Romualdo / El precio
II
Romualdo
En La Piedad estaban acostumbrados ya a los horrores y las tragedias. Con el monte al alcance de la mano, y la Gruta bostezando su boca desdentada a pleno día, no eran escasos los sucesos extraños. Además su pueblo vecino era La Cruz, de fama siniestra tras el incendio de la antigua capilla y los rumores acerca de un extraño culto que había surgido recientemente. Sin embargo, la inexplicable muerte de Romualdo había sacudido a toda la población y si no lincharon a doña Minerva fue porque también había muerto.
Romualdo Cáceres había sido capataz de "La Speranza" y amante oficial de Carmela desde mucho antes de que ésta se casara con el doctorcito Ordóñez. Pero Carmela no era la única que sentía que se le empapaba la ropa interior cuando, en los días de fuego, Romualdo cruzaba el pueblo en su alazán con la camisa desabrochada y el chambergo torcido sobre las cejas oscuras y los ojos celestes de gringo.
«Romualdo es el monte y el monte es Romualdo» solía decir la viuda de Cáceres, su madre. Romualdo, hijo del carnaval, había sido adiestrado por el gringo Montalbo en los trabajos de monte y, con el tiempo, el viejo lo nombró capataz y le regaló un par de hectáreas para que trabaje y un ranchito al que pronto se trajo a la Casilda, una cruceña tan mulata como él pero de ojos oscuros como el café amargo. Siete chicos le dio, seis varones y una nena que vino a salvarlos de la maldición.
Romualdo se jactaba siempre de haber sobrevivido a cuanta víbora hubiera y también de haber aguantado que le cayese un rayo mientras se beneficiaba a un peoncito recién llegado. Pero la suerte se le acabó una tarde de verano mientras estaba ocupado desmalezando una porción de monte que estaba ganando terreno sobre la estancia del Gringo. Antes de caer al suelo y empezar a temblar y transpirar como cerdo ante el cuchillo, sintió una mordedura feroz en la mano y el mundo se le puso azul cobalto. Entre tres peones lo agarraron en volandas y lo arrastraron hasta el ranchito de la Vieja donde, con terror supersticioso, golpearon la puerta desconchada tras la que cantaba una Singer. La Vieja apareció con su pelo, gris y blanco sucio, alborotado como un nido caído; los labios flojos contra las encías casi desiertas, los ojos apenas se distinguían en el mar de arrugas del rostro con orejas enormes; el batón, casi transparente por el uso, estaba mal abotonado y dejaba entrever parte de la enagua roñosa y los pechos caídos hasta el vientre abultado y fofo; de sus mangas nacían dos brazos raquíticos en los que flameaban colgajos de piel y grasa como repugnantes aletas de algún tipo de pez blasfemo.
III
El precio
Esa noche los peones se juntaron en el almacén del Ruso a comentar lo ocurrido.
—Le zalía como olor a biejo pero má fuerte —relató uno—, como a ensierro.
—Sabrá Dio' cuánto ase que no se vania la bieja roniosa esa —acotó un segundo con varias copas encima ya.
—Ese jedor no e' sano, compadre —el más viejo del grupo apenas había probado el vaso de caña con ruda y parecía más impresionado que el resto—. Era un olor como... bueno, como a muerto. A ropa podrida y meada y algo como a agua estancada.
—¿Pero lo curó o qué pasó, Quiroga? —preguntó el Ruso mientras arrastraba una silla y se sentaba.
El viejo peón caviló un momento mientras daba vueltas a su vaso antes de tomarlo de un trago.
—Fue bastante horrible, Salzman, pero mirá, era algo que uno ya se esperaba ¿no? Todos sabemos que esa mujer es lechiguana y anda en tratos con Mandinga pero bueno, nunca esperé ver esas cosas con mis ojos.
—¿Qué cosas? —Salzman se inclinó sobre la mesa y apuntó al viejo Quiroga su oído bueno.
—Salamanca. —La palabra resonó en el almacén como un disparo de fusil.
—¿Salamanca? —El Ruso tragó saliva varias veces con los ojos desencajados— ¿Seguro, Quiroga?
—Que te digan éstos si miento, Ruso —El peón señaló a sus compañeros con la cabeza.
—Fue cosa 'el diavlo eso, don Salman, le juro por la lú que me alumbra. —dijo el primer peón.
—Mire que yo no soi de asustarme por nada ni naides pero eso... Pobre Romualdo. –el segundo peón se hizo la señal de la cruz—. Mal isimo en dejarlo con esa vruja.
—¿Y qué querías hacer, Pereira? ¿Dejarlo morir en el monte?
—Ésa era su lei, Quiroga, a lo mejor convinía má.
—Hay cosas peores que la muerte —murmuró Salzman—. Usted lo sabe, Edgardo.
—Yo sé que a Romualdo había que salvarlo o el Gringo nos mandaba a fusilar a todos. —Quiroga se levantó, agarró la botella de caña del mostrador y se sirvió otro trago—. Si la Salamanca era el precio para que viva, bueno, ya lo pagamos. —El viejo peón escupió las palabras con amargura.
—Pero... ¿seguro que fue eso lo que vio? —insistió Salzman.
—Demasiado seguro, Ruso, demasiado. —Quiroga apuró el trago y comenzó su relato—. Fue mientras hacíamos el desmonte que escuchamos un grito que helaba la sangre. El grito de hombre que le vio la cara a la Parca.
—¿Romualdo?
—¿Y quién va ser, Salzman? Sí, Romualdo, cuando llegué con estos dos, ya estaba en el piso, agarrándose la cabeza con las dos manos. «Está azul, el barro está azul», decía y gemía como yegua en mal parto. A rastras lo llevamos a casa de la condenada.
—Yo dige que'ra mala idea pero este biejo no escucha rasones —interrumpió Pereira con voz pastosa.
Quiroga le clavó una mirada más filosa que su facón y el peón se encogió sobre su vaso vacío.
—Siga, Edgardo —pidió el Ruso, conciliador.
—La cosa es que apenas salió la Vieja supo todo sin que nadie dijera ni "buenos días". Largó un silbido como de pava recalentada y lo miró con unos ojos que aunque están más blancos que ataúd de virgen ven...algo ven. «¡Ahhh, éste seguro vio azul hasta la sangre!», graznó «Déjenlo ahí, debajo de aquel sauce que aura lo atiendo yo», y ahí nomás se lanzó una carcajada que parecía gallina clueca y moribunda, y a mí se me pusieron los pelos como alambres, Ruso, te juro que si no es por el Gringo yo me las tomaba.
—¿Y qué pasó?
Quiroga volvió a servirse caña y a bajarla de un trago, la camisa azul se le había ennegrecido en los sobacos y la espalda, y gruesos gotones de sudor le corrían por la cara cuarteada por el sol.
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