🦋 Capítulo 40
Ni un solo ruido.
Salió el sol y Piolín cerró el pico por fin.
¿Es que aquel pollo tenía complejo de lobo o qué?
Gruñí contra la almohada y me estiré hasta que en mis músculos quedó una agradable sensación de relajación. A pesar de haber tenido a un bicho canturreándome al oído durante toda la puñetera noche, debía admitir que no había dormido tan mal. Sentir el lento vaivén abdominal de Eris al respirar contra mi cuerpo, su calor y su olor lograron sumergirme en un sueño reparador, haciéndome obviar la irritante melodía que me taladraba los tímpanos sin parar.
Aun así, ese pollo infernal se las vería conmigo.
Respiré hondo y pasé mi brazo derecho por el lado vacío de mi cama, notando una frialdad en las sábanas que me estrujó el corazón. Alcé la cabeza y, con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados, revisé la zona. No había nadie a mi lado.
Eris no estaba.
Mi estómago se encogió al pensar que se había vuelto a marchar sin despedirse y un dolorcillo punzante atacó mi pecho. Me fui incorporando con lentitud y busqué por mi habitación algo que me dijera que me equivocaba, pero no había ni rastro de ella. Su teléfono móvil debía encontrase junto al mío en la mesilla y ya no estaba allí. Mis hombros cayeron con desánimo.
Debí haberlo visto venir...
Me quedé sentado en el borde de la cama y suspiré al tiempo que me restregaba la cara, frustrado. No sabía si estar enfadado o dolido, tenía la sensación de que se reía de mí y de que solo era un mero pasatiempo del que echar mano cuando se aburría. Fui un idiota al creer que Eris se quedaría conmigo cuando era el ser más indomable que había conocido, no dejaría que nadie se le acercara, rehuía toda muestra de afecto y yo tenía muchas para darle.
«Mira que eres tonto».
Llené los pulmones de aire y me puse en pie expulsándolo muy poco a poco, en un intento de despejarme y olvidarme de todo mal sentimiento o emoción que habitase en mi ser; no iba a sufrir más por alguien que no se dejaba querer. Me dirigí al cuarto de baño y me aseé, luego puse rumbo a la cocina y, en el instante en el que llegué a la entrada, mi cuerpo se quedó estático.
«Jo-der».
Eris no se había ido. Estaba allí, en la cocina. Olfateaba el contenido de una botella de leche de soja con cara de asco mientras buscaba en los armarios de arriba algo para desayunar. Todavía seguía llevando mis bóxers y esa camiseta ancha que le hacía verse mucho más bajita de lo que ya era. Me tentaba la idea de regalarle mi armario entero solo para poder verla lucir mi ropa cada día.
Una tonta sonrisa se apoderó de mi rostro.
—Buenos días, canija.
Me miró por encima del hombro.
—Buenos días —saludó—. ¿Qué quieres desayunar?
—¿Me lo vas a preparar tú?
—Sí.
Sacó de los armaritos dos tazas, un bote de café e intentó coger una caja de galletas de avena que se encontraba en la balda más alta. Debido a su poca estatura se vio obligada a ponerse de puntillas para alcanzarla, provocando que su camiseta se estirase hacia arriba y dejase a la vista su bonito culo. Ladeé la cabeza hacia la derecha, mordiéndome el labio de manera inconsciente y suplicando para mis adentros que tardase en cumplir su objetivo.
Por desgracia para mí, logró su cometido en pocos segundos y las plantas de sus pies regresaron al suelo. El bajo de la camiseta le cubrió nalgas enfundadas en mis calzoncillos y el embobamiento que arrastraba desde que había entrado en la cocina se desvaneció al instante.
Aquella canija me traía mal.
Su mirada volvió a alzarse en busca de alguna cosa más que se le antojase comer y yo aproveché que seguía de espaldas a mí para aproximarme a ella. No se dio cuenta de mi cercanía, ni siquiera cuando la acorralé contra la encimera apoyando las manos sobre el borde a ambos lados de su cuerpo.
—Date la vuelta —le susurré al oído.
Eris se estremeció, el vello de sus brazos se fue erizando progresivamente. Me hizo caso y se giró con una lentitud aplastante hasta que sus pupilas conectaron con las mías de tal forma que mi corazón se aceleró, despavorido. Ya no sabía si quería devorarme tanto como yo a ella o matarme a sangre fría.
Alzó el mentón.
—¿Qué?
—Voy a besarte —avisé.
Sus ojos descendieron hasta mi boca, arrebatándome el aliento, y cuando volvieron a encontrase con los míos supe que acababa de darme permiso para llevarlo a cabo. La tomé del cuello con firmeza, la atraje hacia a mí y rocé sus labios con los míos. Vacilé sobre ellos durante un rato antes de poseerlos como si me pertenecieran. A Eris se le escapó un jadeo, sus iris destellaban deseo. Una de sus manos pasó por mi nuca y me empujó hacia a ella, reclamando el beso que le había prometido.
No la provoqué más y la besé con ganas, me apoderé de sus labios, su lengua..., todo. Ella echó las caderas hacia adelante y me presionó la entrepierna con la pelvis. ¡Joder! Quería más, necesitaba sentirla en todas partes.
Me agaché un poco, rodeé su culo con mis brazos y la aupé para después sentarla sobre la encimera. Me incliné sobre ella dispuesto a besarla de nuevo, sin embargo, Eris frenó la acción cerrando las piernas para que no pudiese colarme entremedias y sujetando mi rostro entre sus manos. Apretó mi labio inferior con su dedo pulgar, me contuve para no mordérselo. Arqueé una ceja y la observé, incrédulo.
—Entonces..., ¿qué quieres desayunar? —repitió.
—No quiero ser grosero.
—Dilo.
Su voz me animaba a decirlo y no iba a ser yo quien declinase la invitación. Me humedecí los labios.
—Abre las piernas.
Eris apoyó las manos en la superficie, abrió las piernas y se desplazó hacia adelante, quedando a mi entera disposición. La forma que tenía de mirarme era sugerente y tentadora, disfrutaba viendo cómo mis hormonas se revolucionaban con su sola presencia. Un golpe de sus talones en mi trasero me arrastró hacia a ella. Una risilla nerviosa salió de mis adentros.
Su iniciativa me prendía.
—Adelante —ronroneó—. Desayuna.
—Eris...
—¿Uhm?
—Me tienes a tus pies.
Besé sus labios y descendí hasta su cuello, lugar en el que encajé mi dentadura ejerciendo la presión justa como para arrancarle un suspiro tembloroso que me puso los pelos de punta. Acaricié sus muslos despacio y suave, de arriba abajo y de abajo arriba. Sus manos se aferraron a mis hombros y su respiración comenzó a agitarse.
—Creía que te habías ido... —murmuré contra su piel—. ¿Por qué no te has ido?
—¿Querías que me fuera? —gimió.
—Joder, no. Quiero que te quedes, quiero...
Se separó de mí y se quitó la camiseta. Me quedé embobado admirando sus pechos.
«Uff...»
—¿El qué?
—Quiero... —La miré a los ojos—. Quiero que quieras quedarte a mi lado, que me dejes conocerte y que te permitas conocerme. Te quiero a ti.
Eris se tensó y mi corazón se alteró.
«No, mierda».
—Lo siento, no me hagas caso —traté de arreglarlo—. Soy un bocazas...
—Sí.
Tragué saliva.
—¿Sí qué?
—Que quiero quedarme —confesó—, conocerte y que me conozcas.
—¿Lo dices en serio?
—Sí.
Estaba nerviosa, los temblores que azotaban su cuerpo me lo decían. Era todo un reto para ella involucrase emocionalmente, le daba miedo y le costaba un triunfo enfrentarse a ello, pero lo estaba intentando y era lo único que importaba. Agarré su cintura con delicadeza y la pegué a mí, nuestros rostros quedaron tan cerca el uno del otro que podía ver con lujo de detalles su pupila rasgada; me tenía encandilado.
—Sigue, ricitos —pidió.
«Ricitos...»
Me gustaba cómo sonaba eso.
—A tus órdenes.
Deslicé las puntas de mis dedos por sus costados, haciéndola cosquillas y robándole una sonrisa que me contagió al momento. Ascendí hasta sus pechos y le rocé los pezones con los pulgares, en círculos y suave, sintiéndolos endurecerse poco a poco. Eris me estrujó entre sus brazos, me besó, lamió mi labio superior y mordió el inferior. Jugueteaba con mi boca como le daba la gana y eso me volvía loco.
—Eris —jadeé contra su boca—. ¿Tienes un condón o algo con lo que pueda hacer una...?
—No te va a hacer falta —negó—. Tengo una barrera de látex con sabor a fresa en el bolso.
—¿Sabor a fresa? ¿Cómo mis chuches favoritas?
Mi voz se agudizó hasta parecer la de un niño ilusionado.
—Sí —rio.
—¿Dónde está tu bolso?
—En el salón.
Estuve a punto de romperme los dientes corriendo hacia allí, no quería perder el tiempo. Divisé su bolso en el sofá y con algo de vergüenza lo abrí para buscar lo que me había dicho. No tardé en dar con el envoltorio en el que podía leerse: «Barrera de látex sabor fresa para sexo oral vulvar», así que regresé sobre mis pasos con rapidez, no queriendo hacerla esperar y teniendo más cuidado para evitar tropezarme de nuevo.
Entré en la cocina con una sonrisa traviesa plantada en la cara y más feliz que una perdiz. En el instante en el que volví a meterme entre las piernas de Eris, le di el sobre y me apoderé con ansias de su boca, arrebatándole un gemido que me erizó cada milímetro de piel.
Una de mis manos subió ágil por su espalda hasta alcanzar su nuca, donde se amoldó para después echarla hacia atrás y dejar su cuello a mi merced. Se lo recorrí con la lengua desde la clavícula hasta el lóbulo de la oreja, el cual succioné antes de hacer el camino de vuelta con pequeños besos que me condujeron hacia sus dos deliciosos pechos.
Me detuve en su pezón derecho y lo ataqué sin vergüenza, chupándolo y mordisqueándolo hasta que un gemido gutural salió de entre sus labios. Escucharla subió mi temperatura corporal tanto que temí que me llegase a sangrar la nariz; esperaba no llegar a esos extremos, me sentiría bastante ridículo si acababa desmayándome.
Seguí bajando mientras repartía besos y lametones por su vientre, me tomé mi tiempo en disfrutar del sabor dulzón de su piel antes de llegar a lo que escondía su ropa interior. Enredé los dedos en la cinturilla de los bóxers y fui tirando de ellos hacia abajo a la vez que mi boca entraba en su monte de venus. Mis oídos escucharon cómo Eris rasgaba el envoltorio de la barrera de látex, por lo que me separé un poco y esperé a que se lo colocase en su zona íntima. Cuando terminó, echó hacia adelante la pelvis, invitándome a enterrar mi cara en ella, sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, el timbre de casa nos sobresaltó.
«Tu puta madre».
—¿No vas a abrir? —preguntó ella.
—Ya se irá.
Besé el hueso de su cadera y el timbre volvió a sonar.
—¡Joder!
—Ve —suspiró.
Eris palmeó mi hombro, se quitó la protección y, tras cerrar las piernas, se sentó en condiciones. Mi cara en ese momento debía parecerse a la de un crío cuando le quitan su chuchería favorita como castigo por haberse portado mal. Cogí una bocanada de aire y me dirigí a la entrada con un palpable nerviosismo.
«Que no sea el policía que susurraba a los agapornis, que no sea el policía que susurraba a los agapornis. Por favor, que no sea el policía que susurraba a los agapornis...».
Abrí la puerta y el policía que susurraba a los agapornis me sonrió.
Entré en pánico.
No traía la tobillera puesta y Eris se encontraba demasiado cerca, nos escucharía hablar, descubriría que la había estado mintiendo y Diego me metería en un problema muy gordo en cuanto viese que me había sacado el localizador. Al menos tenía el consuelo de que los pantalones del pijama me tapaban los tobillos.
Como alma que lleva el diablo cerré la puerta de la cocina, queriendo aislar a Eris todo lo posible de nuestra conversación. Mientras no se levantase con la intención de venir, todo estaría bien. Solo me quedaba solventar un problema.
—Buenos días, Oliver —saludó el oficial—. ¿Cómo se encuentra hoy?
—De perlas. —Sonreí, nervioso—. Oye, vienes en mal momento.
—¿Por qué?
—Estoy con alguien.
—Entonces enséñeme el cachivache y me voy.
—No —negué escondiéndome tras la puerta.
Diego frunció el ceño.
—¿Por qué no?
—Estoy con el pez.
—¿El pez? —Arqueó una ceja.
—Sí, el pez —repetí.
—¡Ah! —exclamó—. Ese pez.
—Exacto —reí.
—Bueno, venga, seré rápido.
Hizo el ademán de acercarse y yo retrocedí.
—No, es que no lo entiendes.
—¿El qué no entiendo? —cuestionó, confundido.
—La situación.
—¿La situación?
—Sí —confirmé—. Estábamos haciendo cositas de mayores.
—Eh...
—Y tengo al soldado revuelto —añadí—. Por favor, no me hagas esto más incómodo.
Diego se quedó sin palabras y juraría que se contenía las ganas de reír. Estuvo durante unos segundos pensándose la respuesta que me daría. Esperaba que no insistiera más en comprobar que todo estuviese bien con el localizador y me lo dejase pasar por esa vez.
—Bueno, pues vuelvo en quince minutos —cedió.
—¡No!
—¿No? —interrogó, escandalizado—. ¿Pero cuánto tarda usted en...? Ya sabe...
—Dame un par de horas —supliqué.
No necesitaba tanto tiempo para follar porque tampoco es que tuviera la capacidad de aguantar mucho en plena acción, pero no iba a echar a Eris tan pronto de casa. Quería pasar un rato largo con ella antes de que se fuera.
Al policía se le salieron los ojos de las órbitas.
—¿¡Dos horas!? ¿¡Qué tiene usted entre las piernas, muchacho!?
—Diego, por favor.
Comenzaba a ponerme rojo.
—Vale, está bien. Dos horas —accedió—. Pero quiero que me cuente el chisme completo cuando vuelva.
—Hecho.
—Venga, hasta luego. —Alzó las cejas—. Páselo bien.
—Lo haré.
En cuanto el oficial se marchó, cerré la puerta y salí escopetado hacia la cocina. Sabía a la perfección lo que me esperaba ahí dentro y no iba a hacerlo esperar mucho más. Nada más llegar me topé con la perfecta imagen de Eris sentada donde la había dejado, tecleando en su teléfono móvil y desnuda solo de cintura para arriba. Moría por volver a probarla y terminar con lo que habíamos empezado.
Caminé hacia a ella relamiéndome los labios con disimulo y, antes de ponerle las manos encima, le avisé de mi presencia con un pequeño toquecito de mi nudillo en su rodilla. No obstante, estaba tan sumergida en la pantalla de su dispositivo que apenas pareció importarle que estuviera allí de nuevo.
Acaricié los laterales de sus muslos y comprobé en la expresión de su rostro si le molestaba mi contacto. No hizo ningún gesto de desagrado, así que continué tocando su piel con suavidad hasta que mis dedos se amoldaron a sus nalgas y la atrajeron hacia a mí, haciéndola envolver sus piernas alrededor de mis caderas.
Eris despegó la vista del teléfono y me prestó atención, aunque no mostró ni un solo ápice de interés como lo había hecho hacía unos instantes atrás. Fui a besarla, mas ella me frenó tomándome del cuello y me alejó.
—¿Qué...?
—Tengo que irme —dijo sin más.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Tengo que acompañar a Uxía al hospital —explicó.
—¿No desayunas antes de irte?
—No, llego tarde.
La canija se bajó de la encimera, se puso de nuevo mi camiseta y salió de la cocina, apurada. Estuve a punto de ir tras ella y preguntarle si había pasado algo grave, sin embargo, enseguida recordé la conversación que tuvo con el médico de Rafa el otro día. A su amiga le habían detectado cáncer y seguro que la acompañaría a recibir el tratamiento o algo similar.
Reaccioné de golpe al cabo de unos segundos y me dispuse a prepararle algo para que comiera por el camino. Sabía que la leche de soja no le había hecho mucha gracia por la cara de asco que tenía a la hora de olerla, así que le cogí un zumo de melocotón de la nevera y una barrita de cereales y frutas.
Una vez que lo tuve todo listo la esperé en la entrada, ella no tardó más de cinco minutos en aparecer. Había hecho de su vestuario una combinación con lo que traía anoche puesto y con lo que usó para dormir. Llevaba sus vaqueros, zapatillas, chaqueta y bolso, pero la camiseta seguía siendo la mía.
—Te la devuelvo otro día —prometió remetiéndosela por dentro de los pantalones.
—Quédatela, te la regalo.
Paró en seco.
—¿No la quieres? —preguntó, confusa.
—Quiero que la tengas tú. Me gusta cómo te queda.
—Ah..., gracias.
Me sorteó y abrió la puerta.
—Eris, espera.
—¿Qué pasa? —Me miró.
—Toma, para que no vayas con el estómago vacío.
Le entregué el desayuno y ella lo cogió un tanto sorprendida.
—Gracias —susurró.
—De nada.
Silencio.
—Ah, y... siento lo de tu amiga, por lo de... Bueno, eso. ¿Cómo está?
—Bien —contestó—. La quimio le está yendo bien.
—Me alegro mucho.
—Sí.
Me mostró una sonrisa adorablemente tímida.
—¿Nos... vemos luego? —inquirí.
—Eh..., sí. Claro.
—Guay.
La sonreí y, ante el incómodo silencio que se instauró entre nosotros, me atreví a abrazarla para disiparlo y despedirme. Su cuerpo se tensó bajo el mío y el beso que dejé en su sien acabó con ella. El zumo y la barrita de cereales se le cayeron al suelo. Se quedó paralizada y no muy tarde me percaté de por qué: no la había avisado de que recibiría aquella muestra de cariño.
Me aparté de inmediato.
—Lo siento —me disculpé—. No lo he pensado, solo... Lo siento.
—No pasa nada —le quitó importancia y recogió sus cosas del suelo; aún estaba tensa—. Uhm..., creo que..., me voy. ¿Vale?
—Sí, vale.
—Adiós.
Sin ni siquiera mirarme a los ojos, se dio media vuelta y se marchó. La seguí con la mirada sin decir nada hasta que desapareció por las escaleras. Joder. Su efecto me atontaba, me tenía flotando en una nube y era consciente de que la caída sería mortal si la cosa se torcía.
Una persona inteligente se retiraría a tiempo.
Y yo estaba dispuesto a morir en el intento.
¡Holi! ¿Cómo estáis? Espero que bien. 🥰
Tenía pensado hacer un maratón de esta historia, iba a hacerlo para este fin de semana, pero la estructura me falló, me empecé a agobiar por querer salir de un bloqueo que no quería dejarme tranquila y al final no lo hice. Pido perdón, prometo hacer alguno cuando tenga las ideas más claras. 🤧
¿Qué os ha parecido el capítulo? Esto solo empieza. 😌
En el siguiente capítulo tengo pensado que Marina nos cuente un poco su perspectiva de lo que le pasa por la cabeza cuando está con Oliver y es posible que se anime a hacer algo. ¿De qué creéis que se trata?
PD: digo «tengo pensado» porque luego me agarra una crisis y cambio el capítulo entero, perdón. 🤧
Besooos.
Kiwii.
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