Capítulo 10
10 - EXPLICACIONES
(Si te vas - Extremoduro)
—¿Russell? —repitió la doctora Jenkins, revisando sus notas con el ceño ligeramente fruncido—. ¿Lo habías mencionado antes?
—No, no... lo conocí hace poco. Pero es muy simpático.
—¿Y por qué decidiste contarle lo que te sucedió?
Suspiré, mirando el techo de la consulta. Ya había estado ahí tantas veces que me sentía como si estuviera en casa.
—No estoy muy segura —admití—. Supongo que... era más fácil. Él acaba de conocerme, no me preguntará por qué no se lo había contado antes, ni me dirá que ya sabía que había cambiado, que debería haberlo hablado con alguien...
—¿Crees que si se lo contaras a tus padres o a tus amigos te reprocharían no haberlo dicho antes?
Vale, expuesto de una forma tan clara sonaba algo ridículo.
—No lo sé... ¿quizá? Han pasado unos cuantos años. Y supongo que se imaginan que actúo de forma extraña por algún motivo.
—¿Alguna vez te han mencionado algo del tema?
—No, pero... lo respetan. Especialmente Lisa, que es de esas personas que se pasan el día abrazando y besuqueando a la gente. Ya odiaba que lo hiciera cuando éramos pequeñas, pero lo hacía igual. Si embargo... no es lo mismo ahora. El primer día que le pedí que no me tocara, lo respetó. Nunca lo ha vuelto a hacer y nunca me ha preguntado sobre el tema.
Hice una pausa, torciendo un poco el gesto.
—Pero... bueno, el otro día tuvimos una pequeña discusión.
—¿Por qué?
—Por lo que le he contado de Aiden. Ella intentó hablarme del tema y yo me puse muy a la defensiva. Me dijo que estaba cansada de que, siempre que estaba mal, le echara la culpa a ella. Y que debería aprender a aceptar ayuda.
La doctora Jenkins sonrió, divertida, y se ganó una mirada de indignación de mi parte.
—¿Qué es tan gracioso?
—Bueno, no puedes negar que Lisa tiene algo de razón. Especialmente en eso último.
—¡Que no me guste pedir ayuda no significa que no... no sepa hacerlo cuando es necesario!
—¿Cuándo fue la última vez que pediste ayuda a alguien, Mara?
—A Johnny se la pido mucho, para que me acompañe a...
—No, me refiero a ayuda en algo muy importante para ti. Algo en lo que realmente necesites ayuda, pero te resulte difícil admitirlo.
El silencio que siguió a esa frase fue tan largo que noté que se me encendían las mejillas.
—Bueno... —empecé al final, enrojeciendo aún más—. Podría pedirla si quisiera.
La doctora Jenkins suspiró y me miró con esa expresión de regañina que tanto me recordaba a Grace justo cuando estaba a punto de hacer lo mismo que ella.
—Mara —empezó, observándome—, ¿te importa que te dé mi opinión sobre el tema?
—Pues... no. Para eso la pago.
—Bueno —sonrió un poco—, creo que Lisa no iba muy mal encaminada con lo que te dijo. Sientes que pedirle ayuda a alguien en algo realmente importante te haría parecer débil, codependiente y heriría tu orgullo. Prefieres hacer las cosas por tu cuenta porque, 1) Quieres tener el poder de decir que has podido hacerlo tú sola y 2) Te horroriza pensar que alguien pueda saber una verdadera debilidad tuya. Tienes miedo de que puedan usarla en tu contra. ¿Me equivoco?
Negué torpemente con la cabeza tras otros pocos segundos de silencio.
—Supongo que no.
—Mara, pedir ayuda no te hace débil, ni menos orgullosa. De hecho, siempre he creído que es bastante valiente ser capaz de asumir que necesitas ayuda y, especialmente, ser capaz de pedirla. ¿No crees?
Cuando salí de su consulta, me quedé sumida en un silencio pensativo en el que estuve tan inmersa que volví a casa casi automáticamente. Me pasaba cada vez que salía de su consulta. Supongo que era signo de que era una buena psicóloga.
O psiquiatra. No... seguía prefiriendo psicóloga. Sonaba mejor.
Subí las escaleras del edificio, o al menos la mitad, porque me detuve a medio camino y bajé la mirada a mi móvil. El nombre y la foto de Lisa aparecían en la pantalla.
—Hol... —empecé al descolgar.
—¿Por qué no miraste mis quinientos mensajes anoche? —protestó—. ¡O a mis quinientas llamadas!
—¿Eh?
—¡Intenté avisarte por todos los medios posibles de que no fueras al restaurante!
Silencio.
—¿En serio? —pregunté como una idiota.
—¡Pues sí! Resulta que esos dos habían ido a cenar ahí porque la madre de April es la dueña o no sé qué y, en cuanto nos vieron, April se empeñó en cenar con nosotros. ¡Pensé que si te avisaba no vendrías!
Me pasé una mano por la cara. Mierda. ¿Cuánto hacía que no miraba el móvil? Desde ayer por la mañana, seguro.
—No lo vi —murmuré.
—Bueno... —ella suspiró—, si te consuela, no estuvieron mucho más tiempo que vosotros. En cuanto os marchasteis, Aiden empezó a decir que se quería ir a casa. Al final, April no pareció muy contenta por tener que marcharse tan pronto, pero lo hizo. Y Holt estuvo encantado, claro, cuando tiene a mi hermano cerca está más tenso que un cerdo en una carnicería.
Sonreí un poco y sacudí la cabeza, aunque ella no pudiera verme.
—Siento haberte gritado ayer —dije de pronto.
Si había algo que no hiciera muy a menudo, era pedir disculpas.
De hecho, tras más de quince años de amistad con Lisa, quizá le había pedido disculpas... no sé... ¿unas cuatro veces? No lo recordaba muy bien. Pero no era muy dada a disculparme por nada. Al menos, verbalmente. Tenía otras formas de hacerlo. Compraba algo para compensarla, o me acercaba a su casa y accedía a mirar una de esas películas románticas y cursis que tanto le gustaban y yo tanto odiaba... pero pocas veces lo decía.
El silencio que hubo al otro lado de la línea durante unos segundos me indicó que ella estaba tan sorprendida como yo por lo que había dicho. Lisa se aclaró la garganta torpemente antes de ser capaz de responder.
—No pasa nada —dijo finalmente—. Yo... también lo siento. No debí echarte en cara nada de lo que te dije. Y debí decirte antes lo de Aiden.
—Hoy hablaré con él —murmuré.
—Bueno, si se pone pesado, dile que como no te deje en paz llamarás a mi madre. Se callará enseguida. Mi madre da miedo cuando se enfada. Y si se entera de que Aiden te ha estado molestando...
Sonreí un poco al recordar a Claire, la madre de Lisa, Aiden y Gus Gus. La había adorado durante toda mi infancia y una parte de mí siempre se había preguntado si era porque era lo exactamente opuesto a mi madre; responsable, estable, simpática, cariñosa... sí, esos tres tenían suerte. No es que mi madre fuera mala, y mucho menos mi padre, pero no habría estado mal criarme con alguien así en casa.
—Lo tendré en cuenta —fruncí el ceño—. Oye, Lisa, ¿no tenías un examen en diez minutos?
—¿Eh? —su voz subió diez decibelios—. ¡AAAAAHHHHH!
Colgó antes de que pudiera reaccionar y sonreí. En ese aspecto, no echaba de menos estudiar, te lo aseguro.
Llegué al trabajo cinco minutos antes de empezar mi turno, ganándome una sonrisa de mi jefa, la señora Myers, que ese día estuvo ahí la mitad de mi turno. Hacía mucho que no se pasaba por el local.
El pobre Alan ya no pudo usar la excusa de ¿qué más da si soy lento, si la jefa no me ve? porque... bueno, la jefa lo estaba viendo.
De hecho, estaba de pie a medio metro de él, con los brazos cruzados y una ceja enarcada, ejerciendo su instrumento de tortura favorito: la presión de la mirada en la nuca de algún pobre empleado torpe.
Resultado: ocho clientes con los cafés erróneos, dos bandejas en el suelo y una mancha de café en mi camiseta cuando uno de los vasos salió volando en mi dirección.
Un turno genial, vamos.
Me pasé casi cinco minutos en el cuarto de baño frotando la mancha como una posesa, pero solo conseguí que el marrón se convirtiera en un tono claro un poco raro que era todavía más grande que el anterior. Puse una mueca e intenté cubrirlo con el delantal sin mucho éxito. Aunque... bueno, tampoco es como si alguien le fuera a prestar atención. Todos los clientes estaban pendientes de las cartas, no de mí.
Cuando volví a la cocina para dejarle un pedido a Johnny, vi que él estaba tomándose un momento de descanso mientras esperaba que la carne de las hamburguesas estuviera en su punto.
—Anoche volví a quedar con la mujer chilena —me dijo con una sonrisita de triunfo.
—Supongo que no volvió a llamarte aweonao culiao.
—Nah. Bueno, la verdad es que sí, pero... ejem... es que es un poco intensa. Le gusta insultarme y después me besuquea —puso una mueca—. No sé si debería no gustarme... pero me gusta.
—Qué rarito eres, Johnny.
—Me dijo la persona más normal de este local.
—¿Ves a alguien más normal que yo aquí dentro?
—Tu novio. ¿Qué le ha pasado?
Me quedé mirándolo un momento, confusa, antes de darme la vuelta para ver lo que estaba señalando. Aiden acababa de entrar en el local. Todavía llevaba ropa de deporte y la bolsa del gimnasio colgada del hombro. Pero... había algo que no encajaba.
Tenía una herida pequeña y cubierta en la frente, y lo abultado de su brazo bajo la sudadera no podía ser otra cosa que una venda para otra herida.
¿Qué...? ¿Se había metido en una pelea? ¿Qué demonios...?
Estuve a punto de preguntar cuando se acercó a la barra y se inclinó sobre ella, pero se me adelantó:
—¿Cuánto te queda de turno?
—Ya ha terminado —le dijo Johnny alegremente, viendo que yo no iba a responder.
—Bien —Aiden señaló la puerta con la cabeza—. Te espero fuera.
Me quité el delantal y me puse el abrigo a una velocidad que hizo que Alan casi se mareara al verme y salí apresuradamente por la puerta de atrás, sorprendiéndome al encontrar a Aiden ahí, apoyado con la espalda en la pared y la bolsa en el suelo. Me acerqué apresuradamente con el ceño fruncido.
—¿Con quién te has peleado?
Durante un momento, me miró con confusión, pero no tardó en cambiar a diversión.
—¿En serio? ¿Eso es lo primero que vas a asumir?
—Eres boxeador, sabes dar golpes...
—...también se esquivarlos.
—¡No siempre!
—Oh, vamos, Amara. He venido con la bolsa, con heridas, andando... ¿no te da ninguna pista?
Vale, sí, me daba unas cuantas.
—¿Qué...? ¿Qué te ha pasado con el coche?
Él puso una mueca, cosa que me indicó que había acertado.
—Digamos que... tuve un pequeño accidente —se pasó una mano por el pelo y suspiró—. No voy a tenerlo de vuelta en unos pocos días. Hasta entonces... bueno, el entrenador dice que así hago ejercicio extra andando de un lado a otro, supongo que no todo es malo.
Eso probablemente era un intento de broma, pero no funcionó demasiado bien, debió suponerlo por mi cara.
—No es nada grave —se subió la manga de la sudadera todo lo que pudo y me acerqué para ver que todo estaba vendado a partir de su codo, cubriendo gran parte del tatuaje—. Se me clavaron unos cuantos cristales, pero eso es todo.
—¿Eso es...? ¿Qué pasó? ¿Qué estabas haciendo?
—¡Nada! —se defendió, antes de poner una mueca, como un niño que está a punto de confesar una travesura—. Fue... cuando me marché de tu casa.
Parpadeé dos veces antes de poder reaccionar, y di un paso atrás.
—¿Fue... por...?
—¡No! —me detuvo al instante en que vio por dónde iba—. No, no fue porque pensara en lo que había pasado. Es decir, sí que pensaba en ello, era difícil no hacerlo... pero no fue por eso.
—¿Y por qué fue?
—Yo... —cerró los ojos un momento—, April me estaba esperando en mi casa.
Durante un instante, no supe qué decirle. No la conocía tanto como para llegar a una conclusión con tan poca información.
—¿Y qué pasó? —pregunté al final.
—Ella... digamos que se alteró un poco por lo de la cena. No le gustas mucho, aunque no es culpa tuya, sino mía. Tuvimos una discusión... en fin, lo de siempre. Al final, me ofrecí a llevarla a casa. Y ella puso a llorar.
Hizo una pausa, sacudiendo la cabeza.
—Intenté detenerme y consolarla, pero me gritó que quería llegar ya a casa, así que intenté seguir conduciendo... seguimos discutiendo... y en algún momento ella agarró el volante y giró el coche para que chocáramos con una farola.
Entreabrí los labios, pasmada, pero él no parecía sorprendido en absoluto.
—No pasó nada muy grave. El cristal se reventó, igual que la parte delantera del coche, pero... la verdad es que tuvimos suerte. Ella solo tuvo unos rasguños y yo esto. El que salió peor parado fue mi pobre coche.
—Aiden, ¿me estás diciendo que esa chica te giró el volante... para que chocarais?
Aiden puso mala cara, como si fuera algo muy desagradablemente normal.
—¿No tienes frío? —preguntó de repente—. ¿Quieres que vayamos a algún sitio?
Al final, el sitio en cuestión fue un bar no muy lejano a mi edificio —por si tenía que salir corriendo, más que nada— en el que ocupamos una de las mesas cercanas a las ventanas del fondo. Había empezado a llover, así que me quedé mirando distraídamente las gotas de lluvia resbalando en los cristales mientras Aiden, que se había empeñado en hacerlo, iba a por nuestras dos aguas. Volvió apenas un minuto más tarde y se dejó caer en la silla de delante de mí.
—Bueno —carraspeó y me miró—, supongo que quieres ir al grano, ¿no? Después de todo, tendrás mil preguntas.
—Supones bien —enarqué una ceja, dándole un sorbito al vaso de agua.
—Bueno... ¿y cuál es la primera pregunta?
—¿Por qué demonios no me dijiste nada?
Pensé que eso sería lo más fácil de responder, pero claramente no lo era. Él apartó la mirada un momento, incómodo, antes de volver a girarse hacia mí.
—Sinceramente... por vergüenza.
—Vergüenza —repetí, poco convencida—. Vas a necesitar intentarlo con algo mejor, Aiden.
—Estoy hablando en serio. April es... no digo que sea mala persona, pero es muy voluble... emocionalmente. Tiene mucho carácter, y le sale la parte mala de él en cuanto haces algo que no le gusta.
—¿Y qué tiene que ver eso con...?
—Déjame explicarme y luego pregunta lo que quieras —suspiró—. Mira, yo... la conocí hace cinco años, a mis dieciocho. Estaba empezando a entrenar para convertirme en boxeador y entrar en la liga de adultos... todo eso. Mi entrenador era una mierda y estaba acostumbrado a combates pequeños, así que supe que necesitaba a alguien mejor. Y me fijé en Neil Quinn. Es... bueno, es uno de los peces gordos de la liga, ¿sabes? Que se fijara en mí fue toda una suerte. Y, bueno, a los dos meses de trabajar con él, conocí a su hija April. Fue... algo muy instantáneo.
Recordé el hombre que vi el otro día en el gimnasio con él. Ese debía ser el tal Neil Quinn.
Tiene nombre de idiota.
—¿Por qué ya no es tu entrenador? —pregunté, confusa.
—No fue por April, si es lo que estás pensando. Simplemente... él cada vez tenía menos tiempo para pensar en entrenar a boxeadores, así que empezó a descuidarnos para centrarse más en la liga y todo eso en lo que se gana tanto dinero. Tuve que buscar otro entrenador por mi cuenta otra vez, y ahí fue cuando conocí a Rob. Fue una casualidad; fui a su gimnasio pensando que era uno normal, para entrenar y no perder la costumbre... y me encontré con que alguien buscaba boxeadores. Rob ya tenía experiencia, así que fue cosa que empezar a sentirnos cómodos el uno con el otro.
Hizo una pausa, echando una ojeada al otro lado de la calle. Yo no pude evitar escudriñar su perfil y que mis ojos se detuvieran unos instantes en los pequeños lunares que tenía junto a la mandíbula. Siempre me fijaba en ellos sin saber muy bien por qué.
Y... maldita sea, debería concentrarme.
Menos mal que Aiden siguió hablando.
—Mi relación con April empeoró a partir de eso. Todo el tiempo que normalmente pasaba con ella, en el gimnasio de su padre, empecé a pasarlo al otro lado de la ciudad. Y eran muchas horas. Apenas podíamos vernos. Y eso empezó a agobiarla. Empezó a exigirme que, si la quería, tenía que pasar más tiempo con ella. Yo intenté explicarle que no podía decir que no a los entrenamientos, pero no me hacía caso. Un día se enfado tanto que me amenazó con decirle a su padre que me excluyera de la liga, tuvimos una pelea gigante. Y, curiosamente, nos casamos dos semanas después de esa pelea.
»Fue... tras uno de los últimos combates de la liga. En Las Vegas. Gané las semifinales en una sola ronda y me creía el rey del mundo, y más porque April había decidido acompañarme. No escuché a Rob, Mark y Samuel cuando me dijeron que no me emborrachara, y de alguna forma terminé en una capilla cutre con April, casándome con ella.
—¿Vestido de Elvis? —lo provoqué un poco.
Él me puso mala cara.
—Eso ya habría sido acabar con la poca dignidad que me quedaba.
—¿Qué pasó después de la boda?
—Bueno... obviamente, a ninguna de las dos familias le gustó demasiado, especialmente a mi madre. Ella tiene el concepto de boda de cuento de hadas, y siempre ha querido que nosotros nos casáramos, ya lo sabes, la conoces bastante. Haberse perdido mi boda... bueno, ella nunca me echaría nada en cara, pero sé que le afectó mucho.
»Y los padres de April... si te soy sincero, apenas conozco a su madre, y su padre solo fue un poco frío conmigo al principio, después todo volvió a la normalidad.
»Decidimos mudarnos juntos a mi casa, cosa que hizo a April muy contenta, pero yo... si te soy sincero, no había tenido las cosas muy claras desde que habíamos vuelto de Las Vegas, y April lo sabía, pero no quería asumirlo. La relación empezó a volverse un poco absorbente, ella me amenazaba con hacerse daño a sí misma cada vez que insinuaba que quería alejarme de ella... empecé a saltarme entrenamientos y partidos para ir a estar con ella... sí, no era muy agradable. Rob la detestaba. Y sigue haciéndolo.
»Pero... un día decidí que ya no podía más. No podía seguir viviendo con alguien que me amenazaba para que no me alejara de ella. Hace un año, más o menos, le dije que quería divorciarme. April se puso furiosa, me amenazó de mil formas distintas... pero no sirvió de nada. Le dije que se quedara la casa, si quería, porque yo tenía que empezar la liga y apenas iba a estar por ahí. Ya me mudaría al volver. Pero seguía sin estar conforme.
»Y... cuando llegué a la liga, al primer combate, Neil se acercó a mí, me puso una mano en el hombro con una sonrisa amistosa y me dijo, muy amablemente, que si su hija alguna vez volvía a quejarse de algo relacionado conmigo, no volvería a pisar un ring en mi vida.
Hubo un momento de silencio cuando él se pasó una mano por la nuca, claramente incómodo. Era extraño ver a Aiden en una actitud que no fuera completamente relajada o despreocupada.
—Si te soy sincero... —continuó, sacudiendo la cabeza—, solo le pedí el divorcio a April una vez más. Y ella se negó, volvió con las amenazas... terminaron echándome de la liga nacional, claro. Su padre se encargó de ello.
—¿Tanto poder tiene? —pregunté, confusa.
—Ni te lo imaginas —murmuró Aiden, mirando la ventana con aire pensativo—. Rob consiguió meterme en una liga menor, pero estaba furioso. Soy su único pupilo que es capaz de entrar en esa clase de ligas. Los demás prefieren quedarse en las pequeñas y no profesionalizarse. Me dijo que me alejara de April, por mi bien. Te aseguro que lo hice encantado. Y no volví a hablar con ella hasta hace un mes.
—Sí —no pude evitar el tono agrio—, cuando ya ligabas conmigo.
—Amara, no la llamé para echar un polvo —enarcó una ceja—, fue para pedirle el divorcio.
—Sí, claro.
—¿Por qué querría mentirte?
—¿Por qué no querrías contarme nada de esto hasta ahora? No lo sé, Aiden, dímelo tú.
—Bueno... si te soy sincero, quería esperar a estar separado de ella oficialmente y luego contártelo.
—¿Y si ella no quiere divorciarse nunca?
—Hay una cosa llamada demanda de divorcio que suele funcionar muy bien en estos casos.
—Entonces, ¿por qué no las demandado todavía?
—Porque no quiero tener que pelearme con April —confesó con una mueca de incomodidad—. Ahora la cosa no es tan diferenciada como antes, este año he ganado bastante dinero y probablemente podría contratar a un abogado tan bueno como ella, pero aún así... no quiero que esto termine en medio de un juzgado. Preferiría que fuera de mutuo acuerdo. Además, si vamos a un juicio, probablemente no podré volver a entrar en una liga en mi vida por culpa de su padre.
—Así que es eso. Miedo, ¿no?
Él levantó la mirada hacia mí, casi irritado.
—¿Me estás preguntando si me da miedo no poder seguir viviendo de lo que me gusta y a lo que me he dedicado casi la mitad de mi vida? Pues sí, Amara, me da miedo, la verdad.
Vale, dicho así sonaba obvio. No podía culparlo, al menos, en ese aspecto.
—¿Y si hablaras con Neil? —sugerí—. Quizá lo entendería.
—Lo único que quiere Neil es que su hija sea feliz, y ella quiere ser feliz conmigo. Nunca aceptaría nuestro divorcio.
Nos quedamos los dos en silencio unos instantes, pensativos, mirando nuestros respectivos vasos. Ya no estaba tan enfadada con Aiden, pero definitivamente seguía irritada por el hecho de que me hubiera estado engañando durante todo este tiempo.
Y lo peor es que tenía razón; él nunca me había mentido. Solo me había estado soltando la verdad con cuentagotas, poco a poco, y yo no había querido verlo, porque si ahora miraba atrás estoy segura de que vería algunos indicios de todo esto.
No estaba muy segura de si me molestaba más que no me lo hubiera dicho directamente o que yo no me hubiera dado cuenta antes.
—¿Por qué vino April al gimnasio el otro día? —pregunté finalmente.
—Ni idea. Ni siquiera sabía que estuviera por aquí, la verdad. Supongo que fue por la apertura de la liga.
—¿Y lo de cenar con ella en el restaurante?
—Quedé con ella para hablar del divorcio. Lo último que me esperaba era ver a mi hermana, a Holtito, a ti y a... ese idiota.
—No llames idiota a Russell.
Refunfuñó algo en voz baja, malhumorado, pero lo pasé por alto.
—No sabía que necesitaras ir a cenar con alguien a un restaurante pijo para poder hablar de un divorcio —mascullé a la defensiva.
—¿Preferirías que la hubiera llevado a mi casa? ¿O que yo hubiera ido a la suya?
No, en absoluto.
Me sorprendió saber que era tan consciente de la respuesta a esa pregunta.
—Mhm... —fue toda mi respuesta.
—Mira —él suspiró, inclinándose con los codos sobre la mesa—, sé que la he cagado. Y que probablemente sigues enfadada. No estoy aquí para decirte que me perdones o algo así, pero quería que supieras lo que había exactamente entre April y yo.
—¿Por qué iba a ser problema mío lo que haya entre vosotros dos?
Aiden se calló un momento antes de enarcar lentamente una ceja.
—¿Vas a obligarme a decirlo?
—¿El qué?
—Bueno, que yo recuerde, no fui yo quien besó al otro.
Sentí que una oleada de vergüenza me recorría el cuerpo, pero la contuve justo a tiempo y me limité a entrecerrarle los ojos, muy digna.
—¿Qué pasa? ¿No te gustó el beso?
Aiden sonrió ligeramente.
—¿Crees que estaría aquí, intentando arreglar lo nuestro, si hubiera podido dejar de pensar en ello y en lo que me gustaría repetirlo?
Por dentro me afectó, y mucho, pero no me di a mí misma la opción de mostrárselo a Aiden, así que para él me mantuve con la misma expresión frívola y seria de hace un momento.
—¿Por qué tenías tanta prisa por decirme todo esto? —me hice la difícil.
—Bueno... si me hubieras respondido a los mensajes, te lo habría explicado.
—¿El qué?
—Mañana me marcho.
Hubo un instante de silencio en el que lo que decía no pareció tener mucho sentido, pero su cara de incomodidad era muy clara.
—¿Te marchas? —repetí, y no pude evitar el tono de sorpresa mezclado con frustración.
¿Por qué demonios me frustraba que se fuera? ¿No debería estar contenta? ¿No se suponía que estaba enfadada con él?
Ya no lo estás, asúmelo.
¡Sí que lo estaba!
—¿Dónde... dónde te marchas? —conseguí formular.
—A siete horas de aquí —carraspeó—. Los combates para entrar en la liga empiezan en dos días, y Rob quiere que esté instalado y empiece a entrenar en cuanto antes.
—Pero... ¿por cuánto tiempo te vas?
—Hasta el diez de febrero.
¡¿Diez de febrero?! ¡Eso eran dos meses lejos de aquí!
—Dos meses —dije, como si fuera un dato insignificante, aunque mi voz sonó un poco aguda.
—Sí. Si gano los combates, claro.
—Los vas a ganar —murmuré, poniendo los ojos en blanco.
Aiden me sonrió.
—¿Tanto confías en mis aptitudes para patear a idiotas?
—Bueno, te he visto en acción. Eres bueno.
Vale, eso era demasiado malinterpretable incluso para mí.
Estaba a punto de decir algo más para que no comentara nada al respecto cuando su móvil empezó a sonar. El nombre de Rob iluminó la pantalla y Aiden soltó un suspiro.
—Tu reina te reclama —bromeé.
—Debería irme antes de que se ponga a asesinar boxeadores. ¿Te acompaño a casa?
—No tienes coche, Aiden.
—Bueno, hace una noche fría e inhóspita, no se me ocurre nada más idílico para dar un paseo hacia tu casa.
De alguna forma, terminamos los dos andando en silencio en dirección a mi casa que, menos mal, no estaba muy lejos de ahí. Solo a cinco minutos, más o menos.
El primero de esos cinco minutos lo pasamos en absoluto silencio. Un silencio de esos incómodos en el que es obvio que ambos queréis decir algo pero ninguno lo hace.
Sí, muy agradable, todo.
Para mi suerte o desgracia, en el segundo minuto no pude contenerme y le lancé la pregunta.
—Entonces... ¿no te veré en dos meses?
Aiden se giró hacia mí —no lo estaba mirando, pero verlo por el rabillo del ojo— y me miró durante unos segundos, extrañado.
—¿No deberías estar contenta porque me vaya?
—¿Yo?
—¿No sigues enfadada conmigo?
Sinceramente... ni siquiera yo misma lo sabía.
—No sé —fue mi gran respuesta.
Aiden sonrió de lado, girándose hacia delante.
—Bueno, vas a tener dos meses para pensártelo.
—Y... ¿qué harás en Navidad? ¿No volverás?
¿Por qué demonios me interesaba lo que hiciera o no?
—No lo sé —admitió, algo decaído—. A mi madre no le hará ninguna gracia que no esté aquí para cenar con ellos, pero si la liga me lo pide... supongo que no podré ir.
—Yo iré a casa de mi padre —que era el vecino de su madre, por cierto, lo que me llevó a lo siguiente—. Si quieres... es decir... si tienes algún regalo para tu madre y no te fías de que Lisa se lo dé porque es un poco bocazas y podría decirle lo que es o dárselo antes de tiempo... ejem... podría dárselo yo.
Aiden dejó de andar un momento, haciendo que yo también me detuviera. Me miraba con sorpresa.
—¿Harías eso?
—¿Por qué no? —murmuré—. Es la casa de al lado.
—¿Y no te importaría que mi madre supiera que tú y yo hablamos a menudo? —enarcó una ceja.
—Claro que no.
—Ya.
—No empieces con el ya.
—Si mi madre se entera, tu padre se enterará también. Y no recuerdo que le gustara mucho mi presencia la última vez que lo vi.
Mierda, por un momento, se me había olvidado que no se llevaban bien. No quería ni imaginarme la cara que pondría papá si se enteraba de que Aiden y yo éramos amigos.
Y si le decía que lo había besado sin que me dijera que estaba casado... bueno, probablemente iría a por una pala y empezaría a perseguir a Aiden para darle en la cabeza.
Sí, mejor no decir nada.
Nos pasamos el resto del camino en silencio, y lo peor es que sentí que yo estaba mucho más triste que él por el hecho de no verlo en dos meses. ¿Por qué demonios parecía que le daba igual? ¿Es que April iba con él? ¿Es eso?
Bueno, no lo creía, la verdad. No sé por qué.
Una parte de mí esperaba que Aiden preguntara si podía subir, pero no lo hizo, solo se detuvo al pie de las escaleras del edificio y se metió las manos en los bolsillos, mirándome.
—Bueno... —hubo una pausa, y algo en sus ojos me dijo que quería decirme algo, pero al final optó por no hacerlo—. Yo... nos vemos en dos meses, Amara.
Se quedó mirándome, esperando una respuesta que yo no pude darle. Me había quedado bloqueada.
Finalmente me dedicó una media sonrisa antes de darse la vuelta y empezar a marcharse.
—¡E-espera! —me escuché decir a mí misma.
Aiden se detuvo y me miró por encima del hombro, confuso, esperando que siguiera.
Mierda, ¿y yo ahora qué? No lo había planeado muy bien.
—Buena suerte en la liga —dije torpemente—. Aunque no la necesitas.
Ambos sabíamos que no era lo que había pretendido decir en un principio, el silencio que siguió esa frase lo confirmó, pero Aiden no dijo nada al respecto.
—Buena suerte con la tu libro —me sonrió de lado—, aunque no sé si has superado el bloqueo.
—En realidad... lo he tirado a la basura. Voy a empezar otro nuevo. Uno de vampiros.
—Vampiros, ¿eh? ¿Te has releído Crepúsculo o qué?
—Pues no, listo. El otro día vi Drácula de Bram Stoker en mi estantería y me dije a mí misma... ¿por qué no hago yo también algo de vampiros? Si sale mal, solo lo leerá Aiden.
—¿Vas a dejar que me lo lea? —preguntó, ligeramente sorprendido.
—Pues claro que sí, al menos sé que tu opinión es sincera. Si se lo pidiera a Holt o a Lisa, me dirían que es genial para no herir mis sentimientos. Y Zaida... bueno, sinceramente, su opinión me importa un bledo.
Pensé que él sonreiría, pero se limitó a apretar un poco los labios.
—¿Y por qué no se lo pides a Russell?
Fruncí el ceño.
—¿Por qué has dicho su nombre de esa forma?
—No lo he dicho de ninguna forma.
—Has dicho Russell como si estuvieras insinuando algo —me acerco, entrecerrando los ojos—. ¿Qué insinúas?
—¿Yo? Nada. Solo que le pidas ayuda a tu querido Russell.
—No es mi querido Russell, es mi amigo.
Aiden me miró un momento, dudando entre si decir algo más o no, y vi cómo su mandíbula se tensaba al apretar los dientes.
—¿Y yo también soy tu amigo? —preguntó finalmente.
Tardé unos segundos, pero finalmente sonreí un poco.
—¿No has dicho que ibas a darme dos meses para pensarlo?
—Bueno... pero podrías darme un adelanto de la respuesta, ¿no?
—¿Para qué?
—Para ir preparándome.
—¿Tan mala crees que será?
—Espero que no, pero nunca se sabe.
Me mordí el labio inferior, conteniendo una risita, cuando lo vi tan nervioso. Era la primera vez que sentía que era yo la que tenía el control absoluto de la situación. Podría acostumbrarme a esto.
—Dime una cosa... —di un pasito hacia él, que observaba con toda su atención sobre mí—. Si te dijera que sigo enfadada y no quiero volver a verte... ¿me dejarías en paz?
Aiden parpadeó, confuso, y consideró la pregunta durante lo que pareció una eternidad hasta que, finalmente, suspiró.
—Sí.
—¿Y si te dijera que me gusta mi querido Russell?
—¿Esto es necesario? —preguntó, molesto.
—¡Pues sí! ¡No me dijiste que estabas caso y tengo derecho a vengarme un poco!
—¿Y vas a seguir vengándote por mucho tiempo? Es que quiero empezar a prepararme mentalmente.
—Puede que sí —y, pillándonos a ambos por sorpresa, me adelanté y le puse una mano en el brazo bueno—. Ya hablaremos de esto cuando volvamos a vernos.
Durante un pequeño instante, ninguno de los dos dijo nada, solo nos seguimos mirando con mi mano todavía en su brazo. Y, justo cuando sentí que la situación me impulsaba a acercarme más a él, me contuve y di un paso atrás.
—Prepárate bien para esos combates, capullo.
—Y tú no mates a ningún cliente en mi ausencia, antipática.
***
Las dos semanas siguientes pasaron mucho más rápidas de lo que esperaba.
Alterné las visitas de la doctora Jenkins con mi trabajo, salir a correr con Russell —cosa que se estaba empezando a convertir en una costumbre—, visitar a Lisa y a Holt, intentar cocinar algo mínimamente comestible, escribir dos páginas más de la novela antes de hartarme, agarrar todos los papeles y tirarlos a la basura...
Sí, a la mierda los saltos en el tiempo. Eran demasiado complicados.
Ahora... escribiría sobre vampiros sexys.
Sí, sonaba mejor.
Mientras pensaba en vampiros sexys, recordé el detallito de que también tenía que comprar regalos para Navidad.
Yo siempre había sido una de esas personas que odian comprar regalos. Es decir... ¿cómo demonios puedes saber qué quiere alguien sin preguntarle al respecto? ¡Es imposible! O, al menos, lo es en mi pequeño mundo interior.
Así que igual pasé más tiempo del necesario en las tiendas que visité con Lisa —y sola, porque también quería comprarle algo y no podía hacerlo con ella delante—, intentando adivinar qué demonios podrían querer los miembros de mi familia. Al final, tuve que conformarme con algo sencillo. Y no solo por mi falta de sueldo adecuado para una compra navideña, sino también por mi falta de imaginación.
Sí, quería hacerme escritora y no tenía imaginación, era así de genial.
Zaida y yo no habíamos hablado mucho esos días. Desde nuestra breve conversación en la que, básicamente, me había llamado loca, no había querido hablar con ella de absolutamente nada. De hecho, la evitaba tanto como podía.
Unas cuantas veces pensé en irme a otro sitio o preguntarle a nuestra casera por qué demonios no la echaba si estaba vendiendo marihuana en su propiedad, pero no hice ninguna de esas cosas porque:
1- ¿Encontrar otro piso en el centro a ese precio conviviendo solo con una persona? Lo veía complicado. Muy complicado.
2- Prefería no hablar mucho con mi casera, era un poco neurótica.
3- No iba a contarle lo de Zaida, no era una chivata.
Así que no, no habíamos mantenido una conversación... hasta esa noche. Unas noches antes de ir a casa de mi padre.
Ya estaba preparando la maleta —porque necesitaba preparar las cosas con antelación, sí—, yendo de un lado a otro de la habitación y escondiendo cuidadosamente los regalos entre la ropa cuando la puerta de mi dormitorio se abrió con un estruendo, dejando paso a una Zaida muy furiosa que vino directa hacia mí.
Me enderecé de golpe, confusa, cuando hizo un ademán de empujarme y me aparté inconscientemente, evitando que me tocara.
—¿Qué demonios haces? —espeté, todavía perdida.
Por algún motivo, Zaida no me intimidó demasiado. Una parte de mí había temido tener un ataque por verla acercándose a mí de esa forma, pero no. Solo me sentía confusa y algo irritada.
—¿Yo? —casi me gritó en la cara—. ¡¿Dónde está?!
Hubo un momento de silencio en el que yo ladeé un poco la cabeza.
—¿El qué?
—¡Sabes perfectamente de lo que estoy hablando!
—Oye, guapa, te recuerdo que esta es mi habitación. Como vuelvas a gritarme de esa forma, saldrás de ella de una patada.
Zaida dio otro paso hacia mí, furiosa. Tenía los puños apretados.
—¿Y me la vas a dar tú? —espetó, mirándome desde su altura, que le daba unos pocos centímetros de ventaja—. Solo con ponerte un dedo encima ya te pondrás a llorar y a gritar. ¿Te crees que no te oigo cuando tienes pesadillas?
Apreté los labios, enfadada y avergonzada a partes iguales.
—Te aseguro que eso no es asunto tuyo.
—Lo que sí es asunto mío es mi maría. ¿Dónde coño la has metido?
Solté un soplido de burla.
—¿Esa quién es? ¿Una amiga tuya?
Vi el momento exacto en que hacía un ademán de golpearme y mis piernas se colocaron automáticamente en la postura que Aiden me había enseñado unas semanas atrás. Lo esquivé con tanta facilidad que me sorprendí a mí misma.
Pero lo mejor no fue esquivarla, no.
Lo mejor fue que Zaida, al impulsarse de esa forma sin encontrar un objetivo para el puñetazo, cayó hacia delante de una forma muy ridícula y se quedó tendida en el suelo, roja de rabia.
¡No me lo podía creer! ¡Había ganado una pelea sin siquiera golpear a nadie!
—¡No tengo tu basura! —le aseguré mientras ella se levantaba, furiosa—. No la tocaría por nada del mundo, te lo aseguro.
—Y una mierda. ¿Te crees que nací ayer? ¿Quién más sabe dónde la escondo a parte de ti? ¿Eh?
—Pues cualquiera de tus estúpidos novios pasajeros, Zaida.
Eso pareció hacerla dudar un momento, pero no lo suficiente como para que me dejara en paz.
—Como descubra que la tienes tú...
—No tocaría nada tuyo ni si me pagaran —marqué cada palabra—. Ahora, vete de mi habitación de una vez.
Por un momento, pensé que Zaida iba a intentar golpearme otra vez. Y pareció que era su intención durante unos pocos segundos, pero entonces tensó los hombros, apretó los puños y se marchó. Escuché la puerta de su habitación abriéndose y cerrándose de un duro golpe.
Estaba a punto de suspirar, aliviada, pero no pude hacerlo porque en ese momento... llamaron al timbre.
Oh, no... ¿ahora qué?
Fui a abrir con una mueca de aburrimiento, pero ésta se borró de golpe cuando vi que Lisa estaba en el vestíbulo, con los ojos hinchados de tanto llorar y el pijama puesto bajo el abrigo.
—¿Qué te...? —empecé, pasmada.
—Holt m-me ha ped... pedido matrimonio —dijo con la voz ahogada por las lágrimas—. Le... le he d-dicho que n-no...
Solté una maldición en voz baja y me aparté para que pudiera pasar. Lisa fue directamente al sofá y se dejó caer en él, hundiendo la cara en sus manos. Yo me limité a cerrar la puerta y jugar con uno de los extremos de mi camiseta de pijama, nerviosa, mientras me acercaba a ella.
Odiaba consolar a la gente, pero no porque me resultara molesto o algo así... sino porque consolar a alguien generalmente implicaba una palmadita en el hombro, un abrazo... algo de contacto, aunque fuera mínimo. Y esa parte me aterraba.
Me quedé plantada delante de Lisa como una idiota antes de optar por sentarme a su lado. A ella le temblaban los hombros, y deseé poder decir algo que la consolara de alguna forma.
—Lisa... —empecé, sentándome más cerca de ella—. Si no te sientes preparada para casarte, no deberías sentirte culpable por...
—No es eso —gimoteó, mirándome con los ojos anegados en lágrimas—. Es... Holt... nunca lo había vi-visto llorar, Mara. Nunca. Y... c-cuando le he dicho que no... se ha puesto a llorar y a decirme co-cosas... horribles...
Sinceramente, a mí también me resultaba complicado pensar en Holt como alguien que soltara cosas horribles a la primera de cambio, pero había visto sus pocos enfados en esos dos años. Y era verdad que no parecía la misma persona cuando se cabreaba. Daba incluso miedo.
—Es porque estaba frustrado —me obligué a decirle—. Ya lo conoces, Lisa. En una hora estará llamándote como un loco pidiéndote que lo perdones.
Ella sacudió la cabeza.
—¿Y si... si no quiero p-perdonarlo?
Hubo un momento de silencio en el que no supe qué decirle.
—¿Te ha dicho algo tan horrible?
—¡No! —cerró un momento los ojos—. Él... y yo... funcionamos, p-pero...
Dejó la frase al aire, pero yo ya podía imaginarme a lo que se refería.
—Pero falta algo —murmuré.
—Sí —me dijo, casi aliviada porque alguien que no fuera ella misma lo dijera—. Hace... hace tiempo q-que me siento así, ¿sabes? P-pero... pensé... no sé... siento que siem-siempre tengo las expectativas demasiado altas con los... los chicos... y que son hasta irreales. No q-quería rechazar a Holt por... por eso...
Lisa era una romántica empedernida. Podía pasarse horas y horas viendo películas de romance de esas que te provocan subidones de azúcar o leyendo libros de esos cuyos protagonistas aparecen descamisados en la cubierta y luego sueltan frases cursis que hacen que medio mundo suspire, enamorado.
Y no solo por eso; Lisa siempre había tenido sus expectativas en cuanto a novios muy por encima de lo humanamente posible, básicamente se había pasado su vida entera esperando al protagonista de su novela rosa, para que viniera a rescatarla y a hacer todas esas cosas que hacen los protagonistas de novela rosa.
Está claro que nadie había logrado cumplir nunca sus expectativas, y una vez me había comentado que su madre le había dicho que no podía rechazar a un chico por no ser lo suficientemente perfecto, que nadie lo era... pero...
Sinceramente, conocía mucho a Lisa. Muchísimo. Y para que ella le dijera que no a Holt... realmente tenía que haber algo que no encajaba entre ellos.
—¿Quieres que pida algo para comer? —sugerí.
—¿Puede ser algo que engorde mucho? ¿Por favor?
—Mhm... suena tentador.
Y, así de fácil, Lisa se quedó de refugiada emocional en mi casa durante los últimos días antes de Navidad.
La verdad es que no salió mucho de mi habitación —es decir, ella ya no tenía clases—, ni siquiera cuando yo me iba a trabajar. Había tenido unos pocos problemas con Zaida por eso, básicamente amenazaba con llamar a nuestra casera, pero si yo la amenzaba con denunciar toda la marihuana que tenía, nos dejaba en paz a las dos.
De día mirábamos películas o series que siempre conseguían que Lisa lloraba, ella me aconsejaba con mi nuevo libro de vampiros o yo la consolaba porque Holt seguía sin llamarla, aunque creo que tampoco tenía pensado responder si lo hacía.
La última noche era el primer combate de Aiden, así que pudimos escucharlo por la radio —los combates antes de la liga no salían por la televisión—. Lisa se puso más sanguinaria que nunca, deseando que asesinara a su oponente, y supuse que al menos así descargaría un poco su ira, así que no le dije nada.
Está claro que Aiden ganó el combate, ¿no?
Lisa lo llamó esa noche para felicitarlo, aunque no mencionó mi nombre porque había supuesto que y no querría hablar con él. Tampoco le dijo nada de Holt.
Sin embargo, por algún motivo, me puse de pie y me acerqué a ella mientras se despedía de su hermano.
—¿Puedo hablar un momento con él?
Lisa me miró, sorprendida, y asintió torpemente con la cabeza antes de darme el móvil e irse al sofá. Tuve que aclararme la garganta para encontrar mi voz antes de decirle nada a Aiden.
—Hola —fue lo primero que me salió.
Al otro lado de la línea, hubo un instante de silencio. Casi podía ver su cara de perplejidad.
—Pero bueno —empezó a bromear, divertido—, ¿a qué debo este inesperado placer?
—A que estaba con Lisa, no te hagas ilusiones.
—¿No me habrías llamado aunque no hubieras estado con ella?
—Claro que no.
—Mhm... fingiré que me lo creo porque quiero que dejes de estar enfadada conmigo.
Sonreí como una idiota, pero dejé de hacerlo cuando me acordé de que Lisa me miraba con los ojos entrecerrados desde el sofá, analizando cada uno de mis gestos.
—Enhorabuena por ganar —dije, obligándome a borrar la sonrisa—. ¿Cuándo es el próximo combate?
—Poco después de año nuevo. ¿Quieres ir a verme?
—Tengo trabajo, Aiden.
—Podrías ser mi manager. Tienes el carácter necesario. Y me acompañarías siempre a los combates.
—¿Para que pudiéramos casarnos en Las Vegas después de alguna de tus victorias?
Por un momento, pensé que se enfadaría o se incomodaría, pero se limitó a echarse a reír.
—No sé por qué adoro tanto que te burles de mí. ¿Crees que tengo algún trauma oculto?
—Puede ser. Explicaría muchas cosas.
—Qué graciosa eres.
—Lo sé. Es uno de mis encantos.
—Uno de muchos.
—Cero puntos por originalidad, pero lo acepto.
Volvió a reírse, esta vez de forma más pausada, y escuché las voces de Mark, Samuel y Rob no muy lejos del teléfono. Estaban llamándolo.
—Tengo que irme o esos tres empiecen a celebrar la victoria sin mí —me dijo, y casi pude detectar la sonrisa que tenía en los labios, como si lo tuviera delante—. ¿Al final irás a pasar la Navidad a casa de tu padre?
—Sí... ¿y tú?
—No creo que pueda irme, pero llamaré a mis padres.
No pude evitar un poco de decepción, pero no permití que él lo notara.
—Pues... feliz Navidad por adelantado, por si no volvemos a hablar —murmuré.
—Sí, feliz Navidad por adelantado —por algún motivo, parecía divertido—. Nos vemos, Amara.
Colgó sin decir nada más, cosa que me extrañó, pero no dije nada al respecto.
Y, finalmente, llegó el día de marcharnos a casa de nuestros padres. El plan había sido irnos con el coche de Holt, pero estaba claro que eso ya no era una opción, así que tuvimos que optar por un autobús y un taxi. Menos mal que yo había cobrado el día anterior, porque sino no habría podido permitírmelo.
Nuestros padres no vivían muy lejos de nuestra casa, quizá a dos horas en coche, si ibas un poco deprisa. Pero casi nunca teníamos para visitarlos, así que solo íbamos en ocasiones especiales, como esa.
El barrio era uno de esos barrios residenciales en los que sabes que nunca ocurren desgracias, orientados a familias con niños o a abuelitos cuya única afición es cuidar de que su jardín esté en perfecto estado. Casi todas las casas de nuestra calle tenían la misma pinta de hogar clásico y familiar de las películas, y la verdad es que criarme ahí se había sentido exactamente así. Me encantaba volver a casa.
—Bueno... —Lisa y yo nos miramos cuando estuvimos frente a las casas de nuestros padres, y ella señaló la suya con la cabeza—. Pasaré a verte más tarde, ¿vale?
—Ya iré yo, no te preocupes.
—Vale —sonrió tristemente, intentando no llorar para que sus padres no le hicieran preguntas sobre Holt.
Crucé el patio delantero de casa de mi padre con la maleta detrás de mí. Estaba inexplicablemente emocionada por volver a verlos, como si hiciera una eternidad que no hablaba con ellos. Me detuve en el porche y, tras respirar hondo, llamé al timbre.
Apenas dos segundos más tarde escuché los pasos apresurados de mi padre acercándose, cosa que me indicó que no era la única emocionada con todo esto y que me habían estado esperando.
Papá abrió la puerta con una gran sonrisa. Tenía una barba cortita cubriéndole la parte inferior de la cara, el pelo castaño canoso y arruguitas entorno a los ojos castaños, los cuales había heredado yo, por cierto.
—¡Marita! —exclamó felizmente—. ¡Por fin! Grace ya pensaba que te habías arrepentido y no vendrías.
—¡Eso no es verdad! —chilló Grace por ahí dentro.
—Pasa, hija, pasa. Déjame eso —me quitó la maleta y la entró en casa detrás de mí, cerrando la puerta—. Mírate, ¿has crecido desde la última vez que te vi?
—Papá, yo ya no crezco más —sonreí, divertida.
—¿Estás segura? Bueno, ya se me va la cabeza. En fin, pasa, pasa. Grace está en la cocina preparando no sé qué.
—¡Estoy preparando la cena! —protestó Grace, indignada.
Sonreí y entré por completo en casa, cruzando el pequeño salón repleto de fotos mías de cuando era pequeña —ventajas de ser hija única, no tenía que compartir esas fotos con nadie— y llegué a la cocina pequeña, rectangular y con un olor que hizo que el estómago empezara a rugirme, ansioso por comer algo.
—Mhm... qué bien huele.
Grace, la novia de mi padre, estaba agachada junto al horno revisando la cena con los ojos entrecerrados. Era un poco más baja que yo, con el pelo rubio siempre atado con una pinza —odiaba que el pelo se le pusiera delante de la cara, pero odiaba aún más tener el pelo corto—, algo regordeta y de piel bastante pálida. En serio, no se ponía morena por mucho que tomara el sol. Solo un poco roja, con suerte, pero eso era todo.
Ella se puso de pie y se sacudió las manos, todavía manchadas con aceite y harina, igual que su delantal.
—Eso espero, llevo toda la tarde aquí metida —sonrió de lado y me miró mejor—. ¿Cómo estás? Te he echado de menos, Mara. Y tu padre también, aunque nunca lo dirá. Sois igual de testarudos.
—Estoy bien —le aseguré con una sonrisa—. Muy bien.
—Se te nota en la cara. Pareces... feliz.
—¿Por qué lo dices como si sonara raro?
—Mara, te conozco desde hace unos cuantos años, sabes por qué lo digo así. ¿Quieres probar el postre de esta noche?
—¿Ya lo tienes preparado?
Asintió y abrió la nevera. Eran bolitas de chocolate espolvoreadas con cacao. Simple, pero efectivo. Acepté una de ellas y me la metí en la boca. Mhm... ¿por qué hacía tanto tiempo que no comía chocolate?
—¿Puedo comer otra? —pregunté con la boca llena.
—Ni se te ocurra. Tiene que haber para todo el mundo.
—¿Todo el mundo? —sonreí de lado, medio bromeando—. No sabía que fuéramos a tener invitados.
—Tu padre se ha vuelto loco y ha decidido que quería invitar a medio barrio.
—¿Quién viene?
Grace suspiró y me miró.
—El matrimonio de abuelitos que vive aquí delante, tu abuelo, tu madre y su novio, aunque no creo que esos dos vengan, la familia de tu amiga Lisa...
—Espera, ¿qué? ¿Ellos vienen?
—Sí. Nos han dicho que serán cinco.
¿Cinco? Holt no iba a estar, así que esa quinta persona solo podía ser...
—¿Aiden está aquí?
Grace asintió.
—Lo he visto llegar esta mañana. Su madre casi ha llorado, no se lo esperaba.
Un cosquilleo de nervios me recorrió todo el cuerpo, pero de alguna forma supe que no había llegado lo peor.
No, lo peor estaba a punto de llegar.
—¿Y quién más viene? —pregunté con voz temblorosa.
—El jefe de policía... su esposa, y su hijo.
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