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🦋 Capítulo 36

—Guisante.

—No.

—Sanjacobo.

—No.

—Alcachofa.

—No.

—Le estoy empezando a coger asco a ese pajarraco —murmuré.

Que, por cierto, hoy no había venido con su amigo el policía.

—Cuidadito no vaya a cogerle asco yo a usted —advirtió bajo un tono amenazante—. Vuelva a llamarle pajarraco y lo lamentará.

Diego, quien estaba acuclillado comprobando que todo estuviese en orden con la tobillera, se incorporó y me miró con la expresión facial endurecida, como quien ha chupado un limón y estuviese aguantándose la mueca para que nadie se diese cuenta de que quería lanzar un escupitajo.

Si no le conociera ya, hubiese pensado que estaba muy cabreado conmigo por cómo me había dirigido a su emplumado amiguito. No obstante, ya hacía tiempo que le había calado. La imagen de cabroncete que arrastraba no era más que una farsa visual, debajo de esa fachada se escondía el más blandito de los corazones.

—¿Es que no podrías haberle puesto un nombre normal? —cuestioné a modo de queja—. Cómo..., no sé. ¿Chimuelo?

—¿Chimuelo? ¿Es en serio? Me gustaba más Anselmo.

Tan rápido como ese nombre salió de entre sus labios, el policía se puso rígido y un pelín pálido. Boqueó como un pececito al no saber qué decir y eso logró confundirme, aunque no tardé en caer en la cuenta de que él seguía creyendo que Anselmo era mi ex o algo por el estilo.

Diego pensaba que había metido la pata.

—Lo siento, Oliver. Lo he dicho sin pensar.

—No hay ningún Anselmo —confesé.

Su cejo se frunció y su nariz se arrugó.

—¿Qué?

—Anselmo es un amigo —aclaré—. Solo bromeaba con lo de que era mi novio y eso.

—Entonces el pez del que me hablaba..., ¿quién es?

—Una chica con la que me acosté un par de veces.

—¿Amiga suya, conocida o...?

—No —negué—, creo que nada de eso.

—¿Cómo se llama?

—No lo sé.

—¿No lo sabe?

—No lo sé —repetí—. No quiere que lo sepa.

Pestañeó varias veces seguidas y juraría que se le estaban friendo las neuronas porque no parecía entender muy bien la situación.

—¿Se acuesta con una chica a la cual no conoce?

—Acostaba —corregí.

—Y terminaron porque no sentían lo mismo —recordó y yo asentí—. ¿Qué os pasó exactamente?

—Le dije que la quería.

—Le dijo que la quería. —Asintió.

—Sí —confirmé.

—A una chica a la cual no conocía.

—Sí.

—Y con la que se acostaba.

—Sí.

—Sin conocerla.

—¡Que sí, joder! —exclamé—. Bienvenido a las relaciones del Siglo 21.

Diego no dijo nada, solo me miró y volvió a pestañear como si le costase comprender lo que le acababa de contar; teníamos una diferencia de edad bastante grande, así que veía normal que a él le pareciese un poco escandaloso el mantener relaciones sexuales con una persona desconocida.

—¿Y cómo lo lleva? —indagó.

—Mal, no dejo de pensar en ella.

Recosté mi hombro sobre el marco de la puerta y crucé los brazos sobre mi pecho mientras mis ojos se perdían por algún punto del suelo. Estar encerrado entre aquellas paredes sin poder poner un pie fuera no me ayudaba a poder despejar mi mente, todo se volvía más complicado. No había nada con lo que pudiese distraerme, de una forma u de otra acababa cayendo y Eris regresaba a dar por culo en mis pensamientos.

Por no mencionar la ansiedad que me generaba la boda de mi padre y la culpa que sentía por haber tratado mal a Miguel y a Sabrina, no fui capaz de contactar con ellos para pedirles perdón. Me había tirado media mañana llamándolos por teléfono y ninguno descolgó la llamada. Empezaba a pensar que la había cagado a base de bien y que ya no había nada que yo pudiera hacer para enmendar mis errores.

Me sentía tan mal por tantas cosas, que mi cabeza se había acabado convirtiendo en mi mayor enemiga. Aunque no era nada nuevo, llevaba mucho tiempo con ese problema, el principal por el que me costaba tanto conciliar el sueño: no dejar de darle vueltas a las cosas. La única diferencia era que ahora se habían añadido más problemas a la lista y mi cerebro ya se resentía.

—Oliver, vístase mientras hago una llamada —habló Diego.

Alcé la mirada y le observé con confusión. El hombre sacó su teléfono móvil de uno de los bolsillos de su uniforme y tecleó algo en él al tiempo que se peinaba su bigote de motero con los dedos.

—¿Qué?

—Se viene conmigo —agregó.

—¿A dónde?

—A dar una vuelta —pronunció con obviedad—. Venga, vamos. Que tengo trabajo que hacer.

Aún algo descolocado por su repentina propuesta, me encaminé a mi habitación para ponerme la ropa de calle e ir con él.

🦋

La taquicardia que me invadió en el instante en el que puse un pie en la calle fue palpable. Era la primera vez que salía sin la necesidad de echar mano a la mantequilla para quitarme aquella tobillera que avisaba de mi ubicación en tiempo real. Iba con ella puesta y, a pesar de tener el permiso de saltarme el arresto por un par de horas, tenía la extraña sensación de estar cagándola, como si por ello me fuesen a aumentar la pena de cárcel.

No tenía ni idea de por qué Diego me había hecho tal favor, pero se lo agradecía muchísimo. Aquella salida iba a servirme para olvidarme un poco de todo. De hecho, ya comenzaba a sentirme algo más liberado. Sentía que respiraba un poco mejor y que la angustia que presionaba mi pecho se disipaba a cada segundo. No tenía que preocuparme por si me pillaban, tampoco por el tiempo que estuviese fuera ni por la gente que me viese por la calle, solo debía concentrarme en mí mismo y en serenarme.

El policía que me acompañaba y yo nos dirigimos hacia donde se encontraba su coche patrulla, que no era muy lejos. A la hora de abrir la puerta del copiloto, me topé con que su colorido pajarillo estaba en el asiento del conductor envuelto en un trapito grisáceo; tenía los ojos abiertos, pero no muy buen aspecto.

—Eh, ¿qué le pasa al pollo? —cuestioné sentándome en mi sitio y poniéndome el cinturón.

—Alguien en comisaría le ha echado azúcar en el pienso y casi me lo mata —respondió con amargura—. Cuando le vi tirado en el suelo de la jaula temblando, me lo llevé corriendo al veterinario. Me lo han salvado de milagro.

—¿Sabes quién ha podido ser?

Diego tomó a su amiguito entre sus manos y luego se acomodó en su sitio.

—Hace tiempo tuve una cita con una compañera de trabajo y no le gustó la presencia de mi pequeño. Creo que es ella. —Suspiró—. Pero es una acusación muy grave y no tengo pruebas que lo demuestren.

—Me acuerdo cuando me contaste que querían enjaularlo —comenté—. Una cosa es querer meterlo en una jaula y otra muy distinta es querer matarlo, vigila bien a Repollo.

—¿Repollo?

—Es un pollo, el nombre le pega.

—Cada nombre es peor que el anterior, muchacho —rio—. Tenga, cuídeme al repollo mientras conduzco.

Me entregó al pajarillo con mucho cuidado y siguió todos mis movimientos desde que mis manos lo sostuvieron hasta que lo dejé sobre mis piernas; le acaricié la cabecita con el pulgar. El animal no dudó ni un segundo en deshacerse del trapito que lo arropaba y acurrucarse contra la palma de mi mano derecha, la cual debía parecerle más cálida que su improvisada mantita.

Tomé al pollito y me lo llevé al pecho, hasta que sus patitas se engancharon de mi camiseta. Una vez que comprobé que estaba bien sujeto ahí, me abroché la chaqueta deportiva para arropar su cuerpecito y que no pasase frío.

El policía sonrió satisfecho y, tras abrocharse el cinturón de seguridad, arrancó el coche. En cuanto nos empezamos a mover, presté atención a lo que había a mi alrededor. No era la primera vez que me subía a un coche policial, no obstante, sí era la primera vez que lo hacía en la parte delantera. Siempre me había tocado estar atrás, esposado y con Rafael a mi lado; se me hacía bastante raro estar allí sin él, sin habernos metido en algún lío previo.

Al dirigir la mirada hacia el espejo retrovisor interior, mis ojos chocaron con una foto pequeñita adherida al espejo. En ella había una niña con un quiqui en lo alto de su cabeza y los párpados apretados, enseñaba sus paletos de forma muy orgullosa en una amplia sonrisa. Extendí el brazo y la cogí para verla más de cerca.

—¿Quién es?

—Mi niña —contestó Diego—. Ahí tenía seis añitos.

—Es muy mona —admití.

—Es lo más bonito que verá nunca.

Sonreí y le miré; la forma que tenía de hablar de su hija era tan dulce que me enternecía el corazón. Me recordaba a mi madre cuando me ponía trajecitos para ir a algún acontecimiento importante y me hacía tropecientas mil fotos para tener material con el que presumir de lo guapo que iba su hijo, porque, siendo sinceros, que me vistieran con aquella ropa tan incómoda que no me permitía tirarme al suelo a rebozarme como una croqueta por la arena, no me hacia especial gracia.

—No tendrás una foto actual, ¿no? —Arqueé una ceja.

—No se la enseñaría ni aunque la tuviera.

—¿Por qué? —Arrugué el entrecejo.

—No quiero que merodee cerca de ella.

—¿Cómo podría? Estoy en arresto —le recordé con sorna.

El policía soltó una risilla que no supe cómo interpretar y tamborileó los dedos sobre el volante. Me daba la sensación de que sabía algo que yo no. Me relamí los labios.

—¿Cómo se llama? —indagué.

—¿Aún no adivina el nombre del repollo y ya quiere saber el de mi hija? —dijo entre risas.

—¿Si adivino el del repollo me dirás el de tu hija?

—Si adivina el del repollo le dejo salir un día a donde quiera —corrigió con diversión.

—¿Y si adivino el de tu hija qué me das?

Silencio.

Diego me miró de reojo y con un ápice de advertencia.

—¿Qué es lo que quiere?

—Que me la presentes.

Ensanché mi sonrisa y él negó con la cabeza repetidas veces, regresando la vista a la carretera.

—De eso nada —sentenció.

—¿Qué? ¿Le temes al éxito?

Puse mi mejor voz de seductor y mi pose de chulo, aunque eso no hizo más que lograr que el policía que susurraba a los agapornis soltase una sonora risotada y que se le escapasen un par de lágrimas por el esfuerzo.

Carraspeé con la garganta y cambié el semblante, queriendo aparentar seriedad.

—Soy un muy buen partido, se lo digo en serio —aseguré—. Soy cariñoso y tengo un muy buen sentido del humor, conmigo no se aburriría en la vida. Además, sabría cómo complacerla... en todos los sentidos —hice énfasis en la última frase y el hombre rodó los ojos—. No tengo mucho que ofrecerle, apenas llego a fin de mes, pero la trataría como la diosa que es y me partiría el lomo por ella para hacerla feliz.

—¿Es usted así de gallito siempre?

—Solo a ratos.

Volvió a negar.

—Mire, Oliver. Me puede regalar los oídos haciéndome creer que es el hombre más maravilloso del mundo, pero mi niña siempre merecerá algo mejor —explicó—. Cuando usted sea padre, lo entenderá.

Chasqueé la lengua y asentí.

—Eso ha dolido —susurré.

—Lo siento.

Entendía por qué razón no me quería cerca de su hija, era la peor influencia que podría llegar a tener. ¡Me iban a meter en la cárcel! ¿Qué padre querría un novio convicto para la niña de sus ojos? Yo, desde luego, no. Me encantaban los críos y soñaba con ser el padre de una niña, sobre todo, para poder espantarle a los pretendientes tal y como hacía Diego, aunque yo no sería tan educado.

Recordaba a la perfección las advertencias pasivo-agresivas de los padres de Sabrina, me tenían acojonado y estuve una larga temporada sin poner un pie en su casa porque no podía siquiera mirarla sin que alguno de los dos me gruñera con la mirada. Ni que se me pasase por la cabeza darle un beso en su presencia, seguro que me decapitaban.

Ningún padre me quería para su niñita, era entendible y deprimente a partes iguales.

Mi madre me decía lo contrario, que sería el típico muchacho que le caería bien a sus suegros; lo malo es que ya no era ese muchacho. Estaba seguro de que, si Paula me viese a día de hoy, se sentiría decepcionada y no reconocería al crío en cuerpo de adulto que era. La noche antes de que desapareciera, me hizo prometer que cuidaría de Juan y que seguiría portándome como el niño bueno que era, pero no lo cumplí.

Tenía muchas cosas que arreglar y esperaba que, ahora que tenía esa oportunidad, pudiera hacerlo bien.

—¿Puedo pedirte un favor? —inquirí con la voz rota.

—Si el favor involucra a mi hija, no.

—No, no es nada de eso —reí y me humedecí los labios—. ¿Podrías encontrar a mi madre? Llevo buscándola muchos años y aún no he dado con ella.

Frunció el cejo y se puso serio.

—¿Cómo se llama?

—Paula García Baena.

—Lo intentaré —aceptó—, pero no le prometo nada.

Con eso me bastaba.

Dejé la fotografía donde se encontraba y bajé un poco la ventanilla. Sentir el aire fresco acariciar mi rostro y juguetear con mis rizos, el calorcito del sol a través del cristal calentando mi piel y ver pasar aquella pequeña parte de Madrid ante mis ojos, se me antojaba bastante relajante.

Los párpados se me cerraban solos y más cuando empecé a notar cómo el repollo picoteaba con suavidad la piel descubierta de mi cuello, haciéndome cosquillas, y cómo su panza se hinchaba cada vez que respiraba. Aquello fue suficiente para que me durmiera con una sonrisa plantada en la cara.

🦋

De regreso a casa, me sentía mucho más descansado y sentía que tenía las fuerzas que me venían faltando días atrás debido a mi falta de sueño. Subía los escalones con pocas ganas de volver a encerrarme entre ese puñado de paredes, mas no me quedaba más remedio que aceptar que estaba en arresto domiciliario y entrar.

Diego venía detrás de mí, vigilando que no se me pasase por la cabeza salir corriendo y escapar, aunque no debía preocuparse por eso porque siempre que me escapaba, volvía y me ponía de nuevo la tobillera. Cualquier otra persona en mi situación ya estaría en otro país viviendo la vida loca y borracho en algún bar contando cómo era que se había librado de la pasma, pero yo era un simple mindundi.

Nada más llegar a la planta en la que residía, me encontré con Sabrina y Miguel sentados contra la puerta de mi piso con unas caras de cansancio que me indicaban que ya llevaban bastante tiempo allí esperando.

—Vamos, Oli. Sabemos que estás ahí dentro —bufó Sabrina—. Eres un orgulloso de mierda.

—Y un imbécil —musitó Miguel.

—Subnormal.

—Idiota.

—Lo soy —intervine.

Ambos pegaron un brinco al escucharme tan cerca y se levantaron de un salto en el momento en el que vieron que estaba a tan solo unos pasos de ellos. Se pusieron blancos cuando vieron al policía que me acompañaba.

—Un capullo —añadí y fui enumerando los insultos con los dedos de mi mano—, tal vez algo cabroncete, un poco sinvergüenza, un pasota, tonto del culo, payaso..., ¿me dejo algo?

—Gilipollas —dijeron al unísono.

Reí en silencio.

—Os he echado de menos.

No les di tiempo a decir nada más, los abracé a los dos a la vez con tanta fuerza que les arrebaté un quejido a cada uno y me gané algún que otro puñetazo al no estar dejándolos respirar.

¡Hola, holaa! ¿Cómo estáis? Qué tal vais con las clases? Yo pronto empiezo los finales, así que tardaré en actualizar un poquito, aunque seguro que no más de dos semanas. 🥰

¿Qué os ha parecido el capítulo de hoy? Oli ha estado más contentillo y nos han intentado borrar a Donette del mapa. 😤

¿Cómo creéis que reaccionará Diego cuando se entere de que el pez del que Oli anda enamorado es su querida hijita intocable? Es posible que conozcamos su lado más oscuro. 😂

¿Creéis que Diego dará con el paradero de la madre de Oli? 🤔

El próximo capítulo lo narrará Marina y entrará en escena nuestro querido Bruno, ese cameo que sé que muchas esperábais. 😌

Besooos.

Kiwii.

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