🦋 Capítulo 7
Kenai.
Por primera vez en mucho tiempo, me pasé la noche en vela por un motivo de peso y no precisamente por mi insomnio. No pensé que Eris aceptaría llevarme al hospital e intentaría que me dejaran ver a Rafa, así que tenía un gran problema: la pulsera de localización permanente. Ni siquiera había pensado en ello cuando le pregunté si podía verle, lo único que tenía en mente era a Rafael y nada más. Había estado durante horas buscando formas de deshacerme de ella de manera segura, sin tener que romperla y sin tener que cortarme el pie.
Por suerte, a eso de las siete de la mañana di con un vídeo que podría llegar a salvarme el pellejo y permitirme ver a mi amigo sin ningún problema. Si me lo montaba bien, podía salir todo a pedir de boca y sin que me pillase la policía. Lo único que necesitaría sería una bolsa de basura y algo que hiciese las cosas resbalar, como la mantequilla.
Había esperado a que dieran las diez para llamar a Miguel y que fuese a comprarme aquello que necesitaba. Además, iba a necesitarle para que se quedara en casa para cubrirme y avisarme en caso de que los oficiales llamasen o decidiesen hacerme una inesperada visita; aquel era el único inconveniente que veía, por todo lo demás, la misión podría salirme bien. Al menos, era lo que esperaba.
Caminaba de un lado a otro con nerviosismo mientras esperaba a que el pelirrojo llegara a mi casa; tenía el corazón latiéndome muy rápido, tenía miedo de que todo se torciera y me metieran en la cárcel por quebrantamiento de la pena que me habían impuesto. Iba a entrar en prisión de todos modos, pero no quería adelantarlo y que me costase más años.
El timbre de la entrada sonó y mi cuerpo se paró en seco. Tragué saliva y respiré en profundidad antes de ponerme en camino hacia allí y recibir a Miguel. Cuando llegué y abrí la puerta, su radiante sonrisa caló en mis ojos a la vez que levantaba ambas manos con lo que le había pedido que me trajera.
—Sabía que me llamarías —dijo con alegría—. ¿Para qué quieres esto?
—Para algo que no te va a gustar —respondí y tomé las cosas para después dirigirme al salón.
La calabacita cerró a su espalda y me siguió sin demora alguna. Luego de sentarme en el sofá, subir el pie sobre la mesita de centro y remangarme el pantalón del pijama, procedí a abrir la mantequilla y a untármela por los alrededores del localizador. Miguel se quedó de pie a unos pasos de mí, observando mi acción con una neutralidad que avecinaba una inminente bronca.
—Dime que es para evitar rozaduras —pidió.
—Es para evitar rozaduras.
—¿Es para evitar rozaduras? —Arrugó el entrecejo, adquiriendo seriedad.
—No.
Su rostro se desencajó y continué con mi acción sin prestarle mayor atención. En cuanto terminé con la mantequilla, cogí el paquete de bolsas de basura y saqué una de ellas para después meter el pie en ella e ir introduciendo los extremos poco a poco debajo de la pulserita de mi tobillo.
—No puedes hacer eso —avisó.
—Por poder, puedo. Vi un tutorial.
—No debes hacer eso —se corrigió.
—Eso es otra cosa.
—Pero aun así lo vas a hacer.
Cuando hube terminado de meter la bolsa donde correspondía, deslicé los extremos hacia abajo, dándole la vuelta hasta ser capaz de quitar completamente el localizador junto con la misma. Mis ojos se abrieron de par en par sin llegar a creerse que lo hubiese conseguido.
—Sí —respondí.
Miguel se había quedado boquiabierto y no parecía que las palabras le fueran a salir, así que, simplemente, seguí con lo mío sin esperar una pronta reprimenda. Dejé todo sobre la mesita de centro y me coloqué el bajo de los pantalones antes de levantarme del sofá y caminar hacia mi amigo. Al estar a pocos pasos de él, le tomé de los hombros y sonreí con los labios apretados, haciendo que pudiese interpretar mis gestos con lo que diría a continuación.
—No —sentenció antes de que pudiera hablar.
—Porfa. —Saqué los dientes en una amplia sonrisa.
—Estás como una puta cabra, chaval.
Miguel apartó mis manos de su cuerpo y se cruzó de brazos no estando contento con la decisión que estaba tomando; tenía que lograr que me ayudara o estaría perdido. No me iba a escapar ni nada por el estilo, solo quería visitar a mi amigo, luego regresaría a casa y me pondría de nuevo la bendita tobillera.
—Necesito ver a Rafa —expliqué con seriedad—. Por mi culpa está en coma.
—¿Y quién te va a llevar al hospital?
—La vecina.
—¿Sabe que estás en arresto domiciliario? —indagó.
—Obviamente no.
—Vas a meter a la chica en un lío de narices, Oli.
—Precisamente el no saberlo le evitará problemas —objeté—. Cuanto menos sepa mejor.
Él desvió la mirada mientras suspiraba y se relamió los labios sin saber muy bien qué hacer al respecto. Miguel siempre había sido un chico que rehuía los conflictos de cualquier tipo, le daban pánico, aunque no estuviesen relacionados directamente con él. Me había llegado a decir que se sentía tremendamente mal, se le revolvían las tripas y le temblaba el cuerpo como si fuera gelatina. Cuando yo me metía en algún aprieto, él era quien peor lo pasaba. Lo pasaba mal por mí.
—¿Qué tengo qué hacer? —cedió.
—Quedarte aquí y llamarme si la policía intenta contactar conmigo —comenté—. No les cojas el teléfono, vendré corriendo antes de que ellos decidan comprobar personalmente si me encuentro aquí.
—Oliver, si te pillan...
—Si me pillan, me han pillado, tío. —Me encogí de hombros—. Habrá sido únicamente culpa mía.
El pelirrojo se llevó las manos al rostro y se lo restregó con nerviosismo mientras debatía consigo mismo lo que hacer. Como ya había dicho, Miguel no era de meterse en problemas, pero si se trataba de mí, se tiraba de cabeza si no lograba hacerme cambiar de opinión. Yo hacía exactamente lo mismo por él antes de que nuestra amistad se rompiera, pero ya no teníamos esa confianza, yo no tenía derecho a pedirle tal favor.
Estaba siendo egoísta, me estaba aprovechando. Él me había ofrecido la mano y yo me estaba enganchando de su brazo.
—Jo, me va a matar —murmuró para sus adentros y yo fruncí el ceño—. Vale, ¿cuándo te vas?
—En unas pocas horas.
Él asintió y se sentó en el sofá a esperar a que llegase ese instante en el que pusiese un pie fuera de casa. Estaba feliz porque podría visitar a Rafael, pero la expresión decepcionada de Miguel me borraba todo rastro de alegría en cuestión de segundos. No podía evitar pensar que le estaba haciendo exactamente lo mismo que aquella vez hacía años, elegir por encima de todo a mi nuevo amigo y abandonar al que siempre estuvo conmigo. Podía ver el dolor en sus ojos claros.
«Eres un mierdas, Oliver».
—Voy a ducharme —avisé.
El chico solo movió la cabeza en respuesta afirmativa sin dirigirme la mirada. Sin una sola palabra más que añadir, me dirigí al cuarto de baño para asearme.
🦋
Después de que la hora de marcharme llegara y de que Eris me pegase un grito por la ventana para que me diera prisa y bajara, salí de casa con el corazón a punto de explotarme en el pecho y corrí escaleras abajo hasta llegar al portal. Salí del edificio con las manos sudadas, la garganta seca y los ojos yendo de un lado hacia a otro con la esperanza de no ver a ningún miembro del cuerpo policial que pudiera llegar a meterme en problemas mayores; estaba un poco cagado por las consecuencias que pudiesen acarrear mis actos.
Me mantuve en babia durante algunos segundos hasta que mi vecina hizo sonar el claxon del coche en el que estaba metida; este se encontraba mal estacionado en el bordillo de la acera que estaba enfrente de nuestros hogares. Su cabeza se agachó y se acercó al asiento del copiloto para poder tenerme dentro de su campo de visión y pedirme con la mirada que subiera al vehículo.
No le hice esperar más y caminé hacia allí, no obstante, al abrir la puerta del copiloto, ella me frenó.
—Atrás, majo —ordenó.
—¿Por qué?
—Porque es mi coche y yo mando. Atrás.
—No tengo nada contagioso, eh —avisé con cierta molestia.
—Atrás —repitió con impaciencia.
Rodé los ojos y cerré la puerta para luego irme a los asientos traseros. Una vez sentado donde Eris quería, me abroché el cinturón y suspiré al mismo tiempo que me cruzaba de brazos. Ella me echó un rápido vistazo por el espejo retrovisor interior, se colocó unas gafas de sol y puso en marcha la chatarrita que tenía como coche.
Tenía la extraña sensación de que aquel viaje sería de todo menos entretenido y cómodo, así que saqué mi móvil para entretenerme jugando a algo, no obstante, no fui capaz de desbloquearlo y enseguida caí en que Miguel y yo nos habíamos intercambiado los teléfonos. Él estaba paranoico diciendo que me podían localizar si llevaba mi dispositivo encima, así que optamos por hacer el cambio y llamarnos en caso de emergencia. Yo no tenía contraseña, por lo que podría darme un toque sin problema, y yo no necesitaba saber la suya para descolgar una llamada.
—Oye, Eris —la llamé—. ¿Qué prefieres: un pato o un pingüino?
Silencio.
—¿Por qué tanta insistencia en hablar conmigo? —quiso saber.
—Solo quiero conocerte.
—Sigues sin comprender eso de las tangencias.
—Tú también sigues sin comprenderlas. —Alcé las cejas y ella se removió en el sitio.
—No sigas por ahí.
Levanté las manos en son de paz.
—¿Y tú por qué tienes tanta insistencia en deshacerte de mí? —inquirí, pero no recibí respuesta—. ¿A qué le tienes miedo, Eris?
—A los insectos —soltó con repugnancia.
—No me refería a eso —dije, descolocado.
—Insectos.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo?
—In-sec-tos.
Pestañeé sin entender absolutamente nada.
—Vale, ¿qué tipo de insectos te dan miedo?
—Ya, cállate —gruñó con exasperación.
Le hice caso y me mantuve en silencio durante el resto del trayecto para no molestarla, ya había tenido suficiente con un accidente de tráfico y no quería hacerme responsable de otro solo por andar incordiando a la conductora. Pero ¿me estaba llamando insecto? ¿A qué había venido eso? Cada vez que tenía la oportunidad de intercambiar alguna que otra palabra con ella, menos la entendía y más ganas de conocerla tenía. Sin embargo, si ella no se dejaba conocer, acabaría dimitiendo. Lo último que quería era parecerle un pesado.
Alrededor de media hora más tarde llegamos al hospital, aparcamos el coche y nos dirigimos al interior del edificio. Ella iba totalmente despreocupada, cosa que intentaba imitar a muy duras penas porque era imposible no sentir que me acabarían pillando en algún momento. Miraba a todas partes, paranoico, llamando la atención de Eris en más de una ocasión, provocando que me lanzase miradas cargadas de confusión bajo la sombra de un ceño fruncido. Para desviar su atención, simplemente le sonreía hasta que acababa por ponerme los ojos en blanco y hacerme una mueca de asco.
«Está claro, me odia».
Tuve que esperarla durante unos cinco minutos a que se cambiara de ropa y, en cuanto salió del vestuario, nos encaminamos hacia la Unidad de Cuidados Intensivos. Me fijé en el chapita con su nombre con rapidez, pero no la tenía puesta.
«¿Es en serio?».
Andábamos el uno al lado del otro y, aunque la chica a la que tanta repugnancia le provocaba mantenía una distancia prudencial entre ambos, podía ver lo canija que se veía estando a mi vera. Su cabeza sobrepasaba pocos centímetros mi hombro; recordaba cuando en la habitación del hotel se quitó los tacones y menguó ocho centímetros de golpe, me entró la risa tonta. Esa noche se rio conmigo por más de diez minutos mientras continuábamos desnudándonos, no obstante, tenía la sensación de que, si eso se volvía a repetir, me haría tragar el tacón a la fuerza. Me estaba chocando bastante el contraste de su carácter por aquel entonces con el de ahora, había pasado de ser una chica agradable y sensual, a ser igual o incluso más huraña que un gato.
Lo único que esperaba era poder verla reír de nuevo como aquella noche.
—Eh, él no puede estar aquí —dijo una voz masculina.
Regresando los pies a la tierra, divisé a un hombre con bata blanca que acababa de salir por la puerta que daba paso al pasillo de las UCIS. Eris dio un paso al frente y le sonrió de manera encantadora.
—¿Se podría hacer algún tipo de excepción? Su amigo está en coma ahí dentro —explicó ella.
—Si no es familia directa, no puede.
—Soy la única familia que tiene, señor —intervine—. Sus padres le echaron de casa hace mucho tiempo, solo nos tenemos el uno al otro.
El doctor tomó aire y miró a Eris con complicidad, quien no abandonaba la expresión tan relajada y dulce que había adoptado su rostro.
—Cinco minutos. Ni más ni menos —declaró sonriente el hombre.
—Muchas gracias —agradecí.
En cuanto el señor se fue, Eris regresó a su semblante de felino al que habían bañado a la fuerza y se dispuso a abrir la puerta para después hacerme un gesto con su brazo para que entrase. Arqueé una ceja y, tras unos segundos observando su carita molesta, hice lo propio. Pero ¿qué narices le había hecho yo?
¡Holi! ¿Cómo estáis? Espero que bien :3
Oliver fue idiota, como era de esperarse, y se saltó el arresto viendo un tutorial en Internet. Yo misma di con el vídeo en el que un chaval se sacaba el localizador de la misma forma, aunque creo que en vez de mantequilla se echó crema o algo así. Si la policía viera lo que busco en Google para la documentación de mis historias, creo que iría presa 😂
Nos leemos el domingo que viene 💚
Besooos.
Kiwii.
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