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🦋 Capítulo 38

Al día siguiente, nada más levantarme de la cama, juré no volver a beber alcohol nunca más. La cabeza me martilleaba, me sentía al borde de la deshidratación, tenía el cuerpo como si me hubiese pasado un camión por encima y un hambre voraz. Había llegado tan cansada y demacrada a casa luego de ese pedo tan tonto a base de vino, que me salté la cena por seguir durmiendo. Si el rugido de mis tripas no me hubiese despertado, no habría sido capaz de levantarme.

Caminé por el pasillo con los pies arrastras y con cara de asco; me daba asco yo, me daba asco vivir, me daba asco el mundo, me daba asco todo. ¿Por qué me había levantado de la cama? Ah, sí. Porque estaba hambrienta.

Tuve que frenar unos centímetros antes de acceder al salón para mentalizarme de que los rayos de sol que se colaban por las ventanas se me iban a clavar como agujas en las córneas. Respiré hondo y seguí adelante, sintiendo ese característico dolorcillo ocular que logró arrancarme el primer gruñido de la mañana. Si no estuviera medio muerta por dentro, habría corrido para bajar todas las persianas y volver a sumergirme en las penumbras.

—Buenos días, alguita —saludó Uxía—. ¿Qué tal has dormido?

Mi amiga se encontraba desayunando en la mesa. El tintineo de la cucharilla chocando contra las paredes de su taza me molestaba, mis neuronas se inmolaban con cada choque.

—Sigue mareando el café y te meto la cucharilla por el culo.

—Yo he dormido bien, gracias por preguntar.

Segundo gruñido.

—Te he preparado las cosas para que te hagas el desayuno, tu vasito de agua con la aspirina para el dolor de cabeza y...

No dejé que terminase de hablar, tenía tanta sed que podría vaciar las tuberías. Nada más llegar a la mesa, tomé el vaso y me lo bebí de un trago. Me supo a poco y seguía notando la boca seca, por lo que no dudé en coger la jarra que había al lado y hacer lo mismo, del tirón y sin respirar. Apuré hasta la última gota.

—Ve y mete la cabeza bajo el grifo mejor —comentó—. ¿Y ahora cómo te vas a tomar la...?

Me metí la pastilla en la boca y la empecé a masticar.

—Burra.

—No me las sé tragar —murmuré.

Me dejé caer en la silla y me llené el vaso de leche bajo la atenta mirada de Uxía, quien seguía todos y cada uno de mis movimientos con una cautela exagerada. Mi humor mañanero de por sí ya era difícil de manejar, pero cuando había una resaca de por medio, me volvía insoportable y un pelín más agresiva que de costumbre, aunque ella no parecía llevar cuidado precisamente por mi carácter.

—Marina.

—Qué.

—Tienes un...

—Qué —insistí.

Cuando la miré, la vi rascarse la mejilla con el dedo índice mientras disimulaba las ganas que tenía de echarse a reír. Fruncí el ceño y comencé a palparme la cara sin entender muy bien lo que sucedía. Mi amiga chasqueó la lengua, se inclinó sobre la mesa y extendió su brazo para despegarme algo del pómulo. En el momento en el que me enseñó ese «algo», ardí de la vergüenza.

Era la tapita del yogurt de fresa caducado de Kenai.

Con los ojos fuera de las órbitas y el corazón brincando sobre las brasas que intentaban prenderle fuego, le arranqué la tapita de entre los dedos y la aprisioné contra mi muslo. Era tal el calor que desprendía mi cuerpo, que ya notaba las gotitas de sudor recorrerme la frente.

Acababa de acordarme de todo lo que había pasado la tarde anterior. El único recuerdo que tuve al despertar fue el de llegar borracha como una cuba, pero ahora se me venían imágenes a la cabeza a una velocidad de vértigo que no hacía otra cosa que subirme los colores un tono más. ¿De verdad había llorado por una tapita de yogurt? ¿Qué carajos le pasaba a la Marina ebria? La sobria estaba muy enfadada con ella por haber bajado la guardia.

¡Insensata! Había estado a punto de ir a ver a Kenai para decirle que le... ¡No me jodas! Se suponía que ya lo habíamos superado, que ya habíamos pasado por esa caótica fase, que íbamos a dejar a las mariposas morirse del asco entre vinos más viejos que yo y que seguiríamos con nuestra vida como si nada. Lo habíamos aceptado, se había acabado, ¿por qué había vuelto a caer? ¡Estúpida, Marina ebria, estúpida!

Casi lo tenía, joder. ¡Casi lo tenía!

—Tienes algo que hacer hoy. —La voz de Uxía me sacó de mis pensamientos de una bofetada.

Fruncí el ceño.

—No.

—No era una pregunta, Marina.

Estuve un rato sumida en mi confusión hasta que di con cierto recuerdo en el que suplicaba ver a Kenai para..., bueno, eso. Uxía no me dejó ir por no estar en mis cinco sentidos y acordamos que lo haría hoy, ya algo más cuerda. Sin embargo, el problema estaba en que la única que era lo suficientemente valiente, o gilipollas, para declararse, era la Marina ebria, no yo.

«Mierda».

—¿Te acuerdas de algo? —indagó arqueando una ceja.

—¿De qué?

—De lo de ayer —aclaró.

—No.

Uxía me escudriñó con la mirada en silencio, como si no llegase a creerme del todo.

—¿Qué tiene de especial esa tapita? —preguntó.

—Nada.

—¿Y por qué la escondes?

—No la escondo —negué.

—Entonces..., ¿puedo tirarla a la basura?

El cerebro me hizo click.

—¿Puedo estrangularte? —repliqué.

—No...

—Ahí tienes tu respuesta —sentencié.

—Pero es basura.

—No lo es.

—¿Y qué es si no?

«Fuck».

No dije nada.

—Dámela.

Extendió la mano para que se la entregase y yo acentué el cejo.

—¿Qué pretendes? —cuestioné.

—Esa cosa no tiene nada de especial y no es importante para ti, ¿me equivoco?

—No.

—Bien, dámela.

Negué con la cabeza muy lentamente a la vez que apretaba mi preciado tesorito dentro de mi mano y contra mi estómago, adoptando una posición de defensa y ataque que advertía del peligro que correría todo aquel que osase acercarse a mí. Aún no captaba lo que intentaba lograr Uxía, pero tenía muy claro que no le entregaría la tapita.

Mi amiga se levantó de su asiento y yo me tensé en el mío. Ella se movió cautelosa bajo mi amenazadora mirada y, en el instante en el que vi sus intenciones, le di la espalda. No tardó ni un solo segundo en abalanzarse sobre mí para hacerme cosquillas e intentar arrebatarme aquello que tanto protegía. Me retorcía en la silla entre risas y un nerviosismo palpable en cada poro de mi piel.

—¿Por qué no me la das? —cuestionó.

—¡Porque no!

—¿Y por qué no? —insistió—. Vamos, dilo.

Me deshice de su tortura y salí corriendo hacia la otra punta del salón, lejos de ella y con la respiración agitada. El pecho me subía y me bajaba con rapidez, tenía mucho calor y me sudaban las manos. Uxía estaba casi en las mismas condiciones que yo.

—¿Qué coño te pasa?

—Admítelo —pidió, exhausta—. No puedes reprimir lo que sientes durante toda la vida, acabarás explotando.

Tragué saliva; ya lo entendía.

Quería hacerme confesar.

—No sé de qué me hablas —mentí.

—Admite que estás loca por él.

El corazón me pegó un vuelco.

—No lo estoy.

—Marina... —resopló—. Estás tan loca por él que ni siquiera te importó tirarte de cabeza al cubo de la basura para buscar esa dichosa tapita. ¿Vas a seguir fingiendo que no sientes nada por ese chico? Por más que te empeñes en engañarte, le quieres. Y eso ayer lo tenías muy claro.

Sentí mi corazón fibrilar durante unas milésimas de segundo, causándome un dolor agudo y punzante en el tórax que se intensificaba con cada latido; podía escuchar sus pulsaciones retumbarme en los tímpanos. Notaba la sangre presionar mis venas con fuerza y los retortijones que se alojaban en las profundidades de mi estómago, avisándome de que algo andaba tan mal ahí adentro que era necesario expulsarlo.

No estaba preparada para volver a querer a alguien de la misma forma que alguna vez quise a Minerva y nunca lo estaría, me aterrorizaba la idea. Era consciente de que ese sentimiento ya rondaba en mi interior desde hacía tiempo y por eso tenía que luchar contra él si no quería que me consumiese.

¿Cómo era posible que me quedasen mariposas en el estómago? Había vomitado hasta mi primera papilla, era imposible que quedase algo vivo ahí.

Tenía que deshacerme de ellas a toda costa.

Tenía que volver a ser la misma de antes.

Y tenía que ser ahora.

Miré la tapita arrugada del yogurt entre mis manos y mis ojos se aguaron; mi decisión requería de un sacrificio que ya dolía. Me sorbí la nariz, alcé la cabeza y me aguanté las ganas de echarme a llorar como una niña pequeña. En cuanto llené los pulmones de aire y me vi capaz para dar el paso, caminé hacia Uxía y le tendí el regalo del ricitos.

—Puedes tirarla —pronuncié con la voz rota.

Ella me observó extrañada y la tomó de entre mis dedos.

—¿Estás segura de esto?

—Sí —asentí.

—No quiero volver a verte llorar por él, ¿queda claro?

Volví a asentir y, antes de que mi rostro se inundase en lágrimas, me escabullí hacia el cuarto de baño para darme una ducha que me quitase la tontería.

Debía olvidarme de Kenai y sabía perfectamente cómo.

O eso creía.

🦋

Esa misma noche salí en busca de una tangente. Necesitaba con urgencia una tirita con la que taponar el boquete que se me había abierto en el pecho y la muchacha con la que estuve bailando en la discoteca hacía unas horas atrás, me pareció una buena opción. Lo que empezó con un inocente coqueteo, acabó con otras actividades ya no tan inocentes en su casa.

Aquella chica se encontraba a horcajadas sobre mí y sus labios recorrían con lentitud la sensible piel de mi cuello mientras sus manos intentaban desabrochar el botón de mis vaqueros, el cual llevaba rato dándole guerra de lo duro que estaba. No podía con él, así que se dio por vencida y optó por desnudarse ella primero.

Todo iba de maravilla.

Al menos, hasta que algo en mí empezó a fallar.

Tanto mi cabeza como mi corazón estaban en otra parte y no me dejaban concentrarme ni disfrutar del tiempo que tenía con aquella atractiva mujer. Era extraño, lo percibía todo demasiado frío, sus caricias no provocaban nada en mí y me sentía vacía, como si fuese una muñeca de trapo mal cosida. La calidez de su cuerpo helaba y el mío parecía estar derrotado, no se movía y no le devolvía ni las caricias ni los besos. Aquel encuentro no era recíproco y no entendía muy bien por qué no la correspondía, era la primera vez que me pasaba.

Al terminar de quitarse el sujetador, se inclinó sobre mí y buscó mi boca con la suya, no obstante, la esquivé de forma automática, sin pensar. Eso la desconcertó tanto que duró unos segundos en procesarlo. Puso las manos sobre mis hombros y se incorporó despacio. Me miró desde arriba y yo me removí en el sitio, queriendo escapar de esa cama a toda costa.

No podía seguir.

No quería.

No me gustaba como se sentía.

—¿Qué pasa? —quiso saber.

—Tengo que irme.

—¿¡Qué!?

La empujé con suavidad por las caderas y me la quité de encima, echándola a un lado del mullido colchón. Ella se irguió y siguió todos mis movimientos aún algo confundida. Me levanté de la cama y busqué mis zapatillas en la oscuridad dando pequeñas pataditas hasta que mis dedos colisionaron contra ellas.

—Lo siento —me disculpé—. No es culpa tuya, es solo que...

—¿A caso no te pongo?

—No mucho, la verdad.

Se tapó los pechos con una camiseta, molesta, y yo me agaché para calzarme. Tenía muchísima prisa por salir de allí, estaba bastante incómoda después de haberla rechazado. No la culpaba si quería cagarse en mis muertos, estaba en su derecho y aceptaría cualquier insulto que quisiera dedicarme antes de que saliese corriendo de su piso.

Cuando hube terminado, recogí mi chaqueta y mi bolso del suelo, me despedí de la chica con cierto apuro y me fui llevándome un corte de mangas de su parte junto con alguna que otra grosería de regalo. Nada más salir del portal, una corriente de aire frío me golpeó de lleno, arrancándome una maldición de las profundidades de mi garganta. Había aparcado el coche bastante lejos y ahora me tocaba sufrir un poco durante el camino. Por suerte, no tardé más de quince minutos en llegar y en acomodarme en mi asiento.

Lo primero que hice fue soltar un gruñido cargado de frustración y lo segundo fue darme un cabezazo contra el volante que me reinició el sistema operativo del cerebro. Comprendía lo que me ocurría. La razón por la que no podía acostarme con otras personas era porque solo quería hacerlo con una en concreto.

Mierda, mierda, mierda, ¡mierda!

El corazón me iba a mil por hora, me dolía tanto que parecía que se estuviese necrosando, me sentía morir y mis tripas se retorcían entre sí, hundiéndome en un malestar del que no era capaz de salir.

Intenté concentrarme en otra cosa para relajarme y busqué las toallitas desmaquillantes en mi bolso. Me obligué a no pensar en lo que haría después de retirar de mi cara todo rastro de maquillaje, mi mente ahora me estaba jugando una muy mala pasada porque no podía desprenderse del recuerdo de la tapita del yogurt. Uxía la había tirado, ya no se podía hacer nada, debía dejar de lamentarme y obviar esa sensación de que me había deshecho de algo especial.

Tras un par de minutos revolviendo todas mis cosas, algo que relucía por una de sus caras dado su color metálico captó mi atención. Lo tomé entre mis dedos y de inmediato mi organismo dejó de autoflagelarse.

Lo encontré.

Mi preciado tesoro.

Uxía no lo había tirado.

Me lo había guardado cuando no miraba.

La observé con detenimiento y lloré sin consuelo. Los calores volvieron a invadirme de pies a cabeza, y todo por una estúpida tapita de plástico. Era ridículo todas las emociones que me despertaba. No quería que se despertasen, debían dormirse. ¿Qué digo? ¡Debían entrar en coma!

Acaricié la fecha de caducidad.

«Kenai...»

Los ojos se me aguaron y la barbilla me tembló.

«Vale».

—Estás como una puta regadera, Marina...

Busqué en Internet el horario de la tienda de chuches vegana en la que compré los besitos de fresa y esperé a que mis datos móviles no me fallaran. Los resultados de mi búsqueda aparecieron con rapidez, cerraba en diez minutos y el lugar no se encontraba precisamente cerca.

Tiré el dispositivo en el asiento del copiloto y suspiré.

—¿Qué coño estoy haciendo?

Me abroché el cinturón, respiré hondo, arranqué el motor...

—Joder, al cuerno las reglas.

Y aceleré.

Estaba acojonada.

Me sentía en continuo peligro, como si me estuviesen amenazando con dispararme. No sabía cuándo apretarían el gatillo, pero podía apartarme antes de que eso sucediera o quedarme hasta el último momento y ver lo que ocurría. Mi instinto quería que escapara, aunque había un pequeño problema.

Me había enamorado de la bala.

Y estaba dispuesta a dejar que me llevara por delante.

¡Holi! ¿Cómo estáis? Espero que bien. 🥰

En el anterior capítulo os dije que Minerva aparecería en este, pero se me ha ocurrido otra cosita para ella que me encajaba más en otro capítulo, así que de momento os librais de ella, jejeje. Aún así, ¿os ha gustado el capítulo?

¿Creéis que Marina irá a por Oli o se arrepentirá a medio camino? Es medio loquita, ambas opciones son muy posibles. 👀

El próximo capítulo lo narrará Oliver y alguien llamará a su puerta. Puede ser:

🦋 El policía que susurraba a los agapornis.

🦋 Marina.

🦋 Sabrina.

🦋 Miguel.

Solo llamará uno, quién será será. 🤓

Besooos.

Kiwii.

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