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🦋 Capítulo 21

Eris.

El domingo por la noche salí a un bar cercano a ver lo que se cocía por los alrededores. Ese día libraba y no lo iba a desperdiciar. Al principio iba a venir con Uxía para que despejase su mente y no estuviese pensando en los resultados que le darían el lunes de la biopsia que le hicieron el viernes en la mañana, pero no quiso venir; tenía que estudiar para otro de sus exámenes. Admiraba su fortaleza y determinación. Aunque el mundo se estuviese cayendo a pedazos, ella iba a seguir ahí, peleando por sus sueños costase lo que le costase.

Me encontraba en la barra, cubata en mano, y el chico que se había acercado a mí hacía una hora hablaba sin parar de algo a lo que no le estaba prestando demasiada atención. Solo podía ver sus labios moverse a gran velocidad, lo que me hacía preguntarme qué tipo de rap de Eminem estaría destrozando. ¡Por favor, no se callaba ni debajo del agua!

Estaba entrando en un estado adormilado que no podía controlar, y no porque el chaval me estuviese aburriendo, sino porque llevaba más alcohol en el cuerpo que sangre. Cada vez que el recuerdo de Kenai aparecía por mi cabeza, le daba un trago a lo que fuese que tuviese cerca. Desde nuestro último encuentro el viernes, no volví a saber nada de él. Nos habíamos estado evitando mutuamente. Ayer había sido un día tranquilo, no le había escuchado siquiera, era como si el piso al lado del mío volviese a estar vacío. No obstante, mi cerebro se empeñaba en proyectarme imágenes de él ante su ausencia.

«Cerebro puto, ¿de parte de quién estás?»

Todo iba genial, llevaba rato sin pensar en él, hasta que a lo lejos vi a un camarero llevar en una bandeja metálica varias bebidas. Entre ellas se encontraba una cerveza muy normal, pero mi cabeza optó por jugármela e hizo que la visualizara como aquellas que solo podían encontrarse en Okmok: las Kenai. Mis ojos se abrieron de par en par y me dispuse a beberme todo lo que me quedaba en el vaso de un trago.

Apreté los párpados con fuerza y luego busqué de nuevo al camarero para dar con la condenada cerveza. La encontré, ya no era una Kenai, tenía una estrella dorada dibujada sobre un fondo rojo. Lo tenía muy claro, me estaba volviendo loca.

Tragué saliva, me giré hacia la chica tras la barra y le pedí que trajera otro cubata más. Me daba igual de qué fuera, solo quería algo con lo que ahogar a la puñetera mariposa de los cojones. Estaba empezando a pensar que no se trataba de una mariposa, sino de una cucaracha. La condenada no se moría con nada.

—¿No crees que ya has bebido suficiente? —dijo la futura tangente que estaba a mi vera.

—¿Eres mi padre?

—No.

—Pues entonces cállate.

Él se calló y yo recibí de nuevo mi vaso lleno. Le mostré a la camarera una sonrisa de agradecimiento y le pagué lo que correspondía.

—¿Cómo decías que te llamabas? —preguntó.

—¿Tienes perro? —pregunté yo.

Cuando puse de nuevo la vista en él, le vi un tanto desubicado, como si no tuviera ni la menor idea de por qué razón había decido cambiar el rumbo de la conversación. Lo cierto era que lo hice, no precisamente por estar borracha, sino para asegurarme de que no tendría que volver a pelearme con un San Bernardo por la mañana para poder irme a casa sin ser vista ni escuchada.

—Un labrador.

—Ah, mierda. —Chasqueé la lengua.

—¿Supone algún problema? —indagó—. A unas malas podríamos irnos a un hotel. O a tu casa.

—Yo es que también tengo perro.

—Anda, ¿sí? —Pareció interesarse—. ¿Y de qué raza es?

—Es un chucho.

—¿Cómo se llama?

—Kenai.

Sin más, me dispuse a darle otro trago al alcohol. En cambio, antes de que pudiera rozar el vaso con mis labios, el chico frenó mi acción con una de sus manos y me lo arrebató. Mi expresión pasó a una en la que se podía ver como mis neuronas intentaban reconectar sin éxito, aunque cuando lo consiguieron y pude procesar lo que acababa de suceder, no tardé en lanzarle una mirada amenazadora.

—¿Acabas de quitarme el cubata? —pronuncié con lentitud.

—Sí.

—No sabes lo que acabas de hacer, macho.

—Evitar que te dé un coma etílico, creo yo —dijo un tanto molesto.

—Vas a llevarte más palos que una estera como no me lo devuelvas.

Él ni siquiera se lo pensó cuando se dio la vuelta y vació el contenido en un fregadero cercano al otro lado de la barra. Mi cara terminó de desencajarse ante esto último y lo único que quería en ese instante era hacer realidad lo que había dicho hacía unos segundos atrás: darle una paliza. En cuanto regresó sus ojos a los míos, lo hizo con una seriedad inmutable que tenía como objetivo causarme temor, como si fuera un adulto regañando con su silencio a un menor de edad. Pero yo no le tenía miedo, él debía de tenerme miedo a mí. Acababa de tirar del rabo al gato y eso no presagiaba nada bueno.

Yo tampoco lo pensé cuando agarré su copa y le tiré el alcohol a la cara; ¿quién se creía ese para decirme lo que tenía qué hacer? Si yo me quedaba sin beber, él también. Su expresión fue adoptando rasgos propios del enfado, pero seguía sin darme temor alguno, lo llevaba claro conmigo si pretendía achantarme.

Él se bajó del taburete y yo hice exactamente lo mismo, quedando dos cabezas por debajo de su mirada; se me había olvidado lo alto que era, ¿había dicho que era jugador de baloncesto cuando no le estaba escuchando? Ese tío era un mastodonte, no obstante, mi yo ebria no concibió una retirada. Había que admitir que uno de mis estados de borrachera, era volverme un pelín temeraria. Pero nada, solo un miajilla.

—Qué —provoqué con el cejo fruncido.

Vale, tal vez un poco más.

Él se apartó la humedad del rostro con agresividad y, antes de que una inminente discusión tuviese lugar entre nosotros, unos brazos me rodearon con fuerza y me retiraron del muchacho que tenía delante, cosa que me enervó. Yo los agarré e hice lo posible por quitármelos de encima mientras gruñía como un gato encabronado.

—Hora de irse, Mar. —Su voz penetró en mis oídos—. Vamos.

Minerva.

—¿¡Tú qué coño haces aquí!? —grité.

—Trabajar.

Me movía tanto que tuvo que cambiar la posición de su agarre. Me estrujó los brazos y el tórax con ellos con la intención de inmovilizarme. Fue una maniobra exitosa, y más cuando se echó un poco hacia atrás y me levantó del suelo para conseguir desplazarme. Cada segundo que pasaba cerca de ella me alteraba más y me ponía en peores condiciones, acabaría por saltarle un ojo a alguien de la rabia que salía disparada por cada poro de mi piel.

—¿¡Desde cuándo!?

—Desde... ¡No me muerdas! —se quejó.

Sí, le había pegado un bocado.

Minerva me soltó y pude, al fin, liberarme. No perdí ni un solo segundo y me escabullí entre la gente todo lo rápido que pude hacia los baños del local. Allí me tomé un rato para poder respirar con tranquilidad, lejos del barullo y caminando de un lado a otro hasta que estuviese segura de poder salir sin matar a alguien por error.

No la quería aquí, no quería verla y menos que me tocara. Estaba que echaba humo, me ardía la cara y sentía tirantez en el cuello del cúmulo de emociones que estaban sucediéndose en mi interior, no podía canalizarlas por mucho que lo intentase.

Me acerqué a uno de los lavabos, abrí el grifo del agua fría y me humedecí bien la cara sin darme cuenta de que se me correría el maquillaje hasta que me vi como un mapache frente al espejo. Gruñí con fastidio y pegué un fuerte pisotón; estaba claro que no era mi noche. Cogí un poco de papel que había en un dispensador cercano de la pared y lo humedecí para acabar de quitarme los restos de pintura.

Escuché la puerta abrirse y supe que mi calma se vería perturbada de nuevo.

—¿Qué ha sido eso de ahí fuera? —preguntó mi exnovia.

—¿Y a ti qué te importa?

—Vas a tener que irte, no quiero trifulcas en mi turno.

—Tranquila, ahora me voy —murmuré.

Ignoré su presencia y continué con lo mío, pasando el trozo de papel mojado por mis párpados y los alrededores. El pintalabios lo tenía intacto, pero acabé quitándomelo también. No fue una muy buena idea, pues lo único que estaba consiguiendo era esparcirlo y dejarme la piel roja del intenso frote al que la estaba sometiendo; ya me daba igual todo, solo quería desmaquillarme y marcharme a casa.

Noté como Minerva caminaba hacia a mí y, a través del espejo, vi cómo se posicionaba detrás, con la espalda apoyada en el marco de la puerta de uno de los cubículos. Se encontraba frotándose la zona de la muñeca en la que le había hincado los dientes, no se cortó ni un pelo al darme ese descarado repaso de arriba abajo con la mirada; una mueca de asco se apoderó de mis labios.

Se había formado un denso e incómodo silencio entre las dos que duró poco más de un minuto, lo que tardé en acabar de limpiarme la cara.

—Te echo de menos —confesó.

—Cierra la boca.

—Marina.

No iba a escucharla, así que tiré el papel a la basura y me dispuse a darme la vuelta para marcharme; no pude. Ella había sido más rápida, acortó la distancia que había entre nosotras y me acorraló contra la encimera del lavabo. Teníamos nuestros rostros muy juntos y el pensamiento que rondaba por mi mente de escupirle en un ojo comenzaba a resultarme bastante tentador.

—Hace tiempo que te busco en otras personas y no te encuentro —habló con sinceridad—. Metí la pata, lo sé. He tardado en darme cuenta de que tú eres lo único que quiero y he querido siempre.

Sus pupilas se intercalaban en las mías, buscando suplicantes un ápice de perdón y misericordia. Mi expresión se fue suavizando poco a poco y la suya se iluminó con esperanza.

—No quiero perderte, Mar...

Una dulce sonrisa se dibujó en mi boca y una risa juguetona y tierna salió de mis adentros. Tomé sus mejillas entre mis manos y acaricié sus cálidos pómulos con las yemas de mis pulgares, consiguiendo que ella se estremeciera. Me aproximé a sus labios, como quien quiere iniciar un beso. Minerva cerró los ojos esperando a recibirlo, pero lo único que recibió de mí fueron unas palabras que me venían quemando en el paladar desde hacía tiempo.

Nunca llegué a decírselas. Cuando me la encontré en la cama con otra chica por cuarta vez, no dije nada. Solo me di la vuelta y me fui a casa. No me detuve ante sus súplicas de que me quedase a escucharla, tampoco miré atrás. Ella lo vio como un acto cobarde, yo como uno de amor propio.

—Vete a la mierda.

Soltarlo fue música para mis oídos y ver como se le caía la cara de vergüenza fue casi terapéutico.

Le aparté de mí con un leve empujón y me encaminé hacia la salida del cuarto de baño con la cabeza bien alta. Sin embargo, antes de que pudiera desaparecer al otro lado de la puerta, su voz me hizo frenar en seco.

—¿Quieres saber por qué me iba con otras? —rio sin gracia.

Mi pulso sufrió una dolorosa alteración.

—Me cansé de ti. Yo quería algo más intenso, por eso empecé a salir contigo, porque eras la intensidad en su estado más puro —escupió, cada palabra estaba envuelta en veneno—. Pero te fuiste apagando y dejaste de ser suficiente para mí. Te quería y te sigo queriendo, pero llega un punto en el que aburres. Tienes fecha de caducidad, cariño.

Me gustaría decir que era lo suficientemente fuerte como para no dejar que aquello me afectara, pero estaría mintiendo. Me había destrozado, lo había sentido como si una bola de demolición me golpeara de lleno en el estómago. Quería vomitar el corazón para que dejara de doler, cada latido a partir de ese momento lo sentía como punzadas. La última frase se me había quedado grabada a fuego y me había hecho sentir un objeto desechable.

No me di la vuelta y tampoco me moví, se me habían ido las fuerzas en retener mis ganas de llorar. No pude hacerlo por mucho tiempo, las lágrimas me temblaban en las pestañas y salieron unas detrás de otras. Mi garganta emitía ruidillos aflictivos que yo ahogaba para no ser escuchada; era inútil. Tenía el cuerpo tenso, los hombros encogidos y los puños apretados.

Hui de allí como una cobarde.

🦋

Llegué a casa después de una hora caminando, con el rostro pegajoso, las escleróticas rojas y mi estabilidad emocional hecha trizas. Tenía la sensación de que me habían molido a golpes, estaba agotada y apenas podía avanzar sin tropezarme con mis propios pies, aunque eso era más culpa del alcohol que de otra cosa. Que Minerva hubiese podido conmigo, que me hubiese derrotado de aquella manera, me cabreaba.

Había luz al otro lado de la puerta que correspondía a la habitación de Uxía, lo que quería decir que aún seguía estudiando y que podía pasar un ratito con ella antes de que se durmiera. Entré despacio y estuve a punto de pronunciar su nombre, pero enseguida me callé.

Uxía se había quedado dormida con la luz encendida, se encontraba tumbada boca arriba en la cama, con un libro abierto sobre su estómago y un montón de apuntes esparcidos sobre el colchón. Suspiré y negué lentamente con la cabeza; no tenía remedio.

Me aproximé a ella, recogí todas sus cosas de clase y las dejé amontonadas sobre su mesita de noche. También le arropé con las sábanas para que no pasara frío, dejé un beso en su frente y le apagué la lamparita. Regresé sobre mis pasos sin hacer ruido, no quería despertarla, cerré su puerta con cuidado y entré en mi cuarto mientras me descalzaba por el camino. Después de tirar el bolso al suelo, me tumbé en la cama sin molestarme en cambiar mi vestuario por el pijama.

Estaba hecha polvo, me escocían los ojos y tenía la sensación de que me iban a estallar. Tenía un nudo en la garganta que avivaba mis ganas de echarme a llorar como una niña pequeña. Necesitaba que alguien me diera el cariño que ni yo misma podía darme en un momento como ese, pero sabía que era imposible.

Me había encargado de espantar toda muestra de afecto para evitar salir herida y no me había dado cuenta de que eso me hería más hasta ahora. Mi carácter era una mierda, ¿quién iba a querer soportarlo? ¿quién iba a querer luchar contra él?

Hacía tiempo que me había vuelto afilada y nadie estaba dispuesto a sangrar conmigo. Y era comprensible.

La barbilla me temblaba y el nudo crecía. No quería ponerme a llorar, así que me concentré en mi respiración para alejar todo mal pensamiento de mi cabeza. No obstante, el sonido de unos muelles rechinando captaron mi atención. Venían de la habitación de Kenai, estaba despierto. Mi cuerpo reaccionó solo. Me incorporé de golpe, apoyé la frente contra la pared y me relamí los labios.

—Kenai. —La voz me salió afónica—. Por favor, háblame.

Le oí respirar hondo.

—¿Estás borracha? —quiso saber.

—Un poco.

—Buenas noches, Eris.

—No, no te vayas... —supliqué.

—¿Qué quieres?

—Hablar contigo —contesté.

—Creí que querías que te dejara en paz.

—No lo hagas —negué—. ¿Vas a rendirte tan pronto conmigo?

—Es difícil acercarse a ti cuando estás constantemente con la guardia alta.

—Ahora no lo estoy.

—Porque has bebido. En otras circunstancias ya me habrías mandado a la mierda. —Suspiró, cansado—. ¿Qué es lo que quieres?

¿Qué quería? No lo sabía ni yo. Estaba hecha un lío de los grandes, era un nudo marinero de esos que cuesta desenredar. Quería sentirle cerca porque me gustaba lo que podía provocar en mí, me gustaba cómo era yo cuando estaba con él. Pero también le quería lejos porque me daba miedo todo eso. Kenai no lo sabía, se pensaba que le odiaba y eso no era así. Él me encantaba.

—¿Sabes por qué empecé todo esto del método tangencial? —Tragué saliva.

—¿Por qué?

—Por miedo. Me da miedo que me vuelvan a hacer daño.

—¿Quién te hizo daño? —Su tono se endureció un poco.

—Mi exnovia. Me puso los cuernos en varias ocasiones y yo... le perdoné todas ellas. —Las lágrimas se me amontonaron, nublándome la vista—. Creí que algo estaba mal conmigo y no paré de buscarlo, lo hice todo para complacerla, pero no sirvió de nada. Me prometí que no dejaría que nadie se volviera a reír de mí así. —Hice una pausa para no quebrarme—. Por eso no quiero conocerte, Kenai.

—¿Me tienes miedo?

—Sí.

—¿Crees que te voy a romper el corazón?

—No lo creo, lo sé —afirmé.

—No, no lo sabes.

—No quiero arriesgarme, ¿vale? —sollocé; empecé a llorar sin poder remediarlo.

—El que no arriesga no gana.

—Pero tampoco pierde.

—Sí que pierde —aseguró.

—¿Y qué es exactamente lo que pierdo yo?

—Ver lo que hay debajo de mi pijama de ositos.

Las lágrimas se vieron interrumpidas por una inevitable risotada. Seguía llorando, pero ahora con una amplia sonrisa en mi boca y una carcajada que había aliviado toda presión que me causaba malestar. Me sequé la humedad con las mangas de mi jersey.

—Eres imbécil.

—Pero te he hecho reír, ¿verdad? —Se mostró contento.

Sonreí inconscientemente con una felicidad tonta, pero me duró poco. Tan rápido como mi ánimo subió, cayó en picado. Y era porque había recordado las palabras de Minerva, sobre todo, esa última frase.

—Te vas a acabar aburriendo de mí, Kenai. Tengo fecha de caducidad —lamenté.

—Yo me como los yogures caducados, así como dato.

—Te acabarás poniendo malo. —Fruncí el ceño.

—Si tengo a cierta enfermera a mi lado para cuidarme, me da igual.

Volví a reír. Aquel chico tenía respuestas para todo y sabía hacer algo que yo no: consolar a las personas. Él había logrado cambiar mis emociones a unas más positivas y lo único que yo sabía hacer era entrar en pánico al ver a alguien llorar. Me sentía un poco mal porque yo no le pude dar en su momento lo que él me estaba dando a mí.

Me aparté la agüilla salada que quedaba por mis mejillas y di una respiración profunda.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —pedí.

—Claro.

—¿Por qué aceptaste ser mi tangente?

Hubo un largo silencio de por medio.

—Porque esa noche acabé con el corazón roto y... no quería pensar en ella —respondió en un murmullo.

—Me usaste de tirita.

Saber las razones que tuvo me escocieron, pero no podía recriminarle nada y yo no tenía derecho a sentirme mal por ello. No nos conocíamos, los dos nos utilizamos para nuestro propio beneficio.

—Sí... —confirmó, despacio—. Y mira mi sorpresa cuando, al despertarme esa mañana en el hotel, me di cuenta de que me había pillado de ti hasta las trancas. No sé qué es lo que pasó entre nosotros, pero... despertaste algo dentro de mí que crece cada día más y... Joder, Eris. Creo que me estoy... —Se quedó callado—. Olvídalo.

—Yo también creo que...

—¿Qué? —animó.

—Nada. —Negué con la cabeza—. Buenas noches.

Me tumbé en la cama y me acurruqué contra la pared, como si pudiese sentir el calor de Kenai al otro lado.

—Buenas noches, Eris.


¡Holi! ¿Cómo estais? Espero que bien. 🥰

Queda claro que estos dos tórtolos se gustan, solo falta que se atrevan a decírselo al otro. 👀

En el próximo capítulo veremos si nuestra querida Marina se arrepiente de la conversión que ha tenido con Oli estando borracha o lo ve de otra forma. ¿Vosotras/os qué pensáis que hará?

No sé si nos podremos leer el domingo que viene, así que os aviso desde ya que es posible que tarde un par de semanas en subir el siguiente capítulo. Intentaré escribir en cualquier hueco libre que tenga, pero si no aparezco por aquí el finde que viene, sabed que no es que vaya a abandonar la historia, solo la continuaré un poco más tarde. 💚

Besooos.

Kiwii.

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