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7. Visita a la cárcel

Olivia nunca había agradecido a su cuerpo que la despertará a las siete de la mañana todos los días. Con domingos incluidos. Pero en cuanto abrió el ojo, si hubiera sido posible, se hubiera besado a si misma. Aquella feísima habitación custodiada las 24 horas del día era lo más parecido a un infierno. Quería volver con Amabel, prometerla que nunca más volvería a desobedecerla y olvidarse de aquella locura. Tal era sus ansias de salir de allí que no se detuvo a desvestirse la noche pasada, se había metido en la cada sintiéndose sucia y desamparada, pero con la esperanza de que de la misma forma en la que había entrado, saliera. 

Nada más ponerse los zapatos, fue directa a mirarse en el espejo del tocador. Aquella imagen la espantó, tenía el labio partido, el ojo derecho hinchado, y un moratón que abarcaba desde su ojo malherido hasta su sien. Por un momento pensó en dejarse el pelo suelto para que disimulara aquel desastre que tenía por cara, pero era tal el nivel de enredo que peinarse fue un tortura a la que acabó desistiendo. Se recogió el pelo en un moño y se dirigió a la puerta. Abrió con cautela, sin saber qué era lo que se escondía tras la madera. En cuanto sacó la cabeza vio a dos soldados  que la miraban asombrados.

—¿Señora? —dijo el más mayor de los dos.

—Guido me prometió que podía ver al hombre que me trajo aquí por la mañana.

El guardia le miró de arriba a bajo.

—Llamaremos a Dhana para que venga a alistaros.

Aquel hombre le hizo un gesto de cabeza a su compañero y éste se marchó.

—No necesito alistarme, así estoy bien.

—Insisto, señora.

Aquel hombre no dijo nada más, apartó la mirada e hizo como si ella no existiera. Olivia le observó a aquel hombre de mediana edad, de complexión fuerte y cabello pelirrojo que combinaba a la perfección con sus dos ojos verdes como la esmeralda. Tenía un bronceado que daba la impresión que aquel puesto no era rutinario en él. Aun así, aquel hombre le resultaba familiar.

—¿Desea algo más, señora?

—Tú estabas cuando Adriel me persiguió. ¿Tú me salvaste de él?

Aquel hombre arrugó el ceño. La empujó hacia el interior de la habitación y cerró la puerta tras de sí.

—Señora, debéis de tener mucho cuidado con lo que habláis y con quien habláis. Las paredes escuchan, tenéis a muchas personas alojadas en este castillo que desearían comunicarle a vuestro tío que os habéis vuelto loca de remate.

—Yo no estoy loca. Yo vi lo que vi.

—¿Es qué no lo entendéis?

—¿Entender, qué?

Aquel hombre exhaló ruidosamente el aire de sus pulmones.

— Ahora mismo parece que sois un mendigo que se ha pasado esnifando pintura y no una reina.

—Yo no soy tu reina.

Aquel hombre negó con la cabeza.

—Estáis en peligro, será mejor que respetéis las normas del castillo y no ponernos las cosas más difíciles.

—¿De quién debo tener miedo, de ti o de ellos?

—La Guardia Real es la única familia leal que os queda, mi señora.

Pero aquello no le explicaba nada a Olivia. 

—Pero...

La puerta se abrió y una anciana pasó, seguida de una mujer de la edad de Olivia. Era de las mujeres más guapas que había visto en su vida, incluso más que Laura. 

—Con permiso, Majestad.

Aquel hombre hizo una reverencia y se marchó, dejándola sola con aquellas desconocidas. 

—¡Vamos! —la apremió la anciana—¡Quítate la ropa!

No replicó, mucho menos discutió. Hizo aquello que le mandó mientras veía a aquella mujer  asomar la cabeza por el armario. Sacó un vestido de color verde que alarmó a Olivia.

— ¿No os gusta? — dijo la joven, preocupada — Podéis elegir el que más os apetezca. 

— ¿Puedo? — preguntó mirando a la anciana.

La mujer asintió y se apartó para dejarle espacio. Ella se acercó y miró aquellos vestidos que no le gustaban absolutamente nada. Eran viejos, con estampados llamativos y colores chillones. 

— ¿No hay ninguno que sea más normal?

— ¿Normal?

—Sencillo.

— ¿No le gusta parecer un limón andante? — dijo la anciana mientras agarraba el bajo de un vestido horrible con volantes por todos lados.

—Abuela — la regañó la joven, haciendo sonreír a Olivia.

—No, la verdad es que no. Me gustaría algo menos llamativo.

La abuela asintió y caminó hacia otro armario.

—¿Algo como ésto? 

Olivia disimuló a la perfección que el vestido que sostenía la vieja Dhana entre sus brazos le parecía hermoso.

— Sí, ese está bien.—afirmó con indiferencia bien calculada.

El vestido era de color azul claro, la falda era de gasa y muy vaporoso. Aunque creía que no, aquel vestido era muy cómo, tanto de poner como de llevar.

—Hacía muchos años que no os veía con este vestido puesto, señora.

Olivia se encogió de hombros, no sabía si ella pensaba que era la verdadera reina o solamente su suplente. Ella  comenzó a andar hacia la puerta cuando la más joven de las dos la detuvo:

— Señora, el pelo—la recordó—. No puede salir así. 

— ¿Así cómo?—y no pudo evitar mostrarse irritada y ofendida.

— Lo siento, señora. No quería....

— No importa...— y Olivia se dio cuenta que no les había preguntado por su nombre.

— Evelin. 

— Lo siento, Evelin. Puedes hacerme lo que quieras en el pelo. 

Se sentó frente al tocador y dejó que aquella muchacha le hiciera lo que quisiera. Olivia por el contrario, comenzaba a impacientarse. Veía como Evelin trataba de domar su cabello rizado en un moño, pero los rizos salían descontrolados. Aquello era una  pérdida de tiempo que se detuvo en el momento en que Guido llamó a la puerta y seguidamente entró.   

—  Señor Sande —aquellas mujeres se cuadraron e inclinaron la cabeza en señal de respeto.

Olivia se levantó sin saber qué decir o hacer.  Aquel hombre le aterrorizaba pero no podía demostrarlo porque entonces ella haría cuanto él le mandaría y ella quería volver a casa cuanto antes.

—¿Quiere desayunar?—preguntó con educación. 

—No, gracias. Quiero ver a Adriel cuanto antes.

Las sirvientas se marcharon de allí casi corriendo.

—Cómo deseéis, mi señora.

—Me llamo Olivia — sintió la necesidad de decírselo—. No me gusta que me llames señora.

El guerrero asintió y se hizo a un lado para dejar la puerta libre. Extendió el brazo en dirección a la salida, indicando que ella saldría primero.

—Gracias.

Los dos guardias que custodiaban la puerta les siguieron. Los pasillos eran fríos y Olivia reprimió la necesidad de abrazarse para conservar el calor. Aunque debía de pensar en otras cosas como memorizar los pasillos por si se veía en la obligación de dar media vuelta, solamente podía pensar en cómo hacían aquellos hombres para no enfermar. 

Después de bajar muchas escaleras, llegaron a los calabozos, una zona húmeda y ruidosa que olía a rancio. Guido hizo que paseara ante decenas de celdas cuyos encarcelados se pegaron a las rejas y no pararon de insultarla. Olivia sabía lo que estaba tratando de hacer Guido, estaba tratando de asustarla y lo había conseguido, pero se negaba a aparentarlo. Legaron a un  sitio apartado donde a diferencia de las otras celdas, no había rejas. Las celdas eran habitaciones de paredes de piedra de cuatro metros cuadrados. El mago estaba aislado con el resto de presos. 

—Señora... —Adriel no disimuló su asombro cuando la vio. 

Trató de acercarse a ella, pero Guido se interpuso en medio. Tenía la cara amoratada, alguien le había dado una auténtica paliza.

—Adriel, necesito que me devuelvas a casa.

—Lo siento, pero no puedo ayudarla.

— ¿Por qué?

—Porque nunca había pasado por el portal un ser no mágico.

—¿Y por qué me hiciste pasar?

—Porque ya sabías mi secreto. Eras un peligro, la Hermandad podría haber ido contra ti y tu abuela.

—Mi abuela...—Olivia no entendía nada— Tú sabías el nombre de mi abuela. Tú sabías mi nombre.

—Yo... —aquel hombre miró hacia los guardias, como si la respuesta se encontrara perdida por ahí.

—Sabías que me llamaba Olivia Sonrí y que mi abuela se llamaba Amabel Castrejón. ¿Por qué? —pero no había preguntado, había exigido saberlo.

—Fue sin querer. Me topé con vos y me sorprendió su parecido con mi reina, y por eso os investigué.

La muchacha entornó los ojos, no se fiaba de él y que mirara alternativamente a Guido y a ella no ayudó a que la confianza aumentara. Sabía que le estaba mintiendo, pero sentía que le estaba torturando con su interrogatorio. Sudaba mucho, la frente le brillaba.

—Haz algo para arreglarlo.

—¿El qué?

—¡Tú me has metido en esta mierda! —gritó desquiciada— Tú me sacas.

Aquel hombre pasó saliva y le miró con total seriedad.

—Necesitaré tiempo.

—¿Cuánto?

—No lo sé...

—¿Cuánto?—volvió a exigir.

Él volvió a mirar al Jefe de la Guardia y la muchacha se contuvo las ganas de gritarle que no le mirara. 

—¿Un mes? —dijo dubitativo—Debo hacer pruebas, necesito saber si su cuerpo podría sobrevivir al viaje.

Asintió callada. Estaba llena de desconfianza, sentía que aquel hombre estaba controlado por alguien y suponía que ese alguien era Guido, que se notaba a la legua que controlaba absolutamente todo en aquel castillo.

—Lo siento —ella le miró, y vio en su mirada que estaba arrepentido de verdad.

Se volteó, y su mirada se clavó en el Jefe de la Guardia Real. Él asintió y no hizo falta que hablaran más. 

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