"Cuando los Muertos Marchan"
Año 195 AGG... Algún lugar de Hypheria...
Bajo el cielo teñido de un tenue naranja, un joven viajero de cabello despeinado y ropas gastadas avanzaba por un sendero solitario. El aire era frío, y el paisaje a su alrededor estaba cubierto de arbustos secos y árboles retorcidos. Joshua llevaba días sin compañía, excepto por el canto distante de algún ave nocturna. En su mochila, las provisiones escaseaban, y comenzaba a considerar la idea de acampar cuando divisó una cabaña pequeña, hecha de madera vieja y musgo.
A un lado de la cabaña, una anciana de cabello plateado trenzado en un moño alto trabajaba con destreza, extendiendo pieles de ciervo sobre una cuerda improvisada. Su rostro estaba lleno de arrugas, pero sus ojos brillaban con una vitalidad inesperada. Cuando Joshua se acercó, ella levantó la vista, con una sonrisa que mezclaba hospitalidad y misterio.
—Buenas tardes, joven viajero —saludó la mujer con voz rasposa, dejando de lado una aguja de hueso—. ¿Qué te trae a estas tierras olvidadas?—
Joshua se quitó el sombrero, mostrando respeto.
—Buenas tardes, señora. Estoy de paso. Busco descanso, agua... y tal vez una buena historia para acompañar la noche.—
La anciana rió suavemente.
—Historias tengo de sobra, aunque no todas son buenas. Pero pasa, muchacho. El fuego está encendido.—
Dentro de la cabaña, el ambiente era cálido y acogedor. Un caldero burbujeaba con un caldo que olía a hierbas y carne. Joshua se sentó frente al fuego mientras la mujer servía dos tazones y se acomodaba frente a él.
—Dicen que los viajeros siempre tienen oídos para una leyenda. ¿Es cierto eso? —preguntó Ethel, con un brillo peculiar en los ojos.
—Siempre —respondió Joshua, sonriendo.
Ethel tomó un sorbo de su caldo antes de comenzar.
—Entonces escúchame bien, porque lo que voy a contarte no es un cuento para niños. Es una verdad que pocos se atreven a creer. Yo era apenas una niña cuando lo vi.—
Joshua inclinó ligeramente la cabeza, intrigado.
—¿El qué?—
Ethel dejó el tazón a un lado y se apoyó en su bastón, acercándose un poco más al fuego.
—El Ángel de la Muerte.— El joven sintió un escalofrío recorrerle la espalda, pero no interrumpió. —Nuestra aldea... —continuó Ethel, cerrando los ojos como si el recuerdo la transportara a otro tiempo—. Era pequeña, insignificante, perdida entre los valles. Una noche, hombres crueles llegaron con antorchas y espadas. Saquearon todo, quemaron nuestras casas y mataron a quienes se interponían.—
Años atrás...
Ethel estaba escondida en un viejo granero, enterrada bajo un montón de paja y sacos de grano. Desde allí, pudo escuchar los gritos que lentamente se desvanecieron hasta quedar solo un silencio inquietante. Cuando finalmente se atrevió a salir, el sol ya se estaba poniendo, y la aldea era una sombra de lo que había sido: cenizas, cadáveres y silencio. Fue entonces cuando lo vio.
En el camino principal, bajo el resplandor rojo del crepúsculo, una figura oscura avanzaba lentamente. Era un hombre de apariencia casi humana, pero algo en él estaba fuera de lugar: su piel pálida, sus ojos negros como la noche y las espadas en su espalda, cuyas hojas parecían absorber la luz del entorno. Su caminar era solemne, pero cada paso parecía resonar en el aire como un golpe de tambor fúnebre.
Ethel permaneció quieta, paralizada por el miedo, mientras el extraño se detenía en medio de la aldea. Se inclinó hacia uno de los cuerpos, susurrando palabras inaudibles, y entonces, para el horror de la niña, el cadáver comenzó a moverse. Uno tras otro, los muertos se levantaban, sus movimientos torpes y carentes de voluntad propia. El Ángel de la Muerte los miraba con la misma indiferencia que un escultor contempla una estatua inacabada.
Ethel sabía que debía correr, pero su cuerpo no respondía. La figura finalmente giró su rostro hacia ella, y por un instante, sus ojos negros parecieron atravesarla. Sin embargo, no se movió hacia ella ni levantó su arma. Simplemente la observó en silencio, como si evaluara su insignificancia. Luego, volvió la vista hacia el horizonte y continuó su marcha, seguido por los muertos que lo acompañaban como un cortejo fúnebre.
La niña permaneció inmóvil hasta que la figura desapareció en la distancia. Durante años, intentó contarle a los adultos lo que había visto, pero nadie le creyó. Algunos decían que era producto del trauma, otros que era una historia inventada para llamar la atención. Sin embargo, cuando fue encontrada años después una marca quemada en el suelo del camino principal de la aldea —una especie de símbolo extraño, que nadie supo interpretar—, algunos comenzaron a preguntarse si la anciana Ethel había dicho la verdad.
Actualidad...
Joshua tragó saliva.
—¿Y tú?—
Ethel dejó escapar un suspiro largo.
—Me vio. Giró su cabeza hacia mí, y esos ojos negros parecían atravesarme. Pensé que me mataría, pero no lo hizo. Me dejó vivir.—
Joshua frunció el ceño, confundido.
—¿Por qué?—
La anciana lo miró directamente a los ojos.
—Eso es lo que he preguntado toda mi vida. Tal vez vio algo en mí, o tal vez simplemente no valía la pena. Nunca lo sabré.—
El silencio se apoderó de la cabaña. Solo el crujir del fuego rompía la quietud.
—Dicen —continuó Ethel tras un momento— que el Ángel de la Muerte no muestra piedad. Que su propósito es más grande que la comprensión de los mortales. Pero yo sé una cosa: si lo ves, no hables, no te muevas y, sobre todo, no lo sigas.—
Joshua permaneció pensativo.
—¿Crees que sigue ahí afuera?—
La anciana sonrió con tristeza.
—Oh, muchacho. No se trata de creer. Él nunca se fue.—
Esa noche, cuando Joshua dejó la cabaña, miró el horizonte con otros ojos. Las palabras de Ethel resonaban en su mente. Y mientras caminaba por el camino principal, bajo la luz de la luna, sintió un escalofrío, como si algo lo observara desde las sombras.
"Si ves un hombre de ojos de sombra,
cuyas espadas la luz devoran,
no llames su nombre, no busques su andar,
su paso es la muerte, su juicio es final.
No lo enfrentes, pues nadie lo vence,
su frío silencio el alma estremece.
Y nunca lo sigas, pues su senda es gris,
donde pisa, la vida deja de existir.
El Ángel oscuro no da compasión,
su mirada es condena, su voz es prisión.
Mas, quizá, en su sombra, su piedad despierte,
solo cuando él lo elija... el Ángel de la Muerte."
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