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🦋 Capítulo 33

Eris.

Expulsé el humo del cigarro tras una larga calada en la que mi corazón se sobresaltó al escuchar el ruido de una ventana abrirse. Como acto reflejo y de manera instintiva, miré hacia la de mi vecino, no obstante, esta seguía tal cual la dejó hacía cuatro días atrás: cerrada y con las persianas bajadas.

Aspiré el aire entre los dientes hasta llenarme los pulmones y luego lo dejé salir de golpe, en un intento de centrar mi atención en otro sitio que no fuese en Kenai y en el sentimiento de añoranza que nacía de lo más profundo de mis entrañas para después expandirse sin control. Desde que me marché esa noche, no le había vuelto a escuchar y eso me tenía sumida en un malestar que no lograba erradicar.

No sabía por qué razón me estaba pasando eso y tampoco quería saberlo, pero me enrabietaba sentir que había perdido a alguien importante y que lo echaba de menos. Porque extrañaba que saliese a incordiarme desde su ventana, que me echase la bronca por fumar y que me admirase como si fuese lo mejor que hubiese visto nunca. Kenai era una tangente, pero era la única tangente que me había hecho sentir que valía la pena y la primera de la que tanto me estaba costando desprenderme.

«Te quiero», recordé.

Se me revolvieron las tripas.

Enseguida el pánico me envolvió y solo pude apagar el cigarrillo en el cenicero y cerrar la ventana con tanta fuerza que el cristal vibró. Me agarré del marco como si tuviese que impedir que alguien la abriese de nuevo y apreté la dentadura hasta hacer rechinar mis muelas, incluso me aferré a la cinta de la persiana para bajarla, pero acabé por aflojar el agarre y relajar cada músculo de mi cuerpo en cuanto noté mis ojos aguarse.

¿Por qué tuvo que decirlo? Y lo peor, ¿por qué sentí que me arrancaban el corazón del pecho cuando me pidió que me marchara? Solo iba a ser un polvo, uno solo. Era tan simple como seguir aquella norma, pero habían acabado siendo dos y ahora tenía una plaga en el estómago que no se iba por mucho que la ahogase en alcohol para luego vomitarla.

Lo tenía claro.

Aquello no eran mariposas.

Eran cucarachas.

«Qué asco».

Dejé caer la frente contra el cristal y ahogué un largo gruñido en mi garganta mientras apretaba los párpados. Estaba acabada.

—Alguita...

La rota voz de Uxía me devolvió la compostura de sopetón y me hizo darme la vuelta. Ella se encontraba con el pijama puesto justo enfrente de mí, al lado de la entrada de mi habitación. Tenía las escleróticas enrojecidas por el llanto, las mejillas sonrojadas y húmedas por las lágrimas, y su mano derecha extendida hacia a mí. Un mechón de su rubio cabello descansaba sobre su palma.

Anteayer recibió su primera sesión de quimio.

No lo dudé ni un solo segundo en cuento me aproximé a ella y la abracé muy fuerte contra mí, escuchando sus sollozos colarse en mis oídos hasta el punto de erizarme el vello; no soportaba verla llorar, me partía el alma.

En el momento en el que se separó, alzó su otra mano y me tendió la maquinilla de cortar el pelo que portaba entre sus dedos. La tomé y miré a mi amiga a la espera de que me dijera lo que quería, aunque ya lo sabía. Se le había comenzado a caer el pelo y al día siguiente la operaban.

—Hazlo tú —sollozó—. Por favor...

Asentí.

—Vamos.

La conduje hacia el cuarto de baño con delicadeza, como si fuese un ser frágil que pudiese llegar a romperse al mínimo toque, y la posicioné frente al espejo. Le pasé el meñique y el anular por las sienes para recoger el cabello y llevarlo hacia su espalda, despejándole la carita y los hombros para que la cuchilla pudiese tener un mejor acceso. Me humedecí los labios y miré su reflejo en el cristal.

—¿Estás lista? —pregunté.

Se sorbió la nariz y alzó el mentón.

—Sí.

—Voy —avisé.

Encendí la máquina con un rápido movimiento de mi de dedo pulgar, se la puse en un lateral de su cabeza y la fui arrastrando hacia a mí con lentitud, llevándome una pequeña parte de su melena por delante. Cuando aquellas hebras de cabello cayeron sobre su hombro y rodaron por su pecho y espalda hasta el suelo, rompió en llanto y su cuerpo comenzó a temblar.

Se me fue formando un nudo en la garganta con cada nueva pasada y con cada nuevo sollozo que mi amiga emitía; tenía los ojos cerrados con fuerza y la boca abierta, preparada para dejar escapar un grito que no acababa de llegar, lo tenía atorado y no era capaz de soltarlo. La desgarraba por dentro y eso me mataba.

Le rapé la cabeza con mucho cuidado y todo lo rápido que pude para que aquel mal trago pasase cuanto antes. Su lamento se había vuelto afónico, sus manos se aferraban a su pecho y apretujaban la camiseta con mucha energía, todo su rostro estaba inundado en lágrimas espesas y los pequeños pelitos que volaban de cada zona afeitada se adherían a sus pómulos.

En el instante en el que finalicé, le pasé las manos por la cabeza para deshacerme de los restos y aproveché para regalarle alguna que otra caricia como muestra de cariño. Uxía alzó la mirada y se vio en el espejo, lo que consiguió arrancarle ese doloroso chillido que me hizo pedazos. Cogió un mechón que había quedado sobre su cuello y lo oprimió contra su estómago, afligida.

—Uxi...

—Mi pelo era lo único que me gustaba de mí —confesó con el tono quebrado—. Y ya no lo tengo...

—Uxía, eres preciosa.

—Soy horrible. Mírame.

—Te estoy mirando.

—Estoy feísima... —se lamentó.

Respiré en profundidad y exhalé con lentitud mientras pensaba en una forma que pudiera animarla, hacerla sonreír, lo que fuera. No quería que pasase una mala noche por pensar en lo que le depararía mañana, no quería que se desvelase entre lágrimas como había estado haciendo días atrás.

Bajé la vista hasta que esta dio con la maquinilla y un único pensamiento cruzó mi mente; estábamos juntas en esto, recorrería el camino a su lado. Me puse la cuchilla al ras de la raíz y la encendí. Con movimientos rápidos y decididos, la pasé por el centro de mi cabeza y luego por los laterales, deshaciéndome de todo mi pelo hasta dejar solo una capa muy fina. En cuanto Uxía me vio a través del espejo, se giró de inmediato y me sujetó las muñecas para que no siguiera.

—No, Marina... ¿Qué haces? —inquirió, sorprendida—. Tu pelo...

—El pelo crece, Uxi.

—Pero...

—Y el tuyo también —agregué.

Dejé la afeitadora en la encimera del lavabo y le sujeté de la carita con ternura para que me prestase atención solo a mí y no al temor que la invadía. Acaricié sus pómulos con los pulgares y le aparté la agüilla salada que no dejaba de descender hasta que noté cómo se iba tranquilizando.

—¿Me dirías que estoy fea? —quise saber.

—No.

—¿Y por qué te lo dices a ti?

Me hizo un puchero y su barbilla tembló. Ni me lo pensé cuando rodeé su cuello con mis brazos y la atraje a mí para recomponerla en un abrazo. Ella me correspondió sin dudarlo y lloró en mi hombro a la vez que yo frotaba su espalda de arriba abajo. Estuvimos en esa posición durante un par de minutos, los suficientes para que mi amiga se sintiese más despejada.

—¿Qué te parece si nos damos una ducha para quitarnos los pelillos, cenamos algo rico y dormimos juntas? —le propuse separándome un poco—. Te dejo la almohada buena y mi manta, que siempre me la quitas a escondidas y me la llenas de migas de galleta, asquerosa. ¿Te pensabas que no me iba a dar cuenta, sinvergüenza?

Uxía se rio y eso me calentó el alma.

—Lo siento.

—Anda ya, boba. Que estoy de broma —reí—. ¿Hacemos eso, entonces?

—Sí, vale.

—Muy bien, pues termina de raparme que me estoy viendo los trasquilones —pedí.

Dicho aquello, Uxía volvió a coger la maquinilla y me arregló los desperfectos que me había dejado. Después, tal y cómo habíamos acordado, nos duchamos, cenamos unas buenas hamburguesas de berenjena y nos fuimos a dormir, la una abrazada a la otra. Era muy reacia a los abrazos y más aún en el ámbito del descanso, me agobiaba con mucha facilidad, necesitaba mi espacio para moverme a mi antojo. No obstante, esa vez, me aguanté.

Las horas pasaban y yo no era capaz de pegar ojo. Por desgracia, sabía a la perfección cuál era el motivo de mi desvelo, más que nada porque comenzó la noche en la que me fui del lado de Kenai. Le había hecho mucho daño. Era pensar en su rostro cargado de decepción y aflicción, y se me revolvía algo por dentro.

Le hice llorar, le traté como si no valiese nada, le rompí el corazón y todo para que él no me lo rompiese a mí primero. Había estado tan empeñada en protegerme, que no me había parado a pensar en los que me rodeaban. Aquello había sucedido en más de una ocasión y nunca me había importado, pero esa vez era muy diferente porque la persona a la que había herido sí que me importaba.

«¿Qué he hecho?»

El peso en mi garganta cada vez era mayor y la presión que obligaba a mis ojos a vaciarse aumentaba por momentos; no podía más. ¿Por qué me sentía tan mal? Salí de la cama con cuidado de no despertar a mi amiga y me dirigí hacia mi dormitorio. Allí me subí a lo alto del colchón y me puse de rodillas mirando hacia la pared que me separaba de aquel muchacho con nombre de cerveza. Estuve a punto de golpearla con los nudillos, pero me retracté.

«No».

Todo había acabado, no iba a saltarme de nuevo las normas por un mero impulso o arrepentimiento, eso no podía pasar. Esas estúpidas idas y venidas debían terminarse, no podía estar eternamente sumergida en ese maldito bucle. Ya estaba, no volvería a caer, si lo hacía empeoraría la situación, me heriría mucho más a mí misma y a él lo destrozaría, si es que no lo había hecho ya. Intenté alejar el deseo de querer tenerle cerca, pero dolía, dolía mucho. ¿Por qué dolía tanto?

—¿Estás bien? —preguntó Uxía desde la puerta, preocupada.

La miré.

—¿Te he despertado? Lo siento.

—Estaba despierta, no podía dormir —admitió—. ¿Qué es lo que pasa?

—¿La verdad? Ni yo misma lo sé.

Ella se acercó y se sentó en el borde.

—¿Tiene algo que ver con lo que pasó aquella noche?

—¿Aquella noche? —repetí, haciéndome la desentendida.

—Te escuché irte y, al rato, volver llorando.

«Fuck».

—¿Kenai? —indagó.

—Sí, pero baja la voz.

Señalé la pared con un leve movimiento de mi mentón y ella comprendió a lo que me refería. Kenai solía aguantar despierto durante mucho tiempo y casi siempre escuchaba lo que ocurría en mi cuarto porque nuestras paredes parecían estar hechas de papel; no me gustaría que, si se encontraba al otro lado, oyese toda nuestra conversación.

—¿Y qué ocurrió?

—Qué... —suspiré— nos acostamos.

Uxía abrió los ojos de par en par, se levantó y salió de mi habitación. Fruncí el cejo.

—¿A dónde vas?

—A por palomitas —contestó en la lejanía.

—¿Estás de coña? —cuestioné, confundida—. ¡Uxía!

Me quedé en silencio, esperando a recibir una respuesta de su parte. No dijo nada, sin embrago, en el instante en el que escuché como abría y cerraba la puertecita del microondas, supe que no lo estaba diciendo en broma. Los «pops» de las palomitas resonaron por todo el piso durante dos minutos y yo aún no salía de mi asombro.

Unos segundos más tarde, Uxía vino comiéndose su tentempié por el camino y no tardó en aparecer de nuevo con el cuenco a rebosar de palomitas entre los brazos; la madre que la parió, que a gusto se quedaría. Regresó su trasero a la cama y me instó con la mirada a que continuase con mi relato.

—Preparada para el chisme, venga.

—Pues... eso —reí, nerviosa—, que nos acostamos.

—¿Cómo llegasteis a eso? No querías verle ni en pintura.

—Es complicado.

—Explícamelo.

Mi amiga se metió un puñado de palomitas en la boca y las masticó con una lentitud aplastante. Respiré hondo.

—Creía que lo nuestro era solo un calentón —confesé—. Que solo nos teníamos ganas y que todo terminaría con un polvo, pero...

—¿Pero...?

—Pero dijo que me quería y me di cuenta de que no se trataba solo de un calentón.

En cuanto un par de lágrimas decidieron abandonar mis lagrimales, Uxía dejó de comer de sopetón y me observó con expectación, sin saber muy bien lo que hacer al respecto. Ella sabía lo que pasé con Minerva y el miedo que me daba empezar de cero una nueva relación o tener cualquier encuentro amoroso-afectivo con alguien. Sabía que aquella situación me sobrepasaba.

—¿Y qué pasó después?

—Salí corriendo —sollocé.

—¿Por qué lloras?

Me encogí de hombros y me sorbí la nariz.

—¿Qué es lo que quieres, Marina?

—No lo sé —negué.

—Sí lo sabes —objetó—, solo te da miedo admitirlo.

Puso el cuenco a un lado y me acunó el rostro con sus suaves manos. Sus ojos azules se clavaron en los míos con fijeza, como los de una madre cuando va a decirte algo significativo que cambiará un poco tu forma de ver las cosas, esas palabras de aliento que sabe que calarán hondo en ti y que hará que hagas lo que consideres correcto.

—Déjate querer, Marina —aconsejó—. Y permítete querer.

—No se me da bien.

—Se te da de lujo, alguita. —Pasó la palma por mi cabeza rapada—. Créeme.

Una sonrisa se abrió paso por mis labios y no pude evitar abalanzarme sobre ella para abrazarla. Me acurruqué contra el hueco de su cuello y disfruté de su contacto. No deshicimos el abrazo en un ratito, pero ella no desaprovechó el tiempo y continuó comiéndose las palomitas a mi espalda, lo que logró arrancarme una carcajada.

🦋

Al día siguiente, a eso de las doce de la mañana, nos vestimos para ir al hospital. Operaban a Uxía por la tarde, pero debíamos estar unas horas antes. Mientras esperaba a que mi amiga terminase de prepararse, me escabullí para fumarme un cigarrillo pues, una vez estuviésemos en el recinto hospitalario, no podría hacerlo.

Miraba de vez en cuando a la ventana que había a mi derecha, con la esperanza de que se abriera y pudiese ver esos rizos que tanto añoraba, por mucho que me costase admitirlo o me obligase a negarlo. No sabía lo que hacer y eso iba acabando con mi poca estabilidad emocional muy lentamente.

Le di una calada al cigarro y miré hacia mi escritorio, lugar en el cual aún se encontraba aquel ridículo regalo que tan sensible me ponía con solo mirarlo: la tapa del yogurt caducado de Kenai. Lo tomé entre los dedos de mi mano libre y acaricié la fecha con el pulgar. Aquella escena se me antojaba de lo más estúpida, ¿cómo podía tenerle tanto cariño a un plastiquito con olor a fresa?

Rodé los ojos.

«Qué patético».

—Ya estoy —avisó Uxía a mi espalda.

Expulsé el humo y me giré a verla; se la notaba nerviosa y asustada, aunque intentaba disimularlo con una de sus radiantes sonrisas.

—¿Todo bien?

—Todo bien —confirmó—. ¿Nos vamos?

—Sí.

Apagué el cigarrillo y nos fuimos.

Todo fue de maravilla, me quedé a su lado hasta que empezó mi turno de trabajo y tuve que dejarla. Le prometí que iría justo antes de que se la llevaran para darle ánimos y que estaría la primera en cuanto saliese del quirófano.

Y así lo hice. Después de atender mis labores, me dirigí a la habitación que le habían asignado a mi amiga y, nada más llegar, vi a un par de enfermeras que hablaban entre sí muy apuradas. Cuando me percaté de que Uxía no estaba allí con ellas, supe lo que había pasado.

Uxía había desaparecido.

¡Holi! ¿Cómo estáis? Después de unas semanas intensas con exámenes y trabajos, puedo decir que soy libre como el sol cuando amanece, como dice la canción jeje. 🤓

¿Qué os pareció el capítulo? Os dejo por aquí un espacio con pañuelitos mientras me contáis. 🤧

¿Dónde está Uxía? Para quienes leyeron «Luna de miel», es posible que ya os hagáis una idea. 👀

Como adelanto os digo que, en el próximo capítulo, habrá un cameo de dos personajes de otras de mis historias. Será muy breve, pero a mí me hace mucha ilusión escribirlo. 🥰

Besooos.

Kiwii.

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