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Capítulo 5 "La iglesia de los milagros"


Los murmullos despertaron a Bea, parecían avispas zumbando a su alrededor. Al abrir los ojos, la claridad del día casi la dejó ciega, así que estrujó sus ojos y se sentó como pudo.

—¡Qué vergüenza! Están desnudos. —Escuchó a alguien decir.

—¡Que alguien cubra a ese joven, aquí hay niños!

—¿Desnudos? ¿Dónde? —cuestionó, abriendo a la par los ojos y encontrándose con media playa a su alrededor. Una nuez se formó en su garganta, no sabía qué ocurría, pero fuese lo que fuese estaba mal, muy mal.

Desvió la vista a su lado y se sorprendió al ver a Marcos, tumbado sobre la arena con una erección masculina de infarto. Fue ahí cuando se le ocurrió mirarse, y pegó un grito al notar que ella estaba en las mismas condiciones, claro, sin la erección.

—¡Aaaaaaaaaahhhh! —su escándalo fue suficiente para despertar a Marcos, y su rostro se puso pálido luego de zarandeárse y darse cuenta de la situación.

—¿Y esto? —le cuestionó, como si ella supiera el por qué de su estado.

—No lo sé, pero tengo una idea —le susurró. Algunas personas no dejaban de criticarlos, y otras se reían y decían que ellos sí disfrutaban la vida. —Cuando diga "tres" nos levantamos.

Fue la idea más inteligente que se le ocurrió. "Cuando las cosas se ponen malas, lo mejor es huir de ellas", algo así le había dicho su madre, aunque bueno, seguramente había sido todo lo contrario a eso, pero ella sabía como cagarla cada que tenía la oportunidad.

—¿Qué? ¿Estás loca? Ya es bastante humillación que me hayan visto las pelotas —musitó entre dientes mientras que con sus manos tapaba aquel miembro de tamaño considerable...

—¡Tú hasme caso! A la de tres, una, dos... Tres —dicho esto se levantaron a la vez, con las miradas curiosas de los lugareños y turistas—. ¡Corre!

Lo tomó de la mano y corrieron cual maratón sobre la arena, prácticamente no avanzaban nada, sus pies se hundían y cuando creyeron haber corrido lo suficiente miraron hacia atrás y solo habían escapado un par de metros. No se rindieron, tenían que salir de allí costara lo que costara, pues el misterioso amanecer en pelotas se debía resolver, la urgencia de llegar a la cabaña esa mañana se volvió un objetivo.

Finalmente llegaron, la puerta estaba abierta, por lo que creyeron haberla dejado así en la madrugada cuando salieron de maratón nudista. Marcos se metió al cuarto en cuanto cruzaron la sala, la vergüenza no le cabía en el cuerpo, y Bea, por su parte, encontró su ropa sobre el sofá y de inmediato se vistió. Pena no tenía, pese a todo lo ocurrido no paraba de reírse, las locuras siempre habían sido su fuerte pero aquello superó los límites, acababa de batir su record personal de pendejadas.

Buscó su celular en su bolso, y marcó de inmediato a la más responsable de las primas: —Fátima, código azul, repito, código azul.

—¡Dime dónde estás y te rescato! Anoche no regresaste, estábamos muy preocupadas —contestó de inmediato.

Le dió la ubicación de la cabaña y se lanzó sobre los cojines a esperar. No quiso explicarle nada por teléfono, ya habría tiempo de contarle y escuchar sus réplicas.

Marcos salió de su habitación con pasos pesados, su mente parecía nublada por la confusión y el desconcierto de la noche anterior. Al llegar a la sala, la observó sentada en el sofá, ella estaba con una expresión de igual desconcierto. Ambos necesitaban hablar sobre lo ocurrido, pero ninguno recordaba nada.

—¿Qué cojones pasó? —dijo Marcos, rompiendo el silencio incómodo.

—Bebí más que tú, mi mente ha de estar peor —respondió, casi en un susurro.

Se sentaron juntos en el sofá, y fue entonces cuando notó el anillo en el dedo de Marcos. Una sensación extraña le recorrió el cuerpo. Marcos, al mismo tiempo, notó algo en su mano, por lo que inmediatamente dirigió la mirada a sus dedos. Ambos llevaban anillos de compromiso, pero ninguno supo la causa.

—¿Ahora recuerdas algo? —preguntó Bea, con la voz temblorosa.

—Nada en absoluto —respondió Marcos, pasando una mano por su cabello en un gesto de frustración—. Esto es una locura.

La confusión y el desconcierto del momento se hicieron más presentes cuando Fátima y Martha entraron apresuradas en la sala. Fátima, con su energía habitual, la abrazó con fuerza.

—¡Nos hemos enterado de todo! —dijo Fátima, mientras Martha asentía detrás de ella—. ¡Marcos y tú fueron vistos corriendo sin ropa en la playa esta mañana!

La vergüenza cubrió a Marcos como una manta pesada. Él, un hombre aparentemente serio y elegante, se sentía expuesto y escandalizado por aquel relato. Definitivamente si alguien había tomado fotos y posteado en internet, podría haber ocasionado un total escándalo. De llegar esas imágenes a su familia estaría totalmente perdido. Dependía del legado de su padre para triunfar en la empresa, no podía echar todo a perder por una absurda locura cometida estando ebrio.

—Eso no puede ser posible —murmuró, tratando de mantener la compostura.

Fátima, situándose en medio de todos, comenzó a pensar en voz alta.

—He oído rumores sobre una iglesia que casa parejas sin hacer preguntas, la cosa es fácil. Quizás eso explique los anillos.

—¿En serio? —cuestionó Bea, mirando de reojo a Marcos. En aquel momento se fijó en su ropa, tan decente, toda oscura y de etiqueta, con unos pantalones de chándal y una sudadera. Y ella, con aquel vestido arrugado y maloliente a alcohol...

—Sí, es cierto lo que dice Fátima, también he oído de la iglesia, es más, voy a buscar aquí. —Agarró su celular y comenzó a investigar en silencio.

—¿De veras no recuerdan nada? —les preguntó Fátima entrecerrando los ojos. Ella no parecía convencida de nada, pero en realidad así era todo, parecía de película, sin embargo era la más real de las verdades.

Sin más dilación, todos se dispusieron a ir a esa iglesia en busca de respuestas. Marcos conducía el auto con la mirada fija en la carretera, pero de vez en cuando lanzaba miradas furtivas en dirección a Bea, a través del espejo retrovisor. Mientras tanto, ella jugueteaba nerviosamente con el bonito anillo. Fátima y Martha hablaban en el asiento al lado suyo, llenando el silencio con sus suposiciones.

—Quizás fue una especie de ritual —dijo Martha—, he oído que algunas iglesias hacen ceremonias extrañas bajo la luna llena.

—O tal vez fue algo en lo que bebieron —añadió Fátima—. No sería la primera vez que una fiesta se sale de control por culpa de una bebida exótica.

Giró la cabeza para mirar a Marcos y él entornó los ojos. Se había dado cuenta desde la mañana que su comportamiento era grotesco y seco, nada que ver con el agradable hombre de la noche anterior.

—Imposible, bebimos en la cabaña toda la noche, nadie puso nada en la champaña —aclaró él.

—Exacto —aseguró Bea.

—¿Crees que realmente nos casamos? —preguntó él en voz baja.

—No lo sé.

—Menuda mierda... —dijo bajo, mientras maldecía sin filtros.

Su celular comenzó a sonar y lo agarró de la guantera con una mano, al mirar la pantalla se le vio titubear, y luego de pensarlo unos segundos rechazó la llamada y lanzó el teléfono de regreso a dónde estaba. No sabía por qué después de todo lo que había pasado ella seguía llamándolo. Llevaba dos días desaparecida con aquel extranjero y desde esa mañana no paraba de marcarle. Él no quería contestar, aunque por dentro estuviese muriendo de ganas por aclarar todo y dejar aquella situación atrás para regresar casados a España. Después de todo ese era el plan ¿no?, proponerle matrimonio a una hermosa mujer, con la que llevaba de relación hacía más de cinco años, celebrar en grande con su familia y que finalmente su padre lo reconociera como el hombre serio que tanto se había esforzado en demostrar ser.

El trayecto se hizo eterno, con cada kilómetro que pasaba, la tensión crecía. ¿Qué hacía el allí? No paraba de preguntarse —entre otras cosas—, qué demonios lo llevó a decidir ir con aquellas desconocidas a la iglesia. Poco debía importarle lo que ocurrió la noche anterior, podía simplemente olvidarlo y hacer sus maletas para regresar a casa, donde lo esperarían unos cuantos sermones y, quizá, el rechazo de su padre. Pero algo más fuerte lo detenía allí. No estaba contento por lo sucedido, sin embargo, sentía algo en su pecho que lo obligaba a quedarse.

Finalmente, llegaron a una pequeña iglesia pintoresca, con un letrero que decía: "Iglesia de los Milagros".

Al bajar del auto, intercambiaron una última mirada antes de dirigirse al interior del lugar. Era una iglesia particularmente pequeña, aunque muy hermosa y confortable. Todo dentro estaba enmaderado, pulido y pintado.

—Que Dios los bendiga, hijos míos, ¿en qué puedo servirles? —cuestionó el padre, vestido con una hermosa túnica dorada.

—Amén, padre... —comenzó Marcos, llevando el control de la situación. Él se expresaba de una forma cálida, segura. Se notaba a leguas el dominio al público que tenía, tan directo y amable—. Esta mañana despertamos con estos anillos, mire. —Le mostró su mano y agarró la de ella para aproximarla a sus ojos.

—Oh, por supuesto, sus rostros me parecían conocidos. Yo los casé anoche. Una hermosa pareja, por cierto.

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