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1. Una hora más tarde

Las sociedades avanzan, se crean universidades, se educa a la población, se descubren a los charlatanes y se dejan de quemar brujas en las hogueras. Todo parece mejorar, la ciencia se impone ante la religión y los mitos pasan a ser solo cuentos relatados por viejos que están más allá que pa acá. Pero la verdad es que hay resquicios en la realidad cuyo significado no puede comprimirse en una simple ecuación o en un logaritmo. Olivia sabía que había muchos farsantes que juraban ver espíritus, que la homeopatía era una trola y que una piedra no podía curar la ansiedad y el estrés mejor que un terapeuta. ¿Pero y qué hay de malo en querer pensar que había algo más? Su vida era aburrida y pasaba mucho tiempo solo con su imaginación. Le gustaba pensar que en los atardeceres nublados se escondía la puerta hacia infierno y fantaseaba con aprender a leer el verdadero nombre de las cosas para controlar el viento a su antojo como Kvothe en El Temor de un Hombre Sabio... Soñar era lo único que le quedaba y no estaba dispuesta a convertirse en un adulto cuyo único fin en la vida era trabajar para pagar las facturas.

— ¡Olivia! — aquel grito hizo que la muchacha se atragantara con la leche — ¿Es qué no has visto la hora? Tienes que irte o llegarás tarde al colegio.

La muchacha tosió violentamente. Cuando se recuperó, miró el reloj de pared de la cocina mientras se enjugaba las lágrimas.

— Abuela, son todavía las siete de la mañana — le explicó irritada—. Tengo clase a las ocho y cuarto. Me falta un cuarto de hora para salir.

Todas las mañanas eran las mismas: su abuela la preguntaba a qué hora se iba a marchar y hasta cuándo. No era que tuviera alzhéimer, tampoco que no le importara qué hiciera su nieta, simplemente era que tenía muchas cosas en mente. 

— Ayer adelanté el reloj una hora.

— ¿Qué?

Olivia se puso muy nerviosa, dejó el vaso sobre la mesa tan deprisa que la taza se volcó y toda la leche se derramó sobre la mesa. Se levantó tan rápido de la mesa que por poco hace volcar su silla, pero por suerte no se manchó. Si se hubiera manchado, hubiera tenido que cambiarse y aquello le hubiera hecho perder mucho más tiempo.

—Ten cuidado, niña — la riñó su abuela.

—Lo siento — se disculpó, aunque estaba tan enfadada que solamente quería gritar — ¿Por qué cambias la hora y no me dices nada? —La muchacha agarró un trapo de la encimera— ¿Cómo pensabas que me daría cuenta?

— Anda, anda, quita — la anciana le arrebató el trapo de la mano y comenzó a arreglar aquel estropicio—. ¡Vete ya!

A Olivia no le quedaba otra opción que morderse la lengua y caminar directa hacia la puerta. Su abuela lo estaba haciendo otra vez, ignoraba las preguntas de su nieta cuando más le convenía. Aquello la enfadaba muchísimo porque había comportamientos de Amabel que no entendía y que solamente podía achacarlos a la edad. Tenía la mano en el pomo cuando la voz de su abuela viajó por toda la casa.

— ¡Olivia, las llaves! Hoy me voy con las chicas al pueblo a pasar todo el día—La recordó—. ¡Llegaré tarde!

— ¡Vale! —gritó para que su abuela pudiera escucharla.

Agarró las llaves de un pequeño armario de pared, se puso el abrigo y cargó a la espalda su mochila.

— ¡Adiós, abuela!

No se detuvo a esperar que su abuela le devolviera el adiós. Salió escopeteada de allí, agarró su bicicleta del garaje y la arrastró por el camino de piedras, no sin esfuerzo. Cuando llegó por fin a la carretera, se montó en ella y pedaleó en dirección al bosque. Allí, había un camino de tierra que tomaban muchos senderistas los fines de semana y que llevaba directamente al centro de la ciudad. Su abuela la prohibía que tomara ese camino porque temía que alguien la hiciera daño y que nadie pudiera ayudarla, pero Olivia solamente veía aquello como otra de las manías sin sentido de su abuela.

Pedaleó tan rápido que comenzó a sudar. Sabía que cuando llegara a clase sudaría el triple porque estaría la calefacción puesta. Sus compañeros se darían cuenta que sudaba como un cerdo y se reirían de ella, otra vez. Sí, otra vez. Olivia parecía incapaz de encajar en ningún lado de aquel maldito pueblo. También era cierto que ella había llegado a aquel instituto hacía dos meses, el curso ya había comenzado y todos los compañeros tenían su grupito de amigos formado, pero desde el primer día ella se ganó una fama injustificada de rarita y marginada. Olivia había culpado de aquella situación a mucha gente, incluida su abuela, pero sabía que ella no tenía la culpa de que sus compañeros fueran gentuza. Su abuela había prohibido la entrada en su casa a teléfonos móviles y no quería ni escuchar hablar de Internet. Sus compañeros solamente hablaban de Youtube, Instagram y Facebook, y ella no sabía nada de todo aquello, así que la miraban como un bicho raro y la excluían de las conversaciones. Hubo un momento en el que no encajar la obsesionaba, pasaba las tardes en la biblioteca anclada frente a un ordenador, pero ni por esas llegó a hacer verdaderos amigos en clase. Ese mismo verano entendió que hiciera lo que hiciera nunca la aceptarían porque tenía la etiqueta de marginada bajo sus hombros y así seguiría hasta que terminara el maldito instituto. Si su abuela se hiciera una idea de lo mal que lo pasaba en aquel sitio, temería más a los nietos de sus amigas que a que tomara aquel camino todos los días. 

Sin darse cuenta, comenzó a bajar el ritmo y se convenció a sí misma de que llegaría tarde a clase de todas formas. Tal vez con suerte no le dejarían entrar a clase y la enviarían directa a dirección.  

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