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Capítulo 9

¡Holi! Antes de seguir leyendo, quería avisaros de un detallito: en este capítulo hay unas cuantas escenas en que no se explica exactamente lo que le pasó a Mara, pero sí que soy bastante explícita con algunos detalles. Así que si te sientes extremadamente incómodx con el tema y no quieres saber de él, quizá no deberías leerte este capítulo. Un beso :)


Mini-maratón 2/2


9 - OJALÁ


(Tired - Gavin James)



—¿Tienes una cita?

Eché una ojeada molesta a Zaida, que estaba en el sofá con su nuevo novio —madre mía, ¿de dónde los sacaba?—, acurrucados el uno contra el otro bajo la manta naranja. Ambos me miraban con cierta burla en los ojos, como si el hecho de que yo tuviera una cita fuera algo totalmente impensable.

—¿Y a ti qué te importa? —murmuré, recogiendo el abrigo de la entrada.

—Es solo curiosidad, no te pongas así. ¿Es con el boxeador?

—Sigue sin ser problema tuyo, Zaida.

—Alguien no tendrá una muy buena cita si va con ese humor —canturreó su novio, y ambos se pusieron a reírse a carcajadas.

Decidí ignorarlos y salí de casa con el bolso colgando del hombro. Se suponía que Russell ya estaba abajo y la perspectiva de ir con él a algún lado se me hacía, no sé por qué, muy interesante.

Después de todo, hacía años que no quedaba con nadie en plan cita. Ni siquiera estaba segura de que lo que había pasado con Aiden pudiera considerarse como tal. Había sido todo un poco raro. Y precipitado.

Russell estaba apoyado en su coche jugueteando con las llaves cuando abrí la puerta de la entrada y esbozó una gran sonrisa al verme. El camino hacia el restaurante fue menos silencioso de lo que esperaba —más que nada porque a él se le daba bien sacar conversación, porque yo era horrible en ello— y me fui relajando a medida que nos acercábamos a nuestro destino, hasta el punto en que me pregunté por qué había estado tan nerviosa desde un principio.

—¿Quiénes son tus amigos? —me preguntó cuando ya íbamos hacia la puerta del restaurante.

—Oh, son Lisa, la chica que conociste en el parque conmigo, y su novio Holt. Son muy simpáticos.

Uno de los camareros asintió cuando le dijimos que nos estaban esperando y señaló una de las mesas del fondo, cosa que me extrañó porque había ido otras veces a ese lugar y las del fondo solían ser las mesas grandes, reservadas para grupos.

Sin embargo, lo entendí perfectamente cuando me acerqué un poco y vi que la mesa no estaba puesta para cuatro personas... sino para seis.

Antes de fijarme a los otros tres —que ya podía imaginarme quiénes eran, desgraciadamente—, clavé mi ácida mirada en Lisa, que me dedicó una sonrisa temblorosa de disculpa.

Vale, solo con eso ya sabía que no lo había planeado ella. Y que estaba bastante nerviosa, de hecho.

Me atreví a levantar la mirada y vi que Holt estaba un poco encogido en su lugar, como siempre que cierto señorito estaba a su alrededor. Y ese señorito, claro, estaba sentado al otro lado de la mesa con su espléndida esposa, que no había dejado de parlotear porque no se había dado cuenta de que estábamos ahí.

De hecho, nadie a parte de Lisa lo había notado; Holt echaba ojeadas nerviosas a Aiden, Aiden miraba fijamente un punto cualquiera del restaurante con los brazos cruzados y April gesticulaba sin dejar de hablar de no sé qué de un musical que le gustaba.

¿Y si nos fuéramos corriendo? Todavía no nos habían visto.

Miré de reojo a Russell, que pareció algo confuso, y me dio la sensación de que no le importaría que le pidiera que nos marcháramos.

Pero, entonces, la voz de Holt me sacó de mis maliciosos planes de huída.

—¡Mara! —casi sonaba aliviado—. Por fin, ya pensábamos que os habíais quedado en casa.

Ojalá.

Dirigí una mirada nerviosa a Lisa, que me volvió a dedicar una sonrisa de disculpa. Mientras tanto, intentaba ignorar con todas mis fuerzas la mirada dorada y afilada que se había clavado sobre mí y, especialmente, sobre el pobre Russell.

—No encontraba mi móvil —mentí, levantándolo como prueba y sintiéndome bastante idiota.

—Bueno, todavía no hemos pedido.

Así que no me quedó más remedio que ocupar un lado de la mesa con Russell, con Aiden y April delante de nosotros y Lisa y Holt a ambos lados de la pobre mesa.

El silencio era tenso, sí.

Bueno, no exactamente silencio, porque Lisa hacía intentos bastante tristes de mantener una conversación, pero el único que le seguía el rollo era Russell, que supongo que no entendía por qué había tanta tensión en ese espacio tan reducido.

Yo, por mi parte, solo removía la comida sin tener mucha hambre, miraba de reojo a Lisa y Russell e intentaba ignorar de nuevo las miradas que venían del otro lado de la mesa de parte de dos personas que no parecían muy contentas de verme, aunque supuse que sería por motivos bastante distintos.

Solo una vez me permití a mí misma levantar la mirada y clavarla en Aiden, y lo descubrí observándome con los labios apretados, sin decir nada. Durante un instante, nos quedamos mirando el uno al otro y yo noté una oleada de sentimientos contradictorios en el pecho. Fui la primera en romper el contacto visual para centrarme en mi plato, aunque noté que el seguía mirándome por unos segundos más.

Ya estábamos por los postres —y yo ya tenía la esperanza de no tener que participar en ninguna conversación— cuando Holt, el pobre, tiró una bomba en medio de la mesa sin querer.

—Bueno, Mara, ¿y desde cuándo estáis juntos Russell y tú?

El silencio que siguió esa pregunta fue tan tenso que estuve a punto de reírme solo por los nervios.

—Eh... —miré a Russell en busca de ayuda, de nuevo ignorando las miraditas del otro lado de la mesa.

—Bueno, es nuestra primera cita —él acudió en mi ayuda, sonriéndome un poco.

—Exacto —dije, casi aliviada—. Pero de todas formas no tardaremos mucho en irnos, ¿no?

Le dediqué una mirada significativa, a lo que él se apresuró a asentir.

—Sí, claro.

—¿Ir dónde?

Una parte de mí esperaba que la pregunta hubiera salido de Aiden, pero había salido de April, que nos miraba con cierta curiosidad en los ojos.

De hecho, nos había mirado así desde el inicio de la cena. Creo que no entendía muy bien cuál era mi función en el grupo, o por qué estaba saliendo con un chico nuevo cuando unos días antes había besado a su marido.

—Mañana tengo un examen a primera hora —me salvó Russell al ver que me quedaba en blanco—. Es mejor que vuelva pronto a casa.

—¿Y ella tiene que ir contigo? —masculló Aiden.

No había dicho una palabra desde que nos habíamos sentado en la mesa, y casi se me hizo raro que hablara, como si fuera algo muy sorprendente. O quizá lo que me sorprendió fue el tono neutral que usó, claramente teñido de otro mucho más desdeñoso que había intentado ocultar sin mucho éxito.

—No es problema tuyo, Aiden —intervino Lisa en su mejor tono de mediadora.

Aiden no dijo nada, pero sí que miró a Russell fijamente, casi como si quisiera clavarle el tenedor en un ojo.

—Bueno —concluí, haciendo un ademán de sacar la cartera—, ¿qué...?

—No hace falta pagar —intervino April—. El restaurante es de mi madre.

—Oh —me sentí un poco incómoda sin saber por qué—. Pues... gracias por invitarnos. Ha sido una cena... ejem... muy divertida.

—Seguro —murmuró Lisa con una mueca.

Me apresuré a levantarme para que Russell me siguiera y, menos mal, lo hizo. Salimos del restaurante en tiempo récord, casi dejándonos los abrigos en el proceso. Russell se detuvo junto la entrada, asegurándose de que los demás no se habían movido de la mesa. Yo hice exactamente lo mismo.

—Bueeeeno... —murmuró—, desde luego, no ha sido la cena más relajada en la que he estado.

—Perdón por traerte, Russell, si hubiera sabido que ellos dos estarían...

—No te preocupes, ha sido casi divertido ver como el grandullón me atravesaba con la mirada.

Lo miré, algo incómoda, cuando se metió las manos en los bolsillos y enarcó una ceja.

—¿Me has invitado solo para poner celoso a otro?

La pregunta era muy sencilla. Ojalá la respuesta también lo hubiera sido.

—No —fruncí un poco el ceño, incómoda—. Yo... ni siquiera sabía que estaría aquí.

—Pero está claro que hay algo entre vosotros dos. Cualquiera se habría dado cuenta.

—No hay nada. Está casado.

—Sí, y tienes cara de que eso te jode mucho.

Lo peor es que ni siquiera parecía enfadado conmigo, solo curioso por saber la verdad. Y, sinceramente, me merecía que se enfadara conmigo.

—No me jode. Me da igual. Y preferiría no seguir hablando de ese capullo.

—Como quieras —ladeó un poco la cabeza—. ¿Prefieres hablar de nuestro nulo futuro como pareja?

Dudé un momento antes de sonreír al ver que estaba bromeando.

—No lo digas de esa forma.

—Es verdad, ¿no? Es decir... me caes bien, y quiero pensar que yo te caigo bien, pero no tenemos mucha química.

—No todo es... sobre química.

—Si tienes que convencerte a ti misma de que te gusto, esto no tiene mucho sentido.

Hubo un momento de silencio cuando él señaló la puerta cerrada del restaurante.

—Ése chico sí te gusta. Yo te caigo bien. E ahí la diferencia.

—Russell...

—No te preocupes, tampoco es como si hubiéramos salido seis años y ahora me enterara de esto —sonrió, encogiéndose de hombros—. Igual tendríamos más futuro como amigos.

—Yo no soy muy buena en eso de tener amigos. Bueno... no soy muy buena en eso de relacionarme con la gente, en general.

—Si te sirve de consuelo, yo tampoco. ¿Te has quedado con ganas de postre?

Media hora más tarde, estábamos los dos sentados en el mismo banco en que habíamos hablado unos días atrás, solo que esta vez era de noche y, en lugar de atuendos de deporte, ambos íbamos bastante abrigados. Y yo tenía un helado en la mano —porque sí, comía helado incluso en plena noche y en pleno otoño, era así de lista—.

Russell se había conformado con encenderse un cigarrillo, sentado a mi lado. Debió notar la miradita que le echaba, porque sonrió mientras le daba la primera calada.

—Lo estoy dejando —me aseguró, y el tono sonaba a que había dicho lo mismo otras cincuenta veces.

—Bueno, no voy a juzgarte. Yo empecé a fumar a los catorce.

—¿A los catorce? Joder.

—Mi madre fumaba, su novio fumaba... una hace lo que ve en casa, supongo.

Dios, todavía recordaba esa época con mi madre y su novio en esa estúpida caravana. Ni siquiera recordaba muy bien por qué había accedido a irme a vivir con ellos, aunque fuera de forma temporal. Debí haber escuchado a mi padre, que me decía que no lo hiciera porque mi madre era una irresponsable.

Pero, claro, ¿a qué chica de catorce años no le gusta tener una madre un poco irresponsable que no le controle la hora de retorno a casa, si bebe, si fuma o si sale con chicos? Supongo que ella me ignoró demasiado, y supongo que yo abusé demasiado de ello.

—Mi madre siempre ha sido anti-tabaco —murmuró él, observando el cigarrillo distraídamente—. Su padre fumó durante años y terminó muriendo de cáncer de pulmón. Yo ni siquiera llegué a conocerlo. Supongo que por eso se escandaliza cada vez que me ve con un cigarrillo.

—Leí por ahí que con hipnosis podrías dejarlo —bromeé, divertida.

—Uf, no. Imagínate que me preguntan el pin de la tarjeta o algo así. Se quedarían con los veinte tristes dólares que tengo en el banco.

Empecé a reírme y casi se me cayó el helado. Menos mal que logré rescatarlo a tiempo de una caída mortal.

—Bueno —concluyó, mirándome de reojo—. ¿Vas a empezar a contarme ya la trágica historia que justifica que odies que te toquen?

El hecho de que lo preguntara tan directamente casi hizo que diera un respingo, pero me contuve justo a tiempo.

—No sé de qué hablas —mentí descaradamente.

—Bueno, odias el contacto humano. Eso está claro. Evitas continuamente cualquier tipo de contacto físico, ya sea con tus amigos o conmigo. ¿O me estoy volviendo loco y me lo he imaginado?

Puse una mueca, dejando de comerme el helado por un momento. Se me había quitado un poco el hambre.

—Es una larga historia —concluí—. Y no me gusta hablar de ella.

Russell me observó unos segundos antes de asentir.

—Tienes razón. Perdón por sacar el tem...

—Alguien... me hizo algo muy malo.

Me sorprendí a mí misma al decirlo en voz alta. Especialmente a alguien que no fuera de mucha confianza, como Russell.

Pero, de alguna forma, era mucho más fácil contárselo a él, que apenas me conocía, que contárselo a papá, a Grace o a Lisa. Era mucho más fácil.

Russell me miró con cierta precaución, como si le diera miedo preguntar sobre el tema.

—Pero, lo peor... —continué, con la mirada perdida en un punto cualquiera del parque—, lo peor no fue el hecho en sí.

Russell dudó una eternidad antes de atreverse a preguntar.

—¿Y qué fue?

—Lo que pasó... yo... bueno, quizá no habría sido tan horrible si no hubiera sido por lo que pasó después. Primero... yo no quería hablarlo con nadie. Ni con mi padre, ni con mi madre, ni con Grace, la novia de mi padre... y no tenía cerca a Lisa, que es la única persona del mundo que me aguanta de verdad. No quería hablarlo con absolutamente nadie.

Incluso yo podía notar en mi propia voz que necesitaba contárselo a alguien que no fuera una doctora, que no fuera una profesional que pudiera darme un punto de vista clínico y artificial. Necesitaba contárselo a alguien que simplemente quisiera escucharme.

Y Russell debió entenderlo, porque asintió con la cabeza, observándome.

—¿Nunca se lo llegaste a contar a nadie?

—Solo a Grace —murmuré, tragando saliva—. Ella... se volvió loca. Lo primero que quiso hacer fue ir a matar a ese chico, pero luego lo pensó mejor y optó por ir a la policía conmigo. Decía que lo que se merecía era pudrirse en la cárcel. Nada más decirles a los policías lo que había pasado, me condujeron a una sala apartada con Grace y nos hicieron esperar una hora antes de que apareciera alguien. Y quienes aparecieron fueron dos policías con cara de querer estar en cualquier otra parte menos en esa, como si el tema fuera aburrido. Uno de los dos era el jefe de policía —añadí con una sonrisa amarga—. Ese era el que parecía más aburrido de los dos, especialmente cuando les conté todo lo que había pasado.

—Menudos gilipollas —murmuró Russell—. Espero que al menos te dejaran poner la denuncia.

—Oh, sí, me dijeron que la pusiera. Y, en lugar de preguntarme cosas sobre el chico, empezaron a preguntarme cosas sobre mí.

Él se giró hacia mí, confuso.

—¿Qué quieres decir?

—Que me preguntaron qué llevaba puesto —empecé, con la mirada clavada en un punto fijo y un nudo en la garganta—. Me preguntaron si iba borracha, drogada... si había estado insinuándome, si en algún momento había especificado que no quería hacerlo... incluso me preguntaron si creía que era yo misma quien había propuesto subir a una habitación y luego me había arrepentido. Y otras... cosas. Como, por ejemplo, cuando el jefe de policía me preguntó si realmente había sido consentido y me había arrepentido, que quizá por eso insinuaba que no lo había sido.

Hice una pausa, notando que la furia que había sentido hace unos años, la vergüenza, la impotencia... ahora solo eran una especie de peso frío y duro en mi interior.

—Pero lo peor de todo... lo... lo que más recuerdo —seguí en voz baja— es la cara que pusieron los dos policías cuando les di el nombre del chico.

Russell frunció el ceño.

—¿Qué cara pusieron?

—Primero, de sorpresa. Después, no sabría decirte.

—¿Por qué?

—Porque el que me había hecho eso era el hijo del jefe de policía.

Hubo un instante de silencio antes de que Russell soltara un resoplido.

—Si alguna vez tengo un hijo y me entero de que le hace algo así a alguien... le faltará mundo para correr y huir de mí.

—Pues él no debió pensar como tú, porque me soltó algo como que no era culpa de su hijo que le hubiera puesto los cuernos a mi novio con él, que apechugara con las consecuencias de mis actos y no le hiciera perder el tiempo.

—¿Y no le diste una bofetada?

—Nunca he sido muy partidaria de la violencia.

—Yo tampoco, pero hay personas que se merecen una patada que los mande fuera de la estratosfera.

Sonreí un poco, sacudiendo la cabeza.

—Perdona por sacar una conversación tan deprimente —murmuré, mirándolo de reojo—. Hay temas más alegres en el mundo.

—Yo te lo he preguntado, no te disculpes.

Nos quedamos los dos en silencio un momento cuando yo volví a comer mi helado, aunque la verdad es que ya no tenía demasiada hambre.

—¿Sabes...? —empezó, pero se cortó a sí mismo.

Lo miré enseguida.

—¿Qué pasa?

—Es... —Russell cerró los ojos un momento antes de mirar su cigarrillo a medio fumar con una mueca—. Tu historia... bueno, me ha recordado un poco a otra.

—¿A qué otra?

—Bueno, en el instituto había una chica que me gustaba mucho. Era... genial. A mucha gente no le caía bien porque era un poco doña perfecta, ¿sabes? Siempre quisquillosa, con notas geniales, buena en deportes, un poco maniática del orden y de la organización, especialmente en los proyectos en grupo... pero a mí me encantaba. Estuve casi dos años limitándome a mirarla, medio embobado. Y lo único que recibí de su parte fue un: tu camiseta tiene una arruga, Russell. Aunque, eso sí, me encantaban los momentos en los que ella sentía la necesidad de aplastármela con las manos.

Sonreí un poco al ver cómo se le iluminaba la mirada al hablar de ella.

—¿Llegaste a pedirle salir?

—No —su sonrisa de apagó casi instantáneamente—, en nuestro último curso juntos, tuvo un accidente de coche con su hermano mayor y su padre. Ellos dos apenas se hicieron nada, pero ella sí. El golpe del otro coche fue directamente en el asiento del copiloto, y se quedó arrinconada entre el respaldo y la puerta aplastada. Se jodió la médula espinal. Y, claro, perdió la movilidad de la cintura para abajo. El resto de su vida, será en silla de ruedas.

Lo miré, perpleja, antes de apartar la mirada.

—Lo siento mucho.

—Bueno, sonará algo... ejem... feo... pero la verdad es que a mí no me afectó tanto como a sus amigos o a su familia. Es decir, apenas la conocía. Solo me gustaba físicamente. Fui a verla, por supuesto, y estuve en la fiesta que le hicieron cuando volvió a casa, pero... no te he contado la historia por eso. Te lo he contado porque recuerdo lo que pasó con el otro conductor.

Hizo una pausa y puso una mueca, como si tuviera un regusto amargo en la boca por hablar de ello.

—Resulta que era un tipo de veintimuchos con antecedentes de conducción temeraria. No estaba borracho, ni tampoco drogado, pero se descubrió que había estado mirando el móvil justo antes de estrellarse. Por eso se saltó el cruce y se estampó contra el coche del padre de esa chica. Y, sin embargo, no recibió ningún tipo de sanción.

—¿Cómo? —lo miré, pasmada—. Pero... acabas de decir que fue culpa suya.

—Sí, pero resulta que era el hijo de no sé qué juez importantísimo. No sé cómo se las apañaron, pero de un día para otro todo el mundo había dejado de hablar de esa chica. Y en los medios de comunicación ni siquiera llegó a aparecer el nombre de ese chico.

Aparté la mirada. Incluso yo, que no tenía nada que ver con la historia, pude sentir el peso de la injusticia creciendo dentro de mí. Esa muy desagradable. Nadie se merecía eso.

—Pero —añadió Russell, mirándome—, una semana más tarde de que se retiraran los cargos, el hermano mayor de esa chica se presentó en casa del tipo que había provocado el accidente. Supongo que ya te imaginarás a qué iba, claro. Menos mal que no le hizo nada, porque probablemente hubiera terminado en la cárcel.

—¿Por qué no le hizo nada?

—Porque se lo encontró con un cinturón alrededor del cuello, colgando del armario de su habitación.

Abrí mucho los ojos sin poder evitarlo, pero no tardé en deducirlo.

—La culpa —murmuré.

—Exacto. No podía soportar vivir sabiendo que había arruinado la vida de una chica de dieciséis años. Y menos sabiendo que no había recibido ningún tipo de castigo por eso. Con todo esto... no quiero decir que se lo mereciera, pero... me gusta pensar que hay algo que regula estas cosas, ¿sabes? No tiene por qué ser Dios, o el karma, o lo que quieras llamarlo, pero definitivamente hay algo. Tarde o temprano, esas personas que hacen esas cosas tan malas... terminan pagando de alguna forma.

Hizo una pausa antes de mirarme.

—Espero que el chico que te hizo eso termine pagando de alguna forma, Mara.

Esa conversación con Russell me dejó mucho más pensativa de lo necesario durante el camino de vuelta a casa.

Todos esos años había intentado alejar cualquier posible recuerdo acerca de esa noche de mi cabeza, pero... ¿y si la culpa había consumido a...?

No, no era capaz de decir su nombre. Ni siquiera en forma de pensamiento. Era... me evocaba demasiados recuerdos desagradables.

Pero una parte de mí, una pequeña y vengativa... deseaba que se hubiera consumido en la culpa. Deseaba que se hubiera ahogado en ella y no fuera capaz de salir de su propio pozo de desesperación, la desesperación que provoca saber que has hecho algo a alguien... algo tan grave... que nada podría arreglarlo. Nunca. La desesperación saber que has destrozado una parte de alguien que jamás podrá recuperar por tu culpa.

Deseaba que él también tuviera pesadillas cada noche, que recordara mi cara cuando me dio ese puñetazo y me apretó la cabeza contra el colchón. Que recordara la forma en que intenté gritar. La forma en que sollocé tan fuerte contra la cama que me dolió la garganta durante días. La forma en que me dejó moretones por todo el cuerpo por agarrarme de esa forma tan brutal. La forma en que me retorcí, gritando contra el colchón, cuando me subió el vestido. La forma en la que empecé a intentar apartarme, desesperada, cuando creí que iba a morir ahogada... y todo lo que hizo él fue reírse, arrancarme las bragas y bajarse los pantalones.

Quería que fuera consciente de todo había sido obra suya. Que él, solo, había arruinado la vida de otra persona. Mi vida. Porque nunca volvería a ser la misma. En el fondo, lo había sabido desde ese momento, ese preciso momento en que me había dado un puñetazo y me había obligado a entrar en esa habitación. Cuando saliera de ella, nada volvería a ser lo mismo. Nunca. Me había roto, de alguna forma. Había arrancado una parte de mí, la había pisoteado, la había destrozado solo para divertirse... y yo nunca podría recuperarla. Solo por esa noche. Solo por una noche. Solo por una decisión precipitada provocada por el alcohol.

Y yo nunca volvería a ser la misma. Así de fácil era arruinar la vida de alguien.

Ojalá viera mi cara cada noche antes de dormirse y fuera consciente de lo que había hecho. Ojalá.

Ojalá se ahogara en la maldita culpa, ojalá le consumiera por dentro y lo dejara tan destrozado como él me había dejado a mí. Ojalá no fuera capaz de volver a tocar a una chica, igual que yo no había sido capaz de volver a tocar a un chico. Ojalá no fuera capaz de ver nada sexual sin que le entraran ganas de vomitar, como yo. Ojalá no fuera capaz de soportar que lo agarraran de la nuca por terror a que lo ahogaran contra un colchón. Ojalá no pudiera escuchar mi nombre sin que una hilera de recuerdos horribles hicieran que le faltara el aire, le doliera el pecho y sintiera que se ahogara en su propia desesperación, una desesperación que había provocado él mismo.

Ojalá lo que me había hecho lo consumiera tanto que, por lo menos, sirviera para que no volviera a hacérselo a nadie más.

Era la única esperanza a la que me había aferrado durante esos años: a que no se atreviera a hacérselo a nadie más. Que nadie más tuviera que pasar por esto nunca.

Nadie se lo merecía esto. Nadie.

Russell me distrajo al aparcar el coche delante de mi casa. Le dediqué una sonrisa de agradecimiento, ignorando la peligrosa retahíla de pensamientos compulsivos que me habían invadido la cabeza durante ese corto trayecto.

—Gracias. Por todo.

—A ti. Me encantan las conversaciones deprimentes. Podemos tener otra cuando quieras.

Esta vez, la sonrisa que le dediqué fue divertida.

Me despedí de él y bajé del coche. Escuché que se marchaba casi al mismo tiempo en que yo abría la puerta, pensativa. Subí las escaleras casi automáticamente, sin ser muy consciente de lo que hacía, y no me detuve hasta llegar a mi pasillo.

Donde, para mi sorpresa, había alguien sentado delante de la puerta.

—¿Aiden? —pregunté, confusa.

Él, que prácticamente se había quedado dormido con la cabeza en las rodillas, se puso de pie de golpe, mirándome.

—Por fin —me frunció el ceño—. ¿Dónde estabas?

—Con Russell, obviamente.

Me puso una mueca de irritación, pero no dijo nada.

—Aiden, no estoy de humor para esto —le aseguré. Seguía demasiado sensible por hablar de esos temas, no estaba lista para enfrentarme a una conversación con Aiden.

—¿Para qué no estás de humor? ¿Para dejarme explicarte lo que pasa entre April y yo? ¿Por qué no...?

—Te he dicho que no estoy de humor —repetí, pasando por su lado.

—Los dos sabemos que, si no te lo digo ahora, no vas a dejar que te lo diga nunca.

Lo ignoré, o eso intenté, cuando metí la llave en el cerrojo de la puerta. Intenté meterme en casa a toda prisa, pero justo cuando intenté cerrar la puerta, él la detuvo con una mano.

—¿Se puede saber por qué no quieres hablar conmigo? —preguntó, enfadado—. ¿Por qué no puedes, al menos, escucharme?

—¡Porque ahora mismo no estoy de humor!

—¿Y mañana lo estarás? Vamos, no mientas.

—¡Déjame en paz de una maldita vez! —exploté contra él sin tener ningún motivo aparente, cosa que pareció sorprenderlo un poco—. ¡Vete con tu esposa, o lo que sea, y déjame en paz con mis traumas y mis mierdas! ¡Lo último que necesito en mi vida son problemas! ¿Es que no lo entiendes?

—Nadie puede evitar todos los problemas, Amara.

—No, pero este si puedo evitarlo. Solo tengo que cerrarte la puerta en la cara.

Cuando volvió a detenerme justo cuando estaba a punto de cerrarla, sentí que empezaba a tener ganas de llorar. No estaba muy segura de si era por rabia o por otra cosa, pero empezaron a escocerme los ojos.

—¡Vete! —le grité, sin que los vecinos o Zaida, que estaba con su novio en su habitación, me importaran una mierda.

—No hasta que me escuches.

—¡No quiero escucharte! ¡No me debes ninguna maldita explicación! ¡No soy tu novia, no soy nada tuyo! ¡Lo único que he sido durante estos meses es tu dolor de cabeza! ¡Deberías estar agradecido de que sea yo quien me aparte antes de que sea demasiado tarde!

—¿Demasiado tarde? ¿Para qué?

—¡Para que veas cómo soy en realidad!

Él frunció el ceño, volviendo a detener la puerta con la mano.

—Te conozco desde que éramos dos críos, ¿qué...?

—No, no es lo mismo. La gente cambia. De pequeña era de una forma, pero ahora ya no.

—Todo el mundo cambia.

—¡No como yo! ¿Es que no lo ves? ¿No lo entiendes? ¿A qué demonios has venido? ¿A que me olvide de que estás casado y tengamos una relación? ¿De verdad quieres perder tu tiempo con alguien como yo? Ni siquiera puedo soportar que me toques sin tener un ataque de ansiedad, ¿de verdad quieres tener una relación con una persona... con una persona así?

Durante unos instantes, él no dijo nada, y una parte de mí esperaba que me mirara con lástima, como cualquier otra persona. Pero... él no. Él apretó los labios, enfadado.

—¿Una persona así? —repitió, casi como si me retara a decir lo que tenía en la cabeza—. ¿Y qué se supone que significa eso?

Mis cuerdas vocales se adelantaron a la parte de mí que no quería decir la verdad a Aiden, que no quería espantarlo y que se marchara. Y dije algo que, desgraciadamente, llevaba pensando durante mucho tiempo, solo que nunca me había atrevido a decirlo en voz alta, como si eso lo hiciera menos real.

—Una persona rota —le dije en voz baja, notando que se me formaba un nudo en la garganta.

Aiden pareció querer decir algo, pero me adelanté.

—Lo he estado durante años y lo seguiré estando el resto de mi vida. Te mereces algo mejor que eso.

—No digas tonterías.

—Estoy rota.

—No, Amara, tú no estás rota. Tienes grietas... pero todos las tenemos. Y ninguna grieta es tan grande como para que no pueda ser curada.

Me quedé mirándolo fijamente, sin saber qué decir. No me había dado cuenta de haber estado llorando, pero ahora era consciente del rastro húmedo que bajaba desde mis ojos hasta mi cuello. Agaché la cabeza, tratando de calmarme, pero solo sirvió para que el nudo de mi garganta, el que amenazaba con arrancarme un sollozo, aumentara su tamaño.

—Vuelve a casa, Aiden —le dije en voz baja.

Di un paso atrás y cerré la puerta, esta vez sin obstrucciones de su parte. Apoyé la frente en ella y escuché que él hacía lo mismo al otro lado. Cerré los ojos.

—¿Por qué nunca me haces caso? —murmuré, negando con la cabeza.

—Porque nunca tienes razón —murmuró él, y casi me sacó una pequeña sonrisa.

De nuevo, nos quedamos en silencio, aunque ninguno de los dos se movió de su lugar. De hecho, estuvimos tanto tiempo en silencio que llegué a creer que él se había marchado, pero noté la vibración de la puerta cuando apoyó una mano en ella.

—No sé qué te pasó, o qué te hicieron —empezó en voz tan baja que era difícil entenderlo—, pero nunca cambiaría mi forma de verte por ello.

—Sí lo harías. Todo el mundo lo hace.

—Yo no soy todo el mundo.

No dijo nada más, al menos, por unos segundos.

—Si me voy... —empezó, dubitativo—, prométeme que mañana podré hablar contigo sin que me rehúyas.

—Me gusta mucho rehuirte —bromeé en voz baja.

—Estoy hablando en serio.

Tragué saliva, tardando unos instantes en responder.

—Está bien. Lo prometo.

—Bien —casi sonaba como si se hubiera quitado un peso de encima—, bien... yo... buenas noches, Amara.

—Buenas noches, capullo.

Escuché lo que pareció una corta y triste risa al otro lado de la puerta antes de que él se alejara de ella y se marchara en dirección a las escaleras.


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