía haber puesto algo de resistencia, pero quedó hipnotizada por su potente mirada. Solo era capaz de dejarse llevar por aquel desgarrador beso que expresaba una pena tan profunda que le partía el corazón. A su pensamiento vinieron los primeros besos de sus encuentros furtivos. Quinto no podía dejar de besarla con el mismo ardor de hacía años y ella lo estaba aceptando dichosa, cuando sus besos debían de ser de otra. Intentó separarse y acabar con aquel beso pero Quinto no lo permitía, parecía desesperado impidiéndole que terminara. Cuando por fin, tras la insistencia, él se dio cuenta, aflojó el abrazo lo suficiente para que ella pudiera empujarle con la poca fuerza que le quedaba. Claudia fue incapaz de decir nada, bajando la mirada y cerrando los ojos.

—No es necesario que digas nada. Ya sé lo que piensas pero no he podido evitarlo. Aunque no creas nada de lo que te digo, te tengo metida tan en mi sangre, tendría que estar muerto para dejar de sentir lo que me provocas... —dijo Quinto observando aquellos ojos cerrados—. He sentido la pena de los condenados viéndote debatir entre la vida y la muerte. Verte en la arena de aquel foso debatiéndote a vida o muerte con Graco es lo peor que he vivido desde hace tiempo. Me sumí en un sin vivir pensando que no ibas a despertar de esa fiebre y de las heridas tan graves que recibiste.

     Claudia seguía sin abrir los ojos.

—No sé qué locura se apoderó de ti para hacer lo que hiciste, pero te advierto que de aquí en adelante, no dudaré en encerrarte bajo llave si vuelves a asustarme de ese modo.

      Esas palabras produjeron el efecto deseado. Claudia clavó su mirada definitivamente en él.

—Eso deberías decírselo a otra... —contestó Claudia con un deje de acusación— ¿No te echa tu esposa de menos en vuestro lecho?

—No metas a Flavia en esto, ella no sabe nada de mis sentimientos por ti. Sé que no estás preparada para la conversación que tenemos pendientes que primero necesitas recuperarte, pero te prometo que no saldrás de aquí hasta aclararte todo.

—¿Dónde estoy? —preguntó Claudia con curiosidad desdeñando las palabras de él.

—En mi hogar... —dijo Quinto esperando el arrebato femenino de furia.

—¿Me has traído al mismo techo donde convives con tu esposa? ¿Cómo has podido? —dijo la joven sintiéndose ultrajada.

—No es lo que piensas. Ya sé que no era lo más correcto pero tú estabas demasiado grave y no quise dejarte en aquel lugar. No quise alejarme de tu lado hasta asegurarme que estabas bien.

—Pues no deberías haberme traído romano, ...no soy nada tuyo.

—Te equivocas, tú has sido y serás siempre mía aunque cien mil causas sean las que nos separen... —dijo Quinto contrariado levantándose del lecho.

     Claudia tuvo que tragar varias veces para evitar que las lágrimas saliesen de sus ojos.

—No tendrías que decirme eso, sabes que lo nuestro no estaba predestinado por los dioses —afirmó Claudia desviando el rostro hacia el lado contrario a él—. Estás casado con otra mujer, en estos momentos deberías estar con ella y no conmigo.

—¿Crees que no lo sé? ¿Y qué hago? ¿Cómo me arranco lo que siento por ti? Ya tendremos tiempo de hablar... —dijo Quinto mirándola nervioso— ...hay algo que debes de saber.

—¡No quiero escuchar nada! —dijo Claudia elevando la voz.

—Pues tendrás que hacerlo te guste o no.

—¡Vete y déjame sola! —rogó Claudia evitando que continuara hablando, seguro que no le iba a gustar nada de lo que él tenía pensado decirle. Se le veía demasiado intranquilo y desesperado.

     Quinto cogió el sillón que había enfrente de ella y, aproximándolo a su lado, se dispuso a enfrentar aquel tema de una dichosa vez.

—Cuando te dejé en Roma no tenía pensado abandonarte definitivamente, lo planeé todo para que los lanistas te trajesen hasta aquí.

     Claudia fijó la mirada en él sin dar crédito a lo que escuchaba.

—Tú estabas tan decidida a odiarme que fui incapaz de contradecirte, no estabas exenta de razón y eso me estaba matando. Tenía la intención, en cuanto llegara a Tarraco, de hablar con algún hombre de leyes y separarme de Flavia. Para mí solo existía la posibilidad de estar a tu lado porque contemplar otra alternativa como la de seguir casado con mi esposa era como estar muerto en vida sabiendo que tú te encontrabas en otra parte del mundo y que no podría tenerte jamás. Pero todo se complicó...

Claudia volvió la cabeza incapaz de escuchar aquellas palabras que le rompían el corazón.

—Cuando desembarcamos en Tarraco me llevé la peor sorpresa de mi vida... —dijo Quinto sujetándose la cabeza con las manos y apoyando los codos sobre sus rodillas. Miraba hacia el suelo incapaz de observar a Claudia ni un segundo más, se sentía como un condenado al que acaban de sentenciar a muerte.

—¿Qué sorpresa? —preguntó Claudia con la mirada perdida cuando dejó de escuchar su voz.

—Flavia estaba embarazada... —dijo Quinto levantando su mirada esperando ver su reacción.

     Claudia volvió la mirada horrorizada hacia él no dando crédito a lo que le estaba contando. La esposa de Quinto estaba esperando un hijo que tenía que haber sido de ella. Un dolor profundo le desagarraba las entrañas, en el mismo sitio donde debería de haberse formado su propio hijo. Ahogando un gemido cerró los ojos con fuerza y lágrimas amargas empezaron a salir de ellos.

     El hombre se levantó presuroso del sillón y, arrodillándose al lado del lecho la abrazó sediento de su perdón.

—Lo siento, lo siento,...perdóname mi amor.

—¡No me llames así! —gritó Claudia dolida.

—Sé que no es correcto que te cuente esto pero sólo he compartido lecho con ella una única vez... Te juro por los dioses que no he vuelto a tocarla desde entonces. Soy incapaz de estar con otra mujer que no seas tú.

—No sigas, no sigas más...—dijo Claudia llorando—. Me estás matando. Vete de aquí... ¡Vete! ¿Es que has perdido la vergüenza?—continuó gritando Claudia rota por dentro. Se sentía manchada con su sola presencia.

     Quinto no pudo dejar de abrazarla mientras sus palabras provocaban que ambos cayesen en una profunda amargura y desesperación, cavando sus propias tumbas.

—No puedo abandonar a ese niño que no es más que una víctima en todo esto. Nunca le haría eso a ningún niño y menos a un hijo mío. Sé que lo nuestro es imposible desde entonces pero no puedo abandonarte a tu suerte, soy incapaz de vivir sabiéndote en peligro... —dijo totalmente derrotado y apoyando la frente encima de las sábanas que cubrían el cuerpo herido de ella.

—¿Ella lo sabe? —dijo mirando al vacío— ...¿Qué estoy aquí?

     Quinto negó con la cabeza.

—No, ella no sabe de tu existencia y de mis sentimientos por ti. Su embarazo ha sido muy delicado y el galeno desaconsejó darle ningún tipo de disgusto porque podría provocar que perdiera al niño. Ha permanecido en reposo prácticamente todo el embarazo.

—¿Cómo has conseguido que los lanistas te permitieran traerme hasta aquí?

—Compré tu libertad... —dijo Quinto con rotundidad..

—¡Cómo! No puedes hablar en serio... ¿Ahora soy tu esclava? —preguntó horrorizada la joven sosteniéndole la mirada.

—No lo veas así, no había otra opción. Si hubieras permanecido en el ludus por más tiempo algún día podría haberte ocurrido algo irremediable..., y no pienso dar lugar a eso.

—¡Por los dioses! ¿Se puede caer más bajo? —preguntó Claudia llorando.

—No pienses eso, en cuanto te restablezcas te entregaré la carta de tu libertad si es lo que deseas. Sólo quiero que te recuperes y que empieces una nueva vida aunque sea sin mí... —dijo Quinto plenamente consciente de que acababa de perderla definitivamente.

—¿Hablas en serio? ¿Me dejarás marchar?... —preguntó Claudia.

     Quinto, incapaz de pronunciar ninguna palabra más, asintió firmemente con la cabeza. Claudia no respondió nada más.

     En cuanto la dejase marchar volvería a vivir la pena del atormentado, pero el error cometido era demasiado grave y ya no tenía reparación alguna. Los dioses debían de haberle odiado demasiado para mandarle tamaño castigo. Con lentitud, se levantó del lado de ella y sin sostener la mirada femenina le comentó a Claudia:

—Dejaré a mi ayudante para que te asista en lo que necesites. El galeno vendrá a verte de nuevo para comprobar el estado de tus heridas... —terminó de decir completamente derrotado. Había terminado de perder todo lo que más amaba en la vida.

     Claudia volvió la cabeza hacia la puerta cuando se aseguró que estaba sola. Las lágrimas salían continuamente de sus ojos por la dolorosa traición que el destino les había jugado. Llevaba razón, un niño no podía pagar por los errores de su padre. Con la mirada perdida y con el cuerpo dolorido, cerró los ojos y continuó llorando, era tal el dolor que solo quería que la muerte se la hubiera llevado a un lugar más allá. De puro cansancio se quedó dormida.


     Diez días después Claudia ya estaba lo suficientemente restablecida como para dar unos pasos en aquel reducido espacio. Estaba acostumbrada a vivir en una pequeña celda compartida por lo que aquel encierro forzado no le suponía demasiado problema. Los días los pasaba entre preocupada, pensando en su futuro, sin saber qué hacer cuando se recuperase y en los sucesos que habían llevado a todo aquello. Quinto apenas la había visitado más que un par de veces. La situación era tan tensa e incómoda entre ellos que, a los pocos minutos de estar ponía una excusa para abandonar el lugar. La incomodidad también se extendía a ella.

      Estaba de pie mirando por el pequeño ventanuco cuando la puerta se abrió y Aemilius entró sonriendo:

—Venía a ver si deseaba algo la señora... —dijo el muchacho.

—Dime una cosa Aemilius, ¿hay algún sitio donde los esclavos puedan salir un poco? Estas cuatro paredes se me vienen encima y necesito que me dé un poco el aire. ¿Sería posible? ...¡Y deja de llamarme señora! Tú y yo sabemos que eso no es así. Llámame Claudia ¿de acuerdo? —pidió Claudia al joven muchacho.

—Por supuesto, que puedes salir Claudia... —dijo el muchacho avergonzado—. Los esclavos de la casa suelen salir a un atrium pequeño que está detrás de la villa de los señores.

—Muy bien, llévame hasta allí. Tendrás que servirme de apoyo, todavía necesito algo de ayuda con esta tonta pierna mía.

      El muchacho sonrió a la hermosa joven y, ofreciéndole el brazo, la ayudó a andar. Cuando consiguieron llegar al atrium al que se refería Aemilius, Claudia respiró profundamente, llevaba tantos días de encierro que no se había dado cuenta de lo necesitada que estaba del aire y del sol en la cara.

—Déjame en aquel banco, puedo quedarme un rato a solas mientras tú terminas tus tareas. No es necesario que estés a cada momento a mi lado, puedo cuidarme de mí misma... —dijo Claudia al muchacho.

—Le haré compañía, si no le importa, podría caerse y necesitar mi ayuda y el señor podría enfadarse conmigo... —dijo el muchacho seriamente.

     Claudia se rió de la obstinación del joven y asintiendo le pidió:

—Entonces siéntate aquí a mi lado y cuéntame cómo fue que fuiste a parar con tu señor.

—Es una historia muy larga... —dijo Aemilius, pero cuando comprobó que Claudia le apremiaba a que se lo contase, no pudo evitar hacerlo—. Lo conocí cuando los dos marchamos juntos a la guerra de Judea contra los judíos.

—¿Estuvo en Judea? —preguntó con curiosidad Claudia.

—Sí, señora, estuvimos luchando junto al emperador en la guerra y el procónsul fue la mano derecha del mismo Vespasiano...

     El muchacho, durante bastante tiempo, le contó lo que su jefe había estado haciendo todos esos años. Claudia nunca imaginó que Quinto pudiera haber estado luchando, podría haber muerto en una de aquellas batallas y ella no se hubiera enterado jamás. Un rato después Claudia reía de las ocurrencias del joven, el muchacho tenía tanta picardía y astucia en su menudo cuerpo que era imposible no sonreír de sus ocurrencias y de las travesuras que contaba de aquellos duros años. Era la primera vez que Claudia sonreía desde hacía demasiado tiempo.

     Tras un largo y extenuante día, Quinto llegó a la domus cansado, posponiendo su encuentro con Claudia se fue al despacho incapaz de afrontarla, debatiéndose entre el deseo de verla y el de darle el espacio y el tiempo que necesitaba. Cuando se dio cuenta que había leído cinco veces el informe que tenía en las manos sin entender absolutamente nada, decidió levantarse e ir en busca de ella; necesitaba comprobar por sí mismo su estado de salud, aunque fueran tensos esos pocos minutos en su presencia.

     Cuando entró dentro del habitáculo esperando encontrarla, se asustó, el corazón bombeaba agitado mientras la garganta se le cerraba ahogándolo. Se disponía a salir corriendo en busca de Aemilius cuando sintió unas risas procedentes del atrium exterior. Conocería esa risa en cualquier lado. Adentrándose en el pasillo que conducía a las dependencias de los esclavos, observó desde la puerta sin que ninguno de los dos implicados se percatara de su presencia, de la enorme y bella sonrisa que Claudia lucía. Hacía tanto tiempo que no la había visto sonreír que se quedó anonadado sin poder apartar la mirada de su espectacular sonrisa. En ese momento, unos enormes celos se apoderaron de él, no soportaba ver a Aemilius al lado de ella, invadiéndole el alma una negra ira. Adelantó los pasos suficientes y salió de debajo del dintel de la puerta, haciendo acto de presencia.

      Claudia, que estaba sonriendo por una ocurrencia de aquel joven pilluelo, detectó un movimiento a su derecha y, clavando su mirada en Quinto, lo vio acercarse. La sonrisa se le congeló al instante, no se había dado cuenta de que había estado allí observándoles.

— ¡Claudia! ¡Me he preocupado al ver que no estabas en el cubiculum! —dijo mirándola intensamente a los ojos.

—No es necesario que te mostraras tan preocupado, no puedo ir a ningún lado sin ayuda —contestó Claudia contrariada por su presencia—. Tu joven ayudante me ha estado haciendo compañía —dijo Claudia mirando intensamente al muchacho.

     Aemilius, percibiendo la tensión entre los dos, se levantó como un resorte y presuroso se afanó en contestar a su jefe:

—Señor, si va a quedarse con la señora puedo marcharme.

—No es necesario... —contestó Claudia apresurada.

—Puedes marcharte —dijo Quinto de malos modos al joven.

—Muy bien, hasta luego señora, digo... Claudia —contestó Aemilius torpemente, sintiéndose avergonzado delante del señor.

     Claudia asintió y, despidiéndose con la cabeza, le dijo amablemente:

—Ya te veré después joven Aemilius para que continúes narrándome eso...

     Quinto continuaba con cara seria y con el ceño fruncido cuando comprobó la familiaridad entre ellos dos. Cuando el muchacho estuvo fuera de su vista le preguntó:

—¿Quieres que te lleve dentro nuevamente? La tarde ya se está echando encima y puedes coger frío.

—Sí, creo que ya se acabó la diversión... —dijo Claudia irónica.

     Con cuidado, Quinto le ayudó a levantarse y con paso lento avanzaron nuevamente hacia el pasillo que conducía a la habitación de Claudia. Entraron dentro del lugar y Quinto aprovechó el momento para interrogarla claramente enfadado.

—¿Desde cuándo tienes tanta confianza con mi ayudante?

     Claudia lo miró fijamente a los ojos y enfadada contestó:

—¿Y a ti que te importa?

—No me hables así, te he hecho una pregunta... —volvió a insistir Quinto esperando una respuesta.

—Creo que no es asunto tuyo. No tienes por qué interesarte en nada que tenga ver conmigo, no soy nada tuyo. ¡Ah, bueno sí!, todavía soy tu esclava... —dijo Claudia empezando a enfadarse.

—No me provoques porque estoy a un hilo de perder la paciencia ¡Contesta! —Volvió a exigir el soldado completamente malhumorado.

—Y yo te he dicho que no tengo que darte explicaciones.

     Quinto, perdiendo la calma, la arrinconó sobre la pared y, acercando su rostro al de ella, le dijo furioso:

—Eres asunto mío y vas a contestarme inmediatamente.

      Claudia callada, permaneció en silencio. Quinto le estaba haciendo daño y en un arranque inesperado de celos se estaba comportando como un semental furioso y encabritado. Cuando comprobó que no cejaría de esperar una respuesta, la joven volvió a decirle:

—¡Me estás haciendo daño, suéltame!

—¡Contesta!... —volvió a exigir furioso.

     Al final optó por responder; no tenía otra opción.

—Aemilius y yo solo estábamos hablando, me aburría aquí dentro y decidí salir al atrium. Necesitaba respirar un poco de aire, eso es todo. No sé por qué te pones así...—añadió mirándolo fijamente.

—No quiero que vuelvas a sonreírle —dijo Quinto perdiendo totalmente los papeles.

—¡Cómo! ¿Te has vuelto loco? —contestó Claudia sin medir las consecuencias de sus palabras.

—Sí, completamente loco por ti... —contestó Quinto mirándola fijamente. En un instante bajó la cabeza y con carácter posesivo y desesperado capturó los suaves labios de la muchacha.

     Claudia no esperaba la ola de deseo que barrió el cuerpo de ambos, Quinto sujetaba la cabeza de Claudia con su mano izquierda mientras con la otra acariciaba como un poseso el cuerpo de la joven. Posando la mano sobre su seno detectó el generoso montículo y, desesperado por sentir el cuerpo femenino, subió apresuradamente la túnica introduciendo la mano por dentro y tocando su sedosa piel mientras llegaba al pecho.

      Claudia jadeó cuando sintió la presión de la callosa mano del soldado y sentir el abrasador deseo que aquel hombre le provocaba. Mientras Quinto subía la mano por su abdomen, la ira iba dejando paso al deseo descontrolado. Claudia levantó sus manos e intentó a su vez, abrir el uniforme del militar para explorar el cuerpo que tanto había añorado. Sirviéndose de la pared para sostenerse, empezó a desvestirle. Ese hombre estaba hecho para el pecado, continuaba tan atractivo como siete años antes. Cuando consiguió hallar una abertura introdujo su pequeña mano tocando aquellos firmes músculos del pecho. Un gemido quedo escapó de su garganta. Siguió subiendo la mano, mientras exploraba el fino bello masculino iba despertando aquella locura de testosterona masculina. Besándole se olvidó completamente de todo.

     Quinto se estaba volviendo loco de deseo por aquella mujer, no podía dejar de sentir su escandaloso cuerpo pegado al de él y, reclamando esa pasión que solo había sentido con ella, la levantó apoyándola sobre la pared mientras pegaba su piel a la de ella. Sentir sus manos en su pecho, fue el detonante para que perdiera todo el control sobre sí mismo. Necesitaba estar dentro de ella, ya no podía negarse más ese deseo, ni podía evitar su destino.

     Claudia no era capaz de abandonar la boca de Quinto mientras la izaba sujetándola con su propio cuerpo masculino. Sus manos cogieron las de ella y las levantó sobre su cabeza. Siempre sería así la pasión de ambos por más que se obstinaran en negarlo. Perdiendo el sentido del tiempo, no supo cuánto tiempo estuvieron besándose pero de repente fue consciente de que Quinto estaba izando su ropa y con extrema delicadeza le sacaba la túnica por el cuerpo evitando hacerle daño en el costado y en el hombro.

—¡No quiero hacerte daño! —exclamó Quinto consternado.

—No me lo harás, no pares... te deseo demasiado —rogó Claudia con voz ahogada.

—No más que yo, amor... —dijo Quinto mirándola a los ojos.

      Sin pensarlo, Quinto la cogió firmemente y se dirigió hacia el lecho, tumbándola con cuidado. Bajando la mirada contempló el hermoso cuerpo que el paso de los años se había encargado de esculpir. Venus, la diosa del amor, no se podía comparar a aquella hermosa mujer que tenía entre los brazos. Su belleza era más exquisita si cabe al paso de los años, su suave piel tostada destacaba en aquel blanco lecho.

     Poniéndose casi de rodillas en el camastro, Quinto se quitó la ropa apresuradamente y, en cuanto se despojó de ella, no pudo evitar cubrir el bello cuerpo femenino con el suyo propio. Dos cuerpos desnudos reconociéndose después de tanto tiempo.

     Claudia jadeó al contacto de Quinto, que bajando la cabeza, se llevó el pezón de uno de sus pechos a la boca. La joven sintió aquella exquisita lengua torturar su cuerpo. El soldado lamía en círculos el pezón y tiraba suavemente de él mientras lo dejaba escapar de su boca para volver una y otra vez a atraparlo como si se hubiera vuelto un poseso.

     Claudia gemía alocadamente mientras una pasión arrolladora se había empezado a instalar en el mismo centro de su ser. Tocando su espalda masculina, Claudia subió las manos explorando su piel. Quería sentir sus labios sobre ella, así que insistió para que Quinto abandonara el pecho y lo urgió a que subiera la cabeza. Averiguando lo que ella quería, se incorporó y le salió al encuentro concediéndole lo que deseaba. Sus bocas se encontraron y durante bastante tiempo jugaron a entrar y salir de los labios de sus dueños reclamándose, dando testimonio del profundo deseo entre aquellos dos seres.

     Hubo un momento en que Quinto, intentando no hacerle daño, consiguió introducir una de sus fornidas y musculosas piernas, separando las piernas de Claudia, encajó su cuerpo encima del de ella. Separando su boca de la joven, la observó fijamente con la mirada cargada de un deseo y un amor infinito. Cuando Claudia, en medio de aquel éxtasis, lo miró exactamente igual, el hombre aprovechó y se introdujo en el centro de su ser, enterrándose en aquel glorioso cuerpo que amaba. Estar dentro de ella era como volver al hogar donde pertenecía. Sólo había conocido la dicha con ella y jamás podría existir nada igual en su vida.

     Saliendo y entrando con embestidas suaves y queriendo alargar aquel éxtasis todo lo posible, la amó con su boca y con todo su cuerpo hasta que ambos alcanzaron un éxtasis cegador, tan puro y limpio como el amor que se profesaban.

—¡Te he echado tanto de menos! Que cuando no te encontré, quise morir... —confesó Quinto abrazándola fuertemente.

     Claudia pudo percibir la verdad en sus palabras y el sentimiento profundo que encerraban. Verdaderamente la había buscado y la había amado. Lágrimas de amor salieron de sus ojos femeninos. Quinto agachó la cabeza para saborearlas y, besando sus mejillas, le imploró que no continuara llorando más. No soportaba verla llorar, le partía el corazón.

     Un pequeño y fino hilo de voz salió de la garganta de Claudia.

—Luché cada día, cada hora y cada minuto por encontrarte... —terminó llorando desconsoladamente.

     Quinto bajó la cabeza y, posándola en el suave cuello femenino, fue dejando delicados besos cargados de amor.

—No llores más, ya acabó todo, deja de preocuparte...

—Por eso lloro, porque se acabó... —dijo Claudia emocionada.

     Ambos se miraron desesperados por tenerse que separarse de nuevo así que continuaron besándose y amándose hasta alcanzar juntos, nuevas cotas de placer.

     Una hora después descansaban abrazados y entrelazados en aquel lecho que era estrecho para los dos. Quinto, incapaz de dejar de abrazarla, era inmensamente feliz por aquellos brevísimos instantes que los dioses le habían querido conceder. Reconocía que si no se hubiera dejado llevar por sus celos, nunca habría vuelto a experimentar semejante dicha. Besando en la mejilla a la joven, la contempló profundamente dormida; se había quedado extenuada después del torrente de sentimientos. Pero él era incapaz de encontrar el sueño profundo, solo quería rememorar y preservar en su mente esos momentos vividos. Sin dejar de abrazarla como aquella noche en Roma, Quinto aprovechó cada segundo a su lado antes de tener que abandonar aquel lugar.

     Consciente de que la hora de la última comida había pasado y que seguramente Flavia estaría preguntándose donde estaba su marido, se sintió culpable. Al día siguiente buscaría alguna excusa, pero esa noche no habría nada ni nadie que le hiciera separarse de Claudia. Después de varias horas, agotado, se quedó dormido.

     De madrugada unos leves golpes en la puerta despertaron a Quinto y a Claudia. La joven, desorientada, le preguntó qué pasaba.

—No lo sé, quédate quieta.

     Quinto se vistió apresuradamente mientras al otro lado de la puerta se escuchaba a Aemilius con una voz profundamente preocupada. Cuando Quinto abrió levemente una rendija en la puerta preguntó al inquieto ayudante:

—¡Señor, la señora Flavia se ha puesto de parto!


     Horas después, Quinto estaba en la habitación de Flavia preocupado de ver a la joven sufrir. Había mandado llamar al galeno y, mientras el hombre llegaba, los criados se ocuparon de todos los preparativos necesarios para el parto. Las contracciones de Flavia eran cada vez más fuertes y seguidas. Su frente perlada de sudor daba muestras del enorme sufrimiento que la aquejaba. Cada vez que uno de los dolores le venía la joven intentaba no gritar para no asustarlo pero era evidente el verdadero esfuerzo que hacía.

—Flavia, grita si eso te alivia, a soldados más fuertes que tú he visto inmersos en verdaderos padecimientos y han gritado como alma que lleva en pena. No te molestes en disimular... —dijo Quinto intentando aliviarla un poco.

     Flavia asintió con la cabeza incapaz de emitir ninguna palabra. Pequeñas lágrimas empezaron a rodar por su cara. Quinto, sentándose en el borde del lecho, le cogió la mano e, intentando darle ánimo y alguna palabra de consuelo y de aliento, le preguntó:

—¿Por qué lloras? No debes preocuparte, eso no hará bien ni al bebé ni a ti. El galeno ya tiene que estar por llegar. En cuanto tengas al bebé todo este suplicio habrá acabado. Te lo prometo.

      La joven siguió llorando intentando creer a su esposo. Un cálido sentimiento de unión la inundó porque era rara la vez que su marido le cogía de la mano pero el dolor era tan desgarrador que se hacía muy difícil centrarse en las palabras que le acababa de decir. Jamás hubiera imaginado que tal padecimiento pudiera existir. Nadie le había hablado de eso y nunca había visto como una mujer daba a luz. Estaba asustada porque no sabía cómo el niño podría salir de su cuerpo si ya de por sí le dolía tanto.

     En ese momento el galeno hizo su aparición y, mirando a los futuros padres, preguntó:

—¿Desde cuándo está así?

—Desde hace más o menos una hora, pero el dolor no debería ser tan intenso ¿no cree? Pensaba que estas cosas se alargaban más en el tiempo y que el dolor era más gradual.

—Y así debería ser..., es demasiado pronto —dijo el galeno mientras sacaba sus utensilios de una especie de maletín—. ¿Hay algo más que deberíamos saber joven Flavia?

     La joven, mirando con un poco de remordimiento a su esposo y luego al galeno, dijo con voz baja pero dolorida:

—En verdad, llevaba sintiéndome mal desde hace días pero no quise cargar a mi esposo con más problemas, últimamente se le veía bastante preocupado.

     Quinto y el médico se quedaron mirándose mutuamente bastante serios sin querer regañar a Flavia y empeorar su estado.

—Tú no eres un problema más Flavia... —exclamó Quinto sintiéndose culpable por no haberse dado cuenta.

—Si no le importa salir del cubículum, voy a reconocer a su esposa. Como veo que los criados ya han dispuesto todo lo que voy a necesitar, por el momento solo necesito que la naturaleza siga su curso.

—Está bien, estaré ahí afuera si me necesitan.

     La joven muda por el dolor ni siquiera fue consciente de que su esposo salía fuera. Solo pudo percibir como aquel galeno subía la sábana con que estaba tapada para traer a su bebé al mundo.

     Las contracciones de Flavia siguieron a lo largo del amanecer y de la mañana del día siguiente. El dolor era tan insoportable que parecía que le desgarraba las entrañas por dentro. El galeno preocupado por la poca fuerza que tenía ya la joven madre le indicó:

—No se atreva a dormirse, ya sé que está agotada pero su hijo está por nacer y debe estar despierta cuando empiece de nuevo el dolor.


     Mientras en el pequeño habitáculo, Claudia no podía evitar andar de un sitio para otro. El hijo de Quinto iba a nacer y a ella no le correspondía estar en aquel hogar. Sentimientos contradictorios la embargaban; volver a encontrarse con él había sido maravilloso pero un completo error. El temperamento celoso de Quinto había sido la gota que había logrado derramar el vaso. No pudo evitar amarle con su mente y con su cuerpo. Pero en ese instante, cuando él estaba acompañando a su esposa unos celos enormes la invadían a la misma vez que se sentía culpable porque aquella mujer tenía todo el derecho a tener a su marido a su lado y ella acababa de hacer el amor con él. Quinto debería haber estado con su mujer y no con ella.

      Nerviosa, deambulando sin sentido en aquella celda se hartó del confinamiento y decidió salir al pasillo. Nunca había llegado más allá de las culinas pero sentía un impulso que la llevaba allí. Con paso lento comprobó que alguien había estado trabajando porque habían dejado varias velas encendidas. Despacio siguió adelante atravesando el recinto. No conocía la domus de Quinto pero nada impidió que siguiera adelante. Claudia avanzó por un oscuro pasillo que conducía a un enorme atrium. En medio de aquel lugar Quinto esperaba delante de una puerta silencioso mientras su asistente y varias personas le acompañaban. Se notaba que estaba nervioso porque no paraba de dar vueltas de un lado para otro con la cabeza baja y el rostro demasiado compungido.

     Claudia se dio cuenta que la cosa debía ir lenta, mirándole por última vez comprendió que su futuro en aquel lugar tenía los días contados. En cuanto estuviera nuevamente restablecida se marcharía; ambos necesitaban una oportunidad de rehacer su vida y ella era incapaz de seguir adelante con aquella situación. Los celos la estaban matando y hubiera dado cualquier cosa por haber sido ella la madre de ese niño y la esposa de aquel hombre, pero el destino era demasiado caprichoso. Volviendo sobre sus pasos regresó y se acomodó nuevamente en aquel lecho impregnado del olor de Quinto. Fue contando despierta las horas hasta que el agotamiento le hizo cerrar los ojos.


      Algo andaba mal y Quinto era consciente de eso. Hacía rato que había amanecido y Flavia ya debería de haber dado a luz. El galeno todavía no había salido de aquella habitación. El temor hizo que se le retorciera el estómago mientras en ese preciso momento el hombre salió de la habitación secándose el sudor de la frente.

—El niño no viene bien, no tiene la posición adecuada para el nacimiento. Estoy haciendo todo lo humanamente posible por los dos pero su esposa está demasiado agotada para seguir empujando.

     Quinto mirando incrédulo al galeno le preguntó:

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que el niño no está en la posición adecuada para el nacimiento, cada vez que en una de las contracciones intento sacarlo, no hay manera de que pueda salir...—titubeó el hombre al hablar—. Debe de estar preparado para cualquier desenlace, tanto el bebé como la madre tienen el riesgo de morir...

     Dejando al galeno con la palabra en la boca, Quinto lo esquivó y pasó dentro del cubículum. El espectáculo que halló delante de él lo enfermó; Flavia medio desmadejada y flácida reposaba en aquella cama prácticamente sin fuerzas. Corriendo se apresuró a ir hacia su lado y orillando el pelo de la frente le habló con voz desesperada:

—Flavia, ¡mírame! —ordenó con su voz más autoritaria.

     La joven despertó de su letargo y abriendo los ojos le miró cansada.

—No puedes rendirte ahora, ¿de acuerdo? Ya queda poco para que nazca. ¿Si me quedo a tu lado me prometes que lo intentarás otra vez?

     La joven asintió con la cabeza, ya no le quedaban fuerzas ni para contestar. Unas enormes ganas de dormir se habían apoderado de ella mientras unas profundas ojeras se habían instalado debajo de unos hundidos ojos que daban muestra del gran agotamiento físico que la muchacha estaba sufriendo.

      El galeno, que se había quedado a un lado del procónsul mirando el breve interludio entre los esposos, miró al joven y, asintiendo, volvió a intentar extraer a ese niño del vientre de su madre. El hombre volvió a situarse entre las piernas de la futura madre y, dando de nuevo las instrucciones, confió en que ese desenlace acabara bien mientras los minutos pasaban lentamente.

     Quinto le dio la mano a su mujer intentando despejarla de ese doloroso letargo que se estaba apoderando de ella. Era incapaz de soportar el lamentable tormento que estaba sufriendo Flavia pero debía por todos los medios insuflarle algo de su propia fuerza aunque fuera lo único que pudiera hacer por ella. Al cabo de un prolongado rato la joven volvió la mirada hacia su marido y con un leve hilo de voz le dijo.

—Quinto no puedo más, no puedo hacer esto... ¡Perdóname!, tendrás que cuidar tú de él... —dijo la joven mientras se desmayaba.

     El galeno corriendo se apresuró a la cabecera de la cama e intentando espabilar a la joven, dijo a su esposo:

—Esto es lo peor que podría estar pasando, la joven tiene una pequeña hemorragia y no puedo pararla...

     Quinto, horrorizado, se echó las manos a la cabeza y, preocupado, observó el macabro espectáculo. Desesperado salió fuera, necesitaba aire que respirar, se estaba ahogando. No era posible que estuviera sucediendo aquello. Nunca había deseado que su mujer acabara de aquella forma, toda la culpa la tenía él, por no oponerse a los deseos del emperador. Jamás debió desposarse con ella; no estaría en esos momentos debatiéndose entre la vida y la muerte por su culpa. Completamente rendido se apoyó en la pared del pasillo. Alrededor de él pero sin molestarlo varios esclavos le miraban también preocupados por la situación de la señora, incluido Aemelius.

     Al cabo de un rato el galeno volvió a salir buscándole con la mirada urgentemente.

—Lo siento, no he podido hacer nada más por su esposa. Se está muriendo y con ella, el niño. Solo existe una opción para intentar salvar al bebe pero eso implica la muerte de la madre —dijo el galeno al soldado.

—¿Cuál es? —preguntó Quinto llorando y completamente derrotado.

—Solo lo he hecho una vez y no acabó precisamente bien, tanto el bebé como la madre terminaron muriendo.

     Quinto siguió mirando al galeno en un desgarrador y afligido silencio.

—Podría realizar una cesárea.

—¿Qué es eso?

—Cuando la madre está prácticamente muerta se abre el vientre de la madre sacando a la criatura pero eso no nos garantiza de que el niño sobreviva, podría llevar muerto en el vientre de su madre desde hace horas. Solo lo sabremos cuando lo extraiga.

     Quinto se volvió y, sopesando la situación sabía que en cuanto le diera la mínima oportunidad de vivir a su hijo, estaría acabando con la última oportunidad que tenía su madre de vivir. Tenía que elegir entre la vida de uno o de otro, o dejar que murieron los dos.

—Galeno, esta situación me supera, no puedo darle la vida a mi hijo a costa de la vida de su madre... —mirando a los ojos del anciano le contestó—. Lo dejo en sus manos, soy incapaz de tomar esa decisión a riesgo de perder a los dos.

     El médico consciente de la terrible situación de aquel hombre, volvió sobre sus pasos, sabía perfectamente la decisión que iba a tomar. Su misión en la vida era salvar vidas y no perder a ambos. Ese niño tendría una mínima oportunidad de venir al mundo.


     Aemilius entró en la habitación de Claudia después de llamar con discreción a la puerta. La mujer dio permiso al muchacho para que entrara. El joven la vio callada, de pie, mirando el exterior desde la pequeña ventana.

—Venía para ver si deseaba tomar algo la señora, no ha comido nada en todo el día... —dijo el muchacho con voz cansada.

—Te agradezco que te preocupes por mí pero no puedo pasar bocado por mi garganta. Dime, joven Aemilius, ¿ha nacido ya el hijo de tu señor?

—No sabe nada ¿verdad? Claro, se me olvidó informarla...

—¿Saber qué? —preguntó Claudia volviéndose y mirándolo fijamente.

—Bueno, la señora Flavia se está muriendo, algo en el parto ha salido mal.

—¿Cómo? —preguntó Claudia perpleja mientras se acercaba al lecho e intentaba sentarse antes de que pudiera caerse.

—El señor está como loco... por eso no he podido venir antes a ayudarla.

     Claudia, enmudecida, calló sin saber que decir, no podía estar dando crédito a lo que estaba escuchando. Ella sabía lo que era perder a su bebé y por nada del mundo hubiera deseado aquel final para nadie. No conocía a aquella mujer y, aunque estaba celosa, una pena enorme la embargaba.

—¿Estás seguro lo que estás diciendo Aemilius?

—Sí señora, por desgracia la mujer del señor se está muriendo.

     Incapaz de decir nada Claudia se sumergió en un completo silencio. Aemilius comprobó que la noticia había impactado a la mujer, así que sin decir nada más por el momento, se marchó del lugar dejándola sumida en sus pensamientos.


       Al cabo de un rato, la puerta del cubículum de Flavia y Quinto se volvió a abrir. El galeno traía en los brazos un bulto envuelto en un pequeño lienzo. A Quinto se le derramaron las lágrimas comprendiendo lo que traía.

—Lo siento mucho, no he podido hacer nada por la madre, pero el niño...—dijo mirando la pequeña abertura que había en el lienzo— he podido salvarlo al final. Aquí tiene, ha sido un niño y está perfectamente sano —dijo el hombre mientras hizo el intento de pasar a los brazos del desconsolado padre a su pequeño hijo

     Quinto continuó llorando mientras acogía en sus brazos al pequeño ser. Estupefacto, le miraba asombrado y maravillado, mientras el diminuto bebé abría los ojos por primera vez en el mundo y Quinto podía comprobar que era una pequeña réplica de él. Entristecido por el final de Flavia volvió su mirada al galeno:

—Tengo que agradecerle lo que ha intentado hacer por los dos.

—No hay que darlas, por desgracia no he podido salvar la vida de la madre, le doy mi más sincero pésame.

—Gracias —asintió Quinto mientras seguía mirando a la pequeña criatura que no conocería a su madre.


Nota de la Autora:

Según he podido averiguar, en la época romana, y cuando nació César, ya se llevaba a práctica la técnica de la cesárea. Pero sólo se hacía en el caso de que la madre corriera un peligro evidente de muerte para intentar salvar la vida de su hijo.Son dos los posibles orígenes de esta palabra:
1º El término puede derivar del verbo latino caedo que significa "cortar" (hacer una fisura). De hecho, en Roma se utilizaba la oracióna matre caesus (cortado de su madre) para describir la operación.
2º La respuesta más aceptada es la que nos dice que la palabra proviene de una ley romana que prescribía que esta práctica debía llevarse a cabo al final del embarazo de una mujer moribunda, con el fin de salvar la vida del bebé. Fue promulgada por Numa Pompilio, en el 715 a.C. (lo que sigue desmontando la teoría de que fuese proveniente de César, que nació en el 100 a.C.). La ley se llamaba lex caesarea y de éste, pudo derivar el término actual. Posiblemente, el origen de la palabra cesárea se deba a la combinación de estas dos últimas explicaciones, acompañadas con el tiempo por la creencia popular de que César fue el primero en nacer por esta práctica (dato que alimenta la etimología popular y produce palabras como la alemana aiserschnitt , que literalmente significa " el corte del emperador").

Gracias Maria Jesús Toro por tu asesoramiento en el origen de la cesárea

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