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Capítulo 11




11 - LA CENA DE LA DISCORDIA


(Jingle Bell Rock - Mean girls)


—¿Mara? —Grace ladeó la cabeza, extrañada—. ¿Qué pasa? ¿Algo va mal?

Di un paso torpemente hacia atrás y mi cadera chocó con un plato que tenía Grace sobre la encimera, que se movió y cayó al suelo, armando un estruendo y esparciendo la comida por todas partes.

Yo lo veía como desde otra galaxia. Grace soltó una maldición y me hizo un gesto para que me apartara, cosa que hice sin darme cuenta. Me dijo que tuviera cuidado con no hacerme daño con los trozos de cerámica rota y yo murmuré algo sin sentido. A partir de ahí, solo pude oír el latido de mi propio corazón.

El jefe de policía... su hijo... él... no. No podía ser verdad. Seguro que era una broma. Seguro que solo seríamos nosotros tres, como siempre. Él no existía. De eso había intentado convencerme durante años. De que no existía, de que me lo había imaginado todo.

Escuché la voz de mi padre junto a mi cabeza y me aparté bruscamente cuando noté lo cerca que estaba. Se había acercado al escuchar el ruido del plato estrellándose contra el suelo. Cuando me aparté de esa forma, tuvo el instinto natural de alargar una mano hacia mí, cosa que solo me alejó todavía más.

Un minuto más tarde, había subido corriendo a mi habitación, cerré el pestillo, me metí en mi pequeño lavabo, me agaché delante del retrete y vomité de una forma casi dolorosa, sujetándome con ambas manos a la taza. Cuando por fin pude apartarme del retrete, tenía los dedos entumecidos y una capa de sudor frío en la piel.

Y sabía a quién necesitaba. Lo había hablado con ella. Busqué el móvil con manos temblorosas en mi bolsillo y gracias a algún milagro conseguí marcar el número de la doctora Jenkins que, menos mal, no tardó en responder. Y sabía que si la llamaba un día así no era por cualquier cosa.

—¿Qué pasa, Mara? —preguntó, y me sorprendió lo preocupada que sonaba.

—Yo... —no sé ni cómo conseguí encontrar mi voz, pero noté que los ojos se me llenaban de lágrimas—. Él... m-mi padre...

—Escúchame, Mara, ¿te acuerdas de esos ejercicios de respiración que practicamos?

Pero ya no la escuchaba. Cerré un momento los ojos y casi pude sentir una mano oprimiéndome la garganta. Volví a abrirlos de golpe, aterrada, y me encontré a mí misma encogida contra la pared del cuarto de baño, con el móvil en el suelo. Me costaba respirar. Me llevé una mano al pecho. El corazón nunca me había latido tan deprisa. Me estaba ahogando. Intenté inspirar, pero no podía, era como si algo me obstruyera el pecho, lo estrujara y no dejara que el aire entrara. La desesperación se hizo todavía peor y empecé a notar que me cosquilleaban las puntas de los dedos y el cuero cabelludo. No podía respirar. Y no podía cerrar los ojos, porque si lo hacía lo vería, lo vería a...

Como de una galaxia paralela, escuché la voz de la doctora Jenkins sonando desde el móvil, que seguía en el suelo. Me arrastré, casi sin poder respirar y con las mejillas empapadas de lágrimas calientes que se mezclaban con mi sudor frío, y conseguí agarrar el móvil otra vez.

—Mara, ¿me estás escuchando? —por cómo lo decía, me daba la sensación de que lo había repetido muchas veces, por si en alguna estuviera escuchándola—. Vamos, sabes que puedes hacerlo. Lo hicimos en mi consulta. Respira por la nariz durante tres segundos, suéltalo durante tres segundos. Céntrate solo en eso. Vamos, Mara. ¿Me estás escuchando? Voy a mandarte una ambulancia y...

—¡No! —me escuché gritar a mí misma.

—Bien, ahora sé que me escuchas —casi sonó aliviada—. Céntrate en mi voz, ¿vale? Inspira hondo, durante tres segundos. ¿Lo estás haciendo? Siente cómo el aire fluye hacia el vientre... y suéltalo haciendo exactamente lo mismo. Inspira por la nariz y suéltalo por la boca. Vamos, otra vez. Otra vez, Mara.

Lo seguí haciendo durante lo que pareció una eternidad hasta que las repeticiones empezaron a ser de cuatro segundos y el zumbido de mis oídos empezó a desaparecer, igual que el cosquilleo.

Cuando por fin fui capaz de pensar con claridad, me entraron ganas de llorar.

—¿Cuánto... cuánto tiempo he estado así?

—Según mis cálculos, media hora.

¡Media hora! Me entraron ganas de llorar otra vez.

—Mara, no pasa nada —me dijo enseguida—. Algunos ataques son más largos y otros más cortos. Lo que importa es que has sabido controlarlo, ¿verdad?

—Y-yo no... no lo he hecho. Me he puesto histérica y... y...

—No, eso no es verdad. Sí que lo has hecho. Has seguido las instrucciones que practicamos y ahora puedes respirar, ¿verdad?

Asentí con la cabeza aunque ella no estuviera delante, pasándome el dorso de la mano libre por debajo de los ojos.

—¿Estás mejor? —preguntó en un tono mucho más suave.

—Sí —admití—. Gracias.

—No me des las gracias, tú misma te has ayudado, Mara. Yo solo te he recordado cómo hacerlo.

Sonreí un poco, todavía limpiándome las lágrimas.

—No debería decir eso o empezaré a pensar que no necesito terapia y dejaré de pagarle —bromeé.

—Bueno, siempre es un placer que un paciente no necesite seguir viéndome —me aseguró, y casi pude detectar que también estaba sonriendo—. Mara... ¿quieres que hablemos de lo que ha pasado?

—No puedo pagarle otra hora de terapia, y menos telefónica.

—Déjate de tonterías. ¿Quieres que lo hablemos o no?

Qué suerte había tenido encontrándola.

—Mi padre ha invitado a cenar a unas cuantas personas —empecé con la voz algo temblorosa—. Entre ellas, el jefe de policía de la ciudad. Y a su hijo.

—Ya veo —ella sabía la historia completa—. ¿Grace no se ha opuesto?

—Grace sabe lo que pasó, pero nunca le dije quién había sido. Me daba miedo que fuera a buscarlo y... bueno... ya sabe...

—Entiendo —suspiró y tardó unos segundos en seguir hablando—. Mara, creo que deberías hablar con tu padre para pedirle que esas personas no asistan a la cena con vosotros.

—¿No dice siempre que debo enfrentarme a los problemas?

—Una cosa es ir paso a paso, superando una situación muy dolorosa poco a poco, y otra es ponerte delante la persona que te hizo pasar por ello. No, en este caso lo mejor es que no veas a ese chico.

—La cena es dentro de dos horas, si le digo algo a mi padre... sospechará.

—¿Y no es mejor eso a tener que cenar con ese chico, Mara?

Y, de pronto, de una forma muy repentina, me invadió una oleada de valor que ni siquiera sabía que tenía.

—No —me escuché decir a mí misma—. Quiero verlo.

La doctora Jenkins no dijo nada durante unos segundos.

—Mara... —empezó con ese tono de mi consejo profesional es que olvides lo que acabas de decir.

—Quiero hacerlo —repetí.

Debió notar algo en mi tono de voz que le hizo cambiar de opinión, porque esta vez el silencio fue diferente, casi como si estuviera considerando lo que podía pasarme si seguía adelante con mi plan.

—Hazme un favor —dijo finalmente.

—¿Cuál?

—¿Recuerdas las pastillas que te di la última vez que nos vimos? ¿Las que te dije que solo te pediría que empezaras a usar si algo iba mal en casa de tus padres?

Guardé silencio por un momento.

—La paroxetina —murmuré.

—¿La has traído contigo?

—Sí.

—Bien, Mara. Sé que te dije que quizá no lo necesitarías, pero me equivoqué. Quiero que empieces a tomarla como acordamos; una al día, preferiblemente por la noche, antes de irte a dormir. Intenta hacerlo siempre a la misma hora. Probablemente no sientas cambios muy notables durante las dos primeras semanas, pero es normal, no te preocupes.

No dije nada. Me sentí como si acabaran de darme una bofetada de realidad en la cara. No había superado nada. Volvía a estar con esas pastillas. Había vuelto a la casilla de salida.

—Mara —me dijo ella con voz suave—, es por tu bien. Te ayudará.

—No lo necesito.

—Sí, sí lo necesitas. Si no fuera así, no te lo recomendaría.

—¿Y por qué ahora?

—Porque sé reconocer un ataque de pánico grave, Mara. Por favor, tómate la paroxetina. Es por tu bien, te lo aseguro.

Mucho después de colgar, lavarme los dientes, la cara y mirarme unos segundos al espejo, seguía sentada en la tapa cerrada del retrete con un vaso de agua en la mano y una cápsula en la otra, dudando.

Finalmente, dejé las dos cosas en el lavabo y me puse de pie. No. No lo necesitaba. Lo sabía.

Justo cuando me puse de pie, escuché un ruido extraño desde mi habitación.

¿Qué demonios?

Abrí la puerta que había dejado empujada y me asomé. Seguía vacía, y la puerta cerrada con pestillo. Pero volví a escuchar un ruidito, como si alguien golpeara la...

Me di la vuelta hacia la ventana, extrañada. Y ahí lo vi. Y no pude contenerme.

—¡AAAAAAAAAHHHHHHHHHH!

Retrocedí tan rápido que caí de culo al suelo casi al instante en que la cara de diversión de Aiden, al otro lado del cristal, se volvía de pánico absoluto mientras me hacía gestos frenéticos para que me callara.

—¡¿Mara?! —esa era la voz de mi padre, detrás de la puerta de mi habitación—. ¿Mara? ¿Qué pasa? ¿Estás bien? ¿Por qué gritas?

—¡Estoy bien! —dije enseguida, todavía recuperándome del susto.

Aiden seguía asomado a la ventana, por cierto. Solo le veía los ojos dorados escudriñando la habitación mientras yo seguía hablando con mi padre.

—¿Estás bien, Mara? —repitió papá, intentando abrir la puerta—. ¿Necesitas algo? ¿Quieres que llame a Grace?

—Estoy bien —repetí—. En serio, no hay...

—Marita, te he escuchado gritar y antes prácticamente has subido corriendo las escaleras. Déjame entrar y hablemos de esto, por favor.

Y ahí decidí que era hora de atacar con la única cosa que sabía que haría que mi padre quisiera irse corriendo:

—Papá, es que... he tenido un problemita rojo que suelo tener cada mes, ¿sabes?

Hubo un momento de silencio.

—¿Eh? —preguntó, desconcertado.

—¡Que me he manchado los pantalones y las sábanas! —le dije, fingiendo indignación—. Estoy intentando limpiarme un poco las bragas. ¿En serio quieres ayudarme con eso?

—¿Eh? —repitió con voz más aguda—. ¡No!

—Bien, ¿puedo... ejem... seguir?

—Sí, sí, sí... eh... ¿quieres que ponga una lavadora de...?

—No pongas una solo para esto. Yo me encargo.

—Eh... um... mhm... sí... vale. Mhm... si necesitas algo... ejem...

—Te llamaré.

—Sí. Eso... ejem... vuelvo abajo.

En cuanto escuché sus pasos alejándose, solté un suspiro de alivio y me arrastré hacia la ventana, que abrí con el ceño fruncido. El aire frío se coló en la habitación tan rápido como Aiden, que entró de un saltito y se sacudió los pantalones.

—Hace un buen rato que cuelgo de la ventana como un idiota, ¿te parece que esa es forma de hacer esperar al chico que viene a verte?

—Pero... ¡¿tú te has vuelto loco?! ¡Podrías haberte matado!

—No seas exagerada, solo es un piso —miró a su alrededor con una pequeña sonrisa—. Así que un problema rojo que tienes cada mes, ¿eh?

—¿Se te ocurre una excusa mejor?

—No. En eso de improvisar eres mejor que yo, te lo aseguro.

Se acercó a mi estantería de libros y los repasó con la mirada, curioso. Iba vestido con una sudadera negra y gruesa, unos pantalones grises y unas botas. Y estaba guapísimo, el capullo. No podía dejar de mirarlo.

—Creía que no ibas a venir —murmuré.

—No te noto muy sorprendida.

—Bueno, Grace te ha arruinado un poco la sorpresa.

Aiden sonrió mientras hojeaba un libro infantil cualquiera.

—Lo imaginaba. La vi esta mañana entrando en casa a toda velocidad para que no la viera.

—Sí, no podría ganarse la vida como espía.

Él dejó el libro de nuevo en la estantería y se giró hacia mí. Tardó exactamente dos segundos en darse cuenta de que algo iba mal.

—¿Has estado llorando?

Mierda, ¿cómo demonios podía saberlo? ¡Me había esforzado mucho para que no se notara!

—No —le dije, como si fuera absurdo.

—Ya.

—No empieces.

—No me mientas, entonces.

—¿Y si no quiero hablar de ello?

—Pues me lo dices y dejaré de preguntarte.

—Vale —me crucé de brazos— pues no quiero hablar de ello.

—Bien.

—Vale.

—Ajá.

Silencio.

Aiden sonrió y se dejó caer sentado en mi ridículamente pequeña cama.

En realidad, mi habitación entera parecía ridículamente pequeña ahora que él estaba aquí. Era rectangular, con una sola ventana —la que había usado él para entrar— en la pared de la derecha, que también tenía dos estanterías de madera pintada de blanco. Estaban abarrotadas de libros, fotos, cuadernos, álbumes y otras cosas que seguramente no volvería a mirar en la vida. En las otras dos estaban la puerta del cuarto de baño —que, bueno, solo era un lavabo con un retrete—, un armario pequeño y un escritorio también abarrotado de papeles, cuadernos y dibujos.

Ah, sí. Y la última pared. La de la puerta del pasillo y mi triste camita, ahora invadida por Aiden.

—Así que te gusta el lila —comentó, mirando a su alrededor.

Sí, se me había olvidado mencionar ese pequeño detalle; casi todo era lila.

—Me gustaba.

—Yo creo que te sigue gustando y no quieres decirlo.

—¿Por qué no iba a querer decirlo? Qué tontería.

—Muy bien, ¿cuál es tu color favorito?

—El lil... ¡el negro!

—¿Lo ves? ¡Es el lila!

—¡NO ME GUSTA EL LILA!

—¿Qué tiene de malo?

—¡Que no me gusta que me guste!

Aiden puso los ojos en blanco, girándose para empezar a cotillearme uno de los cuadernos que tenía sobre la mesita de noche. Lo dejó con una mueca al instante en que vio que era de álgebra.

—Qué asco, números.

—¿Cuál era tu asignatura favorita?

—Historia —sonrió como un angelito—. ¿A que esperabas que te dijera gimnasia?

—Pues... sí, la verdad.

—Pues no. Gimnasia me aburría. No hacíamos nada interesante. ¿Cuál era la tuya?

—Historia... del arte —ladeé la cabeza.

—Supongo que eso explica los diez libros del tema que hay en tu escritorio.

—Es que me gusta leer, ¿vale?

—Bueno, no te pongas a la defensiva.

Suspiré y me senté a su lado, a un palmo de distancia, mientras Aiden agarraba uno de los peluches que tenía junto a las almohadas y lo peinaba cuidadosamente para que estuviera muy guapo.

—¿No me dijiste que no ibas a venir por Navidad? —pregunté finalmente, mirándolo.

—Eso dije —murmuró, centrado en su labor de dejar guapo al peluche antes de devolverlo a su lugar—. Y realmente lo pensaba. Debería haberme quedado ahí entrenando.

—¿Y por qué has venido?

—Porque cierta señorita me dijo que hablaríamos de lo nuestro cuando volviéramos a vernos y sentía que me explotaría la cabeza como esperara otro día más.

Sonrió ampliamente al ver mi cara de perpleja y añadió:

—Ah, y por ver a mi familia, claro. Son la luz de mi vida y la esperanza de mi alma.

—Así que has hecho que tu entrenador se ponga furioso... solo por hablar de lo nuestro —puse los ojos en blanco—. Aiden...

—Espera, ¿acabas de admitir que hay un lo nuestro?

—¡No!

—Yo creo que sí.

—No hay nada. Estás casado.

—¡Algún día me divorciaré!

—Muy bien, pues divórciate y lo hablamos.

—Ese no era el trato, Amara. El trato era que lo hablaríamos cuando volviéramos a vernos. Y, si no estoy soñándolo, nos estamos viendo ahora mismo, ¿no?

—Eso es jugar sucio.

—Eso es seguir las normas a mi manera.

Sonreí sin poder evitarlo y me caí de espaldas a la cama. Él hizo lo mismo. Podía notar que me miraba fijamente, esperando que me dijera algo.

Era rarísimo estar en mi habitación con Aiden. Es decir... en mi imaginación él ya había estado ahí mil veces —cuando era más pequeña mi mente volaba— pero nunca pensé que llegaría a pasar. Y era... raro. Pero no lo habría cambiado por nada, te lo aseguro.

—¿En qué piensas tanto? —preguntó, desconfiado.

—En que de pequeña me imaginé mil y una veces cómo sería que tú estuvieras en mi habitación —le solté de golpe.

Aiden se quedó mirándome un momento, sorprendido por mi ataque de sinceridad.

—Bueno, no puedo decir que no sea un honor.

—Me lo imaginaba contigo y con todos los chicos guapos de las revistas, no te lo creas tanto.

—Así que soy un chico guapo, ¿eh?

—Pues claro que lo eres, capullo engreído. Lo sabes perfectamente.

Empezó a reírse, divertido, y sentí que toda la angustia que había acumulado desde que había llegado a esa casa se evaporaba de golpe. Aiden tenía ese poder.

—Me gusta que me digas cosas cursis —insinuó, levantando y bajando las cejas.

—Eso no ha sido cursi.

—Algún día me dirás algo cursi, estoy seguro.

—Sigue soñando, querido.

—Lo haré, querida.

Estaba a punto de reírme, pero me quedé callada de golpe cuando escuché los pasos por el pasillo. Era inconfundibles. Grace arrastraba los pies como una loca y mi padre pisaba con fuerza. Mi mirada de pánico debió delatar que era mi padre, porque Aiden se incorporó de golpe.

Sí, incluso un boxeador profesional tiene miedo de su suegro.

Espera... ¿acababa de pensar suegro?

Pues sí.

No, no. Yo no había pensado eso.

Que sí.

¡Que no!

¡QUE SÍ, PESADA!

—¿Mara? —papá se detuvo al otro lado de la puerta—. Los invitados llegarán en menos de una hora. ¿Quieres que les diga que no puedes te encuentras bien?

—No, papá, estoy bien. Ahora me visto.

—Mhm... ¿seguro que estás bien?

—¡Que siiiií!

—¡Vale, vale!

Se marchó apresuradamente, temiendo una rabieta de las mías, y yo me giré hacia Aiden, que ya estaba junto a la ventana por su había de huir a toda velocidad en caso de que mi padre decidiera entrar en el dormitorio.

—Tienes que irte, dentro de cinco minutos volverá a hacer la ronda para ver si estoy bien —murmuré, acercándome.

—Sí, prefiero marcharme y seguir viviendo —abrió la ventana y pasó una pierna por encima del marco, quedándose sentado ahí un momento, mirándome—. Nos vemos en un rato, entonces.

Justo antes de que saliera, lo detuve por el brazo.

Que lo tocara seguía siendo algo que nos extrañaba muchísimo a ambos, pero me salía tan natural que no podía evitarlo.

Y, bueno, tampoco es que Aiden intentara apartarme.

—Oye... en la cena... —me aclaré la garganta, incómoda—, no menciones eso de que hablamos a menudo o mi padre la tomará contigo. Y empezará a hacer preguntas incómodas.

—No voy a mentir.

—Aiden, por favor...

—Tu padre ya me odia, no tengo mucho que perder.

—No te odia, solo... bueno... no le caes muy bien.

—Ya —suspiró y miró mi mano en su brazo—. Supongo que puedo fingir que solo te veo cuando estás con Lisa.

—Gracias —le dije de todo corazón—. Yo... nos vemos más tarde.

—Sí. Nos vemos.

Pero ninguno de los dos se movió.

De hecho, nos quedamos mirando el uno al otro durante unos segundos que parecieron eternos y en los que no dijimos nada. Aiden estaba sujetando la ventana con una mano, y vi que empezaba a repiquetear los dedos de forma ansiosa contra el cristal.

—Pues... nos vemos —repitió.

—Ajá... hasta luego.

Pero tampoco se movió nadie esa vez.

Cuando me di cuenta de que ninguno de los dos quería irse sin aclarar lo que, en el fondo, sabíamos que teníamos que aclarar, me envalentoné y di otro paso hacia él, quedando prácticamente a dos centímetros de distancia el uno del otro. Y, una gran novedad, su cabeza estaba a la misma altura que la mía.

¡Ya no me sentía un gnomo!

—Respecto a lo otro —empecé, dudando—. Bueno... yo...

—Ya lo hablaremos en otro momento en que mi vida no corra peligro —zanjó él, aunque tampoco hizo ningún ademán de moverse.

—Aiden...

—Amara...

—...deberías irte...

—...podrías empujarme...

—No quiero que te mueras.

—Eso es lo más romántico que me has dicho hasta ahora.

—Y es lo más romántico que he dicho en mi vida, también.

—Así que solo yo consigo sacarte tu parte amorosa, ¿eh?

—He cambiado de opinión, puedes caerte y matarte.

—Vale.

En cuanto hizo un ademán de soltarse, se me escapó un grito ahogado muy involuntario y lo agarré automáticamente del brazo con ambas manos para sujetarlo, aterrada.

Y Aiden ya se estaba riendo a carcajadas, claro.

—¡No tiene gracia! —le dije, enfadada.

—¡Admite que te preocupas por mí!

—¡No!

—¿Puedo besarte?

—¿Eh?

Antes de que pudiera reaccionar, tiró de mí por el brazo que todavía le sujetaba y noté que pegaba sus labios a los míos.

Fue tan repentino e inesperado que ni siquiera tuve tiempo de reacción antes de que se apartara y me sonriera con malicia.

—Mejor que el primero —me aseguró—. Nos vemos en la cena.

No esperó una respuesta. Vi que se descolgaba de mi ventana, se quedaba de pie en la parte saliente del tejado de la cocina y saltaba al patio trasero sin mucha dificultad... antes de volver tranquilamente al de su casa.

***

Me había terminado tomando la pastilla, así que ahora, al bajar las escaleras con mis vaqueros y mi jersey grueso, me sentía un poco aturdida. Pero me gustaba esa sensación; me mantenía serena, sin entrar en pánico ante la perspectiva de tener que verlo otra vez.

Realmente, cualquier persona en su sano juicio habría decidido no ir a esa cena, pero... yo no era una persona en mi sano juicio.

Además, esto no era por él. Él podría pudrirse en el infierno y no podría darme más igual. Esto lo estaba haciendo por mí. Estaba harta de rehuir sus recuerdos como si pudieran destrozarme. Quería enfrentarme de una vez al problema y quizá... solo quizá... bueno... ¿y si terminaba dándole un puñetazo y se me pasaba el trauma?

A mí me parece un buen plan.

¿A que sí?

Terminé de bajar las escaleras y mi padre me dedicó una sonrisa radiante. Estaba poniendo los cubiertos sobre la mesa del comedor, que estaba más abarrotada que nunca.

—Ese jersey te lo regaló Grace, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—A mí me regaló el mismo. Quería que fuéramos los tres combinados para la cena de Navidad —puso una mueca—. Menos mal que se le ha olvidado.

—Papá, ¿me estás diciendo que no quieres que vayamos vestidos igual, como una familia feliz y navideña?

—Te lo estoy asegurando. ¿Vas a ayudarme a poner la mesa o no?

No quedaba gran cosa, pero le ayudé a poner todo lo demás y entré en la cocina para ayudar a Grace a llevar los entrantes a la mesa. Justo cuando dejé el último plato, escuché que llamaban al timbre y una oleada de nervios me invadió el cuerpo.

—¡Abre tú, Mara! —me gritó papá desde la cocina.

Mierda.

Me froté las manos, muy tensa, y me acerqué a la puerta casi como si al otro lado pudiera estar el anticristo en persona.

Pero... no. Era la familia de Lisa.

No sé si me puse más tranquila o más nerviosa al verlos.

Claire, la madre de Aiden, Lisa y Gus Gus era una mujer de mi misma altura, bastante delgada y con la cara redonda. Tenía el pelo castaño, como todos sus hijos, aunque los ojos dorados eran herencia del señor Walker. Claire siempre iba con una gran sonrisa, claro. Era la que encabezaba el grupo junto a su marido, el señor Walker, que siempre había sido simpático pero mucho más serio que ella. Era bastante alto, tenía también el pelo castaño y entrecano y siempre, siempre, siempre llevaba camisas de cuadro.

De pequeña, Lisa solía bromear con que parecía un leñador.

—¡Mara! —el chillido de Claire seguro que se escuchó incluso al otro lado del barrio—. ¡Mírate, por Dios! ¡Cómo has crecido, estás encantadora! ¡La última vez que te vi todavía empezabas el instituto con Lisa!

Sonreí, algo avergonzada, y sospeché que no me había abrazado solo porque sostenía una bandeja con comida. Menos mal.

—Me alegro de verte, Claire. Y a usted también, señor Walker. Pasad, mi padre está haciendo malabares en la cocina con los platos, intentando no matarse.

El señor Walker empezó a reírse y fue el primero en entrar para ver el espectáculo —a ver si se caía y podía reírse un poco de mi padre—. Claire lo siguió con un suspiro.

Detrás de ella, inevitablemente, la primera mirada que noté fue la de Aiden. Su cabeza sobresalía incluso por encima de la de su padre. Y me miraba con aire divertido. Iba vestido como antes, pero sospechaba que su madre había intentado ordenarle el pelo, porque lo llevaba mucho más colocadito.

A su lado, Lisa tenía cara de estar muriéndose por dentro.

Ah, ¡y Gus Gus también estaba!

Él era más bajito que Aiden, y sospechaba que seguramente lo seguiría siendo toda su vida —en ese aspecto, tenía los genes de su madre—. No estaba muy segura de si tenía diecisiete o dieciocho años, pero el pobre parecía siempre tan asustado como un niño de cinco. Tenía cara de cachorrito triste, si es que eso tiene sentido. De esos que te miran fijamente cuando abres una bolsa de comida y no puedes resistirte a darle parte de su contenido.

Ah, y el pobre tenía la muñeca derecha enyesada. Aiden me había contado la historia; se había caído por la ventana intentando escapar de casa y ahora le quedaban unos cuantos meses con la muñeca así.

—¡Gus Gus! —exclamé alegremente—. ¿Cómo estás?

La última vez que lo había visto, él tenía once años y ni siquiera había dado el estirón. Era muy raro verlo tan crecido.

—Yo estoy bien —Aiden enarcó una ceja—. Gracias por preguntarme a mí también.

—Es que tú me das igual, Gus no.

Su hermano pequeño le dedicó una sonrisita orgullosa antes de girarse hacia mí.

—Bien. Aunque casi no puedo hacer nada —levantó el brazo malo con aire lastimero—. No sé cómo me las apañaré para comer.

—Me encanta que siempre seas tan positivo en todo —murmuró Aiden.

Me giré hacia Lisa que, de nuevo, parecía estar muriéndose por dentro.

—Hay canapés. De tus favoritos.

—¿Sí? —me preguntó, no muy ilusionada.

—Sí, están sobre la mesa. Sírvete los que quieras.

Soltó un suspiro lastimero y entró con la cabeza gacha. Gus Gus la siguió con la misma actitud.

—Míralos —murmuró Aiden, cerrando la puerta junto a mí—. Son como dos almas en pena. Es deprimente.

—Tú sí que eres deprimente.

—Oye, ¿qué te pasa conmigo? Estás muy agresiva.

—Que me has dado un beso a traición y estoy enfadada.

Casi no había terminado de decirlo cuando noté que se inclinaba sobre mí y me sujetaba el mentón para darme otro. En cuanto nuestros labios entraron en contacto, di un salto hacia atrás, alarmada.

—Ahora te he dado dos —sonrió maliciosamente—. Supéralo.

Estuve tentada a lanzarle algo a la cabeza mientras se alejaba, pero me contuve.

Los siguientes en llegar fueron los vecinos del otro lado de la calle, el señor y la señora Welch, bastante simpáticos siempre. Algunas veces organizaban barbacoas e invitaban a todo el barrio. Mi padre era muy amigo suyo, pero era más amigo del padre de Aiden, con el que no dejaba de parlotear y reír.

Después llegó mi abuelo, el padre de mi padre. El abuelo Tom. Todo el mundo lo llamaba así, aunque no fuera su abuelo. Vivía al final de la calle y se le iba un poco la cabeza. A veces, me confundía con una prima mía que ni siquiera sabía que existiera, una de sus hermanas —que ya habían muerto de avanzada edad— o incluso con mi madre. Y, como no soportaba a mi madre, esos momentos no eran muy agradables.

Estuve todo el rato ayudando a Grace, Claire —que se había ofrecido voluntaria— y papá a transportar los platos de comida de un lado a otro. No pude sentarme hasta al cabo de media hora, y casi enrojecí al ver el sitio que me habían reservado Grace y Claire; entre Gus Gus y Aiden.

—¿Ahí no debería sentarse Lisa? —pregunté torpemente.

Pero Lisa estaba al otro lado de la mesa contándole todos los problemas de su vida al abuelo Tom, que no parecía escucharla mucho. Estaba muy ocupado intentando descifrar de qué estaba hecho el canapé.

No me quedó otra que ocupar el sitio que me habían reservado. Aiden me dedicó una sonrisita divertida, pero no dijo nada porque mi padre y el suyo estaban justo al otro lado de la mesa —aunque no nos prestaban mucha atención—.

—Bueno —me giré hacia Gus Gus, que parecía un objetivo más inofensivo—. ¿Fuiste al baile de Navidad de tu instituto?

No, yo no había ido al mío. Qué asco. Pero se suponía que a la gente le encantaban esas cosas.

—Sí —sonrió un poco—. Bueno... en realidad fui solo. No tenía pareja.

—No se atrevió a preguntárselo a nadie —aclaró Aiden, comiendo canapés como si le fuera la vida en ello.

Gus enrojeció hasta la médula, el pobre.

—¿Por qué no? —no pude evitar el tono de lástima, menos mal que a él no le importó.

—Bueno... no sé... ¿quién querría ir conmigo?

—Cualquiera con un poco de cerebro —le aseguré, y me obligué a mí misma a ponerle una mano en el brazo bueno para darle un ligero apretón—. Vamos, no te desanimes.

Y, al contrario de lo que pretendía, me dio la sensación de que Gus se ponía mil veces más nervioso. Empezó a carraspear, enrojeciendo, y asintió torpemente con la cabeza.

Aiden, por su parte, se reía disimuladamente mientras seguía robando comida.

—¿De qué te ríes tanto? —pregunté, frunciéndole el ceño.

—De lo ciega que puedes llegar a ser —me dijo, y parecía todavía más divertido, y Gus Gus más nervioso mientras me echaba ojeadas rápidas y fingía estar centrado en la comida.

Ya casi había conseguido relajarme cuando el móvil de papá sonó. Se puso de pie, pidiendo disculpas, y lo seguí con la mirada, muy tensa. Una parte de mí tenía la esperanza de que volviera diciendo que al final esos tres, la familia del jefe de policía, no podrían venir.

—Parece ser que los últimos invitados no vendrán hasta la hora del postre —dijo al sentarse de nuevo—. Les ha surgido un imprevisto.

Solté tal suspiro de alivio que incluso mi abuelo me miró con una ceja enarcada.

Empezamos el comer el primer plato, aunque yo no tenía mucha hambre, y me alegré de que la conversación no girara mucho hacia mí, sino hacia mis vecinos, los padres de Aiden y mis padres. A mí solo me preguntaron lo típico; cómo estaba, qué hacía, si tenía algún plan... en fin, lo de siempre. Con Lisa hicieron lo mismo, aunque ella respondía con cara de estar siendo torturada por debajo de la mesa.

—¿Y tú, Aiden? —le preguntó Grace con una sonrisa amistosa—. Eres boxeador, ¿no?

—Sí, estos meses tengo unos cuantos combates para entrar en la liga nacional.

—¿Y eso de golpear a otra gente realmente se considera un empleo? —preguntó mi padre con cierto tono de desdén.

—Papá... —murmuré, avergonzada.

—¿Qué? Solo era una pregunta.

—Sí, es un empleo —intervino Aiden, tan tranquilo como de costumbre—, y se puede vivir perfectamente de ello, señor Dawson.

Mi padre le dedicó una mirada desdeñosa que supongo que Aiden vio, pero al menos no hizo ningún comentario al respecto.

—Bueno —intenté romper el silencio incómodo—, yo... fui a ver uno de sus combates.

—¿Tú? —papá me miró como si estuviera loca.

—Sí. Estuvo bien.

No sabía por qué lo estaba defendiendo, pero Aiden no podía evitar esbozar una gran sonrisa. Su padre nos miraba a ambos con curiosidad.

—¿Bien? —repitió papá.

—Deja de repetir lo que te dice —lo riñó Grace.

—Es que me cuesta creer que ver a dos personas golpeándose pueda estar bien.

—Es parte del deporte —Claire se encogió de hombros.

—Hay deportes más suaves.

—Y más aburridos —masculló Aiden sin poder contenerse.

Papá le dedicó una mirada de enfado, y justo cuando creí que iba a decir algo malo, Grace se puso rápidamente de pie.

—¿No deberíamos sacar ya el segundo plato?

Después, de eso, no volvieron a preguntarnos nada ni a Aiden ni a mí. De hecho, pareció que habíamos llegado a un pacto silencioso por el cual nadie tenía derecho a prestarnos atención. Incluso Gus Gus estaba entretenido charlando con la señora Welch.

—Tengo la ligera sospecha de que no le gusto mucho a tu padre —murmuró Aiden, divertido—. Menos mal que a su hija sí que le gusto. Y mucho.

—¿Y tú qué sabes?

—Simplemente lo sé. Hay cosas que ni tú puedes disimular con tu mala leche.

Solté una risita involuntariamente y mi padre se giró hacia nosotros dos casi como la niña del exorcista, haciendo que cada uno volviera a centrarse en su plato.

Y, justo cuando sacamos el postre y yo empecé a relajarme de verdad... llamaron al timbre.

Me tensé en mi lugar de una forma tan obvia que Aiden se giró hacia mí y me miró con extrañeza, aunque tuvo el detalle de no decir nada. Escuché la voz de papá en la entrada, hablando con un hombre y una mujer, y sus pasos acercándose. Tragué saliva con fuerza antes de atreverme a levantar la mirada.

El señor y la señora Butler eran un matrimonio bastante tradicional que vivía al otro lado de la ciudad; él era jefe de policía, ella ama de casa. Él se encargaba de traer dinero a casa, ella se encargaba de que siempre lo encontrara todo limpio. Él salía a cazar o a pescar con sus amigos, ella iba a clases de gimnasia para principiantes con sus amigas. Él iba al bar a tomar cervezas con sus compañeros, ella se quedaba en casa viendo la televisión sola.

En realidad, me daba algo de lástima la señora Butler. Era infeliz, se le notaba en la cara. Era de esas personas que habían perdido lentamente su propia forma de ser para complacer a otra, que en este caso era el señor Butler.

—Perdón por llegar tarde —dijo él, la voz cantante de la familia, ocupando su lugar junto con su esposa—. Nos ha surgido un imprevisto en casa.

—No os preocupéis —Grace ya estaba dejándoles sus platos de postre delante.

Pero yo dejé de escuchar en ese momento. Precisamente porque me di cuenta de que la mitad de la sala estaba tensa y no entendía muy bien por qué.

Miré a Aiden, confusa, y me di cuenta de que miraba fijamente al jefe de policía como si acabara de ver a un fantasma, al igual que sus padres.

Gus parecía tan perdido como yo, y estuve a punto de preguntarle al respecto cuando vi, por el rabillo del ojo, que entraba en el comedor el único integrante que faltaba en esa cena.

Oh, no.

—Ven, hijo —le dijo el señor Butler distraídamente—. Siéntate ahí.

James sonrió ligeramente y ocupó su lugar.

Al instante en que lo miré mejor, supe que todo esto había sido una decisión horrible.

No estaba preparada para verlo. No lo estaba. ¿Qué demonios estaba haciendo ahí? ¿Por qué me había empeñado en quedarme?

James, después de casi cinco años, tenía la misma apariencia exacta que la última vez que lo había visto, que había sido cuando había salido de esa habitación subiéndose la bragueta de los pantalones. Tenía el mismo cuerpo ligeramente robusto, la cara ovalada, la nariz aguileña, el pelo ligeramente largo y oscuro y esa media sonrisita condescendiente que parecía que nunca iba a desaparecer de su maldita cara.

En el momento en que lo estaba revisando con la mirada, clavada en mi lugar sin poder moverme, él se giró hacia mí como si hubiera notado mis ojos sobre él.

Una parte de mí esperaba algo de temor, vergüenza, arrepentimiento... algo, lo que fuera.

Pero se limitó a sonreírme y guiñarme un ojo.

Apreté los dedos en mis rodillas hasta el punto en que empezaron a dolerme, pero no me moví de mi lugar. Y lo peor es que no notaba que fuera a tener un ataque, sino más bien tenía ganas de irme corriendo a donde fuera, sola, para poder llorar. ¿Qué estaba haciendo ahí?

Aiden seguía inexplicablemente tenso a mi lado y me di cuenta de que tanto él como su padre miraban al señor Butler, pero si el aludido los conocía de algo, no hizo ningún gesto de acordarse de ello.

Y fue en medio de esa escena tan incómoda que me puse precipitadamente de pie, levantando el móvil como si alguien me estuviera llamando. Me disculpé con voz temblorosa y me apresuré a ir a la entrada. Pero eso no era suficiente. Necesitaba salir de casa.

Sin molestarme en agarrar el abrigo, abrí la puerta y salí de casa de mi padre con la respiración agitada y los ojos llenos de lágrimas. La pastilla iba perfecta, porque por ahora no había tenido ningún flashback, pero una pastilla no hacía milagros; me sentía asqueada, sucia, como si se hubiera burlado de mí, de alguna forma.

Apenas había llegado a la valla que rodeaba la casa de mi padre cuando escuché pasos detrás de mí. Me di la vuelta, asustada, pero me calmé al instante en que vi que solo era Aiden. Y parecía preocupado.

—¿Qué pasa? —preguntó, confuso, deteniéndose delante de mí.

—Nada.

—Está claro que no es nada. ¿Qué pasa?

—Que... —me contuve y sacudí la cabeza—. Nada, en serio. Solo necesito estar sola un momento. Y... alejarme de esta casa.

—No vas a irte así. ¿Qué quieres? ¿Tener un ataque de esos en plena calle, tú sola?

—No voy a tener nada, ¿vale?

—¿Y cómo lo sabes?

—¡Porque me he tomado una pastilla para no tenerlos!

Por un momento, me arrepentí de haberlo dicho, como si él fuera a juzgarme por algo así. Pero Aiden se limitó a fruncirme el ceño.

—¿Por qué no puedes intentar calmarte y decirme lo que te pasa?

—¿Y por qué no puedes decírmelo tú? Parecías tan tenso como yo.

—Igual es porque no sabía que ese gilipollas iba a venir.

Eso me dejó tan confusa durante un instante que dejé de forcejear con la puerta de la valla para abrirla y me giré hacia Aiden.

—¿De quién hablas?

—Del hijo del jefe de policía.

—¿De... James? —decir su nombre en voz alta fue muy extraño.

—¿Lo conoces?

—¿Lo conoces tú?

—Bastante. Es la única persona a la que he golpeado fuera de un ring.

Como una bofetada de realidad, recordé de repente la única vez que vi a su padre gritándole. Y que Aiden me había comentado que había golpeado al hijo del jefe de policía. Por algún motivo, había asumido que era otra persona. ¿Cómo había podido pasar por alto ese detalle? ¿Es que en serio Aiden era capaz de distraerme tantísimo?

—Pero... —dije torpemente—, su padre no te ha dicho nada.

—Ni siquiera se acuerda de mí. Seguro que el imbécil de su hijo se ha metido en tantos problemas que no los recuerda todos —entrecerró los ojos—. ¿De qué lo conoces tú?

Abrí la boca para decirle algo —no sé el qué, pero algo—, aunque no tardé en volver a cerrarla, nerviosa, tensa y frustrada a la vez. Agaché la cabeza. No podía contarle esto a Aiden. No sé por qué, pero era muchísimo más difícil contárselo a él que a cualquier otra persona.

Para mi sorpresa, no reaccioné negativamente cuando me levantó la cabeza por el mentón para que lo mirara.

—No hables de ello, da igual —murmuró al ver mi expresión—. Sea lo que sea que haya pasado entre vosotros dos, está claro que no te cae bien. Y yo le di una paliza. Creo que eso suma muchos puntos a mi favor en tu ranking de posibles futuros novios, ¿no?

No pude evitarlo y solté una risita, asintiendo. Estaba tan nerviosa que me daba miedo echarme a llorar de un momento a otro.

—Sabes que eres el único integrante de ese ranking, ¿no?

—Entonces, soy el primero —bromeó—. Cuando quieras vamos a Las Vegas a casarnos después de un combate.

Y ahí, sin pensar en lo que hacía y sin saber muy bien el por qué, me separé de la valla y le rodeé el cuello con los brazos para besarlo en la boca.

Tanto contacto de golpe hizo que mi cuerpo entero se estremeciera, no sé si para bien o mal, y el propio Aiden tardó unos segundos en reaccionar y rodearme la cintura con los brazos. Tuve el ligero impulso de apartarme, tan poco acostumbrada a tocar a la gente como estaba, pero algo dentro de mí quiso que me quedara justo donde estaba. Y eso hice.

Estaba tan nerviosa que apenas pude sentir sus labios besando los míos. Quizá solo había besado a Aiden de esa forma porque, por primera vez en mucho tiempo, había tenido la sensación de que podría encontrar algo de consuelo en los brazos de otra persona, porque de repente, contra todo pronóstico, me sentía mucho más tranquila, mucho más segura.

Ahí fue cuando Aiden también reaccionó y se dejó de tonterías de besitos de dos segundos. Esa vez, subió una mano y me sujetó la cabeza con ella, colocándome justo donde quería para abrir la boca sobre la mía. Apreté las manos en sus hombros, intentando mantener el equilibrio, cuando me apoyó la cadera contra la valla, apretándose contra mí, sin soltarme ni dejar de besarme. El beso se volvió tan intenso tan deprisa que no pude evitar preguntándome cuánto tiempo llevaba Aiden esperando este momento.

Y, justo cuando yo creí que empezaba a estar preparada para devolvérselo con la misma intensidad, ambos escuchamos la puerta principal abriéndose y cerrándose.

Aiden dejó de besarme, pero no me soltó. Solo miró por encima de su hombro —yo no podía ver nada, él me bloqueaba la vista con su cuerpo— y noté que se tensaba de pies a cabeza.

—Vuelve ahí dentro y no molestes —espetó, para nada amistoso.

—Solo quería ver qué hacíais tanto tiempo aquí fuera.

Oh, mierda. Esa voz.

Di un paso hacia atrás torpemente y Aiden se vio obligado a soltarme para girarse hacia James, que nos observaba con las manos en los bolsillos y una sonrisita condescendiente en los labios. Su mirada repasó a Aiden antes de clavarse sobre mí.

—¿Qué tal, Mars?

Ugh, ya se me había olvidado ese maldito apodo y lo mucho que lo despreciaba.

—Hace mucho que no sé nada de ti —añadió, al ver que no respondía.

—Y no hace falta que empieces a saberlo ahora —espetó Aiden, señalando la casa con la cabeza—. Adiós.

—¿A qué viene tanta prisa?

—A nada que te importe.

James soltó una risa entre dientes que fue dolorosamente muy familiar. Era la misma que había soltado unas cuantas veces en ese dormitorio, esa noche. Noté que un escalofrío me recorría la espalda e inconscientemente me escondí un poco más detrás de Aiden.

—A ti también hace mucho que no te veo —añadió James, mirando a Aiden—. Desde que fuiste con mi padre a la comisaría por darme una paliza, si mal no recuerdo. Ahora eres boxeador, ¿no? Se ve que te gustó.

—Sí, es una lástima que no todos mis contrincantes tengan tu cara de imbécil, seguro que le pondría más ganas a golpearlos.

James empezó a reírse, para nada afectado, y dio un paso hacia nosotros. Yo cerré los ojos con fuerza cuando el viento sopló suavemente en nuestra dirección, mandándome una oleada de su estúpida colonia cara. Seguía usando la misma. El olor me provocó náuseas, pero me contuve y no me moví de mi lugar.

—Ese beso era intenso, ¿eh? —James ladeó la cabeza hacia nosotros—. Casi parecía que nuestra querida Mars te ha hecho esperar muchísimo para poder besarla así.

Aiden puso los ojos en blanco, poco interesado en la conversación, pero James no había terminado.

—A mí me hizo lo mismo, ¿sabes? ¿No te ha contado lo que pasó entre nosotros?

Ahí sí que noté que Aiden se giraba hacia él con cierto interés, cosa que hizo que mis niveles de pánico aumentaran drásticamente.

—James, cierra la boca —solté inconscientemente con voz temblorosa.

—¡Vaya, parece que sí sabes hablar, después de todo! Y no has usado mucho esa habilidad para informar a tu nuevo novio de lo que pasó, ¿no es así?

No, no, no. Sujeté la mano de Aiden, ignorando el rechazo de mi cuerpo por establecer contacto humano teniendo en mente esa noche tan horrible, pero Aiden no se movió cuando tiré de él hacia la puerta de la valla.

—Mira cómo intenta escaparse ahora que la conversación no le gusta —se burló James al verme tan desesperada, mirando a Aiden—. ¿Nunca te ha contado que intentaba ligar conmigo mientras estaba saliendo con mi mejor amigo? ¿Que me proponía ir a su casa después de clases para echar un polvo a espaldas de Drew?

Dejé de tirar de la mano de Aiden por un momento.

—¡Eso no es verdad! —espeté, poniéndome roja por la rabia y la vergüenza.

—Y no solo eso. Yo también tenía novia. Y se suponía que también era su amiga. Sí, no es tan buena chica como tú te crees, Aiden.

—¡Cállate de una vez! Aiden, eso no es verdad. Te lo juro. Yo no...

—No le mientas al pobre chico, tiene derecho a saber con quién sale.

—¡Tú eres el que está mintiendo! —me giré hacia Aiden, desesperada por terminar esa conversación antes de que le contara la peor parte—. Vámonos, por favor, no lo escuches.

Aiden, que parecía estar teniendo un debate interno sobre si quedarse o no, pareció decidirse con mi súplica final. Asintió con la cabeza y por fin dejó que tirara de él hacia la puerta de la valla, que abrí tan rápido como pude.

Pero el imbécil de James no había tenido suficiente.

—¿Te ha contado que, la noche en la que por fin acepté ir a una habitación con ella, se inventó que la había violado?

Noté que Aiden se detenía de golpe a punto de cruzar la puerta de la valla y soltaba mi mano. Cerré los ojos con fuerza, notando que se me formaba un nudo en la garganta.

Cuando me di la vuelta, vi que Aiden lo miraba fijamente con una expresión que ni siquiera yo supe descifrar.

—¿Qué has dicho? —preguntó en voz baja,

James sonrió, satisfecho por tener la atención y el control de la situación.

—Ya me has oído. Se pasó meses suplicándome que la follara y la noche en la que por fin lo hice... se arrepintió y le contó a todo el mundo que había sido algo forzado, para que su novio me diera la culpa a mí.

Eso era tan rastrero que noté que se me llenaban los ojos de lágrimas de pura rabia.

—¿Cómo puedes ser tan mentiroso? —pregunté, a punto de llorar por culpa de la ira contenida.

¿Cómo podía mentir en eso? ¿Precisamente en eso?

—¿Mentiroso, yo? —me enarcó una ceja, divertido, antes de girarse hacia Aiden—. Ten cuidado cuando te la folles, igual luego va diciendo por ahí que no ha sido consentido.

Aiden había estado en silencio hasta ahora, mirándolo fijamente, y de pronto me di cuenta de que estaba juntando todas las piezas del rompecabezas de esa noche, la peor noche de mi vida. El por qué yo odiaba que me tocaran, por qué era tan arisca con la gente, por qué había tenido ese ataque de pánico en cuanto las cosas se habían vuelto un poco sexuales, por qué no había tenido sexo desde los quince años, por qué no había vuelto a tener una relación...

Y vi el momento exacto en que se daba cuenta de lo que yo no me había atrevido a contarle hasta ahora. Y de que tenía al culpable justo delante.

Lo peor no fue el puñetazo que le dio de repente, sino que ni siquiera necesitó que nadie le contara nada más para empezar a golpearlo.

Me quedé tan pasmada que tardé unos segundos en reaccionar, viendo cómo James caía de culo al suelo, pasmado, y se tapaba la boca con una mano. Cuando se la quitó, vio que tenía la palma llena de sangre y empezó a intentar gritar, llamando a su padre, pero Aiden se adelantó y lo calló de golpe cuando le dio una patada con la punta de la bota entre las piernas.

James soltó un chillido bastante ridículo y se dobló sobre sí mismo. El sonido había sido horrible, y él se había quedado pálido, pero a Aiden no pareció importarle demasiado. Lo agarró del cuello de la camiseta y le dio otro puñetazo, esta vez en la mandíbula. Y otro. Y otro.

Justo en el momento en que vi que iba a tirarse al suelo sobre James, reaccioné por fin y me acerqué corriendo, aterrada. Estaba tan asustada que ni siquiera me escuché a mí misma hablando, pero sé que le grité algo a Aiden de que lo soltara, y que él no me hizo caso. Le sujeté el brazo derecho con ambas manos y empecé a tirar hacia atrás con todas mis fuerzas, intentando separarlos. Cuando finalmente lo conseguí, retrocedí torpemente con Aiden, casi cayéndome de culo al suelo, y aparté la mirada de la horripilante cara ensangrentada de James, que no dejaba de retorcerse en el suelo.

Como si las cosas no pudieran ser peores, la puerta se abrió en ese momento y sentí que el mundo se detenía al ver al padre de James mirando fijamente a su hijo, pálido del horror.

A partir de ahí todo fue un caos. Mi padre empezó a gritar algo y me separó bruscamente de Aiden, que se había calmado y tenía la cabeza gacha y la mandíbula tensa. No me devolvió la mirada en ningún momento. Ni siquiera cuando yo intenté detener al señor Butler, que llamó a sus compañeros y aparecieron en menos de dos minutos para esposar a Aiden.

Intenté detenerlos por todos los medios posibles, pero nadie me escuchaba. Incluso los padres de Aiden parecían consternados, como si estuvieran en estado de shock.

La ambulancia para James llegó en ese momento y, cuando lo subieron a la camilla y me dedicó una pequeña sonrisa de satisfacción, tuve ganas de ir a rematarlo yo misma.

Pero no. Lo que hice fue correr hacia el señor Butler, que estaba metiendo a Aiden en el coche de policía.

—¡No ha sido culpa suya! —ya no sabía cuántas veces lo había gritado, pero nadie parecía escucharme.

Tanto el señor Butler como su compañero me miraron, pero Aiden no. Ni siquiera cuando lo metieron en el coche y cerraron la puerta.

El señor Butler me dedicó una mirada desdeñosa.

—El chico sabía perfectamente lo que hacía y cuáles serían las consecuencias —espetó—. Si quieres un consejo, niña, búscate un novio mejor.

—¡Búsquele usted un psiquiatra a su hijo para que deje de ser tan gilipollas!

Escuché a Grace ahogando un grito, alarmada, cuando el señor Butler se dio la vuelta hacia mí, rojo y furioso.

—¿Quieres que te detenga a ti también? ¿Es eso?

—¡A quien debería detener es a su hijo! ¡Él ha empezado la pelea!

—¡Pues, hasta donde yo sé, él está en una ambulancia mientras el otro está perfectamente!

—¡Por el amor de Dios, váyase a la mierda! ¿Es que no ve que ha provocado a Aiden a propósito? ¿En serio es tan estúpido?

Por un breve y tenso momento, juro que pensé que iba a darme una bofetada.

De hecho, me dio la sensación de que su esposa, la señora Butler, pensaba lo mismo, porque se tensó de pies a cabeza. Pero cerró los ojos, aliviada, cuando vio que él se contenía.

—El único estúpido aquí es tu novio —murmuró finalmente el jefe de policía—, porque es el único que acaba de arruinar su carrera.

Me quedé mirándolo fijamente, furiosa, cuando se limitó a darse la vuelta y meterse en el coche de policía.

No pude hacer nada más para detenerlo.


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