🦋 Capítulo 12
El domingo, luego de haber tenido aquella inminente bronca de la nada por parte de Eris ayer en la tarde, no volvimos a tener más contacto que los ruidos que escuchábamos el uno del otro desde nuestras respectivas habitaciones. Podía oír como salía huyendo de su cuarto cuando yo entraba al mío. Mentiría si dijera que no había aprovechado la situación para divertirme un poco; cuando ella regresaba creyendo que me había ido, me disponía a dar un golpe o algo, provocando sus rabietas y pataletas. Me causaba bastante gracia que tan solo mi presencia le pudiese causar tanto desagrado hasta tal punto de no poder siquiera respirar porque hasta eso le enervaba.
Seguía en la misma posición que ayer, tumbado boca arriba mirando al techo y sin hacer mayor acción que la de respirar; eran cerca de las ocho de la noche, había invertido mi día en fastidiar a Eris con golpes, estornudos, suspiros y cualquier otro ruido que le hiciera saber que seguía aquí vivito y coleando. Si mi vida ya daba asco, ahora más.
El sonido del telefonillo me sacó de mis pensamientos e hizo que me incorporara de inmediato. Fruncí el ceño al no tener ni idea de quién podía tratarse, pues la policía me había hecho una visita hacía poco más de una hora y estaba peleado con todo el mundo, así que las posibilidades de que fuera alguien conocido se reducían a cero.
Al volverlo a escuchar, decidí ponerme en pie y ver de quien se trataba. En el momento en el que llegué a la entrada y pude preguntar por esa persona que se encontraba en la calle y quería acceder al edificio, una voz femenina y muy familiar se adentró en mis oídos con una suavidad que me llenaba de una agradable nostalgia. ¿Qué hacía ella aquí?
Le abrí la puerta del portal, también la de mi casa y esperé de pie. La chica con la que tanto había compartido un tiempo atrás apareció subiendo las escaleras y lo primero que me dedicó fue una sonrisa de boca cerrada que me hizo tomar aire. Era de piel achocolatada, ojos oscuros y redondos, cabello negro y largo, recogido en un montón de pequeñas trenzas, y de mi misma altura.
—Hola —saludó nada más posicionarse a unos centímetros de mí.
—¿Cómo es que estás aquí? ¿No estabas en Nueva York?
—Era solo durante un año —me recordó—. He llegado esta mañana.
—Ah.
—¿Puedo pasar?
—Eh..., sí, sí, sí —me apresuré a decir—. Adelante.
Me eché a un lado y cuando accedió a mi hogar temporal, cerré la puerta con lentitud, queriendo ganar un poco de tiempo para bajar las pulsaciones de mi corazón. Llevábamos sin hablar desde que cortó conmigo, todo aquello me tenía nervioso y lo peor era que no podía evitarlo. Me relamí lo labios y me giré para poder tenerla dentro de mi campo visual; estaba de espaldas a mí, mirando todo a su alrededor sin atreverse a seguir adentrándose en la vivienda.
—Sabrina —la llamé—. ¿Cómo sabías que yo estaba aquí?
—¿Qué importa eso? —Me miró—. ¿Tú estás bien?
Asentí levemente con la cabeza a la vez que sentía como se me formaba un nudo en la garganta, como mis ojos escocían, mi barbilla se fruncía y mis fosas nasales se agrandaban; estaba a nada de echarme a llorar. Sabrina no se lo pensó dos veces cuando se aproximó a mí y me rodeó el cuello con sus brazos para pegarme a ella en un fuerte abrazo.
Le correspondí de inmediato y hundí mi cara en el hueco de su cuello, dejando caer las lágrimas que ya era incapaz de retener por más tiempo. Estuvimos en esa posición por unos segundos que fueron suficientes para que me quedase a gusto; el suave meneo de nuestros cuerpos, acompañado de sus caricias en mi cabello y un leve sonido provocado por un soplido entre sus labios, lograron hacerme entrar en calma como si de un bebé recién nacido me tratase.
A Sabrina se le daban muy bien los niños, tal vez por eso sabía tratar tan bien conmigo, porque en el fondo nunca dejé de ser uno.
—Va a estar todo bien, ya lo verás —susurró, dándome ánimos.
—Rafa no...
—Rafael no se iría sin despedirse de ti, Oli —aseguró.
Pero lo que ella no sabía era que él ya se había despedido.
—Bueno... —Me aparté de ella a la par que me secaba las lágrimas—. ¿Tú qué tal? ¿Cómo te ha ido?
—Bien, me ha gustado mucho la experiencia.
La tomé de los hombros y la empujé con suavidad hacia atrás para que caminara hacia el salón. Ella captó el mensaje, se dio la vuelta y ambos nos dirigimos hacia el viejo sofá que había en la estancia para poder hablar más cómodamente el uno con el otro.
Hecho aquello, mientras que yo seguía limpiándome la cara de cualquier rastro de humedad, Sabrina me ofreció un pañuelo que no tardó en sacar de su bolso. Se lo agradecí con una breve sonrisa y me soné la nariz en él para ser capaz de respirar.
—Cuéntame —pedí.
—Pues el primer día intentaron venderme un sombrero por ser linda y ya de paso ofrecerme Marihuana, algo así como un dos por uno.
—No me jodas, Sabri. ¿Y qué hiciste?
—Salir por patas, como tú me enseñaste —contestó—. ¡Ah! Y uno de los niños a los que tenía que cuidar, me recordaba mucho a ti. Siempre se metía en líos cuando yo no miraba.
Entendí su referencia al completo. Ella no me había dejado únicamente porque no le viese futuro a una relación a distancia, de hecho, esa fue la excusa perfecta para poder hacerlo todo más llevadero y que ninguno terminásemos más heridos de la cuenta. Sabrina llevaba bastante tiempo quemada por mi culpa, no podía seguir cargando con todos los problemas en los que me metía, pues alguno terminó salpicándola y tuvo que enfrentarse a ello cuando no le correspondía.
—Lo siento.
—Ha pasado tiempo. —Se encogió de hombros—. Pero acepto tus disculpas.
Carraspeé con la garganta para deshacerme de la incomodidad que se había alojado en mi interior.
—¿Y cómo has llevado eso de volar? Te dan miedo las alturas —comenté.
—El de ida lo sobrellevé mejor que el de regreso, casi me da un infarto. —Se llevó una mano al pecho y jadeó aterrorizada al recordarlo—. Un pajarraco enorme se metió en una de las turbinas, supongo que salió con vida de ahí. Era igual de grande que una persona, seguro que sería un águila desorientada.
—Las águilas no vuelan tan alto, Sabri.
—Pues entonces era un extraterrestre.
—Ahora nos declararán la guerra por vuestro intento de asesinato —aseguré—, nos habéis condenado a muerte, muy feo me parece.
Sabrina me pegó un puñetazo en el hombro, provocando que un quejido saliese de mi boca. Lo había hecho a broma, su expresión facial me lo decía, pero ella no sabía medir su fuerza y la mayoría de las veces acababa haciendo daño. En el instante en el que se dio cuenta no dudó ni un instante en disculparse repetidas veces y en sobarme el brazo con ímpetu, como si eso sirviese de calmante para aliviar el dolor que me había causado.
Nuestros rostros habían quedado a una distancia muy corta cuando subió su mirada a la mía, sentí su respiración cortarse por un breve lapso y cómo empezaba a sentir más calor en el cuerpo. Fue un acto reflejo lo que hicieron mis dedos para colocar una de sus trenzas detrás de su oreja, pudiendo notar el cálido tacto de su piel en las yemas.
El corazón latía con fuerza en mi pecho y no podía pensar en otra cosa que no fuera en el tiempo que estuve saliendo con la chica que tenía a tan poca distancia, en la forma tan cariñosa que tenía de demostrarme cualquier cosa, sus payasadas para disipar un momento tenso o en nuestro primer beso, en el efecto que tuvo en mí y en como estuvo a punto de hacer que me desmayase porque se me olvidó respirar.
Todo eso lo había mandado a la mierda yo.
Sus iris oscuros se desviaron a mi boca y no pude evitar sostener su rostro entre mis manos y acortar la distancia que nos separaba sin llegar a crear un contacto físico mayor; teníamos los labios entreabiertos como si esperásemos que uno de los dos iniciase la acción. No sabía en qué demonios estaba pensando cuando me lancé a besarla, pero Sabrina presionó sus palmas contra mi pecho para que no llegase a hacerlo.
—Me encanta cuando me sujetas así la carita —susurró—, pero no hagas esto, Oli. Conseguirás hacerte daño.
«La he cagado».
Asentí con la cabeza y me alejé de ella para poder darle su espacio. Sabrina, lejos de mostrarse incómoda o molesta, me dedicó una dulce sonrisa que me contagió enseguida.
—Tengo que irme —avisó—. Vendré a verte otro día.
—Vale.
La morena se acercó a mí y me dejó un beso en una de mis mejillas. Antes de que se levantase del todo del sofá, le di un toquecito con el índice en la punta de su nariz, haciéndola reír. Luego de tomarme con suavidad del mentón y gesticularme un hasta pronto puso rumbo hacia la salida, no obstante, justo cuando estaba por llegar al pasillo, se giró y me escudriñó con una seriedad que me decían que se avecinaba una regañina.
—He estado hablando con Miguel hace unas horas y solo voy a decirte una cosa al respecto —comentó—. Deja de huir de los problemas y empieza a afrontarlos como el adulto que eres.
—Es tarde para arreglar las cosas. —Suspiré.
—Eso no lo sabrás hasta que lo intentes. Porque cuando te des cuenta de que tuviste mil y una oportunidades y no aprovechaste ninguna..., te odiarás a ti mismo más que ahora.
Dicho aquello, se dio media vuelta y se fue. Cuando escuché la puerta cerrarse, volví a sentirme tan solo como hacía unos instantes atrás. Me recosté en el sofá y me quedé allí mirando a la nada, esperando a que el tiempo pasase y me entrase el sueño, aunque sabía de sobra que me iba a costar un triunfo conciliarlo.
No era nada nuevo que me costase tanto descansar, de la única manera que lo hacía era cuando alguien dormía conmigo, a mi lado. No sabía muy bien por qué, pero supuse que era porque podía sentir la respiración tranquila de la otra persona y eso me hacía entrar en calma a mí. Sabrina era quien había ocupado ese hueco libre en mi cama cuando estábamos juntos, no obstante, ahora ese sitio estaba vacío y yo volvía a tener la misma guerra que casi siempre perdía.
Saqué mi teléfono móvil de uno de los bolsillos delanteros del pantalón del pijama y dediqué un par de minutos a deambular por las redes sociales para sacarme el aburrimiento de encima, al menos hasta que la notificación de un like a una de mis fotos más antiguas llamó mi atención. Mis cejas subieron al comprobar que se trataba de Miguel, seguro que había estado stalkeándome otra vez.
Me permití entrar en su perfil y curiosear un poco; sus fotografías eran mayormente de él con algún libro de El señor de los anillos o con algún objeto que representara a la saga que tanto le gustaba. Incluso había una en la que salía disfrazado de uno de sus personajes, no sabía de quién se trataba, pero estaba de rodillas para aparentar ser más bajito y portaba una larga y trenzada barba pelirroja, supuse que se trataría de algún enano.
Cuando llegué a esa en la que salía sonriente con el que era nuestro grupo de amigos, la nostalgia me golpeó fuerte y algo dentro de mí se encogió. Le echaba de menos, le echaba muchísimo de menos. Me di cuenta de que quería volverle a escuchar hablar en élfico estando borracho o sobrio, aunque de la primera forma resultaba más gracioso. Conversar hasta las tantas de la mañana de cualquier tontería y luego quejarnos de estar cansados en cuanto nos tocaba madrugar para ir a clase, sus broncas cuando hacía algo que no le gustaba o las mías cuando me destripaba los finales de series y películas que quería ver, su optimismo para absolutamente todo y su timidez para cualquier situación nueva.
Había perdido a uno de los mejores amigos que había tenido nunca. Aunque era posible que tuviese la oportunidad de solucionarlo, como bien me había dicho Sabrina antes de marcharse. Pero había un problema, y era la vergüenza que me causaba el intentarlo siquiera porque sentía que ya había perdido el derecho a ello hacía bastante tiempo.
Respiré hondo, le di a "seguir", tiré el móvil en plaza libre del sofá y me puse en pie.
—A por la mantequilla.
🦋
El corazón me latía a mil por hora, sentía las venas palpitarme en la cabeza, el pecho a punto de reventar y los pulmones sin aire de la carrera que me había pegado. La calle estaba solitaria, iluminada únicamente por la cálida luz de las farolas, sin embargo, no podía evitar sentirme desprotegido. Tenía la sensación de que me pillaría la policía e iría directo a la cárcel; ya no tenía a nadie que me cubriese en casa, iba a contrarreloj y completamente a ciegas.
Tragué saliva, móvil en mano y caminando hacia el portal del edificio en el que Miguel vivía con sus padres. Esperaba que siguiese allí y que no se hubiese independizado aún, porque si no, lo llevaba claro. Marqué su número de teléfono y me lo llevé a la oreja, en el instante en el que escuché como descolgaba, escupí mi pregunta de carrerilla antes de que pudiese decir algo.
—¿Sigues viviendo con tus padres?
—¿Qué? —cuestionó al otro lado de la línea con confusión.
—Estoy en el portal.
—A chuparla.
Colgó.
Me humedecí el labio inferior y luego lo sujeté entre mis dientes, no sabiendo si insistir un poco o rendirme. Me había quedado muy serio, el rechazo se me había atragantado y no sabía cómo manejarlo.
«Mierda».
—Por mis huevos pelirrojos —murmuró una voz.
Provenía de arriba, así que alcé la mirada hasta que un pelirrojo con el pelo desordenado y en pijama, apareció en una de las ventanas del tercer piso. Me miraba con una cara de estreñido que me arrebató una sonrisa.
—Hola —saludé, modosito.
—¡Quédate ahí, cabra loca! —chilló—. Será posible...
Cerró la ventana y desapareció de mi vista. La sonrisa triunfal que tenía plantada en la cara no habría quien me la quitara; no tenía ni idea de si aquella contestación significaba que me había perdonado, que tenía alguna posibilidad de que eso sucediera o que solo buscaba tenerme cerca para mandarme a la mierda de una manera que le resultara más gratificante.
Guardé mi teléfono y le esperé.
No pasó mucho más de un par de minutos cuando mi amigo apareció abriendo la puerta del portal y dirigiéndose hacia a mí con pasos lentos y los brazos cruzados sobre su pecho; estaba cabreado, era entendible. Le había utilizado cuando lo único que él quería era retomar la amistad que alguna vez tuvimos, fui un imbécil.
—¿Qué haces aquí? —quiso saber.
—He venido a disculparme, no estuvo bien lo que te hice. No he hecho las cosas bien. Bueno, nunca las hago. Soy experto en cagarla y luego dejarlo estar, como si nada hubiese pasado —hablé—. Tienes razón en que soy un pasota, pero no quiero serlo contigo. Te echo de menos, siempre te he echado de menos. A ti y a tus eternas charlas de curiosidades sobre Légolas, Frodo y su puta madre. —Reí y creí verle sonreír—. Perdóname, por favor.
Me escudriñó con la mirada.
—¿Y cómo sé que no lo haces por interés propio? Para no quedarte solo, digo.
—Creo que sabes que soy lo suficientemente capullo como para no venir hasta aquí a pedirte perdón si no me importases de verdad —respondí casi en un susurro.
—Y estás aquí.
—Exacto.
—Estando en arresto domiciliario —agregó.
—Sí... —afirmé.
—Acabas de superar mis expectativas en cuanto a tu gilipollez.
—Bueno, no estaba muy difícil tampoco. —Me encogí de hombros.
—¿Te ha merecido la pena?
—Eso creo. ¿Me perdonas?
Miguel no pronunció ni una sola palabra, solo se me quedó mirando con la misma expresión de hacía un rato. Aunque, poco a poco, podía ver como esta iba cambiando. Su barbilla se frunció y comenzó a temblar, sus cejas habían adoptado una posición que me indicaban que estaba a punto de llorar y sus ojos acuosos me lo confirmaron.
Antes de que pudiera siquiera pestañear, el pelirrojo ya se había abalanzado sobre mí para asfixiarme en un abrazo que me había puesto los pulmones en riesgo. Se lo correspondí en el acto después de soltar un quejido propio de alguien que se ahoga, consiguiendo que la calabacita aflojase un poco la fuerza con la que me apretaba.
—No vuelvas a marcharte así de mi vida —sollozó.
—Está bien, calabacita.
—Ay, venga. Te llevo a casa antes de que te empapelen —dijo separándose de mí—. Tengo el coche aquí cerca.
Ambos pusimos rumbo hacia donde se encontraba su vehículo, calle abajo. Caminábamos en silencio, lo que me hizo acordarme de cierto suceso que me hizo hervir la sangre de un segundo a otro. Miré a Miguel con una cara y una sonrisa que no presagiaba nada bueno. Él se sintió observado, por lo que no tardó en poner sus ojos en mí y cambiar su rostro a uno de preocupación.
—Miguel... ¿tú sabías que las chuches que me diste llevaban cartílagos de animales?
—Eh...
—Eh... ¿qué? —insistí.
Sin más, echó a correr como si no hubiese un mañana.
«Ah, no».
Levanté un pie, me quité la zapatilla y corrí detrás de él con esta en alto y gritando que se quedase quieto. Miguel no me obedeció, así que le lancé el calzado y esperé a que este impactara contra el objetivo. No obstante, fallé.
Esa misma noche, luego de una intensa persecución por haberme hecho comer algo de origen animal sin avisarme siquiera, acabamos en mi casa compartiendo un plato de macarrones con tomate y durmiendo juntos como cuando éramos críos. Pude descansar de maravilla y con una felicidad que no me cabía en el pecho.
¡Holi! ¿Cómo estáis? Espero que bien. 💚
En este capítulo hay una referencia a una novela que estoy escribiendo de manera inédita, ¿la habéis pillado? 👀
¿Qué pensáis con respecto a Sabrina? ¿Qué os ha parecido el capítulo?
Para el siguiente preparad pañuelos. 🤧
Besooos.
Kiwii.
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