El beso.
Todos estaban reunidos en el inmenso salón de fiestas del castillo, pero no por motivos de celebración. Esperaban expectantes al último beso de la última de las doce princesas del reino que habían asistido.
Esta se acercó, posó sus labios carnosos sobre los del príncipe Akian y luego se separó esperando conseguir lo que las otras no habian logrado.
La reina cayó desesperanzada en el trono al ver a su hijo aún inerte, y el Rey se sentó a su lado y tomó su mano para reconfortarla. Una lágrima más de las tantas que había derramado rodó por su mejilla y cayó en su regazo.
Todos comentaban sobre lo sucedido. ¿Cómo era posible que ninguna de las bellas princesas presentes representaran para él, el verdadero beso de amor? Así se mantuvieron hasta que las grandes puertas del salón se abrieron abruptamente.
En la entrada estaba parada una joven de cabello enmarañado que le cubría parte del rostro sucio y mugriento. Vestía ropa harapienta, roída por el tiempo y con los pies descalzos llenos de lodo. Pero lo que más llamaba la atención era la sangre que corría por su cuerpo, con su mano derecha se apretaba el brazo izquierdo tratando de detener el sangrado de una herida.
Nadie dijo nada, el asombro era total, ni la Reina ni el Rey pronunciaron palabras.
La joven harapienta comenzó a caminar dentro de la estancia como una más de los invitados. Cada paso que daba se veía que le causaba mucho sufrimiento, se veía en las muecas de dolor que se formaban en parte de su rostro y la comisura de su boca. Avanzaba dejando tras de sí un camino de huellas de barro y sangre.
Una vez llegó al centro del salón levantó el rostro mostrando unos ojos azules intensos y haciendo ápice de las pocas fuerzas que tenía hizo una reverencia. Nadie decía nada, solo reflejaban rostros de asco y repugnancia.
-¿Pero cómo te atreves? -dijo la Reina enojada- ¿Cómo te atreves a irrumpir así frente a nosotros?
-¡Guardias, guardias! -dijo el Rey levantándose del trono.
Al escuchar los gritos del Rey llamando a los soldados su único objetivo era alcanzar su meta, el motivo por el cual había enfrentado tantas dificultades para llegar allí. Sostuvo con fuerzas su brazo herido y se encaminó donde reposaba el cuerpo del príncipe. Las fuerzas ya no la acompañaban, poco a poco se debilitaba más con cada gota de sangre que rodaba por su brazo y caían de la punta de sus dedos al piso.
Poco antes de llegar tropezó y cayó al suelo. La princesa que aún acompañaba al príncipe se apartó asustada dejándole paso y echó a correr donde los demás, que solo esperaban expectantes que haría aquella intrusa harapienta. A tan solo unos pasos del Príncipe Akian no se daría por vencida y reuniendo la poca fuerza que le quedaba se arrastró hasta él, se apoyó sobre el lecho donde reposaba y se sentó a su lado.
Ya lo tenía frente a ella, Akian se encontraba en el sueño profundo que le habían dicho sin percatarse de su presencia. Agarró una de sus manos y al escuchar el retumbar de los pasos de los guardias acercándose se inclinó y le dió un beso.
Los suspiros de asombro llenaron toda la estancia, las damas de alto linaje se llevaban la mano a la boca y las princesas se miraban unas a otras.
-¡Guardias, guardias! -dijo el Rey con muchas más fuerzas que antes mientras la Reina observaba enmudecida.
Los soldados entraron al salón y fueron directamente sobre la joven, la agarraron de sus cabellos apartandola del príncipe y la arrastraron por el suelo.
-¡Saquenla de aquí! -dijo el Rey enfurecido- ¡Llevad la a los calabozos!
Todos los presentes contemplaban el espectáculo que tenían ante sus ojos. La joven no emitía sonido alguno, era arrastrada de los cabellos cual costal de papas, pero ya no tenía fuerzas de nada, solo observaba como del príncipe Akian la alejaban.
-Cariño... ¿estás bien? -dijo el Rey preocupado.
Pero la Reina no dijo palabra alguna. Mientras todos observaban como era desalojada la joven harapienta del salón, su mirada estaba posada donde el cuerpo de su hijo reposaba, y sin dar crédito a lo que veía, nuevamente por su rostro una lágrima rodó.
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