3. ¡Sorpresa!
Olivia vio a aquel hombre abalanzándose hacia ella y fue tal el pavor que sintió, que apenas fue consciente de que había corrido hasta su bicicleta, había subido en ella y que estaba pedaleando con todas sus fuerzas para llegar lo antes posible a su casa. Aquel hombre era muy lento y el suelo pedregoso no le beneficiaba. Le gritó varias veces que se detuviera, pero la joven estaba lejos de obedecerlo.
Ella no paró de girar la cabeza para comprobar que aquel hombre no la seguía. Con suerte, no sabría donde vivía y no le haría daño alguno. Pero aquel pequeño alivio se vio aplastado cuando recordó que no tenía las llaves de casa y que allí, frente al porche, era vulnerable e indefensa. Trató de abrir las ventanas desde fuera pero no consiguió nada más que hacerse daño en las yemas de los dedos.
A medida que pasaba el tiempo, la ansiedad aumentaba y se vio obligada a hacer una locura que hasta entonces solamente había sido capaz de imaginar. Se agarró al tubo que canalizaba el agua y comenzó a escalar. En cuanto llegó a la segunda planta, ya era capaz de agarrarse al balcón y con cuidado se encaramó a terraza, pasó un pie por encima de la reja de hierro y cuando consiguió tocar el pie con el suelo, pasó la otra pierna.
—¡Sí, por fin!—exclamó triunfante al comprobar que la puerta de la terraza no tenía el seguro echado.
Entró en casa y fue directa a su habitación a dejar su mochila. Estaba nerviosa, inquieta, y no sabía muy bien qué hacer. Hubiera llamado a su abuela sino fuera porque ella no tenía teléfono móvil y no sabía con quién iba a estar para poder llamarles a ellos. De lo que estaba segura es que no podría hacer como si nada hubiera pasado. Lo que acababa de ver era una auténtica locura, había visto a un hombre hacer magia y aunque en sus sueños hubiera dado cualquier cosa por haber visto aquello, ahora la aterraba a unos niveles insospechables. Puso la televisión porque pensó que el ruido le aportaría la sensación de estar acompañada, pero la estresó escuchar las sonrisas enlatadas del programa de Friends y lo volvió a apagar. Se detuvo ante la ventana, sin poder apartar la mirada de la entrada de su casa para comprobar que aquel extraño no volvía aparecer. Iba a pie, era imposible que le hubiera seguido ¿Pero qué era posible o no? Después de lo que había visto, ya no se sentía capaz de estar segura de nada.
Después de media hora se cansó y el estómago le rugió de hambre. Había dejado su desayuno a medias y no había probado bocado desde entonces. La molestaba tener hambre en ese momento tan inoportuno, ¿pero hasta cuando estaría dispuesta a vigilar, hasta que llegara su abuela? Bajó a la cocina y se calentó unos macarrones que estaban hechos hacía tres días. Aquellos macarrones le supieron a gloria los dos primeros bocados, después se dio cuenta que no tenía realmente hambre, solamente era gula. Su cuerpo le había dicho de comer porque era la hora, no porque de verdad tuviera hambre. Al quinto bocado, dejó el tenedor en el plato y se dispuso a limpiar aquello cuando escuchó el inconfundible cascabel que ella misma había puesto en su llavero tras décimo cada vez sexta vez que su abuela había bromeado con ponerle un cascabel para que no volviera a perder las llaves en casa. Ahora, aquel sonido estaba lejano de hacerle gracia. Corrió hacia la segunda planta y se detuvo en lo alto de las escales para poder escuchar.
"Ojala que sea la abuela. Ojalá, por favor... por favor..."
No estaba asustada, estaba aterrada. Cuando aquel individuo entró con sus pesadas botas de montaña, quiso llorar y gritar de miedo, pero no lo hizo. Su primer impulso fue esconderse, pero ¿A dónde? Su habitación sería lo más obvio y estúpido. ¿La habitación de la abuela? ¿Debajo de una cama? ¿Y dentro de un armario? Ningún escondite le parecía lo suficientemente seguro, y aquellos pasos comenzaron a resonar cada vez más cerca. Se obligó a no correr, puesto que sus pasos alertarían al extraño. Se introdujo en la despensa del final del pasillo, donde su abuela guardaba retales y demás elementos de costura, y allí se encerró por dentro. Apartó sin hacer ruido unas cestas que escondían una vieja escopeta de balines que había pertenecido a su abuelo hace mucho tiempo atrás. Él le había enseñado a disparar hacía varios años aunque su esposa, Amabel, detestaba las armas. Lo primero que hizo tras su entierro fue esconderlo lejos del alcance de Olivia, pero la niña conocía aquella casa mejor que nadie.
A larga distancia los bolines no mataban a nadie, pero en una zona sensible y a corta distancia sí que podría hacerlo.
Los pasos se acercaban cada vez más y más. Aquel hombre caminaba con una tranquilidad exasperante y aquello no hacía otra cosa que alterar aún más a Olivia, que le temblaban las manos. Aquel hombre trató de abrir la despensa girando el pomo, pero no se abrió.
Olivia se obligó a tomar profundas bocanadas de aire para controlar los nervios. Podía sentir como su estómago se comprimía y estrujaba a cada segundo que pasaba.
Un chasquido hizo que el pestillo de la puerta se girara y él abrió la puerta. Olivia no dijo nada porque el miedo la había paralizado
Aquel hombre se asustó cuando vio el cañón del arma apuntándole a la cabeza.
—¿Qué haces? Baja eso, muchacha —ordenó molesto. Olivia no dijo ni hizo nada al respecto porque el miedo le había paralizado —Bájalo. No te voy a hacer nada. Bájalo.
Agarró el cañón del arma y lo desvió de su cuerpo. Ambos forcejearon y cuando Olivia comprendió que tenía todas las de perder, apretó el gatillo. La escopeta hizo ruido, y el retroceso la asustó. Dejó caer el arma y miró a su asaltante con pavor. Él le lanzó un puñetazo en la sien, haciendo que ella perdiera el equilibrio y se golpeara la cabeza contra una de las estanterías.
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