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🦋 Capítulo 32

Noventa y nueve mil novecientas noventa y ocho ovejitas.

«Nada».

Noventa y nueve mil novecientas noventa y nueve ovejitas.

«Nada».

Cien mil ovejitas.

«Nada».

Bufé con exasperación a la par que me tallaba los ojos; los sentía hinchados y resecos. Esa noche no pude dormir. El intenso dolor que sentía en el pecho me tenía sumido en una intranquilidad que no conseguía erradicar, parecía que me estuviese dando un ataque cardiaco, pero lo cierto era que solo se trataba de una fisura emocional en el corazón que dolía cada vez que este se movía.

Me había quedado tirado en el sofá durante todo ese tiempo como si fuese un saco de boxeo viejo y desgastado, no me sentía con fuerzas, era como estar pasando la peor resaca de la historia; sabía que sería así, Eris pegaba fuerte. Estuve durante tanto tiempo llorando, que logré provocarme dolor de cabeza y hacer que mis ojos se vieran como los de un pez globo. Estaba destrozado, agotado y muy irritable.

No tenía ni idea de las horas que me había mantenido despierto, pero hacía rato que el salón se había iluminado con los rayos del sol que entraban por las ventanas. Miré el teléfono que descansaba sobre la mesita de centro, parpadeaba por la entrada de varias notificaciones que no quería revisar. Necesitaba estar solo, aislado del mundo por un día hasta que mis pensamientos y emociones volviesen a estar en orden, o eso creía. No estaba seguro; quería estar a solas conmigo mismo y a la vez quería que alguien viniese a hacerme compañía.

Respiré hondo.

—Cien mil una oveji...

El timbre de casa sonó.

—Cien mil dos ove...

Volvió a sonar.

—¡No estoy! —grité con desgana.

Silencio.

—Cien mil tres o...

Presionaron el timbre durante cuatro largos segundos y los dientes me rechinaron.

—¡Está bien, ya voy! —gruñí—. Joder...

Me levanté como si estuviese oxidado y caminé con pies de plomo hacia la entrada. En cuanto abrí la puerta, el hombre que susurraba a los agapornis y su emplumado amiguito, aparecieron dentro de mi campo de visión. Diego venía con su uniforme policial puesto y algo manchado por los donettes de chocolate que se estaba comiendo, tenía el pequeño paquete entre las manos y me observaba con una felicidad que yo no compartía.

El estado en el que me encontraba alertó al policía y le arrebató toda la alegría del rostro de manera progresiva; estaba seguro de que tendría unas ojeras kilométricas, las escleróticas enrojecidas hasta el punto de parecer un porrero, una cara de mierda con los rasgos propios de una persona con muy mala hostia y el aspecto de un mendigo.

Diego carraspeó con la garganta.

—No tiene muy buena cara hoy.

—No he pegado ojo —murmuré.

—¿Ha probado a contar ovejitas?

Resoplé con una diversión enervante.

—Iba por la cien mil cuatro hasta que has llegado —respondí, molesto.

—¿Cien mil cua...? Es usted un exagerado.

Palmeó mi brazo amistosamente, mostrándome su blanca dentadura en una amplia sonrisa, aunque mi careto continuaba en las mismas: imperturbable y fastidiado. La falta de sueño, el taladro que tenía en la cabeza, el malestar que sentía en cada parte de mi cuerpo más la discusión con Eris, no ayudaban a que mi ánimo fuese por buen camino. No era una persona que se enfadase muy a menudo, no me gustaba y lo evitaba siempre que me era posible, pero esa vez iba a reventar.

El hombre se retractó, miedoso, y tragó saliva.

—¿Lo dice en serio?

—Y tan en serio —dije entre dientes.

—Bueno..., pues acabemos con esto cuanto antes. Enséñeme la tobillera.

Asentí con la cabeza a la vez que me sorbía la nariz y me levanté un poco el pantalón para dejar el tobillo con aquel cacharro a la vista. Diego se acuclilló, provocando que el pajarillo que descansaba sobre su hombro, reforzase el agarre de sus patitas sobre la tela de la camiseta de su dueño y comenzase a batir las alas para no perder el equilibrio. Una vez que se hubo estabilizado, empezó a bailotear dando pequeños botecitos, lo que consiguió robarme una sonrisa.

Mientras que el agente se ocupaba de comprobar que todo estuviera en orden, yo acerqué el índice hacia el pájaro. Este, lejos de rehuirme, saltó sobre mi dedo y me picoteó el nudillo con suavidad. Lo atraje hacia a mí y lo miré con detenimiento, disfrutando de las caricias que no tardó en regalarme frotando su plumada cabecita contra mi piel.

—¿Me quieres? —le pregunté rascándole la barriga con el pulgar—. Pues eres el único.

—Uhm... —articuló Diego.

—¿Qué?

—¿Problemas con Anselmo? —Me miró desde abajo.

Arrugué el entrecejo y le devolví a su amiguito, dejándolo dónde estaba.

—Sí, Anselmo.

—¿Qué ha pasado? —inquirió incorporándose.

—No voy a hablar de esto contigo.

—Oh, vamos. Está aquí encerrado y solo, aproveche que estoy aquí.

Cogió otro donette de chocolate y le dio un bocado, animándome con la mirada a que me desahogara con él. Respiré hondo y me pellizqué el puente de la nariz, debatiéndome entre si contarle lo sucedido o pedirle que me dejase en paz. Luego de unos segundos, opté por la primera opción pues, aunque no tuviese ganas de socializar con nadie, nunca me había hecho especial gracia la soledad, y lo cierto era que en ese momento me sentía más solo que nunca.

Me humedecí los labios y me crucé de brazos.

—No sentimos lo mismo —contesté—. Queremos cosas diferentes y anoche... se acabó. Bueno, no. No acabó porque... no puede acabar algo que nunca empezó. No éramos nada, no íbamos a ser nada y yo lo sabía. Soy gilipollas.

—El amor nos hace bajar la guardia, chico.

—No a todos.

No a Eris.

—Le han masacrado, eh...

—Mi corazón es un puto colador ahora mismo —susurré—. Se ahoga con su propia sangre.

—Ni que se fuese a morir, muchacho —rio—. Hay muchos peces en el mar, ya encontrará a otro del que enamorarse.

—Yo no quiero a otro pez, quiero a ese pez.

—Pero ese pez no le quiere a usted.

—No ayudas. —Fruncí el ceño.

Recosté mi hombro sobre el marco de la puerta y bufé, lo que le causó especial gracia al policía que tenía delante; por mucho que lo intentase, esa mañana no podía seguirle las bromas.

Diego fue a terminarse el último bocadito que le quedaba entre los dedos, no obstante, su amiguito se lo impidió volando hasta su mano para empezar a picotear el chocolate que ya comenzaba a derretirse por el calor que desprendían sus yemas. Una sonora carcajada se apoderó de mi garganta sin poder evitarlo cuando presencié la expresión desencajada del agente al ver cómo le robaban su dulce.

Por desgracia, el pajarillo solo pudo disfrutar de aquel manjar durante muy poco tiempo, pues su dueño no dudó más de tres segundos en mover su mano para que apartase el pico del donette y así él poder comérselo entero. Una sonrisa triunfal se apoderó del rostro del hombre, dándole un aspecto inocente a su apariencia de tipo duro.

—Bueno, Oliver. Procure mantener la mente despejada —aconsejó chupándose el chocolate de un par de dedos—. Vea una serie, tome un baño caliente, pasee...

—¿Pasear? —Arqueé una ceja—. Pasillo arriba, pasillo abajo, ¿no?

—Mi propuesta de dejarle salir si adivina el nombre de mi pequeño sigue estando en pie —recordó—. Así que, venga, pruebe suerte.

Suspiré y pensé en varios nombres que, quizás, un agente policial podría ponerle a un agaporni de colorines.

—A ver, eres policía. Y a los policías os gustan los donuts, ¿se llama donut?

—Pruebe otra vez.

—Rosquilla.

—¿Quiere un donette? —ofreció de la nada.

Su sonrisa cerrada se había ensanchado de repente.

—No, gracias.

—¿Seguro? —insistió.

—Sí.

—Inténtelo otra vez.

Resoplé y negué con la cabeza, reteniendo un bostezo que hacía lo posible para abrirse paso por mi boca.

—Paso, estoy cansado —informé—. Voy a intentar dormir un poco.

—Está bien, descanse.

—Hasta luego.

Cerré la puerta y dejé caer mi frente contra la madera de esta; tenía tanto sueño que apenas era capaz de mantenerme en pie, los párpados se me cerraban solos y mi cuerpo parecía deshincharse como si me tratase de un muñeco hinchable. Necesitaba con urgencia descansar, pero sabía que, en cuanto me tumbase en el sofá, no conseguiría dormir y me tocaría dar vueltas de un lado a otro hasta que mi cabeza me diese una tregua por agotamiento.

No podía dejar de pensar.

Todo me recordaba a Eris, hasta la puñetera puerta me recordaba a ella. Joder, si era incapaz de entrar a mi habitación por lo que había sucedido allí hacía tan solo unas horas. Y lo peor era que cuanto más pensaba en aquella chica, más me daba cuenta de que no se trataba de un simple pez. Era algo mucho más grande.

Era indómita.

Como el mar.

Y yo estaba enamorado del mar.

🦋

Conseguí dormir algo más de media hora hasta que los responsables de haber estado llenándome el móvil de mensajes llegaron a mi casa con la compra, la cual no me dejaron pagar, otra vez. Sabrina y Miguel habían estado intentando contactar conmigo para preguntarme si quería que me comprasen algo en especial, pero como yo estaba con un humor de perros, no había contestado.

En cuanto me ayudaron a acomodar todo en la nevera, estuve a punto de pedirles que, por favor, se marcharan. Sin embargo, a pesar de estar un tanto apático, la sola presencia de mis amigos había alegrado mi existencia. Así que pensé que, tal vez, podría venirme bien pasar un rato con ellos para distraerme y que mi ánimo subiera un poco. Por el momento, estaba surtiendo efecto.

Ahora nos encontrábamos en el salón charlando de la borrachera que se pilló Miguel la otra noche, aunque les notaba algo raros. Estaban tensos y se ponían nerviosos cuando el silencio reinaba durante unos instantes, lo que les hacía buscar de inmediato algo más de lo que hablar. No sabía lo que se estarían trayendo entre manos, pero esperaba que no fuese otro quebradero de cabeza del que preocuparme.

Bastantes estaba teniendo ya.

—Y cuando me quiero dar cuenta me encuentro a este intentando ligar con una estatua en mitad de la calle —relató Sabrina—. Por mucho que tiré de él, no la quería soltar. Se agarró a ella como una garrapata y hasta que no le plantó un beso no se quedó a gusto.

—No me dejéis beber alcohol nunca más —suplicó el pelirrojo—. Se me va la olla.

No se lo iba a discutir.

—Vaya —comenté—. Besas a todos menos a quien tienes que besar.

Miguel se puso colorado de un segundo a otro, su cara apenas se diferenciaba del color que tenía su cabello, y Sabrina me miraba un tanto amenazante, advirtiendo de lo que me pasaría si se me ocurría mencionar algo en relación a ella.

—¿A quién se suponía que debía besar? —quiso saber él.

—Pues...

La miré.

—¡Oye! —exclamó ella, interrumpiéndome—. Háblanos de ti y de Eris, ¿le dijiste la frasecita de Anselmo?

—Que no me llames así...

Miguel enganchó a Sabrina de una oreja y tiró de ella hasta acercar su rostro al de él. La morena emitía innumerables «aus» y el pelirrojo la reprendía con la mirada, aunque eso a Sabrina no le importaba en lo más mínimo porque había logrado su principal adjetivo, alejar la atención de Miguel del tema de conversación.

Reí por lo bajo y negué con la cabeza; no tenían remedio.

Nuestro amigo soltó la oreja de Sabri y esta se la frotó con la intención de aliviar el dolor que sentía. Lo siguiente que hizo fue ordenarme con un ligero fruncir de su entrecejo que no me atreviese a reconducir aquella charla por el camino de antes, después carraspeó con la garganta y me instó con un leve movimiento de su mentón que respondiese a su pregunta. La calabacita cruzó sus ojos conmigo, curioso e impaciente por saber la respuesta.

—Lo intenté —contesté.

—¿Cómo que lo intestaste? —cuestionó la calabacita.

—No sabía cómo se pronunciaba esa mierda.

—¡Pero si era muy fácil!

—Eso díselo al demonio de mi cuarto.

Puso los ojos en blanco y suspiró.

—¿Y qué pasó? —agregó Sabrina.

—¿Qué pasó de qué?

—Entre vosotros.

Cogí una bocanada de aire.

—Cosas.

—¿Qué cosas? —insistió Miguel.

—Mira, olvidaros de Eris, ¿vale? —espeté algo irritado—. Se acabó.

Crucé los brazos sobre mi pecho y me hundí en el sofá, enfurruñado. Mis amigos se miraron entre sí y decidieron no tocar el tema, pues no ahondaron en él más de lo que ya lo habían hecho. En su lugar, volvieron a comportarse de aquella forma tan extraña que tanto me costaba comprender. Se cuchicheaban cosas por lo bajini y se daban codazos el uno al otro; el otro día estuvieron en las mismas.

Acentué el cejo.

—¿Qué os pasa? —quise saber.

Se pusieron rígidos y me miraron con un temor que no entendía.

—Es que..., llevamos tiempo queriendo hablar de esto contigo —habló Sabrina—. Pero...

—¿Pero qué?

—No queremos que te enfades —respondió Miguel.

Me quedé estático.

—El caso es que pensamos que deberías asistir a la boda de tu padre —opinó la morena.

—No me vengáis con estas ahora —regañé—. No voy a ir. Juan ha rehecho su vida sin mí, tiene una nueva familia y yo otra.

—Oliver, estás solo.

—Tengo a Rafael.

—¿Estás seguro?

El corazón me pegó un vuelco.

—No sigas por ahí —advertí.

—Oli, te estás perdiendo de muchas cosas. Y créeme cuando te digo que no te las quieres perder.

—¡Basta! —vociferé, sobresaltándolos—. A Juan no le importo y está bien. ¡Estoy bien, joder! Dejad de meteros donde no os llaman de una maldita vez. Esto no os incumbe, es cosa nuestra, no vuestra.

Me levanté del sofá y caminé un poco por el lugar para deshacerme de la tensión que había acumulado. No me gustaba lo que estaban haciendo. Mi padre vino a invitarme a su boda porque Sabrina se lo había pedido y ahora ella insistía en que aceptara, en que fuera y arreglara una relación que hacía tiempo que dejó de tener arreglo. Me sentía en un aprieto, me sentía bajo presión, me sentía en la obligación de enfrentarme a algo que me aterraba y eso me enervaba.

No quería volver, no quería tener que mirar a la cara a la gente que yo mismo había convertido en unos completos desconocidos. Me daba vergüenza y miedo pedir perdón y que luego no me perdonasen. No estaba preparado para saber lo que pensaban de mí.

—¿Qué no le importas a Juan? —repitió ella, cauta—. ¿Sabes por qué estoy aquí, Oliver? ¿Sabes por qué está aquí Miguel?

Crucé la mirada con la suya.

—Sabri... —Miguel quiso detenerla, sin éxito.

—Si estamos aquí es porque Juan nos pidió que viniéramos a hacerte compañía, porque te habías quedado solo —continuó—. Estamos aquí porque él se preocupó por ti.

Dejé de respirar; aquello me sentó como una patada en el culo. Lo primero que pensé fue que me habían estado engañando, que solo habían estado para mí por compromiso y que en otras circunstancias no les habría vuelto a ver el pelo.

Desde el principio me pareció bastante raro que apareciesen en mi vida de la nada para brindarme su apoyo cuando ni siquiera me lo merecía, sin embargo, ahora todo empezaba a cuadrarme.

—¿Entonces estáis aquí solo porque él os lo pidió? ¿Para entretener al idiota de su hijo mientras espera a que le manden a la cárcel?

—No, no te confundas.

—¿Os doy pena o algo? —quise saber.

—Oliver, te estás comportando como un...

—Idos a la mierda —escupí.

Estaba tan irascible que no quería escuchar lo que tuviesen que decir.

Volví a sentarme en el sofá, dejándome caer desde lo alto con toda la rabia corriendo por mis venas y sin dirigirles la mirada. Un incómodo silencio se instaló entre nosotros y una sensación ácida fue creciendo en mi estómago hasta comenzar a arder en mi garganta; estaba colérico.

—Oli... —sollozó Miguel.

—Ven, no llores aquí, vámonos —le dijo Sabrina en un susurro.

Sus palabras me encogieron las entrañas y al ver a la calabacita aguantándose las ganas de llorar, el arrepentimiento me golpeó con fuerza. Acababa de hacerle daño a Miguel otra vez, como hacía años atrás, cuando le eché de mi lado para empezar de cero con Rafael.

Tragué saliva.

Sabrina, tras secarle las mejillas con los pulgares, le tomó de la mano y le condujo hacia la salida. Mi estómago se resintió al verlos alejarse y mis ojos empezaron a escocer por la llegada de las lágrimas. Mi cobardía me impidió retractarme, solo me lamenté internamente.

Antes de que ambos desaparecieran de mi vista, me dijo una última cosa:

—Estamos aquí porque te queremos, imbécil.

Y sin nada más que añadir, se marcharon.

Me quedé sin aire por unos segundos; la había vuelto a cagar, había vuelto a echar a las únicas personas que se había preocupado por mí y no había sido capaz de disculparme.

«¿Por qué eres así?».

Presioné mis ojos con las yemas de los dedos y me permití llorar hasta que quedarme dormido.

¡Holi! Al final me ha dado tiempo terminar el capítulo, jejeje. ¿Qué tal estáis? 👀

¿Cómo estuvo el capítulo?

Oli hoy ha estado con un humor de perros y ha acabado pasándole factura. ¿Qué opináis con respecto a la discusión que ha tenido con Sabrina y Miguel? Hay más cositas que no sabemos de papi Juan y que pronto averiguaréis. 😌

En el próximo capítulo tendremos a una Eris muy rayada y a nuestra querida Uxía, quién estará un pelín asustada porque se acerca su operación. 🤧

Nos leemos el domigo que viene (espero). 💚

Besooos.

Kiwii.

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