🦋 Capítulo 39
Kenai.
Pío.
«Me cago...»
Pío, pío.
«En...»
¡Pío, pío, pío!
«El culo que te incubó».
Eran las once y media de la noche, no había escuchado en todo el día a aquel condenado pajarraco y justo cuando me entraba el sueño le daba por ponerse a cantar al muy... ¡Joder! ¿Podría dormir algún día sin interrupciones? De lo único que tenía ganas era de darme cabezazos contra la pared y de silenciar a ese silbato con patas. La falta de sueño me sacaba toda la agresividad y más aún cuando había un claro culpable. ¡Por favor! ¡Era vegano y quería asesinar a un pollo!
Me quité la almohada de la cara, me permití respirar y solté todo el aire en un gruñido cargado de frustración. ¿De dónde venía ese ruido? Me taladraba los tímpanos y la cabeza me palpitaba. Maldito sea el dueño de semejante animal. Ese bicho debía estar poseído. ¿Qué clase de pájaro cantaba por las noches? Lo escuchaba cerca, pero no lo ubicaba. Me iba a dar algo.
Salté de la cama con un enfado desmesurado, dispuesto a averiguar el piso del que provenía su irritante cántico. Abrí la ventana y me asomé para escuchar con atención. Mierda. El «pío-pío» rebotaba con eco contra las paredes de los edificios y no me dejaba saber el punto de origen.
—Será posible... —mascullé.
La cerré con el mal humor desbordándose por mis poros y me fui directo al salón para dormir una vez más en el sofá. No me hacía ni pizca de gracia, era muy incómodo porque al rato de estar tumbado se volvía duro como una piedra y mi espalda amanecía como si fuera crocante. La noche que no me echaba de mi propio cuarto la presencia de Eris, era una maldita rata con alas la que lo hacía. Genial.
Me acomodé allí y me abracé a uno de los cojines para estar medianamente cómodo. El lugar estaba tranquilo, no se oía al puñetero Piolín y tampoco a ningún vecino. Poco a poco fui entrando en calma y el sueño iba llegando a mí, lo que me tenía con una sonrisa de oreja a oreja. Ya nadie iba a poder perturbarme, dormiría del tirón y a la mañana siguiente me sentiría descansado. Me acurruqué y suspiré feliz.
Toc, toc, toc.
Abrí los ojos.
«Jódeme».
Toc, toc, toc.
«Jó-de-me».
Mis fosas nasales se expandían de manera exagerada y la vena de mi frente amenazaba con inmolarse. No esperaba a nadie y menos a esas horas, así que decidí no abrirle la puerta a quien fuera que estuviera al otro lado con ganas de tocarme las bolas. Quise volver a cerrar los ojos y continuar durmiendo, no obstante, la persona que requería de mi presencia empezó a interesarse por el timbre.
Sonó una vez y mis labios se apretaron.
Sonó dos veces y mis muelas rechinaron.
Sonó tres veces y mi párpado derecho vibró.
Sonó cuatro veces y me levanté con la sangre hirviéndome en las venas, pisando fuerte, soltando improperios y cagándome en toda su descendencia, en la mía y en la del puñetero pájaro.
«Tu puta madre».
Llegué a la entrada y abrí la puerta.
—¿Qué cojon...?
No terminé la frase, no fui capaz. Su mirada azulada me atrapó antes de que pudiera siquiera seguir profanándole los oídos con mi mal vocabulario, las piernas me temblaron y tuve que sujetarme del marco de la puerta para no caerme. Era ella, estaba allí, frente a mí, y me fue imposible no devorarla con los ojos.
Vestía un top negro de encaje que resaltaba la bonita forma de su pecho, una bomber del mismo color que la refugiaba del frío, unos vaqueros de un azul oscuro que se amoldaba a su figura y unas zapatillas de tela algo desgastadas. Echaba de menos que los mechones de pelo le estorbasen en la cara, se me hacía extraño verla con la cabeza rapada, pero había que admitir que estaba preciosa. Bueno, no lo estaba, lo era.
Tragué saliva; no podía apartar la vista de su pupila rasgada. Ambos nos miramos en silencio y sin mover ni un solo músculo. Me tenía embobado, tanto que pude percibir su nerviosismo y la agitación de su respiración en el vaivén de su caja torácica.
«Reacciona, idiota».
Carraspeé con la garganta y miré hacia otro lado.
—Eris, no tengo ganas para aguantar la misma mierda de siempre —sentencié cerrando la puerta.
—¡Lo siento!
Paré en seco.
—Lo siento mucho —repitió.
Volví a abrir y la escaneé de abajo a arriba.
—Estás borracha —afirmé.
—No.
Arrugué el entrecejo con recelo y ella, como medida desesperada por demostrarme que no llevaba nada de alcohol en sangre, levantó una pierna como los flamencos y empezó a contar en voz alta mientras mantenía el equilibrio como si fuera una estatua. Alcé las cejas. En el momento en el que llegó al treinta, regresó el pie al suelo.
—¿Ves? No me he caído. Estoy sobria.
Reprimí una risotada en las profundidades de mi garganta.
«Aguanta ahí».
—¿A qué has venido? —cuestioné con seriedad.
—A pedirte perdón.
—¿Solo eso?
—No.
—Vale.
Me crucé de brazos y me recosté sobre el marco a la espera de que continuase hablando. Eris se humedeció los labios y asintió con rapidez, preparándose mentalmente para decirme aquello que se notaba que tenía atragantado desde hacía tiempo. Respiró hondo, entrelazó los dedos de sus manos y rehuyó mi mirada.
—Está bien —murmuró para sí misma—. Me asusté mucho cuando me dijiste que me querías. No sé si estoy preparada para que me vuelvan a querer porque la última vez no salió bien y...
Su respiración tembló, todo su cuerpo lo hizo. Incluso había empezado a retorcerse las manos con mucha fuerza y sabía que se estaba haciendo daño por las muecas que intentaba ocultar. No era la primera vez que hacía aquel gesto, supuse que era su forma de afrontar una situación que le daba miedo y que le hacía sentirse vulnerable, como si necesitase centrar su atención en otra parte para seguir adelante.
—Espera —pidió.
—Eris.
—Me cuesta, pero lo voy a decir.
—Eris, para.
No me hacía caso.
—Solo dame un momento... —susurró.
No cesó la tortura que ella misma se provocaba en las manos y tuve que intervenir. Descrucé los brazos y se las agarré con suavidad, desenredándoselas y protegiéndoselas entre las mías. Eris se tensó en el sitio y me miró a los ojos en un estado de alerta que me decía que lo único que quería era salir corriendo, sin embargo, no lo hizo.
Le acaricié la piel con los pulgares hasta que la tensión de sus músculos se fue disipando y se sintió más relajada. Su parpadeo se volvió lento y una de las lágrimas que con tanto esfuerzo retenía, descendió por su mejilla.
—No quiero perderte —negó—. No quiero odiarte el resto de mi vida. No quiero tener que obligarme a olvidarte porque yo también estoy jodidamente... jodi... Estoy... jodida... Fuck. —Se deshizo de mi agarre, sacó algo de su bolso y lo puso a muy poca distancia de mi cara—. ¿Quieres un besito de fresa?
Tenía ante mí una bolsa de chuches «veggie» en la que venía escrito de su puño y letra: «besitos de fresa». Aquellos eran los falsos besitos con sabor a fresa que más me gustaban. Se me escapó una sonrisa.
—Voy a querer más de uno —confesé.
Le agarré del codo, le quité las gominolas y la arrastré lentamente dentro de casa. Eris se quedó a mi lado derecho y en cuanto cerré la puerta, ni siquiera me lo pensé. Tiré la bolsa de chuches al suelo, atrapé su mandíbula y la desplacé hacia atrás hasta que su espalda dio contra la pared y su boca quedó a disposición de la mía.
Sus ojos miraban mis labios deseosos de que acortara la distancia y los uniera, mas no lo iba hacer. No aún. Necesitaba saber con exactitud qué era lo que quería de mí, que ella supiese lo que sentía y que estuviese dispuesta a aceptarlo, porque no iba a aguantar más idas y venidas, me negaba.
O se quedaba o se iba.
—¿Qué es lo que quieres, Eris?
—A ti —respondió—. Solo a ti.
El corazón se me embaló.
—Enséñame a bajar la guardia —suplicó.
Y entonces la besé.
Aquel beso no fue como los demás, lo percibí más íntimo y mucho más calmado. Nuestros labios se movían sin prisas sobre los del otro, acariciándose en cada choque y añorando el contacto cada vez que se separaban. Una corriente eléctrica me recorrió la nuca en el instante en el que las puntas de nuestras lenguas se encontraron.
Estaba en el paraíso.
Al alejarnos mi nariz rozó su pómulo y se llevó la humedad de sus lágrimas.
—Empecemos con algo fácil —dije—. ¿Prefieres los patos o los pingüinos?
La carcajada que se apoderó de ella fue música para mis oídos.
—¿Qué?
—¿Aún sigues con eso? —cuestionó.
—Seguiré hasta que me des una respuesta.
—Ya te la di —aseguró.
Arrugué la nariz, confundido.
—Eso no es verdad.
—Sí lo es.
No lo recordaba.
—¿Cuándo me has dicho que te gustan los patos? —inquirí.
—¿Los patos?
—¿Entonces los pingüinos? —Sonreí de oreja a oreja y Eris se mantuvo impasible—. No cuela, ¿no?
—No.
—Bueno, pues empecemos con otra cosa —cedí poniendo las manos en su cintura para luego atraerla hacia a mí—. Quédate a dormir conmigo.
—¿Solo a dormir? —Arqueó una ceja.
—Solo a dormir —confirmé.
Lo meditó durante unos segundos.
—Eso puedo hacerlo —asintió.
Mi sonrisa se ensanchó y el cosquilleo en mi estómago se expandió a través de mis terminaciones nerviosas hacia todo mi organismo, haciéndome sentir en una nube de la que no iba a querer bajarme nunca.
Pues nada, a por la mantequilla.
🦋
Mientras Eris terminaba de ducharse, yo me concentré en averiguar el paradero del Piolín poseído que todavía no se cansaba de darme por culo. Me parecía increíble, en el mal sentido de la palabra, que a un pájaro le gustase cantar en las noches. Faltaba media hora para que el reloj diera la una de la madrugada y el condenado seguía chiflando sin parar.
Llevaba varios minutos paseándome por la habitación, mirando hacia el techo y escuchando atentamente su canturreo para ver si me acercaba o alejaba de él. Era imposible dar con ese bicho porque cuando creía estar cerca comenzaba a piar desde la otra punta del dormitorio y eso no hacía más que volverme loco.
«Bah, paso».
Me senté en la cama, dándome por vencido.
«Como te pille te desplumo».
Se calló.
Abrí los ojos de par en par.
¡Joder, se había callado!
En ese preciso instante, Eris entró en el dormitorio. Iba enrollada en una toalla naranja y estaba empapada; las gotas de agua brillaban sobre los pocos centímetros de cabello que tenía sobre la cabeza y resbalaban por sus piernas, había dejado un caminito de charcos a su paso. La observé en silencio y disfruté de las vistas que me regalaba, sobre todo cuando dejó caer la toalla al suelo y quedó de espaldas a mí completamente desnuda.
Moría por recorrerle a besos la columna vertebral.
Los hoyuelos que tenía sobre su culo, justo en la zona de las lumbares, captaron mi atención. Estaba seguro de que mis pulgares encajarían en ellos a la perfección si mis manos rodeaban sus caderas desde atrás para..., bueno. Mejor no pensar mucho en ello, no era el momento de que el soldado se levantase.
Ya me estaba arrepintiendo de no haberle ofrecido otras cosas.
Ella se acercó a mi armario y rebuscó por los cajones algo de ropa que ponerse, aunque yo no tenía ningún inconveniente si quería dormir a mi lado tal cual la trajeron al mundo. Fue sacando mis calzoncillos uno a uno hasta que dio con unos bóxers que podrían valerle. Se los puso, después cogió una de mis camisetas al azar y se vino conmigo a la cama.
—Te faltan los pantalones.
—¿Te molesta que vaya sin ellos? —provocó.
—Al contrario —reí—. Me gusta demasiado.
Me metí bajo las sábanas y le hice un hueco, dejando que se tumbase a modo de ovillo sobre su lado izquierdo. Me decepcionó un poco que me diera la espalda y no hubiera optado por acurrucarse contra mi cuerpo como si fuera un Koala, pero estábamos hablando de Eris, el ser más huraño que había tenido el placer de conocer. Aun así, me atreví a abrazarla por detrás, lo que provocó que se pusiera rígida.
—Kenai.
—¿Si?
—Hay algo que debes saber.
—¿El qué?
Hundí la nariz en su cuello y respiré su aroma.
—Necesito que me avises siempre que vayas a tocarme —informó—. No me gustan las sorpresas.
—Está bien.
—Y me agobia mucho que me abracen para dormir.
Asentí e hice el ademán de alejarme de ella.
—Pero puedes quedarte un rato, si quieres —agregó.
—Vale.
Volví a abrazarla, pegándome a su cuerpo lo máximo posible. A diferencia de Eris, a mí me encantaba dormir abrazado a la persona que estuviese conmigo y achucharla hasta que nos entrase el sueño, aunque también dependía del día. A veces podía ser muy pasota y otras bastante pegajoso, no tenía término medio.
—Kenai.
—¿Qué?
—¿Todo bien por ahí abajo?
El calor se me subió a las mejillas. La imagen que me había proporcionado antes de meterse en la cama conmigo y notar ahora su culo presionándome la entrepierna no ayudaba a que mi soldado se relajase.
—Sí, de maravilla —contesté.
—Uhm...
Eris, lejos de querer echarme un cable, lo empeoró. Acercó todavía más su pompis a la erección que iba en crescendo y la frotó con movimientos lentos hasta que logró arrancarme un gemido ahogado.
«Qué cabrona...»
—A esto yo también sé jugar —advertí.
—Ah, ¿sí?
—Cuidado conmigo.
—Qué miedo.
—Te vas a cagar —amenacé entre risas.
La estrujé entre mis brazos y empecé a repartir besos por toda su cara, cuello, mandíbula, cabeza..., por todas partes y sin tregua. Eris se quedó estática, aguantó la respiración y tensionó los músculos, haciendo de su cuerpo un escudo anti-arrumacos.
—Kenai...
—¿Uhm?
—Me agobias...
Sujeté su mentón con suavidad y le di lo que se conocía como «besos de abuela» en una de sus mejillas, haciéndola soltar un chillido tan agudo que me arrebató una carcajada.
—¡Quita! —gritó.
Acto seguido y sin darme tiempo a reaccionar, me pegó un mordisco en el bíceps.
—¡Eh! —me quejé parando de torturarla—. ¡No me muerdas, jodía!
—Jódete y quita de aquí, coño ya.
Se deshizo de mí y me obligó a desplazarme hacia la otra punta de la cama, contra la pared. Se dio la vuelta para tenerme vigilado y extendió su brazo para que no pudiera volver a ocupar el espacio que me había quitado. La posición de protección que adoptó me hacía mucha gracia, parecía que fuese a atacarme de nuevo si se me ocurría sobrepasar el límite.
Me quedé admirándola sin decir nada y frotándome la mordedura, queriendo aliviar el dolor; tenía claro que se me iba a quedar la marca. Eris regresó poco a poco al estado relejado en el que se encontraba antes y su expresión enfurruñada adoptó una que lucía más preocupada y triste. La diversión se me desvaneció de golpe.
—Eris, ¿estás bie..?
No me dio tiempo a terminar de hablar, se acercó a mí con rapidez y se tumbó sobre mi pecho. Yo mantuve los brazos en el aire sin saber muy bien dónde dejarlos; quería abrazarla para subirle el ánimo, pero ya era consciente de que ese tipo de gestos no funcionaban con ella, así que decidí estarme quieto.
—No te canses de mí.
Fruncí el ceño.
—Eso nunca —suspiré—. Te lo prometo.
Respiré hondo, apoyé la cabeza contra la suya y cerré los ojos.
Dormí del tirón hasta que, a las cuatro de la mañana, Piolín se puso a cantar.
¡Holi! ¿Cómo estáis? Espero que os esté yendo bien con los exámenes. Yo acabo esta semana, así que el finde que viene ya volveremos con las actualizaciones semanales. 🥰
¿Qué os ha parecido el capítulo? Eris está dispuesta a bajar la guardia con ayuda de Oli.
¿Cómo créeis que les irá?
¿Descubrirá Oli que el pájaro que tanto le incordia es Donette?
En el próximo capítulo tendremos una visita matutina que pondrá a Oli de los nervios, ¿de quién créeis que se trata? 👀
Besooos.
Kiwii.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro