🦋 Capítulo 42
Adoraba el sushi.
Era mi plato favorito y mi padre no entendía cómo podía gustarme tanto, pero esa noche estaba haciendo un esfuerzo titánico preparándolo para cenar. No le gustaba el pescado crudo, le daba cierto asco de solo pensar en masticar su carne viscosa. Cuando me llamó diciéndome que lo iba a intentar, no pude creerlo y corrí a echarle una mano. No aceptó mi ayuda y llevaba cerca de dos horas viéndole rebobinar un vídeo de YouTube para enterarse bien del proceso.
Otra cosa que adoraba era verle cocinar. Lo hacía con una alegría contagiosa, siempre bailoteaba al ritmo de alguna cancioncilla que él mismo tarareaba y, dependiendo de su estado de ánimo, también cantaba algún clásico de su época. Ese día no parecía muy contento porque no hacía ninguna de las dos cosas, al contrario, se la había pasado refunfuñando sin parar desde que había llegado y no sabía el motivo que lo tenía tan descontento.
Miré la hora en mi teléfono móvil y enseguida me invadió una ola de calor que disparó mis nervios. Faltaban un par de horas para mi cita con Kenai y la idea de darle plantón cada vez adquiría más fuerza. Yo no era una chica de citas, no era romántica y mucho menos cariñosa. Hacía tiempo que dejé atrás mi versión más amorosa y ya ni siquiera la recordaba, la tenía muy borrosa, como si nunca hubiese formado parte de mí. Mierda, ¿en qué momento me pareció una buena idea quedar con él para conocernos? Estaba muerta de miedo.
Respiré hondo y expulsé el aire con lentitud.
«No».
Nada de salir corriendo.
No iba a huir.
—Me parece una falta de respeto que no te hayas traído a Donette a cenar con nosotros —me riñó mi padre.
Con que por eso andaba mosqueado...
—No podía traerlo.
Alcé la cabeza y le miré.
—Claro que sí —replicó trayendo nuestra cena a la mesa—. Ya le tenía preparado un cuenco con sus pipas favoritas, ¡hasta se las he pelado! No está bien dejar a tu hermano solo en casa, estoy muy decepcionado contigo.
—No está solo, está con Uxía.
—Te la hubieses traído también.
—Tenía que estudiar —informé.
—Entonces no le va a hacer ni caso —dijo con espanto—. ¡Por favor, Donette se va a aburrir como una ostra!
Se dejó caer en la silla que se encontraba a mi lado y empezó a quejarse para sí mismo mientras negaba con la cabeza. Diego llevaba sin ver a su preciado pajarillo desde que lo dejó conmigo y estaba claro que lo echaba mucho de menos, pero no mentía cuando decía que no podía traerlo. Había quedado con Kenai y no iba a estar paseándome por ahí con Donette en el hombro. Lo último que necesitaba el ricitos después de no haber podido pegar ojo por culpa de un pájaro con complejo de lobo era seguir teniendo que aguantar su banda sonora en nuestra cita.
Arrugué el cejo.
«Nuestra cita».
Un escalofrío me recorrió la columna vertebral.
Joder, qué raro sonaba eso.
—Déjalos, así se hacen compañía.
—Tenías que habértelo traído —murmuró—. Hubiésemos cenado juntitos, pasado un rato divertido y luego te lo hubieses llevado otra vez a casa sin problema.
—Qué no.
—¿Por qué no?
—Porque no vuelvo a casa.
Coloqué entre mis dedos los palillos de madera y me dispuse a coger el primer bocadito de sushi, ignorando la mirada con la que mi padre me analizaba mientras mis papilas gustativas se deleitaban con su sabor; no le había salido tan mal, estaba riquísimo. Empecé a sentirme algo incómoda, por lo que carraspeé con la garganta para deshacerme de la presión que sus ojos ejercían sobre mí.
—¿Por qué no vuelves a casa? —inquirió con seriedad—. ¿A dónde vas?
—Por ahí.
—¿Con quién?
Me removí en el sitio.
—Con... un chico.
—Un chico —repitió.
—Sí.
Parpadeó un par de veces, perplejo.
—¿Es una de esas relaciones modernas de ahora o...?
—Papá —advertí.
—¿Qué pasa? —cuestionó—. Necesito saber a qué me estoy enfrentando.
—Es una cita, ¿vale?
—¿Una cita?
—Sí.
Silencio.
—¿Pero una cita de verdad? —indagó.
—Eh..., sí, supongo que sí.
—¿Una cita cita?
—Sí, papá, una cita cita —confirmé—. Una de verdad.
Diego se quedó pasmado y una ola de calor me sacudió las entrañas. Al romper con Minerva le juré que no volvería a enamorarme de nadie y que disfrutaría de mi soltería hasta el día de mi muerte, así que a los dos nos sorprendía de maneras distintas que tuviese un interés amoroso y que estuviese dispuesta a intentar algo con él porque era algo que ya veíamos imposible.
El dolor que envolvió mi corazón aquel día fue tan agónico que logró romperme en miles de pedazos, me desangraba en cada latido. Esa misma noche mi padre me recibió en casa con los brazos abiertos e intentó por todos los medios frenar mi hemorragia emocional con una pizza calentita y una buena dosis de sus chistes malos, sin éxito.
A pesar de todas las veces que me preguntó lo que había pasado entre nosotras, nunca se lo conté. No podía decirle que toda nuestra relación se basó en una mentira y que no fui capaz de alejarme antes porque había aprendido a amar a alguien que no me valoraba. Me daba mucha vergüenza admitir que había desarrollado cierta dependencia y no quería herirle más de lo que ya estaba, la noticia de nuestra ruptura lo tenía destrozado.
Él veía en nosotras un amor bonito.
Pero lo nuestro no era amor.
Era costumbre.
Me pasé semanas llorando, regándome las cicatrices con la esperanza de que creciese algo vivo en aquel barbecho desolado y gélido, pero nunca florecí. En su lugar levanté trincheras y las rodeé con alambre de espino, impidiendo el roce de todo aquel que osase romper mi coraza.
Me estaba funcionando a la perfección.
Al menos hasta que llegó él.
—Dime su nombre.
—Ken... —Fruncí el ceño—, ¿qué?
—El nombre del chico, dímelo —ordenó.
Diego se sacó el móvil de uno de sus bolsillos y yo achiqué los ojos con recelo.
—¿Para qué? —quise saber.
—Para ver su historial delictivo.
—¡Papá!
—¡Qué! —exclamó—. Me preocupo por mi hija, no quiero que te vuelvan a hacer pupa.
—Minerva me hizo mucha pupa y no tenía antecedentes.
—Es una terrorista emocional que debió ser juzgada por daños y prejuicios, ¿te parece poco?
—Penales, papá, me refiero a penales —aclaré.
—Una vez robó un chicle.
Suspiré y negué con la cabeza; era tan absurdo que un padre se dedicase a investigar los antecedentes de los ligues de su hija, que parecía que la conversación iba en broma. «Parecía», porque no era así. Minerva no robó una vez un chicle, a Minerva la pillaron robando una vez un chicle, que era muy distinto. Minerva era ladrona de chucherías desde bien jovencita y eso Diego lo sabía de sobra, no se le escapaba una.
Mi padre dejó el teléfono sobre la mesa y tomó los palillos chinos para probar la cena. Bueno, más bien se peleó con ellos, pues no era capaz de colocárselos de forma correcta entre los dedos. En el instante en el que se le iluminaba la cara pensando que ya lo tenía, uno de ellos, o incluso los dos, salía volando hasta caerse sobre el plato.
Luego de varios intentos fallidos, le eché un cable poniéndoselos bien y explicándole cómo debía moverlos y sostenerlos sin que se le escapasen de la mano otra vez. Una vez que estuvo seguro de haber pillado mis instrucciones a la primera, soltó una risilla maquiavélica, como diciéndole al sushi que ya no tenía escapatoria y que acabaría en su estómago le costase lo que le costara.
—Bien, ya que no me dejas hacer mi trabajo, háblame de él —pidió—. ¿Cómo os conocisteis? ¿Cómo es?
El pulso se me aceleró y el segundo bocadito de sushi quedó a medio camino de mi boca.
—Pues... —tragué saliva— una noche, estando de fiesta, se me acercó y me preguntó si me gustaban más los patos o los pingüinos. Me hizo mucha gracia, el que no te habla es porque no quiere, desde luego. Y él quería. —Sonreí y noté calor en las mejillas al recordar cómo acabamos esa misma madrugada—. Es un fanático de la mala cerveza y un vegano que no sabía que las chuches estaban hechas de cartílagos de animal, creo que por mi culpa se dio cuenta de que llevaba un total de cero días siendo vegano —reí—. Le da miedo la sangre. Un día me llamó asustado diciéndome que se iba a morir y lo único que le pasaba es que se había cortado un poquito el dedo. Es un exagerado de mierda. ¡Ah! Le flipan los besitos de fresa y a mí me flipa la cara que pone cada vez que le llevo una bolsita, se le expanden las pupilas, le brillan los ojitos y... —la voz me tembló y las lágrimas brotaron sin permiso— me regala la sonrisa más sincera e inocente del mundo.
Empecé a llorar sin entender bien por qué.
—¿Te gusta?
—Sí —sollocé—. Mucho.
Diego agarro mi silla y me desplazó con cuidado hacia a él para luego abrazarme con fuerza. Sus manos acariciaban mi espalda de arriba abajo y sus labios dejaban pequeños besos en mi cabeza, pinchándome con su bigote de motero.
—Tengo miedo —confesé.
—Todo va a salir bien —aseguró—, parece un buen chico. Y si acaba siendo un capullo integral, solo dame su dirección y me encargaré personalmente de ponerle los huevos de cascabel.
Una sonora carcajada salió del interior de mi garganta.
—Vale.
—Y si no recuerda que aquí el verdadero amor de tu vida siempre seré yo, nunca te voy a fallar.
—Lo sé. —Asentí.
Nos separamos y sus manos acunaron mi rostro, apartando la agüilla salada de mis pómulos con los pulgares. Me miraba con una ternura tan reconfortante que comenzaba a sentir calorcito en el corazón.
—Me gusta verte así.
—¿Así cómo? —pregunté.
—Feliz.
Me sorbí la nariz y le sonreí.
—Quiero conocerle —dijo recogiendo los palillos chinos de la mesa.
—¿Cómo? —Me pilló por sorpresa.
—Lo que oyes.
—Pero...
—No hay peros —interrumpió—. Ya os llamaré.
—Uhm..., vale.
Me mostró una amplia sonrisa y continuamos cenando. Diego, después de varios minutos haciendo el gran esfuerzo de comer con palillos, desistió y optó por utilizar las manos.
🦋
Mi reloj de muñeca marcó las once de la noche.
Era la hora.
Me encontraba en la calle fumándome un cigarrillo justo en la acera de enfrente del bar en el que habíamos quedado Kenai y yo. Había llegado unos minutos antes y no me había atrevido a entrar porque sentía que el corazón se me iba a salir del pecho si cruzaba el umbral. Tenía a las mariposas tan revolucionadas que hacía rato que mi estómago me pedía vomitar, estaba cagada de miedo.
Me humedecí los labios.
«Vamos, Marina».
Le di una última calada al piti, lo tiré al suelo y lo apagué de un pisotón. Tras respirar hondo me armé de valor y me encaminé hacia el pequeño edificio con el letrero iluminado de color azul en el que ponía «Atlantis». Justo en la entrada había un faro de cartón piedra que daba la bienvenida, la puerta estaba decorada con redes de pesca en las que había algún que otro pececillo de plástico y en el cristal se encontraba pegada la carta. A pesar de haber mucha comida con ingredientes procedentes del mar, también había opciones veganas y esa era una de las razones por las que escogí venir aquí.
Entré y observé el interior con detenimiento. Todo el bar tenía como temática el mar, en las columnas había sirenas talladas en madera, las luces eran pequeños farolillos y las paredes estaban a rebosar de adornos como anclas, cuerdas, barquitos y cuadros que mostraban océanos embravecidos.
En una solitaria mesa a la izquierda del local había un muchacho de pelo rizado con una cerveza entre las manos. Vestía una camisa blanca y holgada, con los tres primeros botones desabrochados y remangada, unos vaqueros azules con algún que otro roto y unas zapatillas desgastadas.
En cuanto sus ojos conectaron con los míos a la distancia, mi cuerpo se estremeció de una manera que se me antojó bastante placentera.
Era Kenai.
Era mi cita.
Y yo también podía ver un mar en su mirada.
Un mar de olivos.
¡Holi! ¿Cómo estáis? Yo me apachurré un dedo con un disco de cinco kilicos en el gimnasio y eso me ha difilcultado un poco escribir, pero ya está sanito. Espero que a vosotros os haya ido mejor la semana.🥰
¿Qué os ha parecido el capítulo de hoy? Marina y Oli tienen sus verdaderos nombres muy a la vista, justo en los ojos del otro. 👀
Diego quiere conocer a Oli, ¿cómo creéis que reaccionarán si llegan a verse? ¿Cómo se tomará Diego saber que es Marina con quien se la pasa haciendo cositas de mayores? 😬
La cita de nuestros intesitos durará unos tres capítulos, más o menos. Tienen que pasar muchas cosas y he de decir que se vienen curvas, así que ya podéis abrocharos los cinturones. 😌
Besooos.
Kiwii.
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