
103.-El mal es mi Dios
Miminch no tardó en mandar su ejército hacia las planicies entre Mimhir y Tiham, habían encontrado al grupo de soldados no reconocidos.
En los próximos dos días, Newrom llevó a su ejército hacia aquellas llanuras y se asentaron allí mientras organizaba todos sus movimientos.
Cinco soldados a caballos fueron enviados para exploración del territorio, mientras que las tiendas eran hechas.
El consejo de guerra esperó los informes de los exploradores para saber más o menos la cantidad de rebeldes que se habían acentuado, pero cuando esté llegó, se alegraron de que las noticias eran favorables. Solo pudieron sacar un estimativo de cien rebeldes, no había caballos, no había armamentos, no tenían muchas posibilidades de ganar, por lo tanto, Newrom se relajó.
Lo que no sabía el conde de Miminch, era que en una tienda instalada junto con los rebeldes, miles de collares que se habían preparado con anterioridad habían sido activados y de allí los soldados del duque que habían sido divididos, comenzaron a salir.
—Señor, han visto soldados a caballo moviéndose entre los árboles y dos más al sur, aún no sabemos cuánto son.
—Dejen que pasen, que observen, seguramente están esperando tener algún estimativo de nuestros hombres —dijo Caleb que había llegado también por medio de un collar.
—Señor, estamos listos. Los magos han llegado en el último grupo, esperan sus órdenes.
—Muy bien, esperaremos la llegada de los caballos y estaremos listos.
—Sí, señor.
Dos horas después, todo comenzó.
El cielo estaba despejado, con un azul tan hermoso que nada podía opacar, ni una sola nube estaba sobre aquella tierra, parecía que este día sería recordado dentro de lo más hermoso que el firmamento podía mostrar, estallaría el cambio de todo un reino y todo el sur esperaba con ansias aquello.
Newrom envío a su ejército, suficientes hombres para acabar con todos los rebeldes, quería asegurarse que todos serían acabados ese mismo día, ni siquiera optó por usar a su hechicero. Sobre una gran colina esperó pacientemente mientras observaba como sus hombres se dirigían a caballo hacia el bosque.
No tardaron en ver a los rebeldes salir de entre la vegetación, muchos corrieron como hormigas dispersándose por el lugar.
El sonido del acero cubrió la llanura, los minutos pasaron mientras que más sonidos se hicieron eco por el lugar. Gemidos de dolor, gritos de lucha entre los relinchos de los caballos.
—Sería bueno que manden cartas al rey, me alegraré saber cuál será mi recompensa después de esto —dijo el conde a uno de sus soldados al ver cómo su ejército comenzó a arrasar con sus enemigos.
—Señor, haré que preparen una buena comida para hoy.
—¿Crees que serán de Rumani? —preguntó Alain
—¿Por qué preguntas?, ¿puedes ver algo?
El hechicero rápidamente dijo unas palabras y sus ojos se hicieron más finos, mientras que su rostro se cubría de arrugas.
—Tienen espadas, armaduras, pero no veo ningún signo de ellas, saben pelear, aunque no lo suficiente, pero dudo que sean aldeanos normales.
—Rumani ¿Eh?
—¿Qué probabilidad hay de que el bastardo esté involucrado?
—El rey lo tiene, bajó su mando Alain, si así fuera, el idiota estaría cavando su propia tumba, el de él y su esposa. Dudo que fuera tan tonto —dijo tirando un poco de las cuerdas de su caballo y lo dirigió devuelta al campamento—. Fue suficiente, vamos a cenar.
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—Lo estás haciendo bien —dijo Caleb mientras sus ojos se posaban en la lucha. Un gran grupo de soldados aún se mantenían entre los árboles, mientras que los que habían salido, eran masacrados, pero no todo estaba perdido.
Tardaron alrededor de hora y media en que los enemigos se dieran cuenta de algo.
Ya sin vigilancia del conde, los soldados bajo su mando comenzaron a caer. No podían explicarse por qué no podían reducir el número de rebeldes, asesinaban y asesinaban a más y más, pero nunca se acababa.
Caleb estaba a cargo, pasando el tiempo sus propios hechiceros comenzaron a caer de rodillas. Cada uno había consumido piedras mágicas, sus manos extendidas hacia el campo de batalla hacían que la misma tierra fuera santa y los hombres que caían heridos eran curados gracias a ellos.
—Caleb —dijo uno de sus soldados. Estaba preocupado ya que los hechiceros estaban cayendo con rapidez. La piedra mágica para fortalecer sus poderes, no era suficiente para mantener su magia por más tiempo.
—Es la hora —dijo bajando su casco y luego subió a su caballo—. Resistan lo que más puedan y recuerden el propósito de nuestra lucha.
—¡Prepárense!
Los soldados hicieron lo mismo, montados ya en sus caballos, observaron al frente dónde a los lejos podía ver cómo su gente caía ensangrentada en el pasto, sus heridas eran curadas por los hechiceros para volver a luchar. Eran solo una carnada que habían asumido el dolor de la guerra.
—¡A la carga! —gritó Caleb con su espada desenvainada.
Todos los soldados comenzaron a correr hacia la planicie. Los hechiceros aguantaron lo suficiente como para que el grupo llegara a apoyar al resto y luego, uno a uno, fueron cayendo inconscientes sobre el pasto. Fue un sacrificio que el duque había decidido.
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Mientras todo eso ocurría, el gran templo sagrado había tenido una visita, un grupo de soldados lo rodearon por completo, mientras que dentro los rastreadores encontraron la carta que todos estaban buscando.
—Tarikan —dijo Sebastián acercándose a él.
El hombre no dijo nada, tomó el papel ya abierto y leyó lo que ahí se anunciaba. Con suma urgencia, la corona estaba llamando a las parteras más profesionales, ya que la misma reina había comenzado sus labores de parto. Aquello hizo que el duque sonriera, no había pasado ni cuatro horas dónde la había visto de buena salud.
Sebastián luego de eso marchó hacia el otro extremo de la iglesia y todo el plan comenzó a correr.
Los vidrios explotaron en miles de pedazos, las grandes campanas comenzaron a sonar, mientras que en el gran templo el hombre que comenzaría su destrucción, entró con una calma inquietante. Todos los sobrevivientes de cabezas tapadas se arrodillaron frente a él, comprendían lo que estaba ocurriendo, pero sus cuerpos no se movieron.
Ángeles profanos protegieron lo que allí estaba por ocurrir. Una gran cruz de oro con un hombre crucificado en lo más alto comenzó a temblar. El nuevo señor de esa tierra estiró sus brazos hacia los costados y un gran pentagrama se desplegó por arte de magia. Su pelo negro carbón no tardó en aparecer, mientras que lágrimas de sangre comenzaron a caer por su mejilla.
La tierra comenzó a temblar, y el calor de allí a subir de una forma poco natural, no había fuego, no había viento, pero sí el olor a azufre comenzó a impregnar las paredes.
—Que el mal se vuelva mi Dios, la iglesia acabará aquí y hoy.
La gran serpiente se desplegó en su totalidad como una gran sombra y entonces recién allí, las manos del gran hechicero se volvieron huesudas, venosas, negras, viejas, el fuego pronto salió de ellas.
Las bancas fueron lo primero que se prendió, luego las grandes telas que colgaban en el cielo y todo ardió. La gente gritó con agonía, desesperada, y la gran cruz comenzó a doblarse para finalmente caer frente a los pies del único hombre que quedaría con vida. Las paredes comenzaron a sangrar y todo el oro se fundió haciendo burbujas derramadas en el suelo.
Fuera de allí la gran nube negra se había podido divisar desde Rumani, la gente estaba nerviosa, los pocos que se habían unido a la causa eran personas normales. Si algo salía mal, estaba claro que ellos también parecerían.
Cecilia, la señora de la posada, asomó su rostro por la ventana, al igual que muchos de los habitantes. En sus ojos se pudo ver cómo la quema del gran templo solo era la señal del inicio de todo.
Con rostros preocupados solo se miraron entre los espectadores, parecía que en su mirada solo iba una frase, "tranquilidad y confianza" muchos hombres del pueblo habían abandonado sus hogares por esta causa, por lo tanto, era personal para la mayoría y debían mantener la esperanza en las serpientes.
Mientras observaba, un sonido fuerte hizo eco hasta llegar a ellos, la atención de todos estaba puesta allí donde el humo se había concentrado, pero no pudieron ver el templo y como este había perdido las tres gigantes campanas que se levantaban con gran majestuosidad en lo más alto. Cuando todo cayó, estas se derrumbaron soltando una gran y poderosa derrota.
—Ay Dios —soltó la anciana. Su corazón corría con gran rapidez, mordió sus labios recordando la guerra que había tenido que vivir en la niñez.
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Dos caballos corrieron devuelta a los campamentos que tenía el conde Newrom, pero cuando intentaron escapar, la tierra se separó en dos, abriéndose lo suficiente como para que los propios animales temieran saltar de allí. Aquello alteró la esperanza de los soldados, sabían bien que debían informar lo que estaba ocurriendo, pero lamentablemente su señor no era un hombre que diera la vida por alguno de ellos. Se sintieron abandonados, entre enemigos que habían triplicado su número y poseían magos entre sus tropas, el desenlace no era prometedor. Escapar ya a este punto solo era supervivencia de sí mismos, claramente el honor que traían consigo se fue con la confianza del Newrom. Desertar surgió como una opción, pero ya era tarde para aquella decisión.
Dos hechiceros de las serpientes abrieron las manos en cada costado y encerraron a todo el ejército que había atacado en ese lugar donde no había escapatoria. Luego una gran barrera verde se formó desde lo más profundo de la tierra, levantándose hacia el cielo, amortiguando el ruido que de allí salía.
Debían ganar el mayor tiempo que podían antes que el duque llegará. Los hechiceros eran preciados, cada uno de los que había quedado fueron resguardados por las serpientes. No todos eran lo suficientemente fuertes como para apartar su atención del hechizo y concentrarse también en la lucha, por lo tanto, solo se mantuvieron con sus manos al aire, mientras que los demás soldados los protegían.
La corona estaba perdiendo la cabeza por el parto prematuro de su primogénito, Newrom confío que ganaría al ver la poca cantidad de soldados rebeldes y decidió volver a su base, el templo sagrado se destruyó y la oscuridad avanzó hacia Miminch.
—¡Señor! —gritó un soldado mientras rebanaba el estómago de otro.
Caleb levantó rápidamente la mirada y vio que fuera de la magia de sus hechiceros un soldado a caballo había aparecido.
—Lo seguiré—dijo un soldado moviéndose entre la decena de cuerpos que regaban la tierra.
—¡No! Está muy lejos, una vez que lo alcances el ejército restante de Rómulo te acabarán.
Caleb apretó los dientes mirando como el caballo a lo lejos se esfumaba, era obvio que en su boca iba toda la verdad. Newrom se daría cuenta recién que sus soldados habían perecido.
—¿Podremos con ellos?
—Llamad a los hechiceros que quedan, tengan como prioridad la recuperación de sus hermanos. Si Newrom hace uso de Alain, tendremos que tener a todos en buena forma, antes que llegue el duque.
Si hubiera estado Merlín con viva, sin duda bastaría con contener al hechicero de Rómulo, pero la realidad era otra. Mientras los seis hechiceros que conjuraron un manto sagrado por horas estaban inconscientes, los tres restantes no bastaban para lo que se avecinaba.
—Maldición, ¡Acaben con los vivos y reúnan a los heridos! —gritó Caleb.
Horas, solo tardarían en dos o menos horas para que Newrom volviera a atacar. Había dos situaciones que podían ocurrir, Newrom enviaba a sus soldados restantes al combate o esperaba unos días hasta que los soldados y hechiceros que aún estaban dentro de Miminch llegarán a su ayuda.
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—¡Señor...! —dijo un soldado acercándose con su caballo hacia donde estaba Newrom—, los soldados han caído... Nuestras tropas...
—¡¿Qué?! —gritó Alain golpeando la mesa donde había estado desplegado el mapa de Hamrille.
Newrom abrió los ojos enormes y volteó lentamente con la boca abierta. En su conciencia no podía procesar lo que acababa de escuchar, pensaba que aquello solo era algo que podía controlar con facilidad. Los informes habían dicho que solo eran pocos rebeldes reunidos, los hombres que él había mandado eran más que suficientes para aniquilarlos. Según los cálculos que había sacado junto a sus consejeros de guerra, no debían haber salido derrotados.
—¡Déjame ir allá! Yo los acabo a todos —dijo Alain acercándose.
—¿Cuántos hombres? —preguntó Newrom mirando al soldado que había llegado.
—Más de doscientos.
—¿Doscientos rebeldes?, ¿cómo es eso posible?
—Contacte al rey, llame a su ejército, necesitas la ayuda de...
—¡Ni siquiera lo menciones! —gritó el comandante.
Sus ojos se volvieron feroces mientras miraba a uno de sus consejeros. Sabía perfectamente que no tenía hombres suficientes, la mayoría de los suyos estaban en el otro continente y aunque los mandara a llamar, demoraría al menos un mes.
Contactar a Abeul era lo más sensato, pero sabía que Tristán no tenía suficientes soldados, por lo tanto, el más cercano era Tarikan.
—Nosotros tenemos magia...
—Señor, ellos también. Al menos seis soldados de nivel intermedio, eso ya es difícil, incluso para...—El hombre enseguida recibió una cachetada de Alain que había tomado aquello como un insulto.
El hechicero no estaba contento, confiaba que el mismo podía encargarse de una sola vez de los rebeldes, pero su comandante tenía los pies más en la tierra que el mismo.
—Contacten a Abeul, yo me encargaré del bastardo.
—Tarikan puede atacar por el otro flanco, un ataque sorpresa sería lo ideal.
—¡Entonces muévanse!
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Reimy fue quien recibió la carta de Rómulo. La gran chimenea del salón se iluminó antes de que aquella fuera soltada desde lo alto.
El anciano ya sabía lo que debía hacer, por lo tanto, la tomó con rapidez viendo el sello inmaculado y sonrió al percatarse que todo lo que Tarikan había dicho estaba ocurriendo.
Los rebeldes, que estaban compuestos por personas normales y también por serpientes, acabarían con el primer batallón de ataque que mandaría Newrom. Confiado que saldrían victoriosos, Rómulo perdería más hijos, al mismo tiempo el duque se encargaría de destruir el templo sagrado, cortando así la primera conexión con la corona.
Rómulo no tardaría en comunicarse para pedir su ayuda, pero al mismo tiempo Abeul también recibía su carta.
Sujetando el papel entre sus dedos, el soldado que había recibido aquello corrió por los jardines hacia donde se encontraba Tristán. El marqués no se mostró sorprendido, ya que estaba al tanto de la organización rebelde que estaba atacando el sur.
—Preparen a los hombres —dijo arrugando la carta y levantando la mirada hacia el soldado.
—Sí, señor.
—¿Qué? Tristán no puedes ir tú, ¿Es necesario? —preguntó Sophia mientras lo seguía a unos pasos.
—No puedo esconderme aquí, esto es grave para la corona.
—Pero Tristán, manda a los hombres, tú... tú.
—Sophia, es mi deber, y sé perfectamente lo que tengo que hacer.
Caminó con un objetivo ya en mente, sabía que debía cumplir con su debe, pero eso no evitaba que se llenará de preocupación. El marqués levantó su rostro hacia el cielo y su mirada se posó en el firmamento mientras levemente apretó los labios.
—Aynoa...
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