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🦋 Capítulo 26

Una cabezadita de siete horas y Uxía y yo ya nos encontrábamos en el salón desayunando lo que habíamos planeado la noche anterior, con la segunda película de sus tan queridos oseznos de fondo. Tenía los ojos fijos en la televisión, pero no le estaba prestando atención a esos dibujos que proyectaba. Ni siquiera sabía el tiempo que llevaba mojando el churro en el chocolate, ajena a lo que estuviese pasando a mi alrededor.

El Kenai oso me tenía pensando en el Kenai humano y en el hecho de que, prácticamente, acababa de confesarle que me gustaba, entre otras cosas mucho más vergonzosas... La respiración se me entrecortaba, mi corazón latía cada vez más rápido y mi cuerpo ardía siempre que me acordaba. Mi cara se había transformado en un tomate. ¿Cómo se me ocurrió soltarle algo así? No iba a volver a beber en mi vida.

Nunca.

Jamás.

Jamás de los jamases.

El churro se partió en dos y el pedazo empapado de chocolate cayó en la taza, salpicándome y haciéndome regresar al planeta Tierra. Mi amiga no tardó en reírse al ver como mi ropa y cara se habían manchado por aquellas dulces gotitas; estaba tan ausente, que me costaba procesar lo que acababa de pasar.

Con las mejillas a punto de explotar y un gruñido reprimido en las profundidades de mi garganta, me limpié el rostro con una servilleta y me obligué a pensar en cualquier otra cosa que no tuviese nada que ver con la conversación que tuve con el ricitos esa madrugada. No me atrevía a entrar a mi habitación por miedo a que él me escuchase y quisiera retomar la charla o burlarse de las burradas que solté. ¿Cómo iba a mirarle a partir de ahora? ¿Con qué ojos me miraría él a mí? Con los mismos que antes desde luego que no...

Apoyé los codos en la mesa, enterré el rostro en la servilleta y ahogué un grito agudo que acabó transformándose en un lamento que a la rubia le pareció aún más gracioso. Fui levantando la cabeza con lentitud hasta que pude lanzarle una mirada tan amenazante que hizo que su risa cesase, no obstante, no muy tarde, emergió de nuevo.

—¿Qué te pasa, alguita? —preguntó.

—¿Por qué tuviste que dejarme sola?

—¿Sola? ¿Cuándo? —Se mostró confundida.

—Al llegar a casa.

—Me estaba meando viva —recordó.

—¡Pues la próxima vez te pones un corcho y te aguantas!

Mi desespero y mi nerviosismo le hacían mucha gracia, pero daba su mayor esfuerzo en que yo no lo notase, en vano. Cerré los ojos y respiré hondo para recuperar la compostura, aunque era una tarea muy complicada el bajarme los colores y los calores de los pómulos; me tentaba bastante meter la cabeza en la nevera a ver si así solucionaba algo.

—¿Qué pasó en mi ausencia? —indagó con diversión.

Me recosté en la silla y suspiré.

—Le dije a Kenai que quería cabalgarle como en las pelis de vaqueros —respondí— y que me pondría un sombrero si así lo quisiese.

—¿Qué... qué?

Carcajeó tanto que mis niveles de estrés volaron y tuve que retorcer la servilleta como un método poco efectivo de aliviarlo. El alcohol era malo, caca de vaca, volvía tonto a quien lo tomase y un payaso de circo del que reírse.

—¿Solo eso?

—No —negué—. También le dije que me gustaba su sabor.

Silencio.

—Uhm... ¿El sabor de qué, Marina?

—¡No lo sé! —sollocé sin lágrimas.

Posé la frente en la mesa y me reprendí internamente al mismo tiempo que escuchaba la risa escandalosa de Uxía retumbar por toda la estancia. Mientras ella se divertía a mi costa, yo suplicaba que la tierra me tragase y me escupiese en..., que no me escupiese, que me tragase. Así podría servir de alimento a los gusanos para que se transformasen en mariposas y fuesen a darle por culo a otra.

—¡Eris! —gritó una voz masculina.

Me incorporé de golpe y con los ojos muy abiertos.

Era Kenai.

—Te llama —avisó Uxía.

—Yo no he oído nada.

Volvió a gritar mi nombre.

«Cállate».

—¿Eso tampoco lo has oído? —Alzó las cejas.

Nop.

La tercera vez que pronunció mi nombre fue en un tono mucho más alto y desesperado. Arrugué el entrecejo. No sabía qué sería lo que le estaría pasando y lo que quería de mí en aquel preciso instante, pero se le notaba con una urgencia pasmosa. No creía que se estuviese muriendo, así que me mantuve quieta en mi sitio y procedí a sacar el churro ahogado de las profundidades de mi taza de chocolate, ignorándole.

«Si no contesto, no existo».

Mi amiga carraspeó con la garganta y me instó con la mirada a que fuera a atender al muchacho; me negué. Continué con lo mío sin inmutarme, esperando a que se cansase y desistiera de su afán por contactar conmigo. No lo hizo.

—¡Eris, ayúdame! —pidió—. ¡Me estoy muriendo!

—Tampoco será para tanto —murmuré.

—Ve —ordenó Uxía—. Ahora.

Bufé con fuerza y me levanté de mi asiento no muy contenta. Durante el recorrido del salón a mi habitación fui aguantando la respiración y caminando recta, como un robot de hojalata oxidado. Iba preparándome para mirarle a esos ojos aceitunas y no morir en el intento.

Cuando llegué, abrí la ventana y me asomé. Le vi al otro lado, temeroso, pálido como la nieve y sudando a chorros. Tenía su mano izquierda en alto, extendida hacia a mí y manchada de sangre; enseguida comprendí que era lo que le tenía tan alterado, le tenía pánico al líquido rojo que corría fuera de sus venas.

—Me voy, Eris —dijo de carrerilla—. Ayúdame.

Era mucha sangre, me asustó.

—¿Cómo que te vas?

—¡Qué me voy! —chilló.

Me espanté.

—Kenai, ábreme la puerta.

—No, no, no. No te vayas —suplicó—. No me dejes aquí solo.

—¡Tú ábreme la puerta!

Corrí fuera de mi dormitorio y entré en el cuarto de baño. Abrí el armarito inferior del lavabo y saqué todos y cada uno de los productos hasta que pude agarrar el neceser donde guardábamos todo lo que un botiquín de primeros auxilios debía llevar. Acto seguido me dirigí a la entrada de casa y salí tan apurada que mi amiga me preguntó en varias ocasiones lo que sucedía; no había tiempo que perder, así que no la contesté.

Estuve a punto de matarme un par de veces bajando las escaleras y también estuve muy cerca de cargarme a un Yorkshire al acceder al edificio de mi vecino al mismo tiempo que lo hacía una anciana; le pisé el rabo, me sentí muy mal y más cuando me lloró y miró con ojos de corderito degollado. Me disculpé reiteradas veces, aunque eso no bastó para que la señora se cagase en mí y en toda mi estirpe.

Llegué a su puerta fatigada, con el corazón en la boca y el flato atacando uno de mis costados. Kenai me la abrió, pero ni siquiera me dio la oportunidad de recuperar el aliento o preguntarle lo que le había pasado, solo se desvaneció y se precipitó hacia a mí. Tuve que agarrarle al vuelo antes de que se dejase la dentadura en el suelo y, por suerte, lo logré.

Bueno, casi.

No iba a ser capaz de soportar su cuerpo por mucho más tiempo, sostenía todo su peso entre los brazos y mis músculos ya me pedían a gritos que lo soltase, que no me preocupase si se rompía los dientes. Quizás la Marina de hacía unas semanas atrás le hubiese dejado caer, la de ahora estaba aguantando como una campeona.

Me adentré con él en su hogar caminando como un pingüino y creyendo que conseguiría llegar hasta el sofá para tumbarlo allí, no obstante, mis pies tropezaron con los suyos y nos caímos los dos sin poder remediarlo. Kenai aterrizó de espaldas y yo encima. Al incorporarme me di cuenta de lo cerca que se encontraban nuestros rostros y enseguida se me aceleró el pulso; me embobé admirando su carita, hacía mucho que no le veía a una distancia tan corta.

«La sangre».

—La sangre. He venido por la sangre.

Me quité de encima, comprobé que respiraba con normalidad y comencé a examinar su mano ensangrentada en busca de heridas, pero no había ninguna por los alrededores. ¿Qué narices? ¿De dónde salía la sangre entonces? Palpé cada milímetro de su piel y, al cabo de unos segundos, lo vi. Tenía un pequeño corte en el lateral de su dedo índice, nada grave.

—Yo es que te mato —espeté—. Exagerado de mierda.

No sabía si darle de hostias por asustarme, dejarle ahí tirado o curarle.

Acabé escogiendo la tercera opción, así que le limpié bien la zona con algodón y suero y le puse una tirita. Incluso le hice el favor de evitarle otro desmayo quitando todo rastro de su ADN, el cual había pintado el suelo haciendo un recorrido desde la cocina hasta su cuarto. El tonto se había cortado pelando una manzana y no se le pasó por la cabeza meter el dedo debajo del grifo.

Una vez que terminé mi cometido, puse rumbo hacia mi casa; no iba a esperar a que despertase, quería retrasar nuestra conversación todo lo posible. Sin embargo, en el instante en el que crucé el umbral de la puerta, frené. ¿Iba a dejarle ahí tirado? Le eché un rápido vistazo por encima del hombro.

—Sí, ahí se queda.

Saqué un pie fuera.

«Venga, quédate».

—No, joder.

No fui capaz de avanzar, algo en mi interior no me permitía hacerlo. Solté un suspiro de rendición, obedeciendo a ese profundo deseo de mi ser de quedarme junto a él un ratito más, y regresé sobre mis pasos. Me senté a su lado y comencé a darle pequeños toquecitos con el índice a una de sus mejillas, esperando a que volviera en sí.

Parecía que no iba a levantarse pronto y, de no ser por el calmado vaivén de su pecho que marcaba el paso del aire a sus pulmones, habría jurado que estaba muerto. Acabé abandonando los golpecitos por caricias que se prolongaron al resto de mis dedos, ya no le tocaba como si fuese un animalillo muerto y me diese asco, lo hacía despacio y con suavidad; era una sensación agradable.

Su rostro había dejado de estar pálido, ya iba adquiriendo color. Aproveché para echarle un vistazo a la herida que se hizo el día del accidente; ya no la tenía tapada, los puntos se le habían caído y la cicatriz se le estaba curando muy bien. Pronto dejaría de notarse, aunque no desaparecería del todo.

Estudié cada uno de sus rasgos faciales hasta el punto de imaginarme como sus labios se ensanchaban en una de sus radiantes sonrisas, de esas que le achicaban los ojitos y le presumían las pestañas. Llegué a un punto en el que solo quería que despertase y me deleitase con el color de sus iris, el mismo que teñían los olivos.

Las mariposas en mi estómago volaron y entendí que aquella plaga ya era imposible de erradicar; había caído y ya era hora de aceptarlo, de dejarlo salir. Lo tenía atragantado desde hacía bastante y necesitaba vomitarlo, deshacerme de ese peso. Kenai deseaba conocerme y estaba inconsciente, había que aprovecharlo, era la hora de ser sincera con él y conmigo misma.

—Me llamo Marina —confesé—. Podría decirse que soy indómita como la mar, no puedes domesticarme y muerdo a quien lo intenta. No confío en casi nadie, le tengo miedo a las muestras de cariño y las anhelo al mismo tiempo. —Respiré hondo—. Me gustas tú y las conversaciones nocturnas, esas que te desnudan por dentro y por fuera, odio el brócoli y detesto a los niños pequeños. Mi color favorito es el azul, como el que deja el reflejo del cielo en el océano. Y prefiero los pingüinos —reí—. Esta soy yo, aunque es posible que nunca lo sepas.

Me puse en pie entre carraspeos de garganta para disipar las emociones que se habían enzarzado en mis entrañas y me dispuse a llevarle hacia el sofá. Le agarré de las axilas, le alcé unos centímetros y le arrastré hacia dentro. Conforme lo hacía, no pude evitar fijarme en sus pies; había algo en su tobillo, tapado con el bajo de sus pantalones, que abultaba la tela.

Ladeé la cabeza. ¿Qué narices tenía ahí?

—¿Me puedes explicar por qué parece que nuestro amigo está muerto e intentas ocultar su cadáver? —Una voz femenina hizo acto de presencia—. Miguel, llama a la policía.

Levanté la mirada y me encontré con que en la entrada había una chica morena y de cabello trenzado acompañada por un chico pelirrojo que identifiqué como el falso novio de Kenai. Ambos me miraban sorprendidos y yo me maldije por no haber cerrado la puerta.

Le solté de golpe, provocando un sonido seco en cuanto su cabeza se estrelló contra las baldosas.

«Mierda».

—¿Te has cargado a nuestro amigo? —cuestionó él.

—No.

—Te has cargado a nuestro amigo.

La forma de sus cejas me indicaba que estaba un pelín asustado. ¿De verdad se pensaba que lo había matado? En el instante en el que le vi sacar el móvil para hacer esa llamada, lo reafirmé.

—¿Qué le has hecho? —preguntó ahora ella.

—No le he hecho nada. El idiota se cortó, vino a pedirme ayuda y... pum.

¿Pum?

—Sí, pum —repetí—. Se ha desmayado.

—Espera, yo te conozco —habló el pelirrojo—. Eres la vecina.

—Sí —confirmé—. Así que no llaméis a la policía que solo he venido a ayudarle.

—¿Está bien? —interrogó la morena.

—Sí, solo ha sido un corte sin importancia —expliqué y el silencio reinó entre nosotros—. Bueno, ahí os lo dejo. Todo vuestro.

Ante la incomodidad que se había instalado a nuestro alrededor, volví a carraspear con la garganta y pasé entre ellos, queriendo llegar a mi casa cuanto antes. Eran conocidos de Kenai y corría el riesgo de que me desvelaran su nombre.

No quería saberlo, al menos, no aún. Necesitaba estar segura de que no tendría que obligarme a olvidarle si me hacía daño, pasaba de que su verdadero nombre se grabase a fuego en mi mente y saliese a flote para hundirme en mis propias lágrimas cuando creyese haberlo superado. Tenía la certeza de que si no me decían como se llamaba, todo dolería muchísimo menos porque le estaría llorando a alguien "irreal".

No estaba preparada para conocer al chico que había detrás de aquella singular cerveza.

¡Holi! ¿Cómo estáis? ¿Habéis podido tocar la nieve? ¿Habéis hecho algún Olaf? ❄👀

Voy a contar una breve anécdota. Estos días ha estado nevando mucho y ayer, con la nieve del alféizar de la ventana de mi habitación, hice un mini Olaf. Le puse su bufandita y todo. Quedaba muy gracioso entrar a mi cuarto y verlo observarte desde fuera, hasta que unas horas después ya no estaba. Se cayó al patio, voló y murió. Tengo la teoría de que el vecino de arriba le tiró nieve, así que ya estamos hablando de un asesinato. 😤

F por Olaf.

En el próximo capítulo sabremos más cositas sobre lo que andan tramando Miguel y Sabrina, así como avivaremos o mataremos su shipp. 😌

Besooos.

Kiwii.

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